Cita: "Una verdad sin filtros es como una flor en primavera."
La mañana tenía ese aire fresco y húmedo de los amaneceres en El Salvador. El olor a pan recién horneado flotaba en el ambiente mientras un panadero pasaba empujando su bicicleta, anunciando su mercancía con voz potente. A lo lejos, el rugido de los autobuses destartalados llenaba la calle, mezclándose con la música de los vecinos que sonaba desde alguna radio vieja.
Diego se detuvo un segundo antes de entrar a la casa. Su camisa negra absorbía el calor de la mañana, y el pantalón azul le pesaba más de lo habitual. Sus zapatos negros estaban algo polvorientos después de la caminata.
La puerta se abrió con un rechinido seco, como si la madera se resistiera a recibirlos. Yamileth, con su falda y camisa colorida, dio un paso atrás, dejando que Diego cruzara primero. Detrás de él, David avanzó con calma, vistiendo un pantalón gris y unas chanclas verdes que arrastraban levemente contra el suelo. Su postura era erguida, como la de alguien que nunca se deja doblegar.
Diego recorrió el interior con la mirada, sintiendo el peso de recuerdos que no le pertenecían.
—Pues… no está mal, Yamileth. Parece más grande de lo que decías —comentó con un tono despreocupado, aunque su voz tenía un matiz de incomodidad.
Yamileth sonrió, aunque su expresión apenas alcanzó a parecer genuina. El cansancio se le notaba en los hombros, en la forma en que exhalaba lentamente, como si intentara disipar la tensión en su pecho.
—Hacemos lo que podemos, hermano.
La puerta se cerró tras ellos con un golpe seco, definitivo.
Desde un rincón de la sala, Marcos los observaba en silencio. Sus ojos dorados brillaban bajo la luz tenue, como si pudiera ver más allá de las palabras no dichas.
—La casa está bien —intervino David con voz grave y pausada. Su tono era tranquilo, demasiado tranquilo. Cada palabra tenía un peso medido con precisión milimétrica—. Lo importante es que están juntos. Eso es lo que cuenta.
Las palabras flotaron en el aire, cargadas de intención.
Entonces, un sonido irrumpió en la escena.
Un niño salió corriendo y se lanzó hacia Diego con una sonrisa radiante y los ojos llenos de emoción.
—¡Tío Diego! —exclamó Enoc, aferrándose a su brazo.
Diego parpadeó, desconcertado. No esperaba eso. No esperaba niños. Su expresión pasó de la sorpresa a una sonrisa vacilante. La calidez del pequeño lo desarmó por un momento, despertando en él una nostalgia que no supo manejar.
—Vaya… así que tú eres Enoc —dijo, revolviéndole el cabello con cierta torpeza—. Creí que eras más pequeño.
—¡He crecido un montón! —protestó Enoc, inflando el pecho con orgullo—. Y en la escuela aprendí a dibujar un caballo.
Diego soltó una carcajada genuina, una que rompió momentáneamente la tensión.
—Eso es lo que importa, muchacho. A veces, solo necesitas imaginación para que las cosas cobren sentido.
Mientras tanto, David avanzaba lentamente hacia una silla. Yamileth, por reflejo, intentó mover una mesa para hacerle espacio, pero él levantó una mano en un gesto sereno, casi paternal.
—Tranquila, hija. No hace falta tanto. Uno ya está acostumbrado a acomodarse donde puede.
Su tono era amable, pero sus palabras llevaban un filo oculto, una advertencia velada. Como si le recordara que él siempre encontraba la manera de encajar… de adaptarse… de controlar.
El crujir de la madera bajo sus pies fue el único sonido en la habitación por un instante.
Y entonces, apareció Jane. Vestía una camisa de manga larga azul con cuadros, pantalones negros y zapatos del mismo color. Sus pasos eran firmes, su expresión difícil de leer.
Se apoyó en el marco de la puerta, cruzándose de brazos, y su mirada pasó de David a Diego con una dureza inconfundible. No necesitaba palabras para dejar clara su postura. El aire entre ellos se volvió denso, como una tormenta a punto de estallar.
—¿Ya está todo listo para que se queden? —preguntó Jane, sin molestarse en disimular su disgusto.
David sonrió. Pequeño. Controlado.
—Eso depende de ustedes, muchacho. Nosotros no venimos a molestar. Solo buscamos un techo, y si no puede ser aquí… pues Dios dirá.
Cada palabra estaba medida, pensada para sonar humilde, para hacer que cualquier objeción pareciera una crueldad innecesaria. Pero Jane no era tan ingenuo. Sus dedos tamborileaban contra su brazo, un tic nervioso que delataba la tormenta en su mente.
