Chereads / Rosas De sangre Para El Final De La Villana / Chapter 7 - Capítulo 6: Capullo

Chapter 7 - Capítulo 6: Capullo

Cinco días habían transcurrido desde el inicio del entrenamiento de Gabriel, y aunque sus avances eran notables, el proceso estaba lejos de ser sencillo. Bleick lo empujaba al límite, exigiendo más cada día. Si no cumplía con los objetivos, la princesa le negaba comida, una estrategia que provocaba el descontento del muchacho. Esto lo impulsaba a esforzarse más, pero también lo conducía a cometer errores que activaban el contrato de sangre, lo que, para su frustración, solo terminaba en humillaciones adicionales al enfrentarse a su hermana.

Por su parte, Bleick cargaba un peso que iba más allá del entrenamiento.

Desde la última conversación con el Rey, su mente estaba consumida por las implicaciones de las decisiones que debía tomar. Cada día que el Conde Sariel pasaba con la supuesta sacerdotisa, sentía que la sombra de una guillotina se alzaba más sobre su cabeza.

La semana avanzaba a un ritmo extraño, al mismo tiempo rápida y eterna, mientras las estrategias y sus posibles fallos la asediaban sin tregua.

Sumida en estos pensamientos, no notó la figura encapuchada que se acercó hasta quedar frente a ella. Solo cuando el mensajero hizo una reverencia y extendió un pergamino, sus ojos lo captaron. Frunció el ceño y arrebató el mensaje, desenrollándolo con rapidez.

"Se avistó la caravana del comerciante de esclavos arribar esta mañana a la Ciudad del Jardín."

Un torrente de emociones la invadió al leer esas palabras. Euforia, enojo e irritabilidad se mezclaron en un caótico huracán dentro de ella. Con un movimiento brusco, arrugó el pergamino entre sus manos y, dando un giro abrupto, volcó con ambas manos la mesa de la sección de descanso. Los alimentos y utensilios cayeron al suelo con un estruendo que reverberó en el Ala de Entrenamiento.

El repentino ruido silenció el lugar.

Gabriel, quien estaba concentrado en su rutina, se detuvo y miró hacia su hermana con una mezcla de confusión e incredulidad. "¿Está haciendo un berrinche?", pensó, secándose el sudor de la frente.

Bleick se acercó al mensajero con pasos firmes y lo sujetó por la capa, susurrándole algo al oído en un tono tan bajo que nadie pudo escuchar. Al terminar, lo soltó con brusquedad, y el hombre salió corriendo, como si la propia muerte lo persiguiera.

La princesa observó su partida con el ceño fruncido, de repente, llevó una mano a su pecho, como si intentara calmar un nudo de angustia que la asfixiaba. Su respiración era irregular y sus hombros tensos.

Gabriel, al notar el cambio en su semblante, dejó lo que estaba haciendo y se acercó con cautela.

—O-Oye... ¿sucedió algo? —preguntó con un tono preocupado, sus palabras salpicadas de jadeos por el entrenamiento.

Bleick no respondió de inmediato. En lugar de eso, se dirigió al estante de armas y tomó una espada ligera, adaptada para su tamaño. Sin mirarlo, habló con frialdad:

—Si ya terminaste, puedes irte. —

Gabriel se quedó en silencio, observando cómo su hermana avanzaba hacia el centro de la sala. Con una voz firme, llamó a uno de los caballeros que estaba en medio de su propia práctica.

El joven, de cabello pelirrojo, entendió de inmediato y se preparó para el combate.

La espada de Bleick chocó contra la del caballero con fuerza. Aunque él se limitaba a defenderse, el sonido metálico de las espadas resonaba en la sala, acompañado por las chispas que surgían de cada choque.

Los movimientos de la princesa eran bruscos, sin la gracia de un espadachín experimentado. Era evidente que no dominaba la técnica, pero su objetivo no era perfección, sino liberar la tensión acumulada.

Gabriel se sentó en los escalones del área de descanso, observándola en silencio. La aspereza con la que movía la espada reflejaba su estado mental.

"Esto no es propio de ella", pensó. A pesar de sus limitaciones con la espada, Bleick no se detenía. Cada golpe parecía un intento de exorcizar la furia que llevaba dentro.

Después de varias horas, la espada ligera cayó de sus manos, y la princesa también se desplomó al suelo, agitada. El caballero, con intención de ayudarla, dio un paso hacia ella, pero Bleick lo detuvo con un gesto de la mano.

