La mirada de su madre perfora su alma, como si quisiera desentrañar cada secreto que guarda en lo más profundo de sí. Es una mirada cargada de reproches, pesada como una cadena invisible que la ha mantenido atada durante toda su vida.
Un suspiro profundo, cargado de cansancio y resignación, escapa de sus labios. Sus ojos se desvían hacia la ventana, donde la luna, eterna y silenciosa, parece reclamar su atención, como tantas otras veces. Allí está, brillante y distante, inalcanzable, siendo testigo de una escena que no cambiará el curso del mundo, pero que definirá el suyo para siempre.
Caminando con cautela, procura no pisar los fragmentos de vidrio ni las agujas esparcidas por el suelo. Sus pies descalzos avanzan lentamente, esquivando con cuidado cada obstáculo. Sabe que un movimiento en falso podría despertar un dolor innecesario. O tal vez no le importe. Su madre, inmóvil en el suelo, es una presencia tan pesada como el aire viciado de la habitación.
Cuando llega al marco de la ventana, lo abre con manos temblorosas y se sienta en el borde. La madera fría y desgastada la sostiene, mientras la noche extiende sus brazos para envolverla. La brisa, fresca pero áspera, acaricia su rostro con la indiferencia que caracteriza a la ciudad, una metrópoli que nunca detiene su pulso.
Desde las alturas, observa las calles abarrotadas. Los edificios, colosos de concreto, parecen cárceles donde miles de almas se refugian del caos exterior. Las luces parpadean a lo lejos, una mezcla de neón y sombras, mientras las pequeñas figuras humanas se mueven como hormigas sin rumbo. Sus vidas parecen tan insignificantes, tan lejanas al abismo que la consume.
Inclina el cuerpo hacia adelante, dejando que la ventisca arrastre el sudor frío que perla su frente. Por un momento, cierra los ojos y respira hondo, tratando de absorber el poco aire limpio que se mezcla con el hedor de la ciudad: una combinación de humo, basura y promesas rotas. El alivio es fugaz, como si el mundo mismo le negara incluso ese pequeño consuelo.
La tranquilidad se rompe como cristal cuando la puerta se abre con violencia.
Mare entra con pasos firmes, su silueta proyecta una sombra alargada en la pared. Su rostro, surcado por lineas de ira y cansancio, es una máscara de emociones desgastadas. Por un instante, el horror cruza sus facciones, pero pronto da paso al desprecio.
—¿Qué has hecho?... ¡Maldita enferma! —grita con una voz que tiembla, más de furia que de miedo.
Ella no reacciona. Sus ojos permanecen fijos en la luna, inalterables, como si el peso de esas palabras no tuviera la fuerza suficiente para alcanzarla.
Esa indiferencia la irrita aún más. Mare cruza la habitación en un par de zancadas, y su mano se cierra con fuerza alrededor de la muñeca de su hija.
—No te librarás de esto tan fácilmente —escupe, su sonrisa torcida es un eco cruel— Te pudrirás encerrada, ¡te lo juro!
El dolor en la muñeca es real, pero insignificante frente al abismo que lleva dentro. Levanta la mirada, sus ojos oscuros enfrentan a Mare sin miedo, cargados de una calma que resulta más inquietante que cualquier grito.
—Yo… no debo pagar el precio… sola —murmura con una determinación helada.
Antes de que Mare pueda reaccionar, la sujeta con fuerza y tira hacia atrás. Es un movimiento rápido, definitivo. Juntas caen en la oscuridad, como hojas arrastradas por un viento implacable.
Mientras la gravedad las reclama, sus miradas permanecen conectadas, como si en ese último instante pudieran entenderse por fin. Pero lo único que surge es un pensamiento reprimido durante años:
"Por fin podré hacerte la pregunta que tantas veces he deseado: ¿Por qué no me ayudaste?"