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Chapter 5 - La Separación

Horas antes..

En algún lugar del mundo, la oscuridad envolvía un templo olvidado por el tiempo. Entre las paredes cubiertas de runas ancestrales y símbolos profanos, un grupo de figuras encapuchadas se arrodillaba en círculos concéntricos alrededor de un altar de piedra negra. La sangre goteaba de cuerpos mutilados, esparcidos por el suelo en un sacrificio impío. Gritos desgarradores llenaban la sala mientras cuchillas afiladas cortaban carne y desgarraban huesos.

—¡Vash'na gorth, shael'kath mor'vath! —entonó el sumo sacerdote con una voz gutural y antinatural. 

Los seguidores repitieron al unísono, sus voces deformadas por la euforia macabra. Sus manos, teñidas de rojo, trazaban símbolos en el aire mientras la energía maldita crepitaba en el ambiente. Un pentagrama de sangre brilló bajo sus pies, palpitando como un corazón maldito. 

Un nuevo sacrificio fue traído al altar: una mujer de ojos aterrados. Se debatía en vano mientras dos sectarios la sujetaban con firmeza. La cuchilla del ritual descendió sin piedad, desgarrando su garganta y bañando el altar con su vida. La sangre fluyó como un río profano, alimentando el portal que comenzaba a abrirse en el centro de la sala.

—¡Vash'na gorth, shael'kath mor'vath! —el cántico se intensificó, y la realidad misma pareció estremecerse. 

Un rugido infernal surgió de las sombras. Una grieta carmesí se abrió en el aire, desgarrando la estructura del templo como si fuese de papel. De su interior emergió una figura gigantesca de piel carbonizada, con cuernos curvados y ojos llameantes. Sus garras goteaban una sustancia oscura y corrosiva, y su presencia inundó el lugar con una presión asfixiante. 

El sumo sacerdote cayó de rodillas, con los brazos abiertos en reverencia absoluta.

—¡Oh, gran Zorvath! —jadeó, con una mezcla de éxtasis y terror—. ¡Tu presa te espera, el joven de la profecía debe perecer!

El demonio inclinó su cabeza bestial y gruñó con voz cavernosa.

—Conozco mi propósito —susurró, su voz resonando como un trueno que hacía temblar las paredes del templo—. Y nadie escapará a mi juicio.

Sin previo aviso, levantó su garra y con un simple movimiento, desgarró la realidad misma. Un portal oscuro y arremolinado se abrió ante él, mostrando un paisaje desconocido más allá de la comprensión humana. La energía maldita succionó los cuerpos inertes, descomponiéndolos en el proceso.

Los sectarios miraron con asombro, algunos con devoción, otros con terror. Pero antes de que pudieran reaccionar, el demonio se adentró en el portal, desapareciendo en la nada.

En el presente..

El demonio se tambaleó hacia atrás, sus ojos llenos de terror ante la aparición de una presencia aún más imponente que la suya. Su risa se extinguió como una chispa apagada en la tormenta. La grieta en el cielo se ensanchó, dejando escapar una luz cegadora que iluminó el campo de batalla.

Gabriel descendió del cielo, su figura resplandeciente de una luz que era pura y gloriosa. El aire mismo se calentó con su llegada, y el demonio, antes tan confiado, retrocedió, su cuerpo retorciéndose por el miedo.

Gabriel se posó frente a él, su mirada fría y calculadora.

—¿Estás bien, Rafael? —preguntó con voz profunda, su tono suave pero cargado de poder.

Rafael, aún con la garra atravesando su torso, asintió débilmente.

—Estoy bien. Gracias, Gabriel.

Zorvath rugió, su furia volviendo con una intensidad inhumana. Con un grito animal, se lanzó hacia Gabriel, sus garras extendidas como cuchillas de acero. Gabriel, con un solo movimiento de su espada, cortó el aire, creando una explosión de luz que dividió al demonio en dos, obligándolo a retroceder una vez más.

Pero entonces, Zorvath, en su desesperación, lanzó un ataque brutal hacia Gabriel. Con un movimiento inhumano, su garra se estrelló contra el cielo, fracturando el firmamento mismo. Una grieta oscura se abrió, y a través de ella surgieron miles de demonios menores, como una marea de oscuridad que se desbordaba hacia el campo de batalla. El aire se llenó de gritos de horror mientras estos seres infernales emergían de las profundidades del abismo.

Gabriel no vaciló. Con un batir de sus alas, las nubes se partieron, y desde el cielo descendieron relámpagos, atravesando a los demonios con tal fuerza que sus cuerpos estallaban en llamaradas de oscuridad y luz.