Gabriel se acercó entonces, extendiéndole la suya sin decir nada.

Bleick lo miró por un momento, buscando algún rastro de lástima en su expresión, pero no encontró nada. Solo entonces aceptó su ayuda y se puso de pie con su apoyo.

—Bien hecho. Ya puedes retirarte — dijo Bleick al joven caballero. Este asintió, haciendo una reverencia antes de abandonar el lugar.

Gabriel rompió el silencio mientras observaba a su hermana caminar hacia los escalones para sentarse.

—Fue un buen entrenamiento... —

Bleick bufó con desdén.

—Es una basura. Solo lo dices por las condiciones del contrato —respondió, mientras una sirvienta le ofrecía un vaso de agua, que aceptó sin mirarla.

Gabriel no se dio por vencido.

—Quizás... Pero ese enojo repentino debió venir por algo. ¿Me dirás qué fue? —

Bleick recorrió la sala con la mirada hasta detenerse en Marín, la sirvienta que recogía los restos de la mesa volcada. Sus ojos se estrecharon, y luego se enfocaron en Gabriel. Con un movimiento rápido, lo tomó de la muñeca y lo acercó a ella, lo suficiente para que solo él pudiera escuchar.

—No le digas nada a tu servidumbre... pero debemos salir esta noche del castillo. Solos. —

Gabriel abrió los ojos con sorpresa, retrocediendo un paso para observarla mejor. La irritación y el cansancio eran visibles en los ojos de Bleick, pero también había algo más. Algo que no pudo identificar.

—¿Qué está pasando...? — preguntó, pero la princesa ya había desviado la mirada, perdida nuevamente en sus pensamientos.

Bleick no ofreció más explicaciones sobre sus intenciones, cerrándose completamente ante las preguntas de Gabriel. La noche llegó con su manto oscuro, y mientras el castillo se sumía en un silencio solemne, ambos comenzaron a prepararse.

En su habitación, ordenó a sus sirvientes que la dejaran sola y se vistió con una capa negra con capucha. Una vez asegurada su privacidad, abrió la ventana y observó el exterior, analizando los alrededores con cuidado.

Con movimientos ágiles, pero medidos, Bleick descendió utilizando una combinación de magia y habilidad. Las sombras parecían envolverla mientras se escabullía entre los arbustos, avanzando con cautela hasta la ventana de Gabriel. Allí, vio la tenue luz de una lámpara de cristal iluminando la habitación de su hermano. Se escondió entre los matorrales, esperando con paciencia.

La luz finalmente se apagó, y minutos después la ventana se abrió con un leve chirrido. Los ojos dorados de Gabriel brillaron en la penumbra mientras miraba hacia abajo, claramente inseguro. Bleick, escondida entre los arbustos, le hacía señas urgentes para que bajara, pero él vacilaba, agarrándose con fuerza al marco de la ventana y a las cortinas.

La princesa suspiró con frustración, recordando de repente que su hermano tenía solo once años.

—Vamos, no tenemos toda la noche —murmuró para sí misma.

Levantó una mano, y una oscura aura mágica envolvió sus dedos antes de extenderse hacia Gabriel. El niño contuvo un grito al sentir cómo la magia lo envolvía y comenzaba a jalarlo hacia abajo. Se aferró con fuerza a la cortina, pero el tirón era inevitable. Su cuerpo descendió lentamente, aunque con movimientos algo bruscos debido al evidente esfuerzo de Bleick.

La princesa apretó los dientes, sus manos temblando por el control que debía ejercer sobre el hechizo. Justo cuando Gabriel estaba a una altura razonable, perdió el control y lo dejó caer. El pequeño aterrizó en el suelo con un golpe amortiguado, lo suficiente para doler pero no causar heridas graves.

—¡Oye! —protestó en susurros Gabriel mientras se ponía de pie, sacudiéndose la ropa y sobándose el trasero.

Bleick se acercó y le dio un suave golpe en la nuca, su forma de reprenderlo.

—Eso por no confiar —susurró con severidad.

Gabriel la miró con incredulidad, recordando las incontables ocasiones en las que su hermana había hecho algo que justificaba precisamente esa desconfianza. Aún sobándose la nuca, decidió no responder.

