Dentro de la cabaña, el calor del hogar aún persistía desde la noche anterior. El fuego en la chimenea había menguado hasta convertirse en un puñado de brasas, y un fino rastro de humo subía perezoso hacia el techo ennegrecido por los años.
Un pequeño cuerpo se removió bajo las mantas. Luego otro.
—Mmm… no quiero levantarme… —murmuró una vocecita somnolienta.
—¡Pero tenemos que ir al pueblo! —respondió una voz más aguda y despierta.
El primero en levantarse fue el hermano mayor. Se desperezó con un bostezo profundo, corriendo una mano por su cabello desordenado antes de apartar la manta de su lecho. Se quedó un momento sentado al borde de la cama, observando la luz danzar sobre el suelo de madera.
Aún podía escuchar en su mente la voz de su madre narrando aquella historia la noche anterior.
Sacudió la cabeza. "Sólo era una historia", se dijo. Pero algo en su interior no terminaba de creerlo.
—¡Hermano! —La voz de su hermana menor lo sacó de sus pensamientos. La niña estaba en la cama de al lado, con la cabeza apenas asomando por debajo de la manta—. ¡Dijiste que nos llevarías al pueblo!
Él suspiró con una sonrisa y se puso de pie.
—Sí, sí. Pero primero hay que vestirnos y desayunar.
La cabaña pronto cobró vida.
Su hermano menor saltó de la cama con energía, aún en pijama, y comenzó a revolver su ropa en busca de algo que ponerse. La hermana menor, más calmada pero igual de emocionada, empezó a peinarse con los dedos mientras miraba por la ventana, ansiosa por salir.
La madre ya estaba despierta. Su figura esbelta se movía por la cocina con una gracia natural mientras preparaba el desayuno. El aroma del pan recién horneado llenó el aire, mezclándose con el inconfundible olor del caldo caliente que hervía en una olla de hierro sobre el fuego.
—¿Van a tardar mucho? —preguntó sin volverse, con una sonrisa que dejaba entrever que conocía bien la respuesta.
—¡No! —respondieron los dos pequeños al unísono.
El mayor rodó los ojos con diversión y se acercó a ayudar a la madre.
—¿Algo que necesites del pueblo?
—Sólo lo de siempre. Frutas, harina, algunas hierbas. Y no se metan en problemas.
El mayor sonrió con un toque de picardía.
—¿Alguna vez lo hemos hecho?
La madre alzó una ceja sin necesidad de responder.
El desayuno transcurrió entre risas y bocados apresurados. Los niños comieron con entusiasmo, ansiosos por salir. El mayor, en cambio, se tomó su tiempo, su mente aún atrapada en la historia de la noche anterior.
Finalmente, se pusieron en marcha.
Los tres hermanos salieron de la cabaña, sintiendo el aire fresco de la mañana en sus rostros. La hierba aún estaba cubierta de rocío, y el sol, apenas asomándose por el horizonte, proyectaba sombras largas sobre el sendero de tierra que los llevaría al pueblo.
El camino descendía suavemente entre colinas cubiertas de verde. A un lado, un arroyo serpenteaba, reflejando el cielo azul como si fuera un espejo roto. A lo lejos, el sonido de los cascos de caballos y el murmullo de la vida cotidiana en el pueblo ya comenzaban a escucharse.
—¿Crees que haya feriantes hoy? —preguntó la hermana menor, saltando entre los charcos del camino.
—Tal vez —respondió el mayor—. Depende de si hay mercado.
El hermano menor miró hacia el cielo, pensativo.
—¿Crees que los ángeles nos miran desde allá arriba?
El mayor lo miró de reojo.
—¿Por qué preguntas eso?
—No sé… —El niño frunció el ceño—. Mamá dijo que Dios no destruyó a Lucifer porque tenía libre albedrío… pero si era tan fuerte, ¿no podría volver algún día?
El mayor no supo qué responder de inmediato.
—Eso fue solo una historia.
—Pero… ¿y si no?
El viento sopló con un murmullo entre los árboles.
El mayor sintió un escalofrío recorrer su espalda. Algo en su interior le decía que la historia de la noche anterior no era solo un cuento para dormir.
Sin embargo, forzó una sonrisa y despeinó al pequeño con la mano.
—Deja de pensar en eso. Hoy es un buen día. Vamos a comprar dulces.
El niño sonrió y asintió, olvidando momentáneamente sus preguntas.
Pero el mayor no pudo evitar lanzar una última mirada al cielo.
