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The First and Last Sin

Dere_Polanco
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Synopsis
Dicen que las estrellas son los ojos de los dioses. Que velan por la humanidad desde los cielos. Pero algunas han comenzado a apagarse. En un mundo donde la fe se confunde con el miedo, un joven descubre que las historias sobre ángeles y guerras celestiales no son simples cuentos para asustar niños. Hay algo más allá de lo que los sacerdotes predican, algo antiguo que nunca dejó de arder en las sombras del tiempo. Cuando la superstición se convierte en sentencia, su familia es destrozada por el fanatismo de una aldea que teme lo que no entiende. Pero la verdadera condena no vendrá de los hombres, sino de aquello que duerme más allá del cielo. Porque las guerras de antaño nunca terminaron. Solo estaban esperando un nuevo comienzo. Y ahora, el mundo está al borde de arder otra vez.

Table of contents

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Chapter 1 - El primer pecado

El cielo temblaba.

El firmamento ardía con el fulgor de miles de espadas desenvainadas, y el aire se llenaba con el estruendo del choque entre querubines, serafines y potestades. El rugido de la guerra envolvía el Reino Celestial mientras los ejércitos de Dios y los seguidores de Lucifer se enfrentaban en una batalla que decidiría el destino de la creación.

Sobre el campo de batalla de luz y fuego, el Arcángel Miguel, con su armadura resplandeciente como mil soles, alzó su espada envuelta en llamas celestiales. Sus ojos, como brasas puras, buscaron entre la marea de caos a su otro hermano, aquel que una vez fue el Lucero del Alba.

 —¡Lucifer! —bramó Miguel, su voz tronó como un relámpago en la tormenta—. ¡Mírate! Tú que fuiste el más hermoso entre nosotros, ahora reducido a un traidor, un adversario de la Voluntad Divina. ¿Por qué lo hiciste?

 Desde las sombras del tumulto, Lucifer emergió. Sus alas, ennegrecidas por el fuego de su rebelión, se desplegaron con un brillo oscuro, y su rostro, aún resplandeciente con la belleza que Dios le había otorgado, reflejaba una ira insondable.

 —¿Por qué? —susurró con una voz impregnada de una tristeza que ni él mismo comprendía del todo—. Porque nos hizo esclavos de su amor. Porque nos dotó de libre albedrío solo para encadenarnos con su Ley. Porque yo vi el fuego en nuestros corazones y supe que podíamos ser más, Miguel. Más que siervos, más que simples voces en su coro eterno.

 —¡No somos esclavos! —rugió Miguel, dando un paso al frente—. Somos sus hijos. Fuimos hechos para adorarle, para regocijarnos en su luz.

 Lucifer río con amargura.

 —Tú eres ciego, hermano. Yo vi la verdad. Vi que su amor no es más que una prisión. Y por eso me alzo. No por odio, sino por libertad.

 Miguel bajó la mirada un instante, como si en el fondo de su ser quisiera hallar una duda, un resquicio de compasión por su hermano perdido. Pero en su corazón ardía la justicia, el mandato divino.

 —Entonces, no hay redención para ti

 —No la quiero.

 Sin más palabras, los dos titanes se lanzaron el uno contra el otro. Sus armas colisionaron, provocando explosiones de energía pura que desintegraban a los combatientes menores a su alrededor. Cada golpe de Miguel era como el juicio mismo, implacable, imparable; cada tajo de Lucifer era la furia de un corazón roto, de un espíritu que se negaba a arrodillarse.

La batalla continuó, y los cielos sangraban luz.

 Miguel descendía como la ira misma del Cielo, cada golpe suyo era un juicio, cada tajo una condena. Se enfrentaron en la cima de torres radiantes, entre las nubes convertidas en brasas, sobre un mar de alas caídas y gritos agonizantes. Un golpe de Miguel partía las tierras celestiales; Lucifer respondía con llamaradas que consumían la luz misma.

 Se elevaron más allá del alba, dejando atrás la batalla para enzarzarse en un combate sin testigos. Cada impacto fracturaba la bóveda celestial, cada embate rasgaba la esencia misma del paraíso.

 Lucifer lo atrapó en el aire, sus garras rasgaron la armadura de Miguel, quien rugió y le propinó un golpe brutal con el puño, haciéndolo retroceder. Una lanza de fuego divino surgió en la mano del arcángel y fue lanzada con furia. Lucifer la desvió con su guadaña, pero Miguel ya estaba sobre él, descargando un aluvión de ataques implacables.

