Cita: "El hombre inteligente es aquel que dice la verdad... ¿no?"
A los doce, el mundo dejó de ser un lugar de juegos y sueños. Cada día parecía arrancarle un pedazo más de su infancia, reemplazándola con preocupaciones que no deberían pertenecer a un niño. Jane sintió cómo los colores vibrantes de su mundo se desvanecían, dejando solo tonos grises de responsabilidad y sacrificio.
La enfermedad de Lucía empeoró, y la carga de mantener a la familia recayó sobre sus frágiles hombros.
Trabajaba en una pequeña tienda, cargando sacos de maíz bajo un sol abrasador. Con cada saco que levantaba, el cansancio se aferraba a sus músculos y la incertidumbre a su mente. A veces, imaginaba un futuro diferente, lejos del polvo y del peso que aplastaba sus hombros, pero esas visiones se desvanecían tan rápido como llegaban, ahogadas por la realidad implacable que lo rodeaba.
Cada paso levantaba nubes de polvo que se adherían a su piel sudorosa, recordándole que su infancia se esfumaba con cada día que pasaba.
El Salvador seguía siendo un lugar hostil.
Las calles, marcadas por el miedo y la desconfianza, obligaban a Jane a estar siempre alerta. Los mercados estaban más silenciosos de lo habitual, como si incluso las conversaciones triviales pudieran atraer peligro. Cada día traía nuevas historias de familias destrozadas y hogares abandonados.
Jane veía la preocupación en el rostro de su madre cada vez que escuchaba rumores de enfrentamientos cercanos. La tensión impregnaba el aire, afectando hasta los momentos más simples, como ir a buscar agua o regresar del trabajo al anochecer.
Las noticias de desapariciones y asesinatos se convirtieron en parte de la rutina diaria. La guerra no solo se libraba en los campos de batalla; se había infiltrado en cada rincón de la vida cotidiana.
Jane aprendió a caminar con la cabeza baja.
A no confiar en nadie.
Hasta que, una tarde, lo vio con sus propios ojos.
Un grupo de jóvenes de su barrio fue arrastrado a la fuerza por soldados. Entre ellos, un amigo cercano.
El aire olía a polvo y miedo.
Los gritos de protesta se apagaban bajo la dureza de las órdenes militares. Jane se quedó inmóvil, impotente.
Esa noche, sentado junto a su madre, sintió cómo algo en su interior se rompía.
—¿Por qué Dios permite esto? —preguntó, con la voz cargada de rabia y confusión.
Lucía, más débil que nunca, esbozó una sonrisa triste.
—Dios no nos abandona, Jane —susurró—. A veces, somos nosotros quienes dejamos de buscarlo.
Los años siguieron su curso, arrastrándolo como una corriente implacable.
A los veintidós, Jane ya no era el niño que solía correr por las calles de tierra. La inocencia que alguna vez lo definió había sido reemplazada por una madurez forzada y una desconfianza arraigada en cada fibra de su ser.
Aprendió a valorar el silencio como un refugio.
A analizar cada situación con la prudencia de quien ha sobrevivido demasiado.
Su piel, antes clara, se había oscurecido bajo el sol implacable. Su cuerpo delgado reflejaba las privaciones de una vida de sacrificio. Su cabello negro, corto por comodidad, brillaba con una opaca austeridad. Sus ojos, oscuros como una noche sin luna, observaban el mundo con una mezcla de cautela y cansancio prematuro.
Había sobrevivido a más de lo que cualquier joven debería enfrentar.
Perdió a su hermano.
Vio desaparecer a amigos.
Aprendió a convivir con el vacío que dejó su padre.
Lucía, aunque más débil físicamente, seguía siendo su faro en la oscuridad. Incluso en los peores momentos, fue ella quien le enseñó a encontrar fortaleza en la adversidad.
Y fue en medio de esa incertidumbre y lucha interna que Jane tomó una decisión.
Entró en una iglesia cristiana.
Cada paso hacia la puerta pesaba en su alma, como si temiera ser juzgado por buscar ayuda.
Al cruzar el umbral, lo envolvió una calma inusual: el suave murmullo de oraciones, la luz cálida filtrándose a través de los vitrales. El ambiente tenía un aire casi irreal, como un refugio apartado del mundo exterior.
Jane sintió una mezcla de alivio y desconfianza. Su corazón debatía entre abrirse o seguir protegiéndose.
No sabía exactamente qué buscaba.
Tal vez paz.
Tal vez respuestas.
Tal vez solo un lugar donde su carga pesara menos.
Había oído que allí no solo ofrecían palabras de aliento, sino también comida para los necesitados. Pero en ese momento, el hambre en su interior era otra, una que no se saciaba con pan.
Y fue allí donde la vio por primera vez.
Yamileth.
Estaba de pie, bajo la tenue luz que se filtraba por los ventanales altos. Su voz, pura y vibrante, llenaba el pequeño salón con un himno que parecía atravesar el peso del dolor.
