Tres semanas después.
Como siempre, la casa estaba vacía. Yamileth trabajaba largas horas y, aunque intentaba estar presente, no siempre podía.
Ahora, el padre de Marcos hablaba más con sus hijos y con Yamileth. Poco a poco iba cambiando, como una flor que se riega todos los días. Se esforzaba por recoger a Enoc de la escuela y pasar más tiempo con ellos, aunque el trabajo a veces se interponía. Aun así, Enoc y Katherine pasaban la mayor parte del tiempo con su familia.
Sin embargo, la relación con Marcos seguía siendo difícil. A veces hablaban, a veces no. Entre padre e hijo, las palabras eran escasas, limitadas a lo necesario.
Esta mañana, mientras me ponía mis zapatos azules, pensé en lo solo que he estado todo este tiempo.
Durante estas semanas, la soledad ha sido mi única compañía. Mi madre trabajaba hasta tarde, así que apenas la veía.
Mis hermanos, Enoc y Katherine, seguían su rutina, siempre rodeados por la familia de Jane. En cuanto a mí, encontraba formas de entrenar este recipiente: mi cuerpo. Aunque tengo cuatro años, el cuerpo humano puede fortalecerse desde temprano.
La voz de Yamileth me sacó de mis pensamientos.
—¡Marcos, tenemos que irnos! Ya es tarde, apresúrate —gritó desde la puerta.
Me ajusté la camisa y revisé que los zapatos estuvieran bien puestos antes de salir.
El sol me golpeó el rostro, abrasador, como si quisiera devorarlo todo.
En el camino, observaba a mi alrededor, atento a todo y a nada a la vez. Yamileth caminaba absorta en sus pensamientos, pero también alerta, como si cargara el peso de algo invisible en los hombros.
En El Salvador de 2013, había que andar con cuidado.
El olor a muerte se mezclaba con el polvo caliente de las calles, un hedor tan cotidiano que ya nadie lo cuestionaba. Un cuerpo en una zanja o los ecos de disparos en la distancia eran tan comunes como el ladrido de un perro en la noche.
Por eso, mi madre y yo caminábamos rápido hacia nuestro destino. Sus pasos eran firmes, pero vacilaban en los bordes. De vez en cuando, miraba discretamente por encima del hombro, asegurándose de que no nos siguiera nadie. Yo mantenía la vista al frente, atento a cualquier señal de peligro, vigilando que no hubiera pandilleros o "bichos", como les decían.
Al cruzar la calle para llegar a la guardería, noté algo extraño.
El silencio.
Las casas parecían contener la respiración, con sus puertas y ventanas cerradas. Un silencio denso, cargado de miedo.
Fue entonces cuando mi mirada se detuvo en un cerco de piedras. Un joven empuñaba un machete, apoyándolo con indiferencia en una pierna, mientras otro se encaramaba en un árbol de jocote, observando con mirada afilada. Sus movimientos eran lentos, casi perezosos, pero cada gesto llevaba una amenaza silenciosa, como la de un depredador al acecho.
Apreté la mano de mi madre con fuerza, sintiendo el sudor pegajoso entre nuestros dedos, y le advertí:
—Yamileth, regresemos. Es peligroso.
Me detuve, tensando el brazo para hacer que se detuviera. Sentí, con absoluta claridad, la presencia de más pandilleros ocultos en las sombras; era como si el propio ambiente susurrara la advertencia.
—Marcos, deja de imaginar cosas —murmuró ella sin detenerse—. Ya es tarde, y no quiero problemas en el trabajo por llegar tarde.
Sus palabras intentaban ser firmes, pero en su voz se escondía un temblor casi imperceptible. Continuó caminando, apretando mi mano con más fuerza, como si buscara protegerme a través del contacto.
Pero ya era tarde. De las sombras surgieron los pandilleros, mientras otros llegaban soltando carcajadas. Yamileth entendía lo que iba a suceder.
En cuestión de segundos, mi mente analizó múltiples escenarios de escape: correr hacia algún lado, negociar o incluso pelear. Ninguna opción parecía viable. Solo quedaba enfrentar lo inevitable.
Los pandilleros nos rodearon. Sus miradas eran cuchillas, cortando el aire mientras la tensión se volvía pesada como el plomo. Noté que dos de ellos tenían auras menos agresivas, como si dudaran, pero no lo suficiente para retroceder.
