El viento golpeaba las copas de los árboles con fuerza, y las sombras del bosque parecían alargarse en la oscuridad que envolvía la escena. Lucían caminaba con pasos firmes, el dolor y la rabia mezclados en su pecho como una tormenta que no encontraba tregua. Su madre, tras él, lo seguía a paso lento, como si la distancia entre ellos fuera una barrera que ni siquiera ella podía cruzar.
En el silencio de la noche, solo el crujir de las ramas quebradas se escuchaba, mientras la tensión aumentaba, casi palpable, entre madre e hijo. Lucían se detuvo de repente, sin previo aviso, y su madre chocó suavemente contra su espalda. Él la miró con furia en los ojos, pero sus palabras salieron entrecortadas, como si cada frase le costara el alma.
—¿Por qué, madre? —su voz era baja, pero la ira se sentía a través de cada palabra, como si todo su ser estuviera a punto de estallar—. ¿Por qué me mentiste tanto tiempo? ¡Todo lo que me dijiste era una mentira! ¡Me criaste con historias que no eran mías! —Las lágrimas comenzaron a asomar a sus ojos, pero no eran solo de dolor; también eran lágrimas de rabia. Las emociones lo desbordaban—. ¡Me dijiste que mi padre era el mismo hombre que el de Seraphina y Edwin! ¡Que él era mi padre! ¡Y ahora me dices que no lo era, que todo fue una mentira! —Un resplandor de furia llenó su mirada, mientras su voz se hacía más fuerte—. ¿Por qué, madre? ¡¿Por qué me ocultaste todo esto?!
A unos metros de distancia, dos pequeñas figuras observaban la escena con los ojos abiertos de par en par. Seraphina y Edwin, ocultos entre los árboles, intercambiaron miradas de inquietud.
—¿Por qué están gritando? —preguntó Edwin en un susurro temeroso, aferrándose al brazo de su hermana.
Seraphina no respondió de inmediato. Sus manos temblaban ligeramente mientras trataba de procesar lo que veía. Jamás había escuchado a Lucían hablar con tanta furia.
—No lo sé… pero algo está mal —respondió finalmente, su voz apenas un hilo.
Ambos hermanos sintieron un escalofrío recorrer sus espaldas cuando vieron la expresión de su madre. Nunca la habían visto tan abatida.
La madre de Lucían intentó dar un paso hacia él, pero sus pies parecían estar clavados en el suelo, como si la magnitud de las palabras de su hijo la hubiera dejado sin aliento. Su rostro reflejaba la angustia de la madre que había vivido con una carga demasiado pesada, una carga que había intentado ocultar para proteger a su hijo. Con voz temblorosa, pero decidida, habló:
—Lucían, hijo mío, lo que te he ocultado... lo hice por amor. Te crié junto a tus hermanos, Edwin y Seraphina, con la esperanza de que pudieras vivir una vida tranquila, lejos de los peligros que nos acechaban. Sabía que si te decía la verdad, el peso de ella habría sido demasiado para un niño. ¿Cómo podría haberte contado que el hombre que creías que era tu padre... no lo era realmente? Lo que me pasó con él... con Grey... no es algo que pueda explicarse con facilidad. —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas, sabiendo que el dolor que le causaba ahora a Lucían era algo irreversible—. Grey Thunderborn... fue el hombre que estuvo a mi lado después de huir del reino. Fue él quien me ayudó cuando más lo necesitaba, y juntos construimos una familia. De él nacieron tus hermanos, Seraphina y Edwin. Pero había algo oscuro en él, una maldición que lo consumía. No podía contarte sobre eso... no quería que lo supieras, porque sabía que te destruiría.
Edwin tragó saliva y miró a su hermana con el rostro empalidecido.
—¿Qué quiere decir? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por qué Lucían está tan enojado?
Seraphina negó con la cabeza, sin saber qué responder. Todo esto era demasiado confuso. Habían crecido creyendo que Lucían era su hermano mayor, que su familia era una sola, unida e inquebrantable. Pero ahora, todo parecía desmoronarse frente a sus ojos.
