Cita: El silencio habla más que mil palabras.
Marcos comenzó a caminar cuando tenía apenas ocho meses. Yamileth, enfrentaba cada día con una valentía inquebrantable, criando sola a sus dos hijos, Marcos y Enoc. El primer año había sido especialmente duro. La llegada de más pandilleros al barrio había sembrado el miedo en cada rincón, y la inseguridad parecía acechar cada vez más cerca de su hogar. Cada noche, los disparos rompían el silencio, y las sombras de los hombres armados se deslizaban entre las calles como fantasmas.
Jane, aparecía esporádicamente, casi siempre en estado de ebriedad. Cuando lo hacía, llevaba comida suficiente para tres días, pero luego desaparecía durante semanas sin dejar rastro. En su ausencia, Yamileth sacrificaba sus propias comidas para que sus hijos no pasaran hambre. Soportaba el dolor del estómago vacío y el peso de la incertidumbre mientras abrazaba a sus pequeños, brindándoles el consuelo que ella misma anhelaba desesperadamente.
El tiempo pasó, pero la situación no mejoró. Un año después, Jane seguía visitándolos solo cuando le convenía. Enoc, ya con tres años, era un niño risueño y lleno de energía. Marcos, por su parte, acababa de cumplir un año. A pesar de todo, Yamileth encontraba en la risa contagiosa de Enoc un rayo de esperanza que iluminaba sus días grises.
Marcos, en cambio, era un bebé sorprendentemente tranquilo. Apenas lloraba, dormía largas horas y observaba el mundo con una atención inusual para su corta edad. Su serenidad, aunque reconfortante, tenía algo inquietante que Yamileth no lograba explicar.
Aquella noche, los disparos sonaban más cerca que nunca. Yamileth abrazó a Enoc contra su pecho, intentando calmar el temblor en su propio cuerpo. En la cuna, Marcos no se movía. Su respiración era acompasada, casi artificial.
Entonces, Yamileth notó algo que le heló la sangre.
Los ojos de Marcos estaban abiertos en la oscuridad. No parpadeaba. No parecía asustado. Ni siquiera sorprendido. Solo observaba, con una profundidad inquietante que la hacía sentir pequeña e indefensa.
El tiempo pareció estirarse.
Finalmente, Marcos parpadeó lentamente y cerró los ojos, sumergiéndose en su extraño y profundo sueño. Yamileth exhaló un suspiro tembloroso, incapaz de deshacerse de aquella sensación de desasosiego.
—Marcos es tan tranquilo… —murmuró, acariciándole la mejilla con ternura y preocupación—. No llora como lo hacía Enoc a su edad. A veces siento que entiende lo que pasa, como si supiera… O tal vez estoy pensando demasiado.
Intentó convencerse de que solo era su imaginación, pero en lo más profundo de su corazón, aquella inquietud seguía creciendo, echando raíces silenciosas.
Sacudió los pensamientos con un suspiro y se levantó. No podía permitirse detenerse. Por más duro que fuera el camino, tenía que seguir adelante. Por ellos.
Los días se convirtieron en meses, y los meses en años. La lucha y el sacrificio se volvieron su rutina, marcando cada amanecer con nuevas preocupaciones y cada anochecer con un cansancio insoportable.
Hasta que, una fría mañana de enero de 2011, el pasado llamó a su puerta.
Jane reapareció después de dos años de ausencia. Esta vez, parecía estar en mejores condiciones. Traía comida y algunas provisiones, pero Yamileth lo observaba con cautela, negándose a alimentar falsas esperanzas.
Enoc, que ya tenía cuatro años, corrió hacia su padre y lo abrazó con entusiasmo. A pesar del tiempo sin verlo, su corazón infantil aún lo extrañaba. Marcos, ahora de dos años, también se acercó con los brazos abiertos. Su fluidez al hablar para su edad era sorprendente, pero Jane lo ignoró por completo.
El pequeño, al notar la indiferencia, se detuvo a medio camino. Bajó lentamente los brazos y miró a su madre con confusión, buscando respuestas.