—A ver, mujer, danos dinero. ¿Y al chamaquito? ¿Qué hacemos con él? —dijo uno, con una sonrisa torcida.
—Ya déjenlos, hombre. Solo quitémosles lo que tengan y vámonos —replicó otro, con un tono más conciliador, aunque sin bajar la guardia.
Yamileth apretó mi mano con fuerza, sus dedos temblaban ligeramente. Miró a su alrededor, buscando desesperadamente una salida, pero no había ninguna. Respiraba entrecortado, tratando de ocultar el temblor en su pecho.
El joven con el machete descansando en su hombro, como si fuera una extensión de su cuerpo, se me acercó. Su sonrisa se estiró en una burla cruel, como si probara mi reacción antes de atacar.
—Eh, cipote, ¿cómo te llamás? ¿No te gustaría andar con nosotros en la MS-13? —preguntó, mientras su tono juguetón apenas disfrazaba la amenaza detrás de sus palabras.
Sin dudarlo, Yamileth dio un paso adelante, su cuerpo fue un escudo entre nosotros. No dijo nada, pero su mirada era una súplica y una advertencia al mismo tiempo.
Con el rostro tenso y el pulso acelerado, mi madre sacó un billete arrugado del bolsillo, su última esperanza de apaciguar la tormenta.
—Solo tengo diez dólares. Por favor, no le hagan daño a mi hijo.
Uno de ellos sonrió con sorna, pero su voz se tornó oscura.
—No te preocupes, no le haremos nada… —hizo una pausa deliberada, alargando la tensión—. Pero nos vas a pagar con algo más. Ya sabes a qué me refiero.
El pandillero clavó su mirada depredadora en Yamileth. Ella, en lugar de encogerse, le sostuvo la mirada, firme, como una roca en medio de la tormenta. Su voz salió firme, aunque el temblor de sus manos la traicionaba:
—No lo haré. Y no se atrevan a tocar a mi hijo.
Su negativa fue un fósforo encendido en la oscuridad. La tensión chisporroteó en el aire, sofocante. Sentí la cuerda que nos sostenía a punto de reventar. Pero entre ellos, uno permaneció en silencio, observando con calma, como si ya conociera el desenlace.
Aproveché la pausa y hablé, con una calma que no correspondía a la situación:
—Tú no eres como ellos, ¿verdad? Te quedas en silencio porque eres el líder del grupo, ¿cierto?
Mis palabras cayeron como una chispa en un charco de gasolina. De inmediato, las miradas se cruzaron, cargadas de sospecha. Algunos fruncieron el ceño; otros intentaron ocultar su confusión tras una máscara de dureza. La incertidumbre, esa grieta invisible, ya se había instalado.
—Hey, ¿qué rollo con este niño? —murmuró uno, rascándose la nuca con nerviosismo—. Tan pequeño y ya habla así… Da miedo, morro.
El ambiente cambió. No entendía cómo habían llegado a esa conclusión, pero era suficiente para sembrar la duda. Después de todo, los humanos, tras un susto, siempre vuelven a la normalidad, pero nunca sin cuestionarse entre ellos.
—¡Eso no es verdad! Él no es el líder —protestó uno, apuntando al callado, con una mezcla de temor y desafío en la voz.
—Yo lo soy —intervino otro, hinchando el pecho, buscando reafirmarse frente a los demás.
—¿De qué hablas, imbécil? Todos ustedes son mis sirvientes —se burló otro, con una carcajada seca, sin humor. Sus palabras cayeron como un puñetazo en la discusión, dejando a los demás en silencio por un instante.
El callado, al escuchar esto, alzó la mirada por primera vez. Su voz era baja, pero cortante:
—¿Sirvientes? Más bien, el primero que corre si las cosas se complican. —Su tono cargaba la herida de algo pasado, algo que los demás parecían reconocer. De pronto, el grupo se dividió en miradas acusatorias.
Yo permanecí callado, viendo cómo el caos se expandía. No necesitaban mucho. Los humanos ya son fuego por sí mismos… yo solo les eché más leña.
Mientras discutían, Yamileth y yo quedamos al margen. Mi madre apretó mi mano con más fuerza, su pulgar temblando sobre mi piel. Su rostro mostraba valentía, pero en sus ojos había un miedo profundo, ese miedo de quien está lista para saltar al vacío si fuera necesario.
Yo, en cambio, sabía que lo peor ya había pasado. Habían encendido su propio fuego, y solo quedaba ver cómo se consumían.