Lucían la miró, su respiración entrecortada por la furia que no parecía amainar. La incredulidad todavía lo invadía, pero había algo en las palabras de su madre que lo detenía, como si, en el fondo, sintiera que la verdad era aún más compleja de lo que pensaba.
—¿Y ahora qué? ¿Me dices que soy hijo de un rey? —su tono se hizo sarcástico, como si la revelación fuera algo completamente imposible de aceptar—. ¿De un rey? ¿Después de todo lo que me dijiste sobre Grey, sobre ese hombre que pensaba que me había dado la vida, me vienes a decir que mi verdadero origen está ligado a algo mucho más grande? —Lucían no sabía si reír o llorar, su mente estaba a punto de explotar por la confusión y el dolor. Pero la rabia seguía siendo más fuerte.
Seraphina sintió que su corazón se apretaba en su pecho. Nunca había visto a Lucían tan afectado, tan furioso… tan roto.
—Edwin, no me gusta esto —susurró, tomando su mano con fuerza.
—Tenemos que hacer algo… —murmuró Edwin, sus ojos brillando con un miedo infantil que no podía ocultar.
Lucían, mirando a su madre con una mezcla de dolor y furia, respiró profundamente. El desconcierto en su interior no desaparecía, pero algo en las palabras de ella lo hizo dudar, aunque no lo suficiente como para perdonarla.
—¿Y qué hago ahora, madre? ¿Qué se supone que debo hacer con toda esta mentira, con esta verdad que nunca pedí? —su voz se volvió más débil, como si el peso de las palabras le estuviera costando demasiado—. ¿Cómo puedo seguir adelante después de saber todo esto? ¿Cómo puedo confiar en ti después de que me ocultaste lo que soy, lo que realmente soy?
Fue entonces cuando dos pequeñas figuras irrumpieron entre los árboles.
—¡Lucían! —gritó Edwin, corriendo hacia él con lágrimas en los ojos.
Seraphina lo siguió de inmediato, con el rostro lleno de angustia. Antes de que Lucían pudiera reaccionar, ambos lo abrazaron con fuerza.
—¡¿Qué pasa?! —sollozó Edwin, enterrando su rostro en el pecho de su hermano mayor—. ¿Por qué estás gritando así? ¿Por qué están peleando?
Seraphina apretó los labios, su voz quebrándose cuando habló.
—No queremos que te vayas… —susurró—. No queremos que nos dejes.
Lucían sintió un nudo formarse en su garganta. La rabia seguía allí, el dolor seguía ardiendo en su pecho… pero el abrazo de sus hermanos era real. Eran la única certeza en medio del caos.
Por primera vez desde que todo comenzó, Lucían sintió que su cuerpo se aflojaba. Cerró los ojos y apretó los puños, sintiendo las pequeñas manos de Seraphina y Edwin aferrándose a él como si temieran que se desvaneciera.
Y en ese momento, se dio cuenta de algo: sin importar de dónde viniera, sin importar qué verdad le hubieran ocultado… esos dos seguían siendo sus hermanos.
Y eso era lo único que importaba.
El ángel, que siempre había estado cerca, observó con una calma imperturbable. Su mirada serena reflejaba una comprensión profunda, aunque no interrumpió la conversación, sabiendo que era algo que Lucían debía atravesar por sí mismo.
El viento se volvió un aullido ensordecedor. Las sombras del bosque se alargaron y retorcieron como si algo ancestral despertara con hambre de destrucción. El aire se volvió denso, sofocante. Luego, un trueno rugió en el cielo, seguido de un temblor que sacudió la tierra con furia. Lucían sintió que su pecho se oprimía, como si algo invisible intentara aplastarlo.
El ángel, que hasta ahora había sido un espectador silencioso, alzó la vista al cielo con los ojos brillando como fuego divino. Un destello cruzó su mirada, y por primera vez, su semblante sereno se endureció con urgencia.