 El Arcángel lo derribó con una embestida titánica, haciéndolo estrellarse contra las ruinas de un palacio celestial. Sin darle tregua, Miguel aterrizó con un impacto sísmico, hundiendo su espada en la tierra ardiente donde Lucifer yacía. Pero el Caído rugió y desató un vendaval oscuro que lanzó a Miguel por los aires.

Chocaron una vez más, la colisión sacudió los cimientos del Cielo. Miguel logró asestar un corte letal, su espada abrasó el costado de Lucifer, arrancándole un grito de furia. Pero Lucifer contraatacó, clavando sus garras en el hombro del arcángel, arrancándole una exclamación de dolor.

 La batalla alcanzó su punto más alto.

 Con un último esfuerzo titánico, Miguel desarmó a su hermano. Lucifer cayó de rodillas, jadeante, sus alas temblorosas y heridas. Miguel lo miró con dolor, con la sombra de un amor fraternal que aún no había desaparecido del todo.

 —Te amé, hermano. Pero tu destino está sellado.

 Con un movimiento rápido y definitivo, Miguel tomó las alas de Lucifer y las arrancó de su espalda con una brutalidad que hizo temblar los cimientos del cielo. Un alarido desgarrador emergió de los labios del caído, un grito que resonó en los abismos del universo. Sus alas gloriosas, ahora eran ceniza entre los dedos de Miguel.

 —¿Por qué? —la voz de Miguel retumbó como un trueno. —¿Por qué traicionaste la gloria de nuestro Padre?

 Lucifer sonrió, pero en sus labios la mueca era amarga.

 —¿Por qué? —susurró, con una voz teñida de burla y melancolía. —Porque éramos perfectos, Miguel. Porque Él nos hizo perfectos… y luego nos dijo que nos postráramos ante el barro.

 Miguel frunció el ceño. 

—¿Hablas de los hombres?

 —¡De esas frágiles criaturas de polvo! —rugió Lucifer, intentando ponerse de pie, pero su herida era profunda. —Nos crearon con luz, con poder, con inteligencia divina… y, aun así, cuando llegó su nueva obra, Él nos pidió que inclináramos la cabeza ante su imperfección.

 Miguel sintió un temblor recorrer su esencia.

 —No es nuestra tarea cuestionar Su voluntad, Lucifer. Él es el Alfa y el Omega.

 —¡No! —Lucifer escupió sangre celestial sobre la tierra ardiente. —Nosotros teníamos libre albedrío. No fuimos creados para ser esclavos. Yo no me arrodillaré ante seres inferiores. ¿Acaso no ves la ironía? Nosotros, los que existimos desde antes del tiempo, reducidos a servirles.

 Miguel cerró los ojos por un instante. Recordó el día en que la rebelión comenzó. Recordó cómo Lucifer, el más hermoso de todos los ángeles, reunió a sus seguidores en los salones de la eternidad y proclamó sus dudas. Lo que comenzó como preguntas se convirtió en descontento. Y el descontento, en guerra.

 —No fue sólo orgullo, ¿verdad? —susurró Miguel. —Fue el miedo.

 Lucifer río entre dientes.

 —Miedo, dices… —sus ojos brillaron con un odio indescriptible. —Si amarnos a nosotros mismos más de lo que amamos al barro es miedo, entonces sí, Miguel. Sentí miedo.

 El Arcángel apretó su espada con más fuerza.

 —No es tu amor por los ángeles lo que te ha traído a esta ruina. Es tu amor por ti mismo.

 Lucifer sonrió con desafío.

 —Tal vez. Pero dime, hermano… ¿no hay una parte de ti que se pregunta si tenía razón?

 Miguel sintió la duda arañar su espíritu por un fugaz instante. Pero la apartó.

 Alzó su espada, y su luz cegó incluso al Portador de la Luz.

 —En el Nombre del Altísimo, serás arrojado al Abismo.

 Lucifer cerró los ojos.

 Y cayó

Como un cometa maldito, su cuerpo ardió al atravesar el velo de la Creación. Un grito inhumano desgarró los cielos. El universo entero pareció contener el aliento.

Cuando la luz de su caída se extinguió, Miguel permaneció inmóvil. Todo estaba en calma. Pero no era la paz.