Y, por un instante, juró que una estrella acababa de desaparecer. Los tres hermanos caminaban a paso ligero, disfrutando de la frescura matutina. La hermana menor tarareaba una melodía sin nombre mientras saltaba de piedra en piedra en el camino. El hermano del medio, más pensativo, iba con la vista clavada en el cielo, como si buscara respuestas en las nubes.
El pueblo se encontraba más allá de las colinas, y desde su posición ya podían ver las primeras señales de actividad: columnas de humo elevándose de los hornos de los panaderos, el tintineo de los herreros trabajando el metal y el murmullo de los comerciantes preparando sus puestos en la plaza.
El hermano menor aceleró el paso, emocionado.
—¡Vamos, vamos! Si llegamos temprano, tal vez alcancemos a ver al titiritero.
La hermana menor sonrió y lo siguió.
—¡Ojalá haya feriantes!
El mayor los dejó correr unos metros por delante, permitiéndose un momento de calma. Inspiró profundamente el aroma de la tierra húmeda, del pan horneado a la distancia, de la madera quemándose en los hogares.
Cuando llegaron a la entrada del pueblo, la plaza principal ya estaba llena de vida. Mercaderes gritaban ofertas de frutas, especias y telas exóticas, mientras los aldeanos iban de un lado a otro, cargando cestas y sacos.
Un grupo de niños corría entre los puestos, riendo y jugando con pequeñas figurillas de madera. Un anciano ciego tocaba la flauta en una esquina, con un cuenco a sus pies donde algunas monedas tintineaban cada tanto.
La hermana menor se detuvo emocionada al ver un puesto de dulces.
—¡Miren, miren! ¡Miel de fresa!
El hermano mayor sonrió y revolvió los bolsillos de su bolsa de cuero.
—Compraré un poco, pero no te lo comas todo de golpe.
—¡Yo no haría eso! —protestó la niña con una sonrisa traviesa.
El tendero, un hombre robusto con barba rizada y una gran sonrisa, les sirvió un frasco de miel envuelta en hojas de parra.
—Buen ojo, jovencita —dijo con voz amable—. Esta miel viene de los campos del sur, dicen que es la más dulce que existe.
El hermano menor observó el frasco con fascinación.
—¿Es verdad que en el sur la luna brilla azul?
El tendero río.
—Eso dicen los viajeros. Pero quién sabe… el mundo está lleno de misterios.
El mayor pagó y agradeció, pero en su mente seguía resonando esa última frase.
"El mundo está lleno de misterios."
Tal vez demasiados.
Mientras caminaban por la plaza, los hermanos notaron que algo inusual estaba ocurriendo. Un grupo de aldeanos se había congregado alrededor de un hombre de aspecto desaliñado, vestido con harapos sucios y el cabello revuelto. Sus ojos, inyectados en sangre, saltaban de un lado a otro con un frenesí desquiciado.
—¿Quién es ese? —preguntó el hermano menor en voz baja.
El mayor frunció el ceño, observando al hombre con cautela.
—Un loco, seguramente.
El hombre alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar con voz temblorosa:
—¡Las estrellas están cayendo! ¡El cielo se abre y las sombras caminan entre nosotros! ¡No lo veis! ¡No lo veis!
Los aldeanos intercambiaban miradas nerviosas. Algunos reían con desdén, otros sacudían la cabeza y se alejaban, murmurando sobre la locura del hombre.
—¡La guerra no ha terminado! —continuó el hombre, con los ojos desorbitados—. ¡Los ángeles han caído, y con ellos su maldición! ¡Nos vigilan desde la sombra! ¡Nos buscan!
—¡Cierra la boca, borracho! —gritó alguien entre la multitud, provocando risas.
Un aldeano se adelantó y lo empujó con desprecio.
—¡Ya basta de tus tonterías! Nadie quiere escuchar tus delirios.
El hombre tambaleó, pero no dejó de hablar. Su voz temblaba, pero en sus ojos no había rastro de embriaguez, sino un terror profundo, casi tangible.
El hermano mayor sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Qué está diciendo? —susurró la hermana menor.
—No lo sé —murmuró él, incapaz de apartar la vista del hombre.
Entonces, el loco giró la cabeza bruscamente y sus ojos se encontraron con los del hermano mayor. Una chispa de reconocimiento cruzó su mirada, como si supiera algo sobre él, algo que ni siquiera él mismo comprendía.
El loco sonrió, y en voz baja, con un tono gélido, susurró:
—¡Ya está aquí!
El hermano mayor sintió que la respiración se le cortaba. La historia que había escuchado la noche anterior...
No podía ser coincidencia.
Los aldeanos, hartos de su presencia, lo empujaron fuera de la plaza y pronto el bullicio cotidiano volvió a llenar el ambiente. Pero el hermano mayor no podía sacarse de la cabeza las palabras del hombre.
Mientras caminaban de regreso a casa, con la luz del sol ocultándose tras las colinas, no pudo evitar mirar de nuevo al cielo.
Había algo extraño en las estrellas.
No podía explicarlo… pero sentía que faltaba una
El camino de regreso a casa se sentía diferente. La emoción de la visita al pueblo se había desvanecido un poco, reemplazada por la inquietud de lo que acababan de presenciar. Sin embargo, la hermana menor no tardó en romper el silencio.
—¡Mamá no va a creer lo que vimos hoy! —exclamó emocionada mientras saltaba sobre un charco.
—No grites —gruñó el hermano mayor, aún sumido en sus pensamientos.
El hermano menor, sin hacerle caso, alzó los brazos como si fuera un profeta.
—¡El fin está cerca! ¡Las estrellas caen y los ángeles nos vigilan!
La hermana menor estalló en carcajadas, imitándolo.
—¡Nos buscan! ¡Nos buscan!
El mayor suspiró, llevándose una mano al rostro.
—No deberían burlarse… el hombre no estaba bien.
—Pero hablaba raro —dijo la hermana menor, haciendo una mueca—. Como si de verdad creyera lo que decía.
El hermano menor, sin perder la oportunidad, se giró de golpe hacia su hermana con los ojos bien abiertos y susurró con voz lúgubre:
—Tal vez tenía razón…
La niña chilló y le lanzó un puñado de hojas secas.
—¡No hagas eso, tonto!
Las risas continuaron mientras se acercaban a la cabaña, aunque el hermano mayor seguía con un nudo en el estómago. Había algo en la forma en que el loco lo había mirado… No, debía ser su imaginación.
Cuando cruzaron la puerta, el aroma de estofado llenó el aire. Su madre los esperaba junto al fuego, removiendo la olla con una gran cuchara de madera.
—Tardaron más de lo usual —comentó sin apartar la vista de la comida—. ¿Se quedaron jugando en el camino?
La hermana menor corrió hasta la mesa y dejó el frasco de miel con orgullo.
—¡Mamá, pasó algo raro en el pueblo!
La madre levantó una ceja con curiosidad.
—¿Raro?
El hermano menor se subió a una silla y extendió los brazos dramáticamente.
—¡Un loco decía que el cielo se está cayendo y que los ángeles nos vigilan!
—¡Y que la guerra no ha terminado! —añadió la hermana menor.
—¡Y que algo nos está buscando!
La madre los miró fijamente por un momento, luego soltó una risita y siguió removiendo la olla.
—¿Y qué más? ¿El sol se apaga y los ríos corren al revés?
Los niños rieron con ella, pero el hermano mayor no se unió.
—Mamá, hablaba en serio.
Ella notó su tono y dejó la cuchara a un lado.
—Hijo, en el pueblo siempre hay alguien contando historias extrañas. ¿Recuerdas al anciano que decía que había dragones en las montañas?
—Pero… —El mayor se cruzó de brazos—. Él me miró. Directamente a los ojos.
La madre sonrió con ternura y le revolvió el cabello.
—Tal vez creyó reconocerte. Tal vez vio tu cara de preocupación y pensó que entenderías su locura.
Los más pequeños intercambiaron miradas antes de lanzar su propio veredicto.
—Tal vez nuestro hermano es un ángel caído —dijo la menor con los ojos entrecerrados.
—¡Sí! ¡Por eso el loco lo reconoció! —agregó el menor, señalándolo con dramatismo—. ¡Tiene cara de que oculta algo!
El hermano mayor suspiró.
—¿Pueden dejar de hacer esto más raro de lo que ya es?
—¡Nunca! —gritaron los dos al unísono, huyendo antes de que el mayor pudiera atraparlos.
La madre rió y le palmeó el hombro.
—No te preocupes tanto. Si las estrellas empiezan a caer de verdad, entonces nos preocuparemos. Mientras tanto… —Se inclinó hacia la olla, respirando hondo—. Come, antes de que se enfríe.
El mayor asintió, aunque una sensación extraña aún rondaba en su pecho.
Esa noche, después de la cena y cuando todos se fueron a dormir, volvió a salir un momento. Miró al cielo, buscando la constelación que siempre le resultaba familiar.
Pero ahí, donde debería haber una estrella, solo había un vacío oscuro.
Tragó saliva.
El loco… ¿y si no estaba tan equivocado después de todo?