El trueno retumbó de nuevo, y la tierra se quebró bajo sus pies. Un viento oscuro se alzó, trayendo consigo un hedor a sangre y muerte. Algo venía. Algo terrible.
Y entonces, el cielo se rompió.
Las nubes se arremolinaron violentamente y, en un instante, un destello carmesí cruzó la tormenta como un meteoro de fuego negro. La atmósfera se estremeció cuando una silueta gigantesca descendió a una velocidad imposible, rompiendo el aire con una fuerza brutal. Sus alas de sombras cubrieron la luna, y su risa gutural resonó en la noche como el canto de la muerte misma.
Desde el cielo, el demonio cayó como un juicio profano, aterrizando con tal impacto que la tierra se partió en grietas ardientes. Árboles volaron por los aires, y el temblor de su llegada hizo que el bosque entero pareciera estremecerse de terror.
Lucían sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando la criatura fijó sus ojos en él. No había duda. Lo estaba buscando.
La bestia sonrió, mostrando colmillos afilados como dagas.
—Así que aquí estás… el niño de la profecía.
Su voz no era un sonido, era un gruñido gutural que se filtraba en los huesos como un veneno. De repente, sin previo aviso, el demonio movió su brazo y un torbellino de sombras voló hacia Lucían como un látigo hecho de oscuridad.
Pero antes de que lo alcanzara, una explosión de luz dorada lo detuvo.
El ángel se interpuso en su camino.
Su espada, ahora resplandeciente con una ira sagrada, bloqueó el ataque con una fuerza que hizo que el aire vibrara. Sus alas se extendieron como escudos de luz, protegiendo a Lucían y a su familia del impacto.
Pero el demonio solo sonrió con más sadismo.
—¿Vas a protegerlo, ángel? —su voz era pura burla—.
Los ojos del ángel brillaron con intensidad. No respondió. Solo apretó los dientes y alzó su espada, señalando al demonio en un acto de desafío.
El cielo rugió con otro trueno. El suelo se partió en grietas ardientes.
Y la batalla comenzó.
El demonio se movió con una velocidad inhumana, su enorme garra descendiendo como una guillotina. El ángel apenas tuvo tiempo de reaccionar, su espada chocando contra la bestia en una explosión de luz y sombra. El impacto fue devastador. Un temblor recorrió el suelo, arrancando árboles de raíz, haciendo que los pájaros escaparan aterrorizados hacia la nada.
Lucían y su madre fueron lanzados hacia atrás por la onda de choque, apenas logrando mantenerse en pie.
Los dos titanes se atacaban sin tregua, cada golpe era como un trueno que hacía temblar el mundo. Sangre oscura salpicó el aire cuando el ángel logró cortar una de las garras del demonio, pero en respuesta, la bestia lo empaló con una de sus afiladas extremidades, atravesándolo de lado a lado.
El ángel soltó un rugido de dolor, pero con una furia sagrada, arrancó la garra de su cuerpo y, con un aleteo, ascendió en el cielo. Desde lo alto, su espada ardió como un sol en llamas.
El demonio se preparó para recibirlo, su risa espantosa resonando por todo el campo de batalla.
Pero algo cambió.
El aire vibró con una energía desconocida.
El ángel, gravemente herido, levantó su rostro al cielo y dejó escapar un grito ensordecedor, un alarido que sacudió la existencia misma.
Las nubes se partieron.
El cielo se rasgó.
Y de esa grieta celestial, descendió un ser de luz.
Su silueta era imposible de describir en palabras humanas. Era fuego y gloria. Era juicio y salvación. Su sola presencia hizo que el demonio retrocediera instintivamente, su cuerpo temblando por primera vez.
La criatura celestial abrió sus alas doradas y, con un simple batir, apagó la oscuridad en un instante.
El demonio gruñó, pero esta vez, no con arrogancia. Esta vez, con miedo.
El verdadero combate estaba por comenzar.