No respondió de inmediato.
Desde su rincón, Marcos los observaba. En silencio. Inmóvil. Luego, con la lentitud de alguien que comprende más de lo que deja ver, parpadeó una vez, despacio. Y en ese simple gesto parecía haber más verdad de la que todos en la habitación estaban dispuestos a admitir.
Mientras tanto, Diego y Enoc seguían conversando animadamente. Diego le contaba anécdotas de sus viajes, describiendo paisajes lejanos y aventuras que, aunque simples, parecían maravillar al niño. Enoc lo escuchaba con los ojos brillantes, colmando cada pausa con preguntas curiosas.
Yamileth, en cambio, intentaba mantener el orden. Movía sillas, ajustaba la mesa, revisaba que no faltara nada. Pero su ritmo era demasiado meticuloso, demasiado preciso. No solo estaba organizando el espacio, estaba intentando mantener el control.
Jane, sin embargo, no participaba en la charla ni en la organización. Seguía de pie en la puerta, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Su mirada recorría la habitación, pasando de Diego a David, luego a Yamileth… y finalmente a Marcos.
Por un instante, su expresión cambió.
Marcos no era suyo.
No podía explicarlo. Los papeles decían lo contrario. La prueba de paternidad lo confirmaba. Pero esa sensación de que algo no encajaba persistía. No era un rechazo consciente, era algo más profundo, más visceral.
Cada vez que veía a Marcos, un frío extraño lo invadía.
¿Por qué me siento así?
Intentó ahogar la pregunta en su mente, pero el silencio de la habitación la hizo resonar más fuerte.
Finalmente, giró sobre sus talones y salió sin decir nada.
Marcos lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Luego, sus ojos se desviaron hacia David, quien permanecía sentado con la vista baja. Parecía perdido en sus pensamientos, inmóvil, como si reflexionara sobre algo importante… o simplemente esperara.
Pero cuando Diego se volteó hacia él, David sonrió. Apenas un gesto sutil, casi imperceptible.
Una sonrisa que no decía nada… y al mismo tiempo, lo decía todo.
Pasaron algunos minutos antes de que Jane regresara. Su expresión era dura, decidida.
—Vamos, Enoc. Marcos. —Su voz no tenía calidez, solo una firmeza práctica que no admitía discusión—. Los llevaré donde mi familia.
Yamileth frunció el ceño. No dijo nada, pero su cuerpo reaccionó por ella. Sus dedos se crisparon sobre el respaldo de una silla, un leve tic tensó su mandíbula. Su respiración se volvió más lenta, más controlada, pero sus ojos, fijos en Marcos, la traicionaban.
No quería que se fuera.
Diego desvió la mirada, como si no quisiera involucrarse. David, en cambio, solo observó la escena con su tranquila neutralidad, como si todo siguiera un guion que él ya conocía de antemano.
Marcos, por su parte, no protestó.
Solo se puso de pie y caminó hacia Jane sin decir palabra.
Antes de moverse, inclinó la cabeza apenas un milímetro. Un gesto casi imperceptible, como si estuviera confirmando algo en su mente.
Luego, sin dudar, avanzó.
La calle estaba sumida en un silencio incómodo. Aunque la casa de la familia de Jane no quedaba lejos de la de Yamileth, el sonido rítmico de una carpintería se filtraba por el aire, rompiendo la quietud con golpes sordos y repetitivos. A lo lejos, los ladridos de un perro resonaban intermitentes, como si también sintiera la tensión que flotaba en el ambiente.
Al doblar una esquina, apareció ante ellos un portón negro, alto e imponente, como una boca cerrada que no daba la bienvenida. El hierro se sentía frío bajo los dedos de Jane cuando empujó la reja para entrar.
Apenas cruzaron el umbral, la sensación de espacio desapareció. La casa era grande, pero el aire dentro se sentía denso, como si las paredes se encogieran a su alrededor. El olor a frijoles refritos y café amargo flotaba en la atmósfera, pero no tenía el calor de un hogar.
Las miradas los perforaron en cuanto entraron. No había disimulo, ni cortesía. Solo juicio.
En el patio, una mujer que cocinaba se detuvo en seco. Sus manos aún sostenían la cuchara de madera, pero su mirada se clavó en ellos con una mezcla de desdén y resentimiento acumulado. Sus rasgos, endurecidos por los años, parecían tallados en piedra.
Más adentro, un hombre apoyado contra la pared de una de las habitaciones apenas alzó la vista antes de volver a ignorarlos, como si fueran muebles viejos, inservibles.
En la mesa, dos mujeres susurraban entre sí. No hacía falta escucharlas para entenderlo: el desprecio estaba en sus ojos, en la forma en que los recorrían de arriba abajo, en sus labios torcidos en sonrisas burlonas.
