En un lugar confuso, que parecía sacado de mis sueños, me encontraba yo parado. Era raro, porque yo ya había muerto.
Había llegado a aceptar mi dolor, a rendirme ante él, pero nunca había pensado en arrastrarla conmigo. Mis ojos, completamente cegados por las lágrimas, dejaban entrever el peso de lo que acababa de vivir. La conciencia, o lo poco que quedaba de ella, no encontraba sentido en aquella realidad que se desplegaba frente a mí.
Ese sitio se parecía al cielo; al mismo tiempo, era inquietantemente ajeno. La luz y la oscuridad se mezclaban en una escena indescriptible, mientras una neblina espesa parecía moverse con vida propia.
Sin previo aviso, mis ojos comenzaron a cerrarse, desvaneciéndose junto con la escena. Entonces, en medio de la penumbra que invadía mis sentidos, una voz familiar resonó en mi mente.
"Te ayudaré en todo para alcanzar ese destino", la voz se desvanecía como una en una habitación desolada.
Cuando volví a abrir los ojos, ya no estaba allí.
Me encontraba en otra ubicación, totalmente desconocida. Mis pensamientos intentaban procesar lo que había experimentado. Miré a mi alrededor y un grupo de hombres mayores me rodeaba, todos con rostros serios y miradas inquisitivas que formaban un círculo en torno a mí, como si me observaran en una especie de altar.
Entre todos ellos, resaltaba la figura de una mujer de una belleza casi divina, con un semblante sereno y una expresión profunda.
Estaba frente a mí; su presencia parecía iluminar aquel lugar como si fuese la encarnación de un dios.