Lucían cayó al suelo de rodillas, incapaz de sostenerse. El eco de aquellas palabras resonaba en cada rincón de su mente como un trueno interminable. Su corazón palpitaba con tal fuerza que temió que le estallara en el pecho.
—¿D-Dios...? —murmuró, su voz apenas un susurro quebrado.El árbol no respondió al instante. Sus llamas seguían danzando, su resplandor azul reflejándose en las paredes de la caverna. Era como si el fuego mismo lo estuviera observando, evaluando, juzgando.Lucían tragó saliva, incapaz de apartar la mirada del inmenso tronco envuelto en llamas. Cerró los puños, sintiendo la piedra fría bajo sus dedos.—No... no puede ser —murmuró, sus palabras cargadas de incredulidad—. ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¡¿Por qué aquí?!Alzó la mirada hacia las llamas, sus ojos llenos de una mezcla de furia y desesperación.—¡¿Qué se supone que quieres de mí?! —gritó, su voz rompiendo el silencio sepulcral de la sala—. ¡Estoy perdido en medio de una tormenta, separado de mi familia, al borde de la muerte! ¡Y ahora me dices que tú... tú eres Dios!
—No quiero esto —continuó, su tono subiendo con desesperación—. ¡Yo no pedí nada de esto! ¡No quiero ser parte de ninguna profecía, no quiero luchar contra demonios, ni salvar mundos, ni… ni…! —Su voz se quebró, ahogada por un sollozo que escapó de su pecho—. Yo solo quiero estar con ellos… con mi familia.
Cerró los ojos con fuerza, y la imagen de Edwin y Seraphina apareció en su mente. La risa de Edwin mientras hablaba de sus invenciones. La mirada intensa y crítica de Seraphina, siempre lista para darle órdenes o corregirlo. Y su madre... su madre, con esa sonrisa cansada pero llena de amor, incluso después de todo lo que él le había dicho.Un nudo se formó en su garganta.—Dije cosas horribles… —susurró, su voz quebrándose como una hoja bajo el peso de un torrente—. Todas esas revelaciones… fue como una niebla que nubló mi mente. Estaba furioso, estaba... desesperado.Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, calientes contra el frío que lo envolvía.—Le grité a mi madre... —continuó, su voz apenas un susurro—. ¿Por qué? ¿Por qué le dije esas cosas? Ella siempre… siempre estuvo ahí para mí. Siempre sacrificó todo. Y yo... yo la herí.El dolor era insoportable. Se llevó las manos al rostro, tratando de contener las lágrimas, pero fue inútil.—Solo quiero volver a casa… cenar en familia… contar historias tontas… escuchar a Edwin hablar sin parar de sus planes, a Seraphina criticándome por no tener idea de cómo funciona nada, y... y pedirle perdón a mi madre.El fuego danzaba frente a él, su luz reflejándose en los surcos de sus lágrimas.—Quiero decirle que lo siento… que no lo decía en serio… —susurró con desesperación, sus palabras entrecortadas por los sollozos—. No sé qué hacer sin ellos.
El fuego azul permaneció en silencio por un instante, como si reflexionara sobre las palabras de Lucían. Las llamas comenzaron a moverse más lentamente, sus destellos proyectando sombras suaves en las paredes de la caverna. Luego, una voz profunda, calma y antigua emergió del fuego, resonando no solo en el espacio, sino también en el alma de Lucían.
—¿Qué es lo que quieres realmente, Lucían? —preguntó la voz, sin juicio ni reproche, solo una curiosidad solemne—. Hablas de tu familia, del deseo de regresar con ellos, de cenar juntos, de reír, de pedir perdón. Y, sin embargo, todo esto es un anhelo de algo que nunca fue perfecto. ¿Es eso lo que buscas? ¿Un recuerdo? ¿O el poder de enmendar lo que crees que rompiste?
Lucían alzó la mirada, sus labios temblando.
—Solo quiero estar con ellos otra vez… —murmuró—. Solo quiero arreglarlo.
