Cita: "Hablar sin hablar."
El camino de regreso estaba envuelto en un silencio espeso, solo interrumpido por el crujido de sus pasos sobre el polvo. La noche caía lentamente, extendiendo sombras largas sobre la tierra seca.
Enoc caminaba cabizbajo, arrastrando los pies, con los puños apretados contra su pecho como si intentara sostener algo dentro de sí. Marcos, en cambio, avanzaba con la misma calma de siempre, su mirada fija en el camino, impasible.
Jane, incapaz de soportar más aquella tensión silenciosa, carraspeó y preguntó con voz áspera:
—¿Qué pasó ahí?
Enoc no respondió de inmediato. Sus labios temblaron, pero no emitieron sonido. Cuando Jane insistió, el niño solo murmuró, con un hilo de voz:
—No quiero volver ahí… nunca más.
Jane frunció el ceño, molesto por la respuesta vaga.
—¿Y tú? —preguntó, dirigiéndose a Marcos—. ¿Qué pasó?
Marcos alzó la mirada y lo observó con sus ojos color miel, inusualmente tranquilos, como si ya hubiese entendido algo que Jane no. Luego, con la misma inexpresividad de siempre, respondió:
—Todo y nada.
Las palabras de Marcos flotaron en el aire, pesadas y ambiguas. Algo en su tono, en su falta de emoción, hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Jane. No podía explicarlo, pero ese niño tenía algo… inquietante.
"Este niño no es mío."
Era un pensamiento que lo atormentaba en los momentos más inesperados. La prueba de paternidad decía lo contrario, pero su instinto se resistía a aceptarlo. Y cada mirada de Marcos, cada palabra suya, solo reforzaban esa sensación.
Cuando llegaron a casa, el ambiente era completamente distinto. A diferencia del aire tenso de la casa de Jane, aquí había un calor acogedor, aunque no del todo reconfortante.
Desde la cocina llegaba el aroma del caldo hirviendo, mezclado con el sonido rítmico del cuchillo de Yamileth golpeando la tabla mientras picaba vegetales. Diego, sentado a la mesa, hablaba animadamente sobre algo que había ocurrido en el día, gesticulando con entusiasmo. En el patio, David permanecía en su silla de siempre, con la mirada fija en el cielo oscuro, inmóvil, como si estuviera atrapado en sus propios pensamientos.
Jane entró sin decir palabra, y los niños hicieron lo mismo. Yamileth los miró de reojo mientras servía los platos, notando de inmediato el peso en sus rostros. No preguntó nada, pero la sospecha se reflejó en su mirada cuando Jane se sentó frente a ella.
—Lávense las manos y vengan a comer —dijo con suavidad, pero con firmeza.
Enoc obedeció de inmediato, aunque sus movimientos eran lentos, como si su mente estuviera en otro lugar. Marcos, sin cambiar su expresión, lo siguió.
La cena transcurrió en relativo silencio. Diego continuó hablando, pero nadie más parecía realmente presente. Enoc apenas tocó la comida, moviendo el caldo con la cuchara sin mucho ánimo. Marcos, en cambio, comió en silencio, como si nada hubiera pasado.
Jane sentía la mirada de Yamileth sobre él. No necesitaba palabras para saber que ella notaba algo extraño. Pero él no quería hablar. No aún.
La noche pasó sin más incidentes.
A la mañana siguiente, antes de que el sol terminara de alzarse en el horizonte, la casa ya estaba en movimiento. Yamileth ataba su cabello en un moño rápido y apretado, con la precisión de quien lo ha hecho mil veces. Se ajustó el delantal con un nudo fuerte, como si la firmeza del lazo pudiera darle estabilidad al día. Jane, por su parte, se colocó el cinturón con movimientos mecánicos, sus pensamientos aún dispersos en la noche anterior.
—Que se porten bien —dijo Yamileth mientras alisaba su ropa con las palmas, aunque más como una advertencia que como un deseo.
David, sentado en su silla del patio, no cambió su postura. Su espalda seguía recta, sus manos entrelazadas sobre sus piernas y su mirada fija en el horizonte, como si esperara algo que nunca llegaría.
—Aquí estarán bien —murmuró, sin voltear a verlos.
Jane dudó un segundo antes de marcharse. Algo en la quietud de la casa le hizo sentir que había dejado un hilo suelto, algo que, si tiraba demasiado, deshilacharía todo. Pero no tenía tiempo para esas sensaciones.
Sin más, él y Yamileth salieron, dejando a David a cargo de los niños.
Enoc corría por el patio con una pelota entre las manos, riendo con la despreocupación de un niño que aún no conoce el peso del mundo. Sus pasos levantaban pequeñas nubes de polvo, su risa rompía el silencio de la tarde. Detrás de él, Marcos lo seguía, pero no corría. Solo caminaba, con su mirada fija en su hermano, observándolo con la misma intensidad con la que parecía estudiar todo a su alrededor.