Yamileth sintió un nudo en la garganta. Su instinto le gritaba que tomara a Marcos en brazos y lo protegiera, pero se contuvo, queriendo ver qué haría Jane.
Este, sin embargo, apretó la mandíbula y desvió la mirada como si no hubiera visto nada. Sus dedos tamborileaban contra la bolsa de provisiones, y un tic nervioso apareció en su ceja izquierda. Finalmente, con voz tensa y cortante, escupió las palabras:
—Tú no eres mi hijo.
El silencio cayó como un golpe seco.
Yamileth se levantó de inmediato, con la voz temblando de furia.
—¡No le hables así al niño!
Jane no respondió. Se pasó una mano por el cabello, frustrado, y miró hacia la puerta. Luego, con un movimiento brusco, tomó a Enoc en brazos y lo subió a su bicicleta.
—Vamos, hijo. Daremos un paseo.
Marcos, aún en silencio, bajó la cabeza. Se quedó allí, inmóvil, con la expresión de alguien que acababa de aprender algo que no debería haber aprendido tan pronto.
Yamileth respiró hondo, esforzándose por contener la rabia. Sus manos temblaban ligeramente, y sus labios, apretados en una fina línea, delataban la tormenta que rugía en su interior. Sus ojos, antes serenos, ahora brillaban con una mezcla de dolor y furia contenida.
Se arrodilló frente a Marcos, tomó sus pequeñas manos y lo miró con ternura.
—No te preocupes, mi amor. Vamos adentro. Te haré un café.
Mientras preparaba la bebida, un dolor profundo se instaló en su pecho. La mezcla de ira y tristeza casi la desbordaba, pero se obligó a mantener la compostura. No podía permitirse mostrar debilidad frente a sus hijos.
Mientras tanto, tras unos minutos de pedaleo en silencio, Jane y Enoc llegaron a una tienda cercana.
El niño, feliz de estar con su padre, le hizo una pregunta que lo dejó incómodo.
—Papá, ¿por qué no trajiste a Marcos?
Jane se inclinó hacia su hijo, forzando una sonrisa que se sentía más como una máscara que como un gesto genuino. Por dentro, una voz persistente le susurraba que aquello no estaba bien, pero, como siempre, la ignoró con la misma obstinación con la que se aferraba a sus decisiones. Aun así, su mandíbula se tensó ligeramente, un pequeño gesto que delataba la punzada de culpa que lo atravesaba.
—Porque tú eres el único hijo que tengo. No te preocupes por ese niño —respondió con prisa, desviando la mirada hacia la acera llena de puestos ambulantes, como si buscara refugio entre el bullicio. No quería enfrentar la mirada de Enoc, esos ojos que parecían escarbar en lo más profundo de su conciencia—. Ahora dime, ¿qué quieres comprar? ¿Me extrañaste?
El entusiasmo de Enoc disipó cualquier duda en su mente.
—¡Yo te extrañé más, papá!
El sol abrasador del mediodía iluminaba las calles polvorientas de la ciudad. Los gritos de los vendedores ofreciendo pupusas y frutas frescas se mezclaban con el ruido de los autobuses destartalados que se abrían paso en el tráfico caótico. Jane caminaba junto a Enoc, pero su mente estaba en otra parte. Cada vez que su hijo mencionaba a Marcos, un nudo se formaba en su estómago. Su mandíbula se tensaba apenas perceptiblemente, y sus dedos tamborileaban contra su muslo, como si intentara disipar una incomodidad que se negaba a desaparecer.
Mientras tanto, en casa, Yamileth miraba por la ventana. Los viejos barrotes oxidados proyectaban sombras en las paredes desgastadas del pequeño salón. Afuera, unos niños jugaban fútbol descalzos con una pelota casi desinflada. El calor hacía que el aire se sintiera pesado, y el sonido lejano de un corrido resonaba desde un radio viejo en la casa de algún vecino.
