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Chapter 11 - Capítulo 10: Primera Aparición

Cita: ¿Qué es un descubrimiento cuando lo que hacemos es mirar algo que siempre estuvo ahí?

En las calles empedradas de El Salvador, donde la violencia era parte inevitable de la rutina diaria, Yamileth seguía adelante con su vida, cargada de determinación. Las aceras eran irregulares, quebradas por el tiempo, mientras las fachadas de las casas mostraban su desgaste: colores desteñidos por el sol y marcas de humedad que hablaban de años difíciles. En cada esquina, el ambiente cambiaba. Algunos rincones estaban desiertos, mientras otros eran ocupados por grupos de jóvenes con miradas inquietantes, apoyados en muros cubiertos de grafitis.

El aire traía consigo una mezcla peculiar de olores: el dulzor del pan recién horneado desde una panadería cercana y el aroma metálico de la lluvia reciente, que aún se aferraba a la tierra. Todo parecía un reflejo del país mismo, una constante lucha entre la esperanza y el peligro.

Cada amanecer, Yamileth se levantaba antes de que el sol despuntara en el horizonte. No importaba cuánto le costaran las noches llenas de preocupaciones o los ecos de las sirenas que rompían el silencio nocturno; su rutina debía continuar. Caminaba por las mismas calles que conocía de memoria, bajo la mirada indiferente de las casas que la habían visto crecer. Con pasos firmes, cargaba una canasta de pan dulce que vendería en la esquina de su barrio.

Ese pequeño negocio era todo lo que tenía para mantener a su hijo, Enoc. Con apenas dos años, el niño, con una energía contagiosa, solía jugar a su lado mientras ella atendía a los pocos clientes que se aventuraban a salir temprano. Su risa era un alivio en medio de un entorno tenso, un recordatorio de que, a pesar de las circunstancias, la alegría aún era posible.

Los pandilleros, siempre presentes, eran una sombra constante. Sus figuras parecían parte del paisaje, como si siempre hubieran estado allí. Al principio, Yamileth les temía; con el tiempo, aprendió a moverse entre ellos sin llamar la atención. Sabía cuándo cruzar la calle, cuándo evitar el contacto visual y cuándo responder con un saludo neutral.

A pesar de todo, la gente la veía como un símbolo de resiliencia. Era esa mujer que, sin alzar la voz ni buscar problemas, lograba mantenerse firme en un mundo diseñado para quebrarla. La fe era su ancla. No importaba lo incierto del futuro, Yamileth creía que Dios siempre estaría con ella, guiándola incluso en los días más oscuros.

Una tarde, mientras Enoc corría detrás de una pelota hecha de retazos, Yamileth lo miró y sintió que su corazón se llenaba de gratitud. Él era su razón de ser, la chispa que mantenía encendida su lucha diaria. Las dificultades no desaparecerían, pero mientras tuviera a su hijo y su fe, seguiría adelante.

Hasta que, una mañana de enero de 2008, todo cambió.

Mientras vendía pan dulce, un malestar extraño la invadió. No era un simple mareo ni el cansancio del día a día; era algo más profundo, una sensación difícil de describir, como si su propio cuerpo intentara advertirle de algo importante. Su corazón latió con fuerza y un sudor frío recorrió su frente. Pero más que miedo, sintió una inquietante certeza, como si estuviera al borde de un cambio inminente.

Decidió regresar a casa. Al cruzar la puerta, supo que algo dentro de ella había cambiado. Y entonces, la noticia que tanto temía llegó sin previo aviso: estaba embarazada nuevamente.

El torbellino de emociones fue inmediato. Se llevó una mano al vientre, intentando asimilar la magnitud de lo que esto significaba. Había temor, sí, pero también una chispa de esperanza. Su mente se llenó de preguntas: ¿Cómo cambiaría su vida ahora? ¿Qué significaría esto para Enoc? Pero entre todas las dudas, una decisión se abrió paso con claridad: encontraría la manera de seguir adelante, como siempre lo había hecho.

No tenía miedo. Solo pensaba en cómo le daría la noticia a Jane, el padre del niño.

Esa tarde, Jane apareció como de costumbre en su visita mensual. Pero cuando Yamileth le contó la noticia, su reacción no fue la que ella esperaba. Su rostro se endureció y su respuesta fue fría, como un golpe seco en el pecho.

