Estos días, Jane y Yamileth salen de casa sin decirme nada. No me hablan, solo me miran. Me tratan como si fuera un extraño, un desconocido.
Pero, ¿realmente quiero que me hablen? No lo sé. Solo quiero entender por qué actúan así. Hoy, por ejemplo, iré a la guardería. Enoc no estará conmigo; ahora pasa su tiempo con Katherine. Ellos dos son aceptados por todos, por ambas familias.
Enoc es alto para su edad. Tiene el cabello oscuro y desordenado, ojos profundos y piel clara.
Mi madre... tiene una presencia que desarma. Su aura hace que las personas se sientan aceptadas, como si no existieran barreras. Cuando habla, la gente se abre fácilmente con ella, como si pudieran contarle todo sin miedo. No es algo que se vea todos los días. La confianza que inspira es tan fuerte que a veces parece superar incluso los lazos de sangre. Yamileth, mi madre, tiene un poder especial en ese sentido.
Su cabello es castaño con reflejos dorados y cafés, sus ojos son de un tono miel-marrón y su piel es clara.
Mi padre, en cambio, es distinto. Su cabello es corto y oscuro, su piel es blanca, aunque más bronceada, y sus ojos son negros, intensos. Su presencia impone respeto, pero no de manera autoritaria. Es un hombre humilde, de aura serena, el tipo de persona que inspira confianza sin necesidad de palabras. No busca admiración, pero la gente lo respeta de manera natural.
Enoc también tiene algo especial. Su aura es humilde, pero a la vez imponente. Las personas se sienten atraídas por él, como si tuviera una energía magnética imposible de ignorar. Mi padre comparte esa misma cualidad. Ambos parecen imanes de personas.
¿Y yo? Bueno, casi nunca salgo. Pero cuando lo hago, siempre se fijan en mis ojos. Me dicen que les gustaría tener unos como los míos. Son dorado-miel, un marrón suave que a veces parece brillar. Mi cabello, castaño con reflejos dorados, combina con mi mirada. Mi piel es blanca, con un pequeño lunar bajo el ojo izquierdo. Mi madre también tiene uno, aunque el suyo está en el ojo.
Un llamado rompió el hilo de mis pensamientos.
—Marcos, es hora de irnos.
Levanté la vista y vi a mi madre en la puerta, esperándome.
Desde la puerta, Yamileth lo miraba con atención. Algo en su expresión la inquietaba.
Afuera, la mañana era clara y fresca, con una brisa suave que aligeraba el calor típico de la ciudad. El sol iluminaba las calles llenas de vida: vendedores ambulantes arreglando sus puestos, vecinos barriendo las aceras, motos y buses pasando con prisa.
Caminaron juntos. Yamileth miraba de reojo a su hijo. Algo en él la inquietaba. Estaba tan callado, tan distante. Los otros niños de su edad solían corretear, hacer preguntas, distraerse con cualquier cosa. Pero Marcos no.
¿Será que está molesto? ¿O le pasa algo y no me lo dice?
Dudó un instante, pero decidió preguntar.
—Marcos, ¿por qué no hablas ni juegas?
El niño apartó la mirada por un momento, como si pensara en su respuesta. Luego la observó con una expresión neutra y respondió sin emoción:
—No me gusta jugar ni hablar.
Yamileth sintió un nudo en el estómago. ¿No le gusta? ¿O es que algo lo está molestando? Tal vez sea solo una etapa, pero… ¿y si es algo más?
El resto del camino transcurrió en silencio.
Al llegar a la guardería, Yamileth se detuvo frente a la entrada. Era un edificio blanco, de dos plantas, con muchas ventanas y varias puertas que conducían a distintas salas.
Desde afuera, se escuchaban las risas de los niños jugando y las voces de los adultos preparando la jornada. Un par de maestras conversaban cerca de la entrada, y más adentro, algunos niños se despedían de sus padres.