Suspiró y miró hacia atrás. Marcos estaba tumbado sobre una manta en el suelo, inmóvil. Sus ojos, tranquilos como un lago en calma, se fijaban en el techo con una expresión difícil de leer.
Yamileth se acercó y se arrodilló junto a él, acariciando suavemente su cabello con un gesto instintivo de consuelo.
—¿Estás triste? —preguntó con voz suave—. ¿Quieres estar con papá?
Marcos no respondió de inmediato. Sus grandes ojos se encontraron con los de su madre por un instante, y Yamileth sintió que veía en ellos algo más profundo de lo que un niño de dos años debería comprender. Luego, sin decir nada, desvió la mirada hacia el techo, como si su mente estuviera en un lugar muy lejano. Un escalofrío recorrió a Yamileth, pero lo ignoró, negándose a caer en pensamientos irracionales.
Sin embargo, cuando lo abrazó, una sensación extraña se apoderó de ella. Marcos no buscó consuelo como lo haría cualquier niño de su edad. No lloró, no se acurrucó en su pecho. Simplemente se dejó abrazar, como si aquel gesto no tuviera ningún propósito. Había en él una serenidad inquietante, una aceptación silenciosa que no encajaba con su corta edad, como si comprendiera algo que los demás apenas comenzaban a notar.
Sus pequeños dedos tamborileaban suavemente sobre el brazo de su madre, marcando un ritmo pausado, preciso, como un eco distante de algo más grande que ellos. Yamileth tragó saliva y apartó la mirada, sintiendo que, por primera vez, no entendía a su propio hijo.
Fuera de la casa, el cielo comenzaba a teñirse de un naranja profundo. Los postes de luz, cubiertos de anuncios desgastados, se encendían uno a uno, mientras los gritos de los vendedores se desvanecían con el día.
Más tarde, cuando Jane regresó con Enoc, dejó unas bolsas de plástico en la mesa y se despidió rápidamente, evitando cualquier contacto visual.
—Cuídense —dijo con tono distante, casi forzado.
—¡Adiós, papá! —gritó Enoc, agitando la mano mientras lo veía alejarse.
Yamileth observó la puerta cerrarse tras él y luego miró a Marcos. El niño permaneció inmóvil, sin expresar emoción alguna. Ni rencor ni tristeza. Solo esa calma inquietante que, en ocasiones, hacía que Yamileth sintiera que no lo conocía en absoluto.
Esa noche, cuando todo parecía calmarse, Yamileth recibió una llamada inesperada. Era su padre, el abuelo David. Su voz temblaba al otro lado de la línea mientras intentaba explicarle, con frases entrecortadas, cómo los pandilleros lo habían echado de su casa.
Yamileth respiró hondo antes de responder, apretando el teléfono con más fuerza de la necesaria.
—Está bien, papá. Puedes venir, pero dividiremos los gastos. No puedo sola con todo esto.
Aunque sus palabras eran firmes, su mirada reflejaba el peso de años de sacrificios. No era solo el dinero o la responsabilidad lo que la preocupaba, sino el peligro que implicaba acoger a su padre y a Diego en una situación tan tensa. Sin embargo, sabía que no podía darles la espalda.
David aceptó de inmediato, y Diego también. En menos de dos días, llegarían con lo poco que lograron salvar.
Esa noche, Yamileth se acostó junto a sus hijos. Enoc se quedó dormido rápidamente, acurrucado como siempre. Marcos, en cambio, permaneció despierto, con los ojos serenos fijos en el techo. Su expresión era impasible, pero en su mente resonaba una verdad que parecía existir desde siempre:
El Verbo estaba conmigo. Y el Verbo era yo.
El cuarto pareció envolverse en un silencio distinto, denso, cargado de algo intangible.
Yamileth lo miró de reojo, y un escalofrío recorrió su espalda. Había algo en la quietud de Marcos que la inquietaba profundamente. No podía explicarlo, pero esa noche, mientras cerraba los ojos para dormir, no pudo deshacerse de la sensación de que su hijo guardaba secretos que ella jamás podría comprender.