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Chapter 10 - Capítulo 9: Esperanza en la oscuridad

Cita: El camino equivocado de un hombre bueno.

Cinco meses habían pasado desde el nacimiento de Enoc, y la vida de Jane y Yamileth se había convertido en una batalla constante por sobrevivir. Cada día era una prueba de resistencia, un enfrentamiento contra la realidad que los obligaba a buscar formas de llenar sus estómagos y aferrarse a la esperanza. Algunos días lograban conseguir suficiente comida para los tres; otros, apenas probaban bocado. Pero a pesar del hambre y la fatiga, no se detenían. La necesidad de darle un futuro a su hijo los mantenía firmes, aunque aquella lucha diaria comenzaba a cobrarse un precio alto.

Jane trabajaba incansablemente. Las largas jornadas en el mercado lo mantenían lejos de casa y, poco a poco, la distancia con Yamileth y Enoc se hacía más evidente. Tres semanas habían pasado sin verlos. Tres semanas cargadas de culpa, silencios y preguntas que lo carcomían por dentro. Sin embargo, la necesidad lo empujaba a seguir adelante, aunque su corazón le susurraba que estaba perdiendo algo irremplazable.

Aquella tarde, mientras caminaba hacia su puesto de venta, Jane se cruzó con un grupo de personas en la calle. Voces, risas y murmullos llenaban el aire, pero fue una figura en particular la que llamó su atención: una joven de unos veintiún años, de cabello oscuro y mirada vivaz. Betty. Había algo en ella, una energía que contrastaba con el caos y la monotonía de la vida diaria. Aunque apenas se conocían, una chispa de conexión surgió entre ambos, una sensación que ni siquiera Jane pudo ignorar.

En los días siguientes, Betty se convirtió en una presencia constante en su rutina. Sus charlas aligeraban el peso del trabajo, sus risas le permitían olvidar, aunque fuera por momentos, sus preocupaciones. Betty parecía entenderlo de una forma que hacía tiempo nadie lo hacía. Lo que al principio parecía una simple amistad pronto se transformó en algo más profundo: un escape de la carga que llevaba sobre sus hombros. Sin darse cuenta, Jane comenzaba a alejarse aún más de la familia que había jurado proteger.

Yamileth no era ajena a esos cambios. Notaba las excusas cada vez más frecuentes, las largas ausencias y los silencios que se alargaban como sombras en la casa. Al principio, intentó convencerse de que era solo una etapa, que Jane estaba bajo presión y que pronto las cosas mejorarían. Pero con el paso de los meses, la verdad se volvió ineludible: Jane ya no era el hombre que conoció. La distancia entre ellos había crecido como un abismo, y Yamileth se sentía atrapada en una soledad abrumadora.

Por las noches, mientras arrullaba a Enoc, su mente se llenaba de preguntas sin respuesta. ¿Dónde quedó el hombre que me prometió un futuro? ¿Cómo llegamos a este punto? El pequeño Enoc, con su mirada inocente y su risa alegre, era su único consuelo. Él le recordaba que aún había algo por lo que luchar, incluso si su mundo parecía desmoronarse.

Por su parte, Jane, atrapado en su propio caos interno, apenas se reconocía. Las risas compartidas con Betty y la sensación de ser comprendido lo atraían como un faro en la oscuridad. Pero cada momento lejos de su hogar se sumaba al peso de su culpa. Sabía que estaba fallando, que estaba perdiendo a su familia, pero se sentía incapaz de romper el ciclo en el que había caído.

Una noche, mientras Yamileth lo esperaba en casa, sus emociones se debatían entre la rabia, la tristeza y la desilusión. Se sentía traicionada, pero también desesperada por entender qué había sucedido con el hombre al que amaba.

Jane, mientras tanto, permanecía en el mercado, mirando el atardecer con una sensación de vacío en el pecho. ¿Aún es posible regresar? La pregunta resonó en su mente mientras el sol se desvanecía en el horizonte. ¿Aún queda algo que salvar?

Finalmente, llegó el día en que Yamileth decidió que ya no podía esperar más. Su corazón estaba cargado de preguntas y su alma, herida por la ausencia de quien alguna vez prometió estar a su lado. Con Enoc dormido en sus brazos, se prometió a sí misma que, cuando Jane regresara, lo confrontaría. Sin más excusas. Sin más demoras. La verdad debía salir a la luz, y juntos tendrían que enfrentar lo que quedaba de su relación.

Esa tarde, cuando Jane finalmente cruzó la puerta de la casa, sus pasos resonaron pesados sobre la madera desgastada. Se detuvo un instante, observando la sala en penumbras. Las paredes, antes llenas de vida, parecían ahora sombrías, cargadas con el peso de su ausencia. El aire tenía una quietud extraña, opresiva. Sentía el hogar como un lugar ajeno, un espacio que había abandonado en más de un sentido.

Antes de que pudiera buscar una excusa para el silencio, Yamileth apareció desde la habitación. Su figura delgada y su rostro endurecido por una mezcla de tristeza y resolución lo enfrentaron sin titubeos.