El aire se llenó de aullidos de dolor y terror mientras los demonios caían uno tras otro, pero no eran pocos. Su número era abrumador, y por cada demonio que caía, más surgían, moviéndose con una furia cegada por la maldad.

Con un rugido, Zorvath se abalanzó sobre Gabriel, lanzando sus garras con la velocidad de una serpiente. Gabriel esquivó por un milímetro, el filo del demonio cortando el aire donde antes estaba su rostro. Sin dudar, giró en el aire y, con un solo movimiento, su espada hundió la hoja en el abdomen del demonio, abriendo una herida profunda. Zorvath gruñó con furia, su cuerpo retorciéndose mientras la herida comenzaba a sanar de manera antinatural.

Con una expresión fría, Gabriel pisó la cabeza de un demonio caído, haciendo que la tierra temblara con el peso de su poder.

—Alguna vez fueron mis hermanos... —dijo, su voz profunda y llena de carga emocional—. Pero ahora no son más que ovejas perdidas, sin pastor ni esperanza.

El demonio bajo su pie gritó, pero Gabriel no se detuvo. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció, teletransportándose a un costado, donde un demonio más grande lo esperaba con los colmillos afilados como dagas. Gabriel esquivó a la perfección, pero esta vez no fue una evasión cualquiera. Su figura destelló y reapareció a la altura de la criatura, sus manos levantadas al cielo.

De inmediato, una lluvia de espadas de luz descendió desde lo alto, atravesando a los demonios con tal velocidad y precisión que sus cuerpos fueron cortados como si fueran de papel. Gabriel se movió entre ellos con una agilidad sobrenatural, su espada brillando con un resplandor celestial.

Un demonio gigante, más grande que cualquier otro, apareció de las sombras, sus garras como cuchillos afilados dispuestos a destrozarlo. Gabriel no dudó. En lugar de retroceder, avanzó con velocidad letal, esquivando sus ataques y teletransportándose para aparecer detrás de él. Con una explosión de energía divina, levantó una lanza celestial que se materializó en sus manos, y con un solo movimiento, la lanzó al corazón del demonio. Este cayó al suelo con un rugido sordo, desintegrándose en una nube de cenizas.

Lucían, atrapado entre el caos, vio como los demonios comenzaron a dirigirse hacia él y su familia. Rafael, con un grito de furia, desplegó sus alas, creando una barrera de luz que protegió a Lucían y a su madre. Sin embargo, la avalancha de demonios era demasiado.

—No puedo... no puedo mantenerlos a raya por mucho tiempo —dijo Rafael, sus palabras llenas de desesperación mientras su luz se desvanecía lentamente.

Gabriel, al ver la situación, giró hacia él.

—¡Hazlo! ¡Ábrelo ahora!

Rafael no dudó. Con un gesto brutal, sus manos se alzaron, y la realidad misma comenzó a desgarrarse. El aire tembló, y el espacio se curvó como si fuera un lienzo siendo rasgado. Un portal se abrió ante ellos, la cortina del mundo misma cediendo ante su poder.

La luz cegadora se disipó, y ante ellos apareció un paisaje desconocido, un vasto campo de nieve que se extendía hasta el horizonte.

—¡Váyanse! —gritó Rafael, empujando a Lucían hacia el portal—. ¡Ahora!

Lucían, atónito y confundido, sintió la presión de la mano de Rafael empujándolo con fuerza. Miró hacia atrás, buscando a su madre, pero ella no había logrado cruzar el portal. Estaba allí, con sus hermanos menores a su lado. La barrera de luz de Rafael había caído, y los demonios avanzaban con una furia inhumana.

—¡No! —gritó Lucían, pero antes de que pudiera hacer algo más, su madre, con los ojos llenos de tristeza y valentía, se quitó un anillo de su dedo. Lo miró por un instante, como si estuviera tomando una última decisión. Luego, lo lanzó hacia Lucían con toda la fuerza que le quedaba.

—Ve a Valtheris, Lucían. Encuentra a tu padre. —gritó, su voz entrecortada por el dolor y el miedo.

Lucían extendió la mano, alcanzando el anillo con rapidez, pero antes de que pudiera decir algo más, Rafael lo empujó con más fuerza, hasta que se encontró atravesando el portal. Su madre, mirando una última vez a Lucían, le dedicó una mirada llena de amor y desesperación. La puerta se cerró antes de que pudiera decir algo más.

—¡Madre! —gritó Lucían, pero el portal se cerró con un destello brillante, dejándolos a todos atrás en el frío de la tormenta de nieve.