Ambos avanzaron con cuidado hacia los muros del castillo, manteniéndose en las sombras y vigilando los movimientos de los guardias. Cuando llegaron a una pequeña reja que cubría un estrecho canal de agua, Bleick se agachó para inspeccionarla. Como esperaba, los clavos que aseguraban la tapa habían sido removidos, tal como lo había arreglado con el mensajero.

—Rápido, pasa primero —ordenó en voz baja.

Gabriel se deslizó por el estrecho canal, seguido de Bleick, quien comprobó que nadie los siguiera. Al salir al otro lado, encontraron un pequeño grupo de guardias patrullando cerca. La princesa se detuvo, observando desde las sombras. Entonces vio a la mujer pueblerina, una de sus mensajera, acercarse a uno de los guardias. Su presencia familiar atrajo la atención del hombre, que comenzó a hablar con ella, distraído.

—Ahora —susurró Bleick, agarrando la mano de Gabriel mientras corrían en silencio hacia un punto ciego en el muro.

Con agilidad, cruzaron sin ser vistos y se dirigieron hacia los establos donde los esperaba el mensajero. Allí, montaron los caballos que habían preparado de antemano y galoparon hacia la Ciudad del Jardín.

—No mires a nadie. Y no digas nuestros nombres —advirtió Bleick con firmeza mientras cruzaban el camino hacia la ciudad.

Gabriel, tenso por la situación, asintió sin decir palabra.

Cuando llegaron a la entrada de la ciudad, dejaron los caballos en una zona de resguardo, pagando a un cuidador para que los mantuviera a salvo. Decidieron caminar por la calle principal, conscientes de que las calles más bajas y oscuras eran mucho más peligrosas para alguien de su posición.

La ciudad estaba en movimiento, incluso a esas horas de la noche. Bleick mantenía la cabeza baja bajo la capucha, sujetando con fuerza el brazo de Gabriel para evitar que se separara de ella. Fue entonces cuando se encontraron con una carreta blanca estacionada al borde de un edificio.

Hombres armados con hachas y espadas custodiaban la entrada, sus miradas severas disuadiendo a los curiosos.

El mensajero se acercó a uno de ellos y le entregó una pequeña bolsa de monedas de oro. El hombre, sin decir una palabra, hizo un gesto para que los siguieran. Gabriel y Bleick lo hicieron en silencio, adentrándose en el edificio.

El lugar era un hervidero de actividad. Hombres y mujeres movían muebles, decoraban con rapidez y transportaban jaulas y cadenas. El aire estaba cargado de tensión y un leve olor a hierro, probablemente proveniente de las herramientas y armas dispersas por el lugar.

Instintivamente, Bleick apretó la mano de Gabriel. Su mirada, aunque serena, reflejaba una furia contenida. Al llegar frente a una habitación, el guardia que los guiaba abrió la puerta. Dentro, los esperaba un hombre alto y robusto, con una musculatura marcada por cicatrices que hablaban de años de batallas y violencia.

Bleick soltó a Gabriel y avanzó con firmeza hacia el hombre, sus ojos rojos centelleando con una determinación fría.

El hombre volteó con semblante sorprendido al ver ingresar a los recién llegados. Su sorpresa pronto se convirtió en una sonrisa de satisfacción que irradiaba un orgullo desagradable.

—Apenas llegamos a esta ciudad... ¿y ya tenemos compradores? —dijo con tono jocoso, evaluando a los encapuchados.

Bleick guardó silencio por un instante antes de quitarse la capucha, revelando su rostro. Su expresión estaba cargada de disgusto y desdén, como si la mera presencia de aquel hombre le resultara repugnante.

La reacción fue inmediata. El comerciante retrocedió un paso, el sudor perlándole la frente al reconocer a la princesa. La magnitud de su presencia lo aplastaba como un peso invisible, y su seguridad inicial se desmoronó al instante.

—Seguro que, como tu reputación lo precede, guardarás mi visita con extremo cuidado, ¿verdad? —dijo Bleick, con una voz afilada como una espada.

El hombre juntó las manos con torpeza, inclinándose en una mezcla de nerviosismo y falsa reverencia.

—¡Por supuesto, señorita! ¡Perdone mi falta de educación! Mi nombre es Khans, y estoy completamente a su servicio. —

La princesa no respondió de inmediato. En cambio, miró alrededor con evidente desprecio, analizando cada rincón de la habitación. Una chimenea iluminaba el lugar tenuemente, mientras un estante repleto de pergaminos amarillentos se alzaba contra una pared. Gabriel, quien hasta ahora había permanecido en silencio, dio un paso hacia el mensajero, buscando instintivamente algo que pudiera proteger su espalda.