El fuego parpadeó, como si respondiera con un suspiro.
—El deseo de arreglar las cosas es noble, pero escucha bien, Lucían: no puedes enmendar el pasado desde el pasado. El arrepentimiento no cambia lo que dijiste, pero el amor que lo sigue puede sanar lo que se rompió.
Lucían frunció el ceño, aún con las lágrimas corriendo por sus mejillas.
—¿Entonces qué debo hacer? —preguntó con un tono de súplica—. Si no puedo cambiar lo que dije, ¿cómo se supone que lo repare?
El fuego se intensificó ligeramente, como un latido profundo.
—El perdón no comienza con palabras, sino con el cambio. Dices que las revelaciones fueron como una niebla que nubló tu mente. Pero el problema no es la niebla; es lo que permitiste que creciera en tu corazón mientras te encontrabas perdido en ella.
La voz hizo una pausa, como para asegurarse de que Lucían escuchara cada palabra.
—El amor no se demuestra en los momentos de calma, sino en la tormenta. Y aunque ahora estás aquí, separado de ellos, tu amor aún puede guiarlos. Cada paso que tomes para encontrarte contigo mismo, para ser alguien mejor, será una promesa silenciosa de que cuando los vuelvas a ver, no serás el mismo hombre que los hirió.
Las palabras golpearon a Lucían como una ola fría y, al mismo tiempo, cálida. Bajó la mirada, apretando los puños contra el suelo.
—Pero… ¿y si nunca tengo la oportunidad de pedirles perdón? —murmuró con voz rota—. ¿Y si nunca regreso a ellos?
El fuego pareció menguar, su luz volviéndose más tenue y suave, como un abrazo.
—El perdón no depende de que lo oigan. Si tu arrepentimiento es genuino, lo llevarás en tu corazón como un faro, y ellos lo sentirán, aunque no estés presente. Pero si lo que buscas es solo aliviar tu propia culpa, entonces no es perdón lo que deseas, sino redención.
Lucían levantó la mirada otra vez, perplejo por la diferencia.
—¿Cuál es la diferencia?
—El perdón es un regalo para quienes heriste. La redención, en cambio, es el peso que tú debes cargar hasta convertirte en alguien digno del amor que temes haber perdido.
La voz se detuvo un momento, dejando que las palabras penetraran profundamente en el joven.
—Así que te pregunto de nuevo, Lucían: ¿qué es lo que realmente deseas?
El fuego permaneció inmóvil, esperando su respuesta. Lucían, aún llorando, sintió que algo en su interior comenzaba a cambiar, como si una chispa de claridad iluminara su desesperación. Lentamente, relajó sus puños, dejando caer sus manos a los costados. Miró el anillo que llevaba en su dedo, ese pequeño objeto que conectaba sus recuerdos con su familia.
—Lo que realmente deseo… —dijo con voz temblorosa, sus ojos fijos en el anillo—, es encontrarlos. A mi madre… a Edwin… a Seraphina. Pero no solo para volver a estar con ellos. Necesito pedirles perdón… necesito arreglar las cosas.
Se quedó en silencio un momento, antes de levantar la mirada hacia el fuego con determinación.
—Y para eso, tengo que ir al reino de Valteris. Tengo que encontrar a mi verdadero padre. Quizás él tenga las respuestas que necesito.
El fuego pareció parpadear ante sus palabras, como si considerara su resolución. La voz de Dios volvió a surgir, grave y profunda.
—No puedes salir. Si lo haces ahora, morirás.
Lucían frunció el ceño, confuso, pero antes de que pudiera protestar, Dios continuó:
—El mundo que conocías ya no existe, ni volverá a ser como lo recuerdas. Las puertas del infierno se han abierto, y con ellas, bestias y monstruos han sido liberados de sus ataduras. Maldiciones caerán sobre la humanidad, plagas azotarán las tierras, y la maldad reinará como nunca antes. Los humanos no serán diferentes de los demonios, pues el pecado que han sembrado es demasiado grande.