En el instante en que Lucían desapareció en la tormenta, Rafael volvió a abrir otro portal, uno más pequeño, pero suficientemente grande para la familia de Lucían. Los miembros de la familia, luchando contra el miedo, se apresuraron a cruzar.

Rafael giró hacia la madre de Lucían, su mirada intensa, sabiendo que el tiempo se agotaba.

—¡Corre, ahora! —ordenó, su voz grave y urgente. —Este es el único camino seguro. No hay tiempo.

La madre, con la respiración entrecortada, miró el portal, pero la preocupación la detuvo.

—¡Pero tú...!

—¡No hay tiempo para discutir! —interrumpió él, con la determinación de alguien que sabía lo que debía hacer. —Tú y los niños estarán a salvo. ¡Ve ahora!

La madre vaciló un momento, pero el rugido cercano de los demonios la empujó a actuar. Con una última mirada a Rafael, dio un paso hacia el portal.

—¡Ve! —gritó Rafael, empujándola suavemente hacia el portal. La puerta se cerró tras ella en un parpadeo.

Gabriel, sin perder el ritmo, continuó su lucha, lanzando ráfagas de luz y destruyendo a los demonios menores con cada golpe.

Pero los demonios seguían llegando, y Gabriel no mostraba signos de detenerse. Cada uno más monstruoso que el anterior, cada uno más ávido de sangre y caos. Sin embargo, Gabriel no se dejó amedrentar.

Una ráfaga de viento arrasó el campo, cargado de oscuridad. Del fondo de la tormenta, una sombra se materializó, oscureciendo el cielo con su presencia. Zorvath había aparecido.

—¡Te sobrepasamos! —gruñó Zorvath.

Gabriel lo miró, su rostro impasible, y respondió con una determinación feroz:

—Quizás. Pero ya habéis perdido la batalla .

Con un último esfuerzo, Gabriel invocó una explosión de energía tan intensa que iluminó el campo de batalla como un sol. La fuerza del ataque arrasó todo a su paso, desintegrando a los demonios menores en una lluvia de cenizas. La tierra misma tembló ante la furia celestial.

Zorvath cayó de rodillas, su cuerpo retorciéndose bajo la presión de la explosión, pero su resistencia era de admirar. A pesar del ataque devastador, logró mantenerse en pie, aunque moribundo, respirando con dificultad mientras la oscuridad lo rodeaba.

Gabriel, ahora envuelto en un resplandor cegador, se elevó en el aire, su presencia divina siendo más que palpable. Con una mirada llena de poder, extendió su mano hacia las grietas que rasgaban el cielo.

—Las sombras que habéis traído... —dijo Gabriel, su voz resonando como el eco de un juicio final—. Ya no tienen lugar en este mundo.

Con un gesto, las grietas comenzaron a cerrarse, la luz del sol celestial secando las cicatrices del cielo, purificando el aire. Zorvath, atrapado en su agonía, levantó la vista hacia Gabriel, su mirada llena de odio, pero también de terror ante el poder que lo rodeaba.

Con un gesto, las grietas comenzaron a cerrarse, la luz del sol celestial secando las cicatrices del cielo, purificando el aire. Zorvath, atrapado en su agonía, levantó la vista hacia Gabriel, su mirada llena de odio, pero también de terror ante el poder que lo rodeaba.

Rafael, quien había estado protegiendo a la familia con su barrera, se relajó al ver que ya no había peligro. Con una rapidez sobrehumana, se curó la herida que aún le sangraba, su poder sanador restaurando su cuerpo en un parpadeo. Sin embargo, su mirada se mantuvo fija en Zorvath, quien, al ver que la profecía seguía viva y que Lucían había escapado, intentó huir, tambaleándose con dificultad, su cuerpo debilitado por el impacto.

Antes de que pudiera dar un solo paso, Rafael se desmaterializó en un parpadeo, reapareciendo frente al demonio en un destello de luz. Con una rapidez inhumana, lo agarró del cuello, levantándolo en el aire, sin que Zorvath pudiera reaccionar.

—¿Escapar? —dijo Rafael, su voz grave como un rugido—. No tienes ni la fuerza ni el derecho para huir.

Zorvath, con los ojos desorbitados de miedo, luchó por respirar mientras su cuello era oprimido por la mano de Rafael.

—¡Por favor...! —gimió el demonio, su voz temblorosa, apenas un susurro—. Ten piedad... No... no soy más que un mensajero... ¡Deja que me vaya!

Rafael apretó con más fuerza, sus ojos ardientes con furia contenida.

—¿Mensajero? —repitió, casi con desprecio—. Eres el origen de la tormenta, Zorvath. Y ahora, el juicio final te ha alcanzado.