El ambiente en la habitación le resultaba opresivo y cargado de peligro.

—Espero que así sea —respondió Bleick al fin, su tono cargado de amenaza velada — Estoy buscando un "producto" que ustedes capturaron en el camino del Segundo Territorio del Rey. —

Khans parpadeó, claramente fuera de lugar. Sus ojos se desviaron hacia los hombres que lo acompañaban en busca de alguna explicación, pero no obtuvo ninguna respuesta. Finalmente, se volvió hacia la princesa, con el nerviosismo reflejado en cada palabra que pronunció.

—N-no sé de qué habla, mi señorita...—

Los ojos de Bleick se entrecerraron peligrosamente, un brillo oscuro cruzando sus pupilas. Extendió su mano y, de inmediato, un aura negra envolvió su palma antes de proyectarse hacia la cabeza de Khans. El comerciante jadeó mientras la presión mágica lo aplastaba, como si una garra invisible estuviera comprimiendo su cráneo.

—Quizás mi padre ignore tus negocios sucios dentro del reino, pero te aseguro que puedo destruirte con tan solo una palabra —dijo Bleick, su voz helada, goteando autoridad — Una opinión mía bastará para que este lugar desaparezca. —

Khans luchaba inútilmente, tratando de agarrarse a algo en el aire mientras la presión mágica lo doblegaba. Los hombres de su escolta retrocedieron con nerviosismo, incapaces de intervenir. Cuando Bleick finalmente soltó el hechizo, Khans cayó de rodillas al suelo, jadeando y sosteniéndose la cabeza con ambas manos.

Sus ojos se movieron entre la princesa, el niño encapuchado y el mensajero, buscando desesperadamente una salida. Sin embargo, lo único que encontró fue el peso abrumador de la mirada de Bleick.

—E-está bien... —balbuceó, levantándose con dificultad mientras intentaba recomponerse — La llevaré.—

Bleick se ajustó la capucha nuevamente y avanzó sin perder el paso, siguiéndolo con expresión impasible. Gabriel y el mensajero la siguieron en silencio, mientras los hombres de Khans formaban un tenso cordón de seguridad.

El grupo descendió con cautela por unas escaleras que llevaban al sótano. El lugar estaba iluminado con débiles gemas de luz incrustadas en las paredes y antorchas cuyo humo impregnaba el aire con un olor acre. A medida que se adentraban en el túnel, un hedor pútrido se hizo cada vez más intenso. Gabriel frunció el ceño, llevándose una mano a la nariz mientras miraba a su alrededor con una mezcla de asco y temor.

El sonido de cadenas arrastrándose rompía el silencio del lugar, acompañado por susurros ahogados y lamentos apagados. A ambos lados del túnel se alineaban celdas, cada una reforzada con barrotes gruesos y cerraduras complejas. En su interior, hombres, mujeres y niños maltratados y desnutridos observaban al grupo con miradas de puro terror. Algunos se acurrucaban en las esquinas, mientras que otros apenas levantaban la cabeza, demasiado débiles para reaccionar.

La princesa caminaba con paso firme, su mirada fija al frente. Sin embargo, Gabriel no pudo evitar desviar los ojos hacia los prisioneros, su rostro pálido ante la escena que se desplegaba ante él.

—¿Esto es lo que buscas? —preguntó Khans con tono ácido, tratando de recuperar algo de compostura mientras los guiaba más profundo en el sótano.

—Lo sabré cuando lo vea —respondió Bleick con voz gélida, sin siquiera mirarlo.

Gabriel apretó los puños con fuerza. Aquella oscuridad, tanto literal como metafórica, parecía engullir todo a su alrededor. Sin embargo, la figura de su hermana avanzaba con determinación, un faro de autoridad implacable en medio del caos.

Al final del recorrido una pesada puerta de metal se alzó ante ellos como un muro impenetrable. Khans avanzó, su semblante mostrando una mezcla de orgullo y precaución.

—Le advierto, mi señorita, que este todavía no está bien entrenado... sigue siendo muy salvaje — dijo, mientras señalaba la mazmorra, rodeada de guardias que parecían más alerta que en cualquier otro sector.

Bleick caminó hacia la puerta de hierro y se detuvo frente a la pequeña rendija.