Lucían escuchó en silencio, cada palabra golpeando como un martillo en su espíritu.
—Y tú —prosiguió la voz—, tú eres quien debe detenerlos.
El joven retrocedió un paso, negando con la cabeza.
—¿Yo? —murmuró, incrédulo—. No puedo hacer eso. Soy solo un humano. No tengo poder… ni fuerza para enfrentar todo esto. Apenas puedo enfrentarme a mi propio dolor, ¿cómo se supone que enfrente un mundo entero lleno de demonios?
La voz no respondió inmediatamente, como si considerara sus palabras. Luego habló con una calma que cortaba como un filo.
—El poder no es solo cuestión de fuerza, Lucían. La mayor batalla no es contra lo que ves fuera, sino contra lo que llevas dentro. El miedo, la duda, la desesperación… esas son las cadenas que te atan. Y hasta que no las rompas, seguirás siendo débil.
Lucían miró el árbol en llamas, sintiendo el peso de cada palabra, pero aún así sacudió la cabeza.
—No puedo quedarme aquí… —dijo, apretando los dientes—. Necesito encontrar a mi padre. Necesito encontrar a mi familia.
El fuego crepitó, y la voz respondió, esta vez con una firmeza implacable:
—Podrás irte, pero solo cuando saques la espada que está clavada en esta cueva.
Lucían giró la cabeza, mirando la espada.
—¿Eso es todo? —preguntó con incredulidad—. Si eso es lo que tengo que hacer para salir de aquí, lo haré.
Se acercó a la espada con determinación, extendiendo la mano hacia la empuñadura. Al tocarla, sintió una extraña vibración recorrer su cuerpo, pero no se detuvo. Con todas sus fuerzas, intentó tirar de la espada.
—Vamos… ¡vamos! —gruñó, apretando los dientes mientras intentaba moverla.
Pero la espada no se inmutó. Intentó de nuevo, cambiando de posición, empujando y tirando con todas sus fuerzas. Una y otra vez, luchó contra la roca, pero era inútil.
Cansado, respirando con dificultad, se dejó caer al suelo. Levantó la vista hacia el fuego, con frustración en los ojos.
—Es imposible… —dijo entre jadeos—. ¡No puedo sacarla! ¡Es inútil!
La voz de Dios volvió a resonar, calma pero implacable.
—Hasta que no saques esa espada, no podrás irte.
Lucían, furioso y agotado, alzó la mirada.
—¿Y cuánto tiempo me tomará? —preguntó con desesperación—. ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses?
El fuego chisporroteó antes de responder.
—Horas, días, semanas, o incluso años. El tiempo no importa.
Lucían apretó los dientes, golpeando el suelo con frustración.
—¡No puedo esperar tanto! Me moriré de hambre antes de lograrlo.
La voz de Dios resonó como un trueno, haciendo eco en toda la cueva.
—Mientras estés aquí, no tendrás hambre ni sed. Estarás protegido. Pero si abandonas este lugar antes de tiempo, morirás.
Lucían se quedó en silencio, confundido y atónito. Antes de que pudiera decir algo más, la voz se alzó una última vez, con una fuerza abrumadora:
—Cuando andes por el camino que te espera, recuerda que debes ser fuerte, pues momentos difíciles vendrán para probar tu voluntad y tu fe. Pero si perseveras y no te apartas del propósito, el día llegará en que, cuando estés listo, nos volveremos a ver.
El fuego del árbol desapareció de repente, sumiendo la cueva en un oscuro silencio. Lucían se quedó mirando el lugar donde antes ardía el fuego, atónito. Respiró profundamente y se puso de pie, secándose el sudor de la frente.
Se giró hacia la espada, sintiendo un peso en su pecho. No sabía cuánto tiempo le llevaría, pero tenía claro algo.
—No sé cuánto tiempo me tome… pero la sacaré. Cueste lo que cueste. Y volveré a verlos.
Lucían se acercó de nuevo a la espada, esta vez con una determinación renovada. Su viaje recién comenzaba.