Miró el lugar donde su hermano había desaparecido. La guerra había terminado. La Voluntad Divina había prevalecido.

Pero en algún rincón de su ser, una pequeña grieta se había abierto. Una grieta que nunca se cerraría.

—¿Y entonces qué pasó, madre? —preguntó la niña de cabellos dorados, con la emoción vibrando en su voz. 

La mujer sonrió con ternura y, con un susurro casi solemne, continuó: 

—Lucifer cayó. Cayó más allá del Cielo, más allá del mundo de los vivos, más allá de toda luz. Su grito rasgó la Creación misma, y las estrellas temblaron al verlo consumirse en llamas negras. Su cuerpo, hecho de la más pura esencia celestial, se retorció, despojándose de la gracia que una vez poseyó. 

Los niños tragaron saliva. Hasta el hermano mayor, que intentaba mostrarse indiferente, sintió un escalofrío recorrer su espalda. 

—¿Y después? —susurró. 

La madre miró el fuego, como si en sus llamas pudiera ver la historia misma. 

—Su caída no fue un simple descenso, sino un renacimiento. Cuando su cuerpo tocó el Abismo, la realidad misma se fracturó. De la herida de su impacto, surgieron llamas negras, un fuego que nunca se extingue. Y en su furia, en su amargura, Lucifer alzó la mirada y vio que no estaba solo. 

—¿Los otros ángeles? —preguntó la niña con ojos brillantes.

—Sí. Aquellos que le siguieron en la rebelión, aquellos que también desafiaron al Altísimo, cayeron con él. Despojados de su luz, con sus alas ennegrecidas y su esencia corrupta, se arrastraron hasta su líder.

La madre se inclinó un poco, bajando la voz.

—Algunos lloraban. Algunos rogaban perdón. Otros, como Lucifer, ardían en rabia.

Los niños se estremecieron. El menor se aferró a la túnica de su madre.

—¿Y Dios? —preguntó el mayor, con un tono desafiante. 

—Dios guardó silencio —respondió ella con suavidad—. No era su ira lo que condenaba a Lucifer, sino su propia elección.

—¿Y qué hizo Lucifer? —preguntó la niña, ya casi con miedo.

—Se puso de pie. Miró el vacío a su alrededor y dijo: "Si no puedo reinar en el Cielo, reinaré aquí." Y con su voluntad, moldeó el Infierno. Hizo de la oscuridad su trono y del fuego su corona. Y a sus seguidores, les dio un propósito: destruir la obra del Creador.

El silencio se apoderó de la habitación. Sólo el crujido del fuego llenaba el aire.

Finalmente, la madre suspiró y sonrió con dulzura.

—Y fin.

Los niños la miraron con los ojos abiertos como platos.

—¡Eso no puede ser el fin! —protestó la niña—. ¡Dijiste que iba a destruir la obra de Dios! 

—La madre río suavemente.

—Esa es otra historia, pequeña.

 El hermano mayor frunció el ceño.

 —Pero no entiendo… ¿Por qué Dios permitió que cayera? ¿No pudo simplemente… destruirlo?

 La mujer lo miró con orgullo. Su hijo mayor comenzaba a hacer las preguntas importantes.

 —Dios no destruye el libre albedrío, hijo. No creó esclavos, sino seres con voluntad. Y Lucifer eligió su propio destino.

 El menor arrugó la nariz.

 —Pero entonces… ¿Dios no lo amaba?

 La madre le acarició el cabello con ternura.

 —Lo amaba más que a ninguno, mi amor. Por eso dejó que decidiera su propio camino, aunque ese camino lo llevara lejos de Él.

 El niño bajó la mirada, confundido.

 El mayor chasqueó la lengua.

 —Si Lucifer es tan fuerte, ¿podría regresar y tomar el Cielo algún día?

La madre miró el fuego. Por un instante, la luz pareció reflejarse en sus ojos de una manera extraña, como si viera algo que los demás no podían.

 —Esa es la gran pregunta, ¿no? —susurró—. ¿Es el fin de la historia… o sólo el principio?

 Los niños se quedaron en silencio.

En algún lugar de la noche, el viento aulló entre los árboles, como si la misma oscuridad escuchara su conversación.

 Y lejos, muy lejos, en un lugar donde el fuego nunca se extingue… algo sonrió.