Sin una palabra más, Rafael levantó su otra mano al cielo, y de su palma emergió una lanza de luz tan brillante que pareció atravesar el mismo aire. La lanza cortó el espacio entre ellos con un brillo cegador y se clavó en el torso del demonio, empujándolo al suelo con una fuerza indescriptible. Zorvath gritó, su voz desgarrada por el dolor, pero fue inútil. La lanza de luz brilló con una intensidad abrasadora, atravesando su cuerpo, hasta que el demonio, consumido por la energía celestial, comenzó a desintegrarse.

Las últimas palabras de Zorvath fueron un susurro, ya inaudible, antes de convertirse en cenizas.

La luz de la lanza se desvaneció lentamente, mientras las cenizas de Zorvath, llevadas por el viento, se dispersaban en el aire, desvaneciéndose como si nunca hubieran existido.

Gabriel, acercándose lentamente, observó la escena en silencio. Su mirada era de solemne certeza, y aunque el enemigo había caído, la guerra aún no estaba ganada. Rafael, sin mirar atrás, dejó que el viento se llevara los restos del demonio, su misión cumplida.

En el horizonte, el cielo comenzaba a despejarse, pero la oscuridad que se avecinaba aún pesaba sobre ellos. El futuro estaba lleno de incertidumbre, pero por ahora, al menos, la amenaza inmediata había sido derrotada.

Gabriel se acercó a Rafael.

—¿Estarán bien? —preguntó Gabriel.

Rafael, con la expresión serena, asintió con una mirada profunda.

—Sí, estarán bien. Los envié a un lugar seguro.

Gabriel, con una mirada que parecía ver más allá del presente, asintió.

—¿Y Lucían?

Rafael, con una calma que desmentía la intensidad del momento, respondió en un susurro:

—Tranquilo, lo envié con él. —Su tono era misterioso, dejando una sensación de algo aún por descubrir.

Gabriel sonrió, luego, sin decir una palabra más, se elevó en el aire, su forma difusa en la luz del sol naciente.

Desde las alturas, comenzó a restaurar el mundo. Con cada gesto de su mano, las cicatrices del campo de batalla comenzaron a cerrarse. La tierra, que antes estaba marcada por el caos, comenzó a florecer nuevamente. Los árboles, las montañas, el mismo aire, se regeneraban con una rapidez sobrenatural.

Cuando Gabriel terminó, un resplandor de pura luz envolvió todo el paisaje. Los demonios caídos se elevaron al cielo en una corriente de energía, sus restos disueltos por la purificación de Gabriel. A medida que se desvanecían, un portal en el cielo se abrió, enviándolos lejos, a otro rincón del mundo donde el juicio de su existencia continuaría. Allí, el destino les aguardaba, en una tierra donde su maldad no podría tocar.

Por debajo, Rafael observaba el proceso con una mezcla de calma y determinación

Gabriel exhaló lentamente y, sin necesidad de palabras, ambos alzaron el vuelo. Sus alas se extendieron con majestuosidad, dejando tras de sí un resplandor dorado que iluminó los restos del campo de batalla. La luz celestial envolvía sus figuras mientras ascendían, cruzando el cielo que ahora se despejaba, libre de la oscuridad que lo había plagado.

A medida que subían, el firmamento pareció responder a su presencia. Las nubes se abrieron en un resplandor divino, revelando un portal de luz pura que se expandía como una grieta entre los mundos. Una brisa etérea, cargada con el eco de himnos ancestrales, recorrió el campo, llevando consigo el polvo y la ceniza de lo que una vez fue la guerra.

Cuando sus cuerpos cruzaron el umbral de la luz, el cielo se cerró tras ellos con un destello sereno, como si el universo mismo reconociera que la batalla había terminado. Y así, con un último fulgor dorado disipándose en la atmósfera, la tierra quedó en silencio, con la promesa de un nuevo amanecer.

Mientras tanto, Lucían, atrapado en el tormentoso paisaje de nieve, permanecía inmóvil, su mente nublada por la confusión. Todo había sucedido demasiado rápido. La batalla, la separación, y ahora el frío que lo envolvía como una prisión silenciosa.

Se abrazó a sí mismo, tratando de asimilarlo todo, pero las respuestas no llegaban. Solo la tormenta rugiendo a su alrededor, el viento aullando como un eco de la guerra que acababa de presenciar.

Respiró hondo, apretando los puños. No sabía dónde estaba ni qué le deparaba el destino, pero solo había un camino adelante.

Sin dudarlo más, dio un paso al frente y se perdió en la nieve.