El interior era espacioso, con pasillos largos y salones coloridos llenos de juguetes y materiales didácticos. Pero había un cuarto diferente, más discreto y apartado: la oficina de los psicólogos. Ahí, algunos niños que necesitaban apoyo adicional eran atendidos en sesiones tranquilas, lejos del bullicio de las aulas.
Yamileth se agachó frente a su hijo. Quería abrazarlo, decirle que todo estaba bien, pero no quería abrumarlo.
—Marcos, pórtate bien, ¿sí? Y recuerda que te quiero mucho.
Le revolvió el cabello suavemente, buscando alguna reacción en su rostro. Pero el niño solo la observó, inexpresivo. No lloraba, pero había algo en su mirada que no la dejaba tranquila.
¿Será que realmente está bien? ¿O solo no quiere que lo vea llorar?
Pensó en Enoc, su hijo mayor. Recordó la primera vez que lo dejó en la guardería: se aferró a ella, llorando, rogándole que no se fuera. Le costó despegarlo de sus brazos. Pero Marcos… Marcos no reaccionaba así. No había lágrimas, ni súplicas, ni resistencia. Solo ese silencio que le pesaba más que cualquier llanto.
Yamileth suspiró. No podía hacer más que esperar que, si algo andaba mal, Marcos se lo dijera algún día.
Lo vio entrar a la guardería sin apuro, sin mirar atrás. Yamileth esperó, como si él fuera a voltearse, a decir algo… pero no lo hizo.
Cuando desapareció por uno de los pasillos, la inquietud en su pecho no se desvaneció.
Se quedó allí, pero su impulso maternal la llevó a caminar con cautela hacia donde el niño se dirigía. Solo quería asegurarse de que todo estuviera bien.
Observó el aula con atención. Espero que se sienta a gusto aquí… Si no quiere jugar, tal vez es porque todavía no se ha adaptado. Pero todo estará bien. Tiene que estarlo.
Sus pasos eran pesados. Sentía una mezcla de ansiedad y esperanza mientras lo buscaba.
Llegó hasta un pasillo con ventanas de vidrio y, desde ahí, lo vio.
El aula era espaciosa, bañada por la luz natural que entraba a través de los ventanales. Varias mesas blancas estaban dispuestas en grupos, donde los niños pintaban, jugaban con plastilina o apilaban bloques de colores. Las paredes estaban decoradas con dibujos de caricaturas y escenas de selva: árboles vibrantes y animales sonrientes parecían dar la bienvenida a los pequeños.
En medio de aquel ambiente animado, Marcos estaba en el suelo, apartado del bullicio. Frente a él, sobre una de las mesas, había un cubo con piezas de construcción. Lo tomó con calma y empezó a ensamblarlas en silencio, como si el resto de la habitación no existiera.
Una niña se acercó a él con una sonrisa. Lo invitó a jugar.
Marcos negó con la cabeza sin decir nada.
Yamileth apretó los labios. ¿No quiere jugar? Tal vez solo no está listo. ¿O es que no le gustan los otros niños?
Suspiró con cierta tristeza al verlo tan apartado, pero decidió no presionarlo. Cada niño tiene su propio ritmo. Lo superará.
A pesar de todo, la inquietud seguía latente en su pecho.
Marcos levantó la cabeza de golpe y la miró fijamente.
El estómago de Yamileth se tensó. No debería poder verme desde aquí…
Sintió un escalofrío recorrerle la nuca. No debería sentir miedo de su propio hijo… pero por alguna razón, lo sintió.
¿Cómo sabe que estoy aquí? No me ha visto… ¿o tal vez sí?
Se quedó paralizada un momento. Esa mirada era tan directa, tan consciente.
Finalmente, le sonrió, un poco nerviosa, pero también aliviada.