El juego terminó abruptamente.
Enoc tropezó con una planta y, al caer, una de sus hojas grandes y verdes se quebró con un crujido seco.
Desde la otra esquina del patio, David, que había estado cortando leña, alzó la cabeza. Sus manos aún sujetaban con firmeza el hacha. Frunció el ceño y comenzó a caminar hacia los niños con pasos pesados.
—¡Cuidado con lo que hacen! —gruñó con voz firme, señalando la planta con la punta del hacha—. No saben respetar nada.
Enoc se puso de pie de inmediato y sacudió su ropa con nerviosismo.
—Lo siento… —susurró, con la mirada baja.
Pero David no aceptaba disculpas tan fácilmente. Sus ojos eran duros, su expresión pétrea. Aunque en ese momento no hubo castigo, la advertencia estaba clara: no habría una segunda oportunidad.
Marcos, sin decir palabra, levantó la vista y lo miró fijamente.
Solo por un instante, David sintió algo extraño en el estómago. Una sensación parecida al vértigo.
Los meses pasaron.
Los regaños de David se hicieron rutina. No importaba si era un accidente o una simple travesura de niños: cualquier motivo era suficiente para una reprimenda. Y pronto, los regaños se convirtieron en castigos.
El cinturón. Las ramas del árbol del patio. Las palabras ásperas y llenas de desdén.
Los golpes dolían, pero más aún dolía la forma en que David hablaba, como si quisiera quebrarlos desde dentro.
Yamileth intentaba intervenir cuando podía, pero pasaba demasiado tiempo fuera trabajando. Jane, por su parte, había comenzado a quedarse más en casa, tratando de fortalecer su relación con ella, pero desconocía lo que David hacía a sus hijos.
Diego había conseguido trabajo y su presencia en la casa era cada vez más escasa. Pero cuando estaba, su relación con Enoc florecía con naturalidad. Había algo en la forma en que el niño lo miraba, en cómo absorbía cada pequeña enseñanza suya, que hacía que Diego sintiera un lazo con él. Le enseñaba a atar nudos, a dibujar en la tierra con ramas, a distinguir ciertos pájaros por su canto.
Con Marcos, en cambio, no sucedía lo mismo.
Diego no sabía cómo acercarse a él. Había algo en Marcos que le generaba inquietud.
Un día, mientras veía a los niños jugar, Marcos se le acercó. Diego fingió no notarlo, pero cuando sintió su presencia demasiado cerca, giró la cabeza levemente.
Cuando sus miradas se encontraron, un escalofrío le recorrió la espalda.
Era el mismo que Jane había sentido antes.
No dijo nada. Marcos tampoco. Solo lo observó unos segundos más y luego se alejó.
El niño caminó hacia David.
El anciano, que solía ignorarlo, esta vez le dedicó una breve mirada. Luego apartó la vista, como si algo dentro de él le dijera que no debía sostenerle la mirada por demasiado tiempo.
Siete meses transcurrieron.
Diego trabajaba más y estaba menos en casa. Yamileth y Jane, por otro lado, parecían haber encontrado una estabilidad que antes les faltaba.
Enoc hablaba con su madre con más frecuencia. Con Jane, en cambio, escogía bien sus momentos. Marcos hablaba poco, pero de vez en cuando dirigía algunas palabras a Yamileth.
Con David, la relación era casi inexistente. Mientras los niños no interfirieran con él, no le importaban.
Pero Marcos siempre estaba pendiente de Enoc. Cuando su hermano salía, él lo seguía con la mirada. No importaba si jugaba en la calle o si simplemente caminaba por la casa. Marcos siempre sabía dónde estaba.
Y entonces, ocurrió algo diferente.
David los castigaba nuevamente. Su voz era fría, dura, la de un hombre que exigía obediencia sin permitir objeciones.
Enoc se encogió en su sitio, bajando la cabeza, soportando en silencio, como siempre.
Pero entonces, Marcos alzó la mirada.
Se quedó en silencio por unos segundos y luego habló.
Lo que dijo, nadie lo supo. Su voz fue apenas un murmullo, pero fue suficiente.
El rostro de David cambió.
Por un instante, sus facciones se suavizaron. Su boca, antes apretada con rabia, se aflojó.
Y luego, el escalofrío.
El mismo que Jane había sentido.
El mismo que Diego había sentido.
Pero esta vez, no fue solo un instante.
David sintió su estómago contraerse. Su piel se erizó, como si un viento helado lo hubiese atravesado. Intentó hablar, pero su boca se quedó entreabierta, como si las palabras se hubieran atascado en su garganta.
Trató de apartar la mirada de Marcos, pero no pudo. Algo en los ojos de ese niño lo sujetaba, lo hundía, lo hacía sentir como si estuviera cayendo en un pozo sin fondo.
Sus manos, que antes estaban firmes, comenzaron a temblar.
Y en ese silencio… algo se quebró.