El aire en la iglesia se sentía denso, casi sagrado, como si cada nota que entonaba tuviera el poder de transformar el ambiente.
Jane no podía apartar la vista de ella.
No sabía por qué, pero algo en su presencia le transmitía una paz que había creído inalcanzable.
Su canto no era solo hermoso.
Era un eco de algo más grande.
Algo que tocaba partes de su alma que había aprendido a ignorar.
Había en él una mezcla de admiración y nostalgia.
Un anhelo de algo perdido.
Algo que ni siquiera sabía que buscaba.
Por un instante, sintió que el peso invisible que cargaba se aligeraba, aunque solo fuera un poco.
Su largo cabello castaño caía suavemente sobre sus hombros, y sus ojos color miel brillaban con una calidez serena. Su piel clara reflejaba la tenue luz del lugar, dándole un aire casi etéreo. Vestía una falda azul oscuro y una blusa blanca impecable, combinadas con unas sandalias sencillas.
Jane no creía en los milagros.
Pero algo en ella le hizo pensar que, quizá, aún era posible encontrar luz en la oscuridad.
Sus miradas se cruzaron.
Y en ese instante, Jane sintió un cambio.
No era amor a primera vista.
Era algo más profundo.
Un entendimiento silencioso.
Porque en los ojos de Yamileth no solo había luz, sino también cicatrices.
Un reflejo de un dolor que él reconocía demasiado bien.
El pequeño salón de la iglesia estaba iluminado por la claridad de sus paredes blancas y el brillo del suelo de cerámica. Las sillas verdes contrastaban con la pureza del entorno, y el portón negro al fondo parecía una barrera entre ese refugio de calma y el caos del exterior.
El eco de los himnos flotaba en el aire, un susurro etéreo que lo envolvía todo.
Jane, sentado en una de las últimas bancas, observaba a los demás cantar con fervor. No estaba seguro de por qué había entrado allí, pero ese ambiente le ofrecía una extraña sensación de tranquilidad, una que no sentía desde hacía mucho tiempo.
Entonces, la voz de Yamileth rompió el murmullo.
Dulce, pero firme.
Cada nota se elevaba con una emoción genuina, llenando cada rincón de aquel espacio sagrado.
Jane no comprendía del todo las palabras, pero sí su significado.
No eran solo alabanzas.
Era una conexión con algo más grande.
Algo que trascendía el dolor.
Y se preguntó si esa voz estaba tocando los rincones olvidados de su alma, despertando sentimientos que había creído muertos.
Cuando terminó el servicio, Jane permaneció sentado por un momento, observando cómo las personas se despedían, compartiendo sonrisas y palabras de aliento. Yamileth recogía los himnarios junto a otros jóvenes.
Algo dentro de él lo impulsó a acercarse.
—Cantas muy bonito —dijo Jane, sintiendo que sus palabras eran demasiado simples para expresar lo que realmente sentía.
Vestía una camisa blanca de manga larga, metida dentro de su pantalón negro, y unos zapatos gastados por el uso, pero aún pulcros.
Yamileth giró, sorprendida, y le sonrió con dulzura.
—Gracias. No es mi voz, es lo que Dios hace a través de ella.
Jane asintió, sin saber bien cómo responder. Aquella frase lo dejó pensativo.
Había algo en la presencia de Yamileth que lo hacía sentir más ligero, como si, por un instante, pudiera dejar atrás la carga que había llevado durante años.
—Es la primera vez que vengo aquí —confesó, bajando la mirada.
—¿Te gustó? —preguntó Yamileth, inclinando ligeramente la cabeza con curiosidad. Sus ojos brillaban con un interés genuino.
Jane dudó un segundo.
—Sí… creo que sí. Es diferente. Hay algo aquí que no había sentido antes.
La sonrisa de Yamileth se hizo más cálida, irradiando una serenidad que él no esperaba.
—Es paz. La paz que Dios da.
—Si decides quedarte, tal vez la encuentres.
Jane no respondió de inmediato, pero su mirada permaneció fija en la de Yamileth, intentando comprender cómo alguien podía transmitir tanta tranquilidad en medio de un mundo tan roto.
Hablaron un poco más sobre la iglesia, la música y lo que los había llevado hasta allí.
Fue una conversación breve, sencilla.
Pero en esas pocas palabras, Jane sintió que había encontrado a alguien que no solo entendía lo que significaba luchar…
sino también lo que significaba mantenerse en pie a pesar de todo.
—Bueno, espero verte de nuevo —dijo Yamileth, tomando su bolso.
Jane esbozó una pequeña sonrisa.
—Tal vez.
Pero en su interior,
ya sabía que volvería.
Y mientras se despedían, con un simple gesto y un cruce de miradas,
algo intangible pareció quedar suspendido en el aire.
Como si el destino hubiera trazado una línea invisible que conectaría sus caminos para siempre.