Es tan observador, este niño… Y aunque no puedo evitar sentirme desconcertada, sé que no es algo grave. Tal vez solo es más inteligente de lo que creo…
Suspiró una vez más y se dio la vuelta, alejándose lentamente.
Todo estará bien, se repetía a sí misma...
Pero en el fondo, una pequeña voz insistía en que no lo estaría.
El tiempo pasó, y Yamileth se fue. Me quedé solo, con mis cubos.
A lo lejos, un grupo de personas comenzó a murmurar, sus ojos fijos en mí. Al parecer, les impresionaba la rapidez con la que resolvía el rompecabezas. Cuando los miré, sus rostros cambiaron; un escalofrío colectivo los recorrió.
No les presté más atención. Tomé otro cubo y comencé de nuevo.
A unos metros de distancia, dos jóvenes del personal observaban al niño apartado del resto.
Mateo entornó los ojos, intrigado.
—Mira, Daniela, ese niño. Está solo. Vamos a hablar con él para que se una a los demás. No debería estar aislado. Además, ¿ves cómo resuelve esos cubos? Es increíblemente rápido.
Daniela inclinó la cabeza, pensativa.
—Sí, es impresionante. Pero también… extraño. Esos cubos son complejos, ni nosotros los resolvemos con tanta facilidad. ¿Por qué estará tan enfocado en eso y no en jugar con los otros niños?
Como si los hubiera escuchado, Marcos giró lentamente la cabeza hacia ellos. No levantó la mirada de su cubo, pero sus ojos serenos se fijaron en los dos adultos con una intensidad desconcertante.
Daniela sintió un escalofrío, pero se obligó a sonreír.
Ambos se acercaron con cautela. Sus pasos resonaron más fuertes de lo normal en medio del murmullo de la guardería.
—Hola, Marcos. ¿Tu mamá ya se fue? —preguntó Mateo, alzando una mano en gesto amistoso—. ¿No te gustaría jugar con los demás niños? Están esperando por ti.
Daniela se inclinó un poco, suavizando la voz.
—¿Hay algo que te moleste? Si no sabes cómo hablarles, podemos ayudarte. Ellos solo quieren conocerte.
Esperaron.
Pero la calidez en sus voces no pareció atravesar la barrera de silencio.
Marcos siguió ensamblando su cubo con precisión, como si ellos no existieran.
Entonces, sin dejar de mover las manos, murmuró:
—No me parece bien jugar. ¿Ustedes quieren jugar con el juego?
La frase cayó como una piedra en el agua. Un silencio denso se extendió por el aire.
Daniela y Mateo intercambiaron miradas.
¿Había sido una respuesta? ¿O una pregunta?
Por un instante, el ambiente pareció volverse más pesado.
Intrigados por la escena, otros miembros del personal comenzaron a acercarse. Susurraban entre ellos:
—Es muy inteligente.
—No… es demasiado maduro para su edad.
—Algo tiene, pero no sé qué es.
Pero sin importar las palabras, todos compartían la misma sensación:
Un escalofrío.
Mientras tanto, Marcos seguía en su propio mundo, ensamblando el cubo con precisión.
Como si todo lo que ocurría a su alrededor no existiera.
O como si él ya supiera exactamente lo que iba a pasar… desde antes.
Finalmente, Mateo tomó una decisión.
—Será mejor traer a Elvi, la psicóloga, y a Cristina. Tal vez ellas puedan hablar con él.
El grupo asintió en silencio. Mientras se alejaban, Marcos continuó ensamblando el cubo con tranquilidad.
—¿Qué es una psicóloga? ¿Por qué? —me pregunté, sin dejar de mover las manos sobre el cubo—. Solo dije una paradoja.
El aire cambió.
Dos presencias se acercaban. No las veía, pero las sentía.
Instintivamente calculé la distancia: tres cuartos de camino, tal vez. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Es como una habilidad de rastreo que aprendí con el tiempo.
1, 2, 3, 4, 5.
Ya están aquí.