Enoc apretó la mano de su padre. Su sonrisa habitual había desaparecido, reemplazada por una mueca tensa. Sentía el peso de las miradas sobre él, como si lo desnudaran, como si no tuviera derecho a estar ahí.
Marcos, en cambio, no reaccionó. Sus ojos color miel se movían con calma, registrando cada gesto, cada murmullo, cada pausa cargada de significado.
Jane se inclinó y posó una mano en el hombro de su hijo mayor.
—Enoc, quédate aquí.
El niño lo miró confundido.
—Papá… ¿por qué nos dejas aquí? —su voz era apenas un murmullo, temblorosa, casi suplicante.
—Saldré un rato. Regreso pronto.
No hubo espacio para protestas. Jane se giró hacia Marcos, pero cuando sus ojos se encontraron, un escalofrío recorrió su espalda. Marcos lo observaba en silencio con aquella mirada profunda y penetrante. No cuestionaba, no pedía nada. Solo miraba.
Jane desvió la vista y endureció el tono.
—Tú también, Marcos. Quédate con tu hermano.
Luego se marchó.
El silencio que dejó tras de sí era aún más pesado. Nadie habló al principio. Luego, los murmullos volvieron, esta vez sin disimulo.
—¿Por qué los trajo aquí? —susurró una de las mujeres, mirándolos sin reparo.
—Quién sabe. Pero siempre ha sido un irresponsable. Ahora nos deja con estos…
La palabra quedó en el aire, incompleta, pero cargada de veneno.
Enoc bajó la cabeza, queriendo desaparecer. Marcos, sin embargo, seguía observando. Cada palabra, cada gesto, cada suspiro.
Las mujeres soltaron una carcajada burlona cuando notaron la ropa desgastada de los niños.
Enoc sintió cómo el calor subía a su rostro. Su garganta se cerró y sus ojos comenzaron a arder. Trató de contenerlo. Trató de ser fuerte. Pero la risa seguía ahí, taladrándole los oídos, desgarrando algo dentro de él.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos hasta que, finalmente, ya no pudo contenerlas.
—¿Qué te pasa ahora? —se oyó una voz desde la cocina, cargada de irritación.
La mujer giró la cabeza hacia Enoc y frunció el ceño.
—¿Por qué lloras? ¡Deja de hacer escándalo! —espetó otra, con fastidio evidente.
Enoc se estremeció y trató de ahogar el llanto, pero las lágrimas seguían cayendo. Su pecho subía y bajaba en un intento fallido por contener los sollozos.
Marcos lo observó en silencio por un momento… y luego, sin pronunciar palabra, también comenzó a llorar.
—¿Y tú también? —se oyó otra voz, cargada de impaciencia.
—¡Cállense los dos! —gritó una mujer desde la sala, con tono autoritario.
El llanto de Enoc se convirtió en sollozos ahogados. Marcos, en cambio, comenzó a calmarse poco a poco, pero su mirada seguía fija, grabando cada gesto, cada palabra, cada desprecio.
La casa bullía de ruidos: el murmullo de las conversaciones, el arrastrar de sillas, el golpeteo del cucharón contra la olla en la cocina. Pero para Enoc y Marcos, el mundo se sentía pequeño y hostil.
Enoc, más sensible, trató de seguir las reglas no escritas: bajar la cabeza, no hacer ruido, no llamar la atención. Marcos, en cambio, solo continuó observando. Sin decir nada, le ofreció a su hermano un leve gesto con la cabeza. No era una sonrisa, pero para Enoc fue suficiente.
Al menos no estaba completamente solo.
Los minutos se hicieron horas. El sol comenzó a ocultarse y el aire de la casa se volvió aún más denso. Los niños seguían esperando.
Jane llegó al anochecer, con la expresión de alguien que carga el peso del día sobre los hombros. Apenas cruzó el portón, escuchó pasos apresurados.
Enoc corrió hacia él primero y se lanzó a sus brazos, abrazándolo con todas sus fuerzas. Marcos lo siguió, más despacio, pero al llegar también se aferró a él.
Jane se quedó inmóvil por un segundo. No esperaba aquella reacción.
—Ya, ya… tranquilos —dijo, incómodo, intentando liberar sus brazos con torpeza. No entendía qué los había hecho llorar tanto, pero asumió que era algo normal en niños tan pequeños.
Sin decir una palabra, Jane tomó sus pequeñas manos y los guio hacia la salida. Su agarre era firme, pero no urgente, como quien solo quiere terminar con algo. No miró atrás. No se despidió.
Para él, esa casa no era un hogar.
Y esa gente… nunca había sido su familia.