Su mirada penetrante atravesó la oscuridad, encontrándose solo con Sombras y el eco distante de una cadena arrastrándose en el suelo. De repente, un sonido abrupto rasgó el silencio: una figura oscura se abalanzó contra la puerta, gruñendo con furia descontrolada.

Gabriel dio un salto hacia atrás, sobresaltado por la agresión inesperada. Sin embargo, Bleick permaneció impasible, como si la ira del prisionero no fuera más que una brisa insignificante para ella.

Khans soltó una carcajada burlesca, mirando de reojo al niño.

—Este es... un caballero de la rebelión. El Rey destruyó su ejército y aplastó sus sueños. Ahora solo es una bestia

encadenada. — explicó ella.

Los ojos de Bleick, brillantes y afilados, se fijaron en los del prisionero. Esos ojos verdes salvajes irradiaban odio puro, incluso desde la penumbra.

— C-claro que sí, mi señorita. Está bien informada. Lo encontramos moribundo en el campo de batalla, aferrándose a la vida como un perro — añadió Khans, mientras buscaba las Ilaves entre sus ropas.

Finalmente, introdujo la llave en el cerrojo, girándola con un ruido metálico que resonó en el pasillo. Bleick dio un paso atrás, anticipando lo que ocurriría. En cuanto la puerta se abrió, el prisionero se lanzó hacia adelante como un depredador, las cadenas de su cuello limitando su alcance.

-iojos rojos! ¡ojos rojos! ¡La golfa del reino! -rugió el hombre, su voz desgarrada por el odio, mientras tiraba de las cadenas con una fuerza

sobrehumana.

Khans reaccionó de inmediato, asestándole una violenta patada en el rostro que lo hizo retroceder, cayendo al suelo.

—¡Maldito salvaje! ¡Cuida tu lengua! — gritó, levantando el brazo para propinar otro golpe.

—¡Alto! — ordenó Bleick, su voz firme como una espada desenvainada — Si lo golpeas más, arruinarás la mercancía, y tendré que pagarte menos. —

Gabriel, que observaba la escena con ojos desorbitados, abrió la boca para protestar. Sin embargo, el mensajero colocó una mano firme sobre su hombro, instándole al silencio.

— ¡Ah, sí, lo siento, mi señorita! se disculpó Khans, retrocediendo de inmediato — No puedo permitir que esta basura la insulte de esa manera... —

El prisionero, aún en el suelo, escupió sangre al piso, levantando la cabeza con una mirada cargada de desafío.

Bleick no le dedicó más que un breve vistazo antes de girarse hacia Khans.

—Terminemos con esto — ordenó, caminando de vuelta por el mismo pasillo por el que habían llegado.

Ya en la habitación principal, la princesa se sentó en el sillón con la misma compostura que siempre la acompañaba.

Gabriel, en cambio, se dejó caer a su lado, visiblemente incómodo. Su expresión traicionaba la lucha interna que libraba al presenciar todo aquello.

El silencio que siguió era pesado, solo roto por el crujido de las antorchas y el murmullo distante de los guardias.

Bleick cerró los ojos por un instante, Como si sopesara los próximos pasos con cuidado. Finalmente, Gabriel no pudo contenerse más.

—¿Por qué lo hacemos? — murmuró, apenas audible, pero lo suficiente para que Bleick lo escuchara.

Ella abrió los ojos, mirándolo de reojo. Sus labios se torcieron en una sonrisa

amarga.

—Porque, hermanito, a veces, para ganar un juego, tienes que jugar con las piezas que detestas. —

La respuesta dejó a Gabriel aún más confundido, pero decidió no insistir. La princesa se recostó ligeramente en el sillón, observando cómo el mensajero Conversaba en susurros con Khans al otro lado de la habitación. Bleick sabía que el camino que había elegido era turbio, Ileno de sombras y sangre. Pero también sabía que era el único camino que tenía.

Khans empujó al salvaje con fuerza, haciendo que cayera al suelo de rodillas frente a la princesa.

Antes de que pudiera levantarse, los hombres de Khans lo sujetaron, presionándolo contra el suelo con firmeza. El ambiente en la habitación se tornó aún más pesado, como si el aire mismo percibiera la tensión entre los presentes.

Bleick se quitó la capucha con un movimiento lento, dejando que su rostro quedara completamente expuesto a la luz mortecina de la sala.

Sus ojos rojos brillaban con una