—Jane, ¿qué está pasando? —su voz rompió el silencio con una frialdad contenida—. ¿Por qué no eres el mismo? ¿Por qué me estás dejando sola?

Su tono se quebró levemente al final, pero sus ojos permanecieron fijos en los de él, buscando una verdad que temía encontrar.

Jane parpadeó, sorprendido por la confrontación directa. No estaba preparado para enfrentar lo que había estado evitando durante semanas. Su primer instinto fue negarlo todo, esquivar el tema y salir de la situación, pero la frustración que llevaba acumulada estalló en forma de ira, más contra sí mismo que contra ella.

—¡Ya basta, Yamileth! —gritó, con los puños apretados a los costados—. No tienes idea de lo que estoy pasando. No sabes nada de lo que hay detrás de todo esto.

El eco de su voz retumbó en la habitación vacía, dejando un silencio pesado y doloroso.

Yamileth retrocedió un paso, pero no por miedo, sino por el impacto emocional de sus palabras. Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, pero no permitió que cayeran. Aún no.

—¿Y crees que yo no estoy pasando por nada? —respondió ella, con voz temblorosa pero firme, como una tormenta que lucha por contenerse—. ¿Crees que es fácil estar aquí sola, criando a nuestro hijo, sin saber si volverás o no? ¿Crees que no siento el peso de todo esto sobre mis hombros? ¿De verdad piensas que solo tú cargas con esta cruz?

Jane desvió la mirada, incapaz de sostener la intensidad de esos ojos llenos de reproche. Sabía que tenía parte de la culpa, que había fallado, pero estaba atrapado en su propio caos. Cada día se sentía más perdido, más lejos de quien solía ser.

—No lo entiendes, Yamileth —murmuró, intentando suavizar su tono—. No es tan sencillo como piensas. Hago lo que puedo para mantenernos a flote. Es todo lo que sé hacer.

Pero sus palabras, que en otro tiempo hubieran tenido el poder de consolarla, ahora se sentían vacías, carentes de sustancia. Yamileth lo observó con tristeza, viendo ante ella a un hombre que parecía una sombra del Jane que una vez amó. La distancia entre ellos se había vuelto un abismo que ni siquiera las palabras podían salvar.

—Lo que necesitamos no es solo dinero, Jane —dijo ella, con una calma que ocultaba un mar de emociones contenidas—. Necesitamos que estés aquí. Que estés presente. Tu hijo necesita a su padre. Yo… te necesito a ti.

Jane cerró los ojos por un instante, sintiéndose atrapado entre el peso de sus responsabilidades y el remordimiento que lo consumía. Pero, incapaz de enfrentarlo, hizo lo que había aprendido a hacer en los últimos meses: escapar. Se dio la vuelta para marcharse.

—No puedo hacer esto ahora —murmuró, avanzando hacia la puerta como si el acto de huir fuera su única solución.

—¡Jane! —gritó Yamileth, su voz quebrada por la desesperación—. Por favor, no me dejes... no me dejes sola.

Sus palabras lo hicieron detenerse por un instante. Sus hombros se tensaron, como si llevaran el peso del mundo sobre ellos. Pero no se giró. Dio un paso más, luego otro, hasta que sus pasos se perdieron en la noche.

Yamileth quedó inmóvil, escuchando el eco de su partida resonar en cada rincón de la casa. Una vez más, estaba sola. Pero esta vez, la soledad pesaba más que nunca. No era solo la ausencia física de Jane lo que la destrozaba, sino la certeza de que el hombre que amaba ya no estaba allí, ni siquiera en espíritu.

Con el corazón roto, se acercó a la cuna donde Enoc dormía plácidamente, ajeno al caos que lo rodeaba. Se arrodilló junto a su hijo y acarició con ternura su pequeño rostro. Las lágrimas finalmente comenzaron a caer, pero no eran solo de tristeza. Eran lágrimas de determinación.

—Lo haré, Enoc —murmuró, con la voz temblorosa pero llena de una fuerza renovada—. Lo haré por ti. No importa lo que pase, mamá siempre estará aquí. Saldré adelante, con fe en Dios, porque tú me necesitas. Porque tú eres mi luz en esta oscuridad.

Mientras las lágrimas resbalaban por su rostro, Yamileth sintió una llama encenderse en su interior. Sabía que el camino sería difícil, que las pruebas serían muchas, pero también entendía que no estaba completamente sola. Tenía a Enoc. Tenía su fe. Y con eso, era suficiente para seguir adelante.

En la quietud de la noche, con el murmullo del viento acariciando las paredes de la casa, Yamileth hizo una promesa silenciosa a su hijo. Una promesa que trascendía las palabras, grabada en lo más profundo de su corazón.

—Lucharemos juntos, mi pequeño. No importa quién se quede o quién se vaya. Nosotros seguiremos adelante, siempre juntos.

El eco de sus palabras quedó suspendido en el aire, como una oración. Una plegaria que Yamileth sabía que sería escuchada por alguien mucho más grande que ella. Y con esa certeza, encontró la fuerza para seguir adelante.