-¿Un traje de superhéroe?- La voz del anciano sonaba cansada.
-Sí. Rojo, pero no es un rojo cualquiera. Es un rojo muy especial... como las sirenas de una ambulancia.
-¿Rojo como hormiga o rojo como langosta? o ¿quizás un rojo parecido a la sangre? Dime cómo lo quieres.
-Pues muy rojo, ya le dije, como las sirenas de una ambulancia. Es un rojo de otro universo. ¡Tiene que brillar en la oscuridad! ¡Si! ¡Un rojo del espacio!
-Eso depende de la tela que me traigas. ¿Sabes de lo que hablo?
-No sé de telas, pero usted dígame cuál es la más brillante y en lo que tarda un rayo se la traigo.
-¿De qué te vas a disfrazar?
El chico no le respondió. Se giró rápidamente la mochila desde la espalda hasta el estómago para abrir el cierre y mostrarle el comic.
Estiró los brazos lo más que pudo para que el anciano viera bien la portada.
-¡Es un traje espacial! ¡Cósmico!
El viejo sastre paró de acomodar los botones en un saco que terminaba y se acomodó los anteojos para hundir bien la mirada en la figura del superhéroe.
El chico se sentó en un banquillo como si estuviera en su casa y se pasó cinco minutos explicándole, detalle a detalle, lo que quería, hasta que por fin logró que el anciano se deshiciera de su cara de indiferencia y le sonriera.
-Requiero de un trabajo muy bien elaborado- puntualizó el adolescente. -¡Debe quedar perfecto! pues debo estar a la altura de cualquier otro famoso superhéroe.
-De acuerdo-. Sonrió el anciano. -Veo que esa fiesta será toda una aventura-. Cogió un papel y un lápiz de la mesa. -Tomaré ahora mismo tus medidas y tu traje quedará listo en tres días. ¡No! ¡Espera!- Reparó. -Tres días es muy poco tiempo. Dame una semana. En ocho días tendrás tu traje color Escarlata tal y como lo deseas. Por la tela no te preocupes en conseguirla, yo me encargaré personalmente.
El chico sonrió, y después de agradecer al anciano, se levantó del banquillo, se despidió y salió a la calle apresuradamente para abordar una vieja motocicleta.
-Espada y pintura dorada, también un poco de verde… Ojalá que con el dinero que traigo me alcance.
El chico se pasó toda la mañana de un lado a otro entre las calles del centro de la ciudad, y cuando ya había recorrido uno de los mercados más grandes de la Ciudad de México y había puesto todos los materiales en el portacascos de su motocicleta, revisó la hora en su reloj de pulso. Era poco después del mediodía. Debía regresar a casa.
El día para Aldo Rivas no fue de lo más normal, pues cuando su mamá le preguntó cómo le había ido en el colegio, sin otra opción tuvo que mentirle. Le dijo que todo había salido de maravilla, que se la había pasado genial, que el emparedado de jamón con queso de cabra y aderezo que le había preparado estaba tan delicioso que se lo había acabado por completo de un solo bocado, que las clases habían estado de lo más increíbles y dinámicas, que ahora ya sabía cómo calcular la media, la mediana y la moda de una serie de cantidades que el profesor de matemáticas venía escribiendo desde la semana pasada en la pizarra y que al principio no entienda para qué o porqué acomodar así los números, pero que ahora lo comprendía todo, que ahora mismo tenía tantas ganas de resolver más de esas ecuaciones y terminar además con la tarea que la profesora de historia de México había encargado, que era elaborar un ensayo de dos cuartillas que hablara acerca del nuevo orden colonial impuesto a partir de la conquista de la nueva España.
Argumentó tan bien su intención que a la señora Flor no le quedó ninguna duda de que había sido buena idea no haber cambiado a su hijo a un bachillerato público y haberle permitido continuar en ese colegio de paga, aún y cuando las finanzas de la familia no andaban del todo bien.
Nunca había sido costumbre de Aldo mentirle a sus padres, pero el motivo de su "pinta" había sido mucho más poderoso que cualquier otra cosa en el mundo. Sin embargo, por la mañana se había hecho a sí mismo la promesa de conseguir los apuntes de las clases de ese día para no atrasarse, además de estudiar el doble y hacer su tarea completita.
Ese día, Aldo notó que al interior de su pecho se hacía una nueva emoción, algo parecido a un motor en marcha que lo llevaba a revolucionar con energía y sin cansancio, porque además, se hubo esmerado por la tarde en acomedirse en los quehaceres de la casa; levantó todas las hojas secas del abeto que habían estado acumuladas por días en el patio trasero; las puso en bolsas de basura jumbo y las llevó hasta el contenedor de la calle. Después terminó de pintar la pared que una semana antes había ensuciado de lodo cuando se alocó lanzándole mogotes de arena con agua a su hermano Ricardo en un juego aventajado donde él era el único que se divertía. También acomodó la herramienta de papá en el garaje tal y como él se lo había pedido desde hace un mes atrás; cada cosa en su lugar y por categorías; las pinzas con las pinzas y los tornillos con los tornillos, y por si fuera esto poco; tuvo tiempo para arreglar el desorden que había en su armario; mamá decía que parecía que una valija había explotado en el interior, y que en ella estaba escondido un explosivo fabricado con desechos humanos, porque olía a estómago revuelto… En fin, había en el corazón de Aldo una potencia de dos mil caballos de fuerza para vivir la vida.
Pero lo que Aldo aún no sabía era que iba a necesitar otros dos mil caballos de fuerza para enfrentarse a lo que a partir de esa noche iba a ocurrir...
Antes de irse todos a dormir, Don Octavio, su padre, le había pedido que recorriera cada rincón de la casa para asegurarse de que todo estuviera en perfecto orden. Aldo supervisó cada área de la casa, cerciorándose que todas las puertas estuviesen cerradas, en especial, la principal y la de la cocina que daba al patio trasero.
Cuando hubo verificado que todo estuviera en perfecto orden regresó a su habitación, no sin antes haber apagado todas las luces a su paso haciendo quedar cada rincón de la casa en completa penumbra.
Esa noche había prometido a Ricardo, su hermano menor, que lo dejaría dormir junto a él en su habitación.
Ricardo estaba hecho bolita bajo las cobijas, durmiendo con la entera seguridad de que esa noche nada le ocurriría.
¿Pero qué le puede ocurrir a un pequeño de tan solo cinco años de edad, que su única preocupación era esperar emocionado una semana completa para averiguar las aventuras de su superhéroe favorito en su cómic favorito? ¿Qué sabía él de los conflictos de la vida real? ¡Del peligro real de la vida! ¿De lo que suele ocurrir afuera de su alcoba? ¿Del peligro que en ocasiones se encierra en las noches? Del miedo de allá afuera. ¿Qué iba a saber él?
Por cierto, esa noche no había ese brillo de luna que solía iluminar el viejo abeto del jardín trasero de la casa… lo que confería a la noche un aspecto nebuloso y escalofriante.
Y es aquí, en medio de esa terrible oscuridad, donde retrocedemos un poco esta historia, a un par de días atrás...
CONTINUARÁ...