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Chapter 8 - Capítulo 7: Cadenas Rotas

Cita: "El ser humano siempre está atado por cadenas inherentes."

Los días transcurrieron con la fiereza de un león rugiente. Bajo un sol abrasador, Jane encontró un pequeño apartamento en un barrio vibrante, donde las calles bullían con el ir y venir de la gente. Los niños corrían entre los puestos de comida, los vecinos se saludaban con familiaridad y la música de una radio sonaba desde una ventana abierta.

No era mucho: apenas unas paredes desgastadas y un techo que crujía con el viento. Pero para él, significaba más que una simple habitación: era esperanza. En ese lugar, la vida se movía sin la sombra de David acechándolo. Allí, él y Yamileth podrían empezar de nuevo, rodeados de voces ajenas pero lejos del control que los había mantenido prisioneros por tanto tiempo.

Esa noche, al regresar a casa, el aire estaba cargado de tensión. La tenue luz de la lámpara apenas iluminaba el rostro sombrío de David, sentado en su silla habitual con una botella medio vacía sobre la mesa. Sus ojos pequeños y calculadores se clavaron en Jane como cuchillas.

—¿Dónde estabas? —preguntó con voz severa, impregnada de sospecha.

Jane no respondió de inmediato. No se apresuró. Caminó con calma hasta el centro de la habitación, su postura más firme que nunca.

Ya no era el mismo hombre.

—David… Yamileth está embarazada.

Las palabras cayeron con el peso de una sentencia. Sin embargo, los ojos de David no reflejaron sorpresa, sino una indiferencia gélida que caló hasta los huesos.

—Ya lo sabía —murmuró con voz seca, sin apartar la mirada.

Jane apretó los puños, conteniendo la rabia. Dio un paso adelante, invadiendo el espacio de David con una presencia que desafiaba cualquier jerarquía que alguna vez existió entre ellos.

—He trabajado para ti durante años, llenando tus bolsillos mientras apenas sobrevivía. Pero ya basta, David. Quiero lo que me corresponde.

David torció el gesto en una mueca de desdén, aunque una grieta en su fachada se hizo evidente.

—¿Qué te corresponde? —bufó con desprecio—. No eres más que un peón en este juego.

Jane inclinó el cuerpo hacia él, reduciendo la distancia entre ambos. Su mirada ardía con una intensidad que hizo que David, instintivamente, retrocediera en su silla.

—Un peón que ya no juega bajo tus reglas. Nos vamos, David. Me llevo a Yamileth.

Por primera vez, el miedo a perder el control se reflejó en los ojos del anciano. Intentó levantarse, pero el peso de las palabras de Jane lo dejó clavado en el asiento.

Mientras recogían las pocas pertenencias que podían llevarse, una sombra bloqueó la puerta.

Diego.

Con los brazos cruzados y una postura desafiante, era una versión torcida de David, un aprendiz que había absorbido lo peor de su mentor.

—¿A dónde crees que vas? —su voz estaba cargada de arrogancia, pero en el fondo temblaba de inseguridad—. No puedes llevarte a mi hermana como si fuera tuya.

Jane lo miró sin parpadear. Su respuesta fue un golpe más certero que cualquier puñetazo.

—Eres un niño, Diego. Sigues el mismo camino que David, creyendo que puedes controlarlo todo. Pero conmigo, eso se acabó.

Diego titubeó. Su postura desafiante comenzó a tambalearse y, aunque intentó replicar, ninguna palabra salió de su boca. Sus ojos lo traicionaron.

Por primera vez, dudaba.

Desde la sala, David observaba en silencio. Su autoridad, que alguna vez pareció inquebrantable, se desmoronaba como un castillo de arena.

Jane no esperó más.

Tomó la mano de Yamileth con fuerza y cruzó la puerta principal sin mirar atrás. Cada paso lo alejaba de una vida de cadenas y lo acercaba a un futuro incierto, pero suyo.

La brisa fresca de la noche acarició sus rostros, como si el universo celebrara su decisión. Jane entrelazó sus dedos con los de Yamileth y, en un susurro lleno de promesa, dijo:

—Esto es solo el comienzo.

Juntos caminaron hacia la oscuridad de lo desconocido, dejando atrás no solo una casa, sino años de opresión.

Ahora eran libres.

Y aunque el camino adelante era incierto, lo enfrentarían juntos.