Cita: "El manto de una sombra: en su tejido, hay luz."
El amanecer apenas comenzaba a teñir el cielo de tonos anaranjados cuando Jane se levantó, como cada día, en completo silencio. La casa aún dormía, sumida en una calma engañosa, pero él ya estaba listo para enfrentar otra jornada. La brisa matutina era fría y húmeda, pero había aprendido a ignorarla. Desde que empezó a trabajar para David, el cansancio dejó de ser un estado pasajero y se convirtió en su única realidad.
A las cinco en punto, ya estaba en el mercado, inmerso en el bullicio de los vendedores que competían por atraer clientes. El olor a pescado fresco y tierra húmeda se mezclaba con el estruendo de cajas al ser descargadas y las voces regateando precios. Sus manos, endurecidas y marcadas por el esfuerzo, se movían con rapidez. Sabía que lo poco que ganaba no era para él, pero eso no importaba. Cada gota de sudor la ofrecía como un sacrificio por Yamileth, por el sueño de un futuro lejos de esa opresión.
Cuando regresó esa tarde, extenuado pero alerta, encontró a David esperándolo. Sentado en su sillón habitual, el anciano tenía la expresión de un juez presto a dictar sentencia.
—Jane, acércate —ordenó con voz seca, haciendo un gesto lento con la mano.
Jane se detuvo frente a él, su rostro impenetrable. Sabía que David nunca lo llamaba sin razón, y rara vez era por algo bueno.
—He estado pensando —comenzó el anciano, con ese tono calculador que hacía eco en la sala vacía—. Trabajas mucho, pero dime, ¿te sientes recompensado por todo ese esfuerzo?
Jane sostuvo su mirada sin inmutarse.
—El trabajo siempre es una recompensa en sí mismo —respondió con calma, esquivando la verdadera intención de la pregunta.
David dejó escapar una carcajada breve, carente de auténtica alegría.
—Vamos, no necesitas fingir conmigo. Sé lo que realmente quieres. Quieres estar con mi nieta, ¿verdad? Yamileth es todo para ti, ¿no es así?
El silencio de Jane fue más elocuente que cualquier palabra. David lo tomó como una confesión y se inclinó hacia él, con el aire de quien ofrece un trato imposible de rechazar.
—Te haré una propuesta —dijo, con una sonrisa que irradiaba control—. Si trabajas exclusivamente para mí, si me entregas todo lo que ganes sin cuestionar, te prometo que no interferiré más. Podrás estar con Yamileth, sin obstáculos.
Por un instante, la ira ardió en el pecho de Jane como fuego contenido. David no solo lo estaba manipulando; estaba usando a Yamileth como moneda de cambio, reduciendo su amor a una simple transacción. Pero sabía que perder el control solo reforzaría la posición del anciano.
—¿Y cuánto ganaré trabajando para usted? —preguntó Jane, adoptando un tono neutro, casi interesado.
David se recostó en su sillón con la satisfacción de quien cree que ha ganado.
—Eso dependerá de cuánto estés dispuesto a demostrar tu lealtad primero.
Jane asintió lentamente, como si estuviera considerando la oferta. Pero por dentro, su mente trabajaba a toda velocidad. Sabía la verdad: David nunca cumpliría su promesa. Aquella propuesta no era más que una nueva cadena, un intento de amarrarlo aún más a su control.
Pero Jane no lo permitiría. Si algo había aprendido en esas semanas, era que enfrentarse a David no requería fuerza bruta, sino paciencia e inteligencia. Y aunque el camino fuera largo, estaba dispuesto a luchar por Yamileth y por la libertad que ambos merecían.
Día tras día, su vida transcurría en un ciclo agotador. Antes de que el sol asomara por el horizonte, ya estaba en pie, preparándose para otra jornada en el mercado. Trabajaba sin descanso, con las manos endurecidas por el esfuerzo y el espíritu desgastado por la rutina.
Al regresar por la tarde, entregaba el dinero directamente a David, quien lo recibía con la fría satisfacción de quien tiene todo bajo control. Nunca agradecía. No lo necesitaba. Su mirada de triunfo era peor que cualquier palabra.
Pero Jane no era tan dócil como David creía. Aunque el cansancio le pesaba en cada fibra del cuerpo, su mente nunca dejaba de trabajar.
Había empezado a apartar pequeñas cantidades de dinero, apenas unas monedas al día. A simple vista parecían insignificantes, pero para él eran mucho más que billetes y centavos: eran esperanza.
Cada dólar escondido era un paso más hacia la libertad que soñaba compartir con Yamileth.
Por las noches, cuando la casa se sumía en penumbras, Jane se escabullía para encontrarse con ella. Esos momentos furtivos eran su refugio, el único espacio donde podían ser ellos mismos, sin las miradas controladoras de David ni las sospechas constantes de Diego.
—No puedo seguir así, Yamileth —confesó una noche, su voz cargada de cansancio y frustración—. Ese hombre no quiere ayudarnos. Solo quiere mantenernos como prisioneros.
Ella lo miró, y en sus ojos se reflejaba una mezcla de preocupación y ternura.
—Lo sé, Jane. Pero ¿cómo podremos escapar sin que lo note? Si se da cuenta, no solo vendrá por nosotros… Nos destruirá.
Jane tomó sus manos con firmeza, como si fueran su única ancla en medio de un mar de incertidumbre.
—Confía en mí. Estoy ahorrando lo que puedo, poco a poco. Cuando llegue el momento, nos iremos lejos. No me importa lo que tenga que dejar atrás, siempre que podamos ser libres juntos.
Los ojos de Yamileth brillaron con una tenue esperanza, pero el miedo seguía ahí, latiendo en su interior. Conocía a su abuelo mejor que nadie. David no era solo una figura de autoridad; era una tormenta de poder y control, siempre alerta, siempre implacable.