—Eso no puede ser mío. La última vez que estuvimos juntos fue hace siete meses.

Cruzó los brazos y desvió la mirada hacia el suelo. Su tono era cortante, mecánico, como si intentara bloquear cualquier emoción. Su mandíbula se tensó y sus dedos tamborilearon contra su brazo con impaciencia.

Yamileth tomó aire y lo miró fijamente a los ojos. Su voz fue serena, pero firme.

—Sea como sea, te hago responsable de este hijo. Lo que pasó ya no importa; lo que importa es lo que hagas ahora.

Jane guardó silencio por un largo instante antes de suspirar con fastidio.

—Está bien. Me haré cargo… pero no sé cuándo volveré.

Yamileth lo observó sin inmutarse. Había aprendido, con el tiempo, a no esperar más de lo que él podía dar. Su fortaleza no dependía de Jane, sino de su fe y determinación.

Él se marchó como siempre, perdiéndose en la distancia. Pero esta vez, Yamileth no sintió tristeza ni desesperanza. Solo quedaba en ella una resolución inquebrantable. No podía contar con él, pero tampoco lo necesitaba.

En esos dos años, había aprendido a mantenerse firme, a no quebrarse ante la soledad ni los desafíos. Cuando Jane se iba, su mente no estaba en él, sino en su hijo y en el futuro que le prometía a Enoc. La gente del barrio la miraba con respeto, no solo por su fortaleza, sino por la luz que emanaba de ella.

Los pandilleros, aunque distantes, sentían por ella una mezcla de respeto y cariño. Yamileth, a diferencia de muchos, nunca los miraba con miedo ni desprecio, sino con la misma empatía que mostraba hacia todos. Con el tiempo, había ayudado a algunos en momentos de necesidad, ofreciéndoles pan o palabras de consuelo. Su actitud serena y desinteresada les hacía ver que, aunque las calles estuvieran llenas de oscuridad, aún quedaba un faro de paz. Cuando alguien intentaba intimidarla, sus propios compañeros lo detenían. Había algo en ella que desarmaba incluso los corazones más endurecidos.

Después de que Jane se fue, Yamileth se quedó en el patio, sentada en una vieja silla mientras observaba a Enoc jugar en el suelo. Miró al cielo y, en silencio, agradeció a Dios por su hijo y por la fuerza que la mantenía de pie.

—No importa lo que pase, hijo. Vamos a salir adelante, siempre con fe en Dios —susurró, tomando la pequeña mano de Enoc y ayudándolo a levantarse con cariño.

Los meses pasaron, y Yamileth luchó sola junto a su hijo. A veces pasaban días sin comida, pero siempre se las ingeniaba para que Enoc no pasara hambre. Por él, seguía de pie.

Y entonces, el día llegó.

Yamileth, con su fe y fortaleza inquebrantables, sintió cómo las horas avanzaban mientras su cuerpo le enviaba señales inequívocas: el momento estaba cerca. Aquella mañana, una nueva oleada de dolor la despertó, y supo que el parto había comenzado. Con ternura, llevó las manos a su vientre, acariciando la redondez de su abdomen, donde su hijo aguardaba, listo para conocer el mundo.

En el barrio, muchos ya sabían de su embarazo y, de alguna manera, compartían una conexión especial con el bebé. Lo curioso era que, aunque aún no había nacido, todos sentían una inclinación natural a hablarle, como si supieran que había algo único en él.

—Te deseamos lo mejor, pequeño. Que tu vida sea tan luminosa como la de tu madre —murmuró una vecina al pasar, acariciando con suavidad el vientre de Yamileth.

Otros también se acercaban con palabras de aliento y bendiciones. Algunos susurraban deseos al bebé, como si pudiera escucharlos, mientras otros ofrecían pequeños gestos de apoyo a Yamileth. Ella aceptaba esas muestras de cariño con una sonrisa agradecida, consciente de que, en aquel barrio, todos compartían un destino marcado por la lucha diaria y los lazos comunitarios. La maternidad era un hilo invisible que unía a las mujeres, tejiendo una red de fortaleza y esperanza.

Cuando llegó el momento de ir al hospital, las vecinas se reunieron a su alrededor. Con manos solidarias y corazones unidos en oración, la acompañaron, deseando con fervor que todo saliera bien y que aquel pequeño ser trajera consigo una nueva luz a sus vidas.