Cita: Un abismo en el fin, estrellas en un mar sin fin.
15 de agosto, Año 2008 – Hospital Usulután
Yamileth avanzaba por los pasillos del hospital, sosteniendo su vientre con ambas manos. Cada contracción era un latigazo ardiente que recorría su cuerpo, arrancándole jadeos entrecortados. Sentía sus piernas temblar bajo su propio peso, pero se negaba a detenerse. El aire frío del hospital chocaba contra su piel sudorosa, y el olor penetrante a desinfectante le llenaba las fosas nasales. A su alrededor, las luces fluorescentes parpadeaban con un zumbido débil, acompañado del eco de pasos apresurados y murmullos de médicos que atendían otras emergencias.
El dolor era intenso, pero su expresión reflejaba una serenidad que desafiaba la situación. Sus pasos eran lentos pero decididos, mientras el personal médico la guiaba hacia la sala de partos.
El aire estaba cargado de tensión. Los enfermeros, acostumbrados a lidiar con emergencias, notaron algo diferente en ella. Había un aura especial en esa mujer, una fortaleza que parecía emanar desde lo más profundo de su ser. Sin embargo, la preocupación se reflejaba en sus rostros: sabían que el parto no sería sencillo.
—¡Rápido, preparen todo! —ordenó un médico, revisando los monitores con gesto concentrado—. Debemos estar atentos a cualquier complicación.
El tiempo parecía ralentizarse mientras los segundos pasaban. Yamileth, recostada en la camilla, respiraba con dificultad, sus ojos fijos en el techo blanco, que se difuminaba entre su visión nublada por el esfuerzo. Su corazón latía con furia dentro de su pecho, acompasando los latidos apresurados del monitor. El sudor empapaba su frente, pegándole el cabello a la piel mientras su pecho subía y bajaba en un intento desesperado de recuperar el aire.
Los gritos comenzaron a llenar la habitación, rompiendo el tenso silencio inicial.
—¡No puedo! —gritó, con el rostro empapado en sudor—. ¡No puedo más!
Uno de los enfermeros, joven e inexperto, susurró nervioso a su colega:
—El bebé tiene una cabeza muy grande. Esto podría complicarse.
El otro enfermero, más experimentado, negó con la cabeza y respondió con una sonrisa tranquila:
—No es nada preocupante. Aunque sí, es inusual. Dicen que los bebés con cabezas grandes suelen ser más inteligentes.
El murmullo cesó cuando Yamileth, reuniendo todas sus fuerzas, dio un último y monumental esfuerzo. Sintiendo que su cuerpo se desgarraba y su mente se nublaba, un grito final se convirtió en un suspiro profundo mientras el bebé finalmente llegaba al mundo.
El llanto del recién nacido resonó en la sala, llenando el espacio con una vida nueva. Sin embargo, de manera inesperada, el bebé dejó de llorar tan pronto fue colocado sobre el pecho de su madre, como si encontrara consuelo inmediato en su calor.
Yamileth, aun jadeando por el esfuerzo, miró al pequeño. Era un niño. Sus ojos, grandes y curiosos, parecían observarla con una conciencia inusual para un recién nacido.
—Hola, pequeño —susurró, acariciando su mejilla con ternura—. Bienvenido.
Momentos después, la puerta de la habitación se abrió con un golpe seco, y Jane entró apresurado. Pero sus pasos se detuvieron de golpe al contemplar la escena frente a él. El silencio que lo recibió era extraño, casi sofocante, y le erizó la piel.
Su mirada cayó sobre el bebé en brazos de Yamileth, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Algo no encajaba. Había esperado sentir alegría, emoción... pero en su lugar, un desconcierto indescriptible lo invadió. Sus pupilas se dilataron, su corazón martilleó contra su pecho y un sudor frío le recorrió la espalda.
—Ese niño... —murmuró, su voz temblando entre incredulidad y rechazo—. Ese niño no es mío.
Yamileth sostuvo su mirada, inmutable, como si ya hubiera anticipado esa reacción. Durante los últimos meses, había notado la duda en sus ojos, como una sombra que nunca desaparecía.
—Jane —dijo con voz firme, aunque serena—, este es nuestro hijo. Míralo bien.
Jane negó con la cabeza, retrocediendo un paso. Sentía un nudo en el estómago, una presión helada que se aferraba a su pecho. Sus manos temblaron levemente. Parecía querer poner distancia entre él y una realidad que no podía aceptar.
—No es mi hijo —repitió, esta vez con más seguridad, casi como un veredicto—. No lo siento. No sé cómo explicarlo, pero... no lo siento. Ese niño no es mío.
El bebé, como si pudiera entender las palabras de su padre, dejó de moverse. Sus ojos, de un brillo inquietante y una profundidad poco común, se clavaron en los de Jane. No pestañeó. No apartó la mirada. Jane sintió un escalofrío recorrerle la columna. Había algo en esos ojos… algo que no podía explicar. No parecía la mirada errante y confusa de un recién nacido, sino algo más… algo antiguo.
El ambiente en la habitación se volvió sofocante. Los sonidos del hospital parecieron apagarse, como si todo el mundo hubiera quedado en un inquietante silencio. Jane tragó saliva.
—Voy a cambiarlo —declaró, con un tono frío y distante—. Ese niño ni siquiera se parece a mí. No lo quiero.
Yamileth apretó al bebé contra su pecho, sus ojos chispeando con una mezcla de tristeza y determinación.
—Marcos —susurró, con una calidez que contrastaba con la atmósfera tensa de la habitación—. Ese será tu nombre.
Jane frunció el ceño, desconcertado.
—¿Qué dijiste?
—Marcos Lamprogue —repitió ella, ignorando por completo la presencia de Jane—. Así te llamarás, mi pequeño. Haz lo que quieras, Jane, pero este es mi hijo. Se parece a mí. Si tú no lo quieres, no importa. Yo sí lo quiero.
Sus palabras quedaron flotando en el aire como una sentencia irrevocable. Jane no supo qué responder. Con un gesto brusco, dio media vuelta y salió de la habitación, su mente nublada por una mezcla de confusión y desasosiego.
Mientras caminaba por los pasillos del hospital, cada paso parecía más pesado que el anterior. Cuando había entrado en la sala de partos, había esperado escuchar el llanto de un recién nacido, esa señal de vida que todos esperaban. Pero no fue así.
En cambio, lo único que encontró fue al bebé en brazos de Yamileth, inmóvil y con esos ojos... esos ojos que parecían observarlo con una conciencia antinatural. Esa escena quedó grabada en su mente, como una marca imborrable. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que ese niño lo veía, no solo lo miraba, sino que lo veía realmente, como si pudiera leer cada uno de sus pensamientos.
Al salir del hospital, el aire frío de la noche lo envolvió, pero no logró despejar su cabeza. Esa sensación perturbadora lo perseguía, un peso invisible que le oprimía el pecho. Algo no cuadraba. Algo estaba terriblemente mal. Y aunque intentara escapar de aquello que acababa de presenciar, sabía que la inquietud lo seguiría, implacable.