El aire olía a sudor y adrenalina. Sus voces se superponían, cada palabra un chispazo que alimentaba el incendio. Mi madre soltó un leve suspiro, apenas audible, mientras el temblor de sus dedos comenzaba a ceder. Yo permanecí inmóvil, ajeno al drama emocional que se desarrollaba junto a mí. Solo quedaba un paso más.
Me pregunto si mi creador me estará viendo ahora mismo...
Es hora de acabar con esto. Solo hace falta una última chispa.
Finalmente, el más callado habló, tratando de controlar el fuego que ellos mismos habían iniciado:
—Aquí, en la pandilla, todos somos familia. Nadie desconfía de nadie. Todos somos hermanos. Nos protegemos entre nosotros. —dijo, mirando a todos a su alrededor. Luego clavó sus ojos en mí, como si buscara reafirmarse en sus propias palabras.
Yamileth miraba la escena con los ojos entrecerrados, como si no pudiera creer lo que estaba sucediendo. Tragó saliva al verme avanzar un paso, sin mostrar duda alguna.
Respondí sin titubear:
—Qué curioso. Si son una familia y se cuidan tanto, ¿qué pasaría si apareciera la policía? ¿El líder que los manda realmente los protegería?
El aire se volvió pesado. Pude ver cómo un escalofrío recorría a cada uno de ellos. Uno se mordió el labio, otro frunció el ceño y dio un paso atrás. Incluso el callado agachó la cabeza brevemente antes de recuperar la compostura.
—Yo me voy —murmuró uno, rompiendo el silencio.
—Yo también —dijo otro, mirando nerviosamente a ambos lados de la calle.
—Mejor me largo antes de que venga la policía —susurró el tercero, alejándose con pasos rápidos.
Uno a uno, los cuatro se fueron. El callado les gritó:
—¡No es cierto! ¡No escuchen a ese niño, solo está jugando con ustedes!
Pero ya era tarde. Se había quedado solo.
Antes de hablar, observé sus movimientos y su mirada. Noté el leve temblor en su mano y cómo su respiración se había acelerado. Era evidente que no esperaba este desenlace. Con una voz calma, que contrastaba con el caos anterior, le dije:
—Pregúntate algo: si tu familia estuviera en peligro, ¿ellos te ayudarían? Mira cómo se fueron. Ni siquiera se preocuparon por ti. No esperaron, no se aseguraron de que estuvieras bien. ¿Es esa la familia que dices que te cuida?
El hombre respiró hondo, como si mis palabras le hubieran hundido una daga en el pecho. Por un instante, pareció vacilar. Sus ojos reflejaban algo más que ira: había duda, frustración y una sombra de soledad.
—Cállate… —murmuró finalmente, con una voz que intentaba ser firme, pero sonaba débil.
Sin decir nada más, giró sobre sus talones y se marchó lentamente, sus pasos resonando en la calle vacía. Con cada pisada, el eco parecía más pesado, como si cargara consigo el peso de una verdad que no quería aceptar.
Mientras se alejaba, su figura se desvaneció entre las sombras, pero el eco de sus pasos quedó flotando en el aire, como un recordatorio de lo que acababa de suceder. Aunque ya no estaba allí, su sombra seguía presente, cargando el peso silencioso de su derrota.
Mi madre, temblando, rompió en llanto. Su respiración era irregular, entrecortada, como si cada sollozo arrancara un pedazo de su alma. Sus manos temblorosas se aferraron a mis hombros, y luego me abrazó con fuerza, casi aplastándome contra su pecho.
—Estás bien… estás bien… gracias a Dios, estás bien —murmuraba entre lágrimas, su voz rota por el miedo y el alivio.
Yo, en cambio, no sentía nada. Su llanto, sus palabras, incluso su abrazo... todo era un estímulo externo que apenas registraba.
En el fondo, solo había estado observando. El incidente, para mí, no fue más que una serie de variables que se resolvieron según lo esperado. Curioso, tal vez, por ver cómo reaccionarían los pandilleros, pero nada más.
Incluso ahora, con mi madre aferrada a mí como si intentara protegerme de algo que ya había pasado, seguía siendo un simple espectador. Su mundo se derrumbaba, y yo simplemente lo veía caer.
¿Esto es lo que se supone que debería sentir? No lo sé. Solo sé que todo salió como lo planeé.