Abandonada, pero No Vencida
Cita: "¿Lo malo existe porque es necesario, o porque nunca debió haber existido?"
El Salvador, 1982
El llanto de un recién nacido rasgó la quietud de una pequeña clínica rural. Su voz, débil pero persistente, rebotó en las paredes desgastadas por el tiempo, llenando el aire con un sonido desgarrador. Afuera, la lluvia caía en un ritmo monótono, su murmullo entremezclándose con el viento que se colaba por las rendijas de las ventanas mal ajustadas. Era una noche en la que el mundo parecía contener la respiración, expectante, como si supiera que algo importante acababa de ocurrir.
Yamileth llegó al mundo sin brazos que la esperaran, sin una madre que la acogiera. Apenas unos minutos después de su nacimiento, ya había sido abandonada.
Una enfermera, conmovida por la fragilidad de la pequeña, la sostuvo con delicadeza. Miró a su alrededor, buscando desesperadamente a alguien que pudiera hacerse cargo. El tiempo apremiaba; en un país donde la miseria y la violencia eran el pan de cada día, un niño sin familia no tenía muchas oportunidades.
Finalmente, fue entregada a su abuelo.
No tenía a nadie.
Nadie, salvo un viejo resentido.
Era un hombre con la piel curtida por los años y el alma endurecida por las pérdidas. Aceptó a Yamileth en su casa, pero no en su corazón.
—Tu madre te dejó… igual que me dejó a mí —murmuraba con la mirada perdida en el vacío, una y otra vez, como si esas palabras fueran el eco de una herida que nunca cerró.
Desde pequeña, Yamileth entendió que su existencia era un peso para él. Creció en un hogar donde el cariño era escaso y el silencio lo llenaba todo. Su abuelo le daba lo necesario para sobrevivir, pero nunca una muestra de afecto.
A pesar de ello, encontró consuelo en un lugar inesperado: la iglesia de su comunidad. Cada domingo, se escapaba para escuchar los himnos y las palabras de los pastores. Allí, por primera vez, sintió que pertenecía a algún sitio, como si Dios llenara el vacío que su familia había dejado.
Cuando tenía ocho años, durante un servicio, una mujer le ofreció un lugar en el coro infantil. Fue un gesto sencillo, casi insignificante para los demás, pero para Yamileth fue un punto de inflexión. Descubrió que cantar le brindaba una paz que no encontraba en ningún otro lugar. A través de la música, podía liberar el peso que cargaba en su corazón y, al mismo tiempo, conectar con algo más grande que ella misma.
Pero la realidad de su hogar siempre terminaba arrastrándola de vuelta. Su abuelo, marcado por el abandono de su esposa, descargaba su frustración en Yamileth y en su hermano menor, Diego, un niño de seis años que apenas comprendía la hostilidad que lo rodeaba.
—Tu madre se fue porque no podía con la carga… —balbuceó una noche, con la mirada turbia por el alcohol—. Y tú… tú te quedaste conmigo, aunque yo tampoco te pedí.
Aquellas palabras se clavaron en su pecho como una herida abierta.
Pero en lugar de dejarse consumir por el dolor, decidió aferrarse a su fe.
"Si mi madre no quiso quedarse, eso no define quién soy."
Diego era su única certeza en un mundo incierto. Lo protegía de los gritos y los golpes, lo abrazaba cuando el hambre lo hacía llorar. Y aunque nadie la había protegido a ella, no permitiría que su hermano sufriera lo mismo.
Porque si algo había aprendido en su corta vida, era que no necesitaba que la salvaran.
Ella misma encontraría su camino.
A los dieciséis años, Yamileth tuvo su primer contacto directo con la violencia que asolaba su país. Mientras regresaba de la iglesia, fue testigo de cómo un grupo de soldados se llevaba a hombres y mujeres de su comunidad. Aunque no comprendía todos los detalles, el miedo se clavó en su pecho como una espina que jamás podría arrancar. Desde ese día, entendió que sobrevivir en El Salvador no solo requería fe, sino también inteligencia y precaución.
A los veintidós años, Yamileth comenzó a recorrer diferentes iglesias, ayudando en lo que podía. Enseñaba a los niños, cantaba en los servicios y, pese a las dificultades, nunca perdió de vista su propósito: transmitir a otros la paz que ella misma había encontrado en Dios.
Fue en ese camino donde su vida cambió para siempre.
En una pequeña iglesia, conoció a Jane. Desde el primer momento en que lo vio, supo que él también cargaba con cicatrices que aún no habían sanado. Y aunque no lo entendía con certeza, algo en su interior le decía que sus historias estaban destinadas a cruzarse.
Con el tiempo, Jane y Yamileth comenzaron a conocerse más profundamente. Entre risas, oraciones y conversaciones llenas de sueños y temores, su relación se fue fortaleciendo. Para Jane, ella era una luz en medio de la oscuridad que había marcado su vida. Para Yamileth, Jane era un alma que entendía sus silencios, sus luchas y el peso de un pasado lleno de dolor.
Hasta que un día, después de un servicio en la iglesia, Yamileth tomó una decisión importante.
—Jane, me gustaría que vengas a mi casa algún día. Quiero que conozcas a mi familia.
Jane la miró con sorpresa, pero su expresión pronto se transformó en una sonrisa sincera.
—Claro. Me encantaría.
Aunque Yamileth sentía miedo de cómo Jane reaccionaría al conocer a su abuelo y a su hermano, estaba decidida. Sabía que dar ese paso era necesario, no solo para fortalecer su relación, sino también para enfrentar el pasado que aún la ataba.
Y entonces, el día llegó.
Cuando Yamileth y Jane cruzaron el umbral de la casa, la puerta se abrió con un chirrido largo y desgastado, como si se resistiera a recibir a un extraño. Al otro lado, un hombre mayor los observaba en silencio. Su rostro, marcado por los años, reflejaba una expresión severa, pero en sus ojos profundos se mezclaban la autoridad y la desconfianza.
Era don David, el abuelo de Yamileth. El hombre que la había criado bajo su rígida tutela.
—Jane, este es mi abuelo —dijo Yamileth, con un tono que intentaba ser firme, aunque su voz traicionaba una leve inseguridad.
Jane extendió la mano con respeto.
—Es un honor conocerlo, don David.
El anciano estrechó la mano de Jane con fuerza, evaluándolo con una mirada penetrante.
—El honor será mío si demuestras que lo mereces —respondió con un tono seco, sin cambiar su gesto rígido.
La tensión en el aire era palpable.
Don David les hizo un gesto para que entraran, pero no sin antes dedicarle a Jane una última mirada escrutadora, como si intentara descifrar si realmente merecía estar allí.
Yamileth se mantuvo en silencio mientras los guiaba al interior de la casa, pero en su mente resonaba una oración:
"Por favor, Señor, dame la fuerza para que este sea el comienzo de algo nuevo."