"Entonces dijo Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza'. Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios.
Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente.
Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: 'De todo árbol del huerto podrás comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás'.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás'."
El Salvador, 1982
Las noches parecían eternas, opresivas como un manto de sombras sofocando a un país al borde del colapso. Solo el eco lejano de disparos y explosiones rompía la quietud sofocante, un recordatorio implacable de que la muerte nunca estaba lejos.
En una humilde casa de adobe, olvidada por el tiempo y apenas iluminada por la trémula luz de una vela, Lucía luchaba por traer una nueva vida al mundo. Cada contracción sacudía su cuerpo como una ola de dolor incesante, arrancándole suspiros entrecortados y lágrimas silenciosas. El aire olía a cera derretida y tierra húmeda, un reflejo de su alma exhausta, cargada de sufrimiento, pero también de una determinación inquebrantable.
Estaba sola.
El hombre que prometió estar a su lado no estaba allí. Tal vez se lo había llevado la guerra. Tal vez la pobreza. Tal vez… nunca tuvo la intención de quedarse. Pero Lucía ya no buscaba respuestas. En ese momento, solo tenía fuerzas para hacer una promesa.
—Eres lo único que tengo ahora, mi pequeño Jane Smith —susurró con la voz trémula y el corazón desbordado.
El bebé, diminuto y frágil, parecía ajeno al caos del mundo que lo recibía. Afuera, una explosión rugió en la distancia y la tierra tembló bajo la casa, como si compartiera su dolor. Lucía alzó la mirada, con los ojos cargados de cansancio… y de una voluntad inquebrantable.
Fue en ese instante cuando tomó una decisión.
No se rendiría.
Criaría a Jane con lo poco que tuviera, aunque fuera nada. No permitiría que la guerra, la pobreza o la ausencia la derrotaran.
Los años que siguieron fueron una danza entre privaciones y pequeños triunfos. Lucía trabajaba de sol a sol limpiando casas ajenas o vendiendo en los mercados, pero siempre encontraba la fuerza para sonreír al volver a casa. En esos momentos, al ver las risas inocentes de sus hijos o el brillo en sus ojos, sentía que cada sacrificio valía la pena.
Las pequeñas victorias, como poder comprarles un pan dulce o coserles ropa remendada, la llenaban de una energía que iba más allá del cansancio. No solo les daba sustento, sino que les enseñaba el valor de la resiliencia y el amor incondicional.
Su vida era una batalla diaria, una lucha silenciosa… pero nunca sin propósito.
Porque, aunque jamás lo dijo en voz alta, lo sabía en lo más profundo de su ser:
Jane sería el comienzo de algo mucho más grande.
El estruendo llegó sin aviso.
La tarde parecía más tranquila de lo habitual, como si el mundo les concediera un respiro. Pero la calma era engañosa, un preludio de lo inevitable.
Una explosión sacudió la comunidad y, en un instante, el pánico se propagó como un incendio. Gritos. Disparos. El caos devoró la frágil paz de aquel rincón olvidado del mundo.
Lucía corrió desesperada hacia sus hijos, pero llegó demasiado tarde.
Uno de los hermanos de Jane, apenas un niño, quedó atrapado en el fuego cruzado.
La pérdida dejó una herida imposible de sanar.
Jane, con solo seis años, no entendía del todo qué había ocurrido, pero el vacío que dejó su hermano era innegable. Esa noche, mientras los ecos de los disparos aún resonaban en la distancia, Lucía lo abrazó con más fuerza que nunca.
El olor a pólvora, sudor y tierra húmeda impregnaba el aire, como si hasta el suelo, marcado por la historia y el sufrimiento, fuera testigo mudo de su pena.
—Prométeme, Jane… que nunca te rendirás —susurró su madre, con la voz rota pero llena de feroz determinación.
Mientras hablaba, sus manos temblorosas acariciaban el cabello del niño, buscando consuelo en ese gesto simple. Jane alzó la mirada, confundido pero atento, sus ojos grandes y húmedos reflejando tanto miedo como esperanza. Afuera, el eco de los disparos pareció desvanecerse por
un momento, como si el tiempo se hubiera detenido.
La vela que iluminaba la habitación proyectaba sombras vacilantes en las paredes de adobe, envolviendo a madre e hijo en un capullo de tenue luz. Era un instante frágil, pero cargado de una fuerza silenciosa que Jane, a pesar de su corta edad, parecía percibir.
La vida sería dura, pero siempre habría una oportunidad para seguir adelante.
Jane no respondió. Pero en su mente infantil, aquellas palabras se grabaron como un juramento eterno.
Esa noche, mientras se acurrucaba contra su madre, no pudo evitar mirar el espacio vacío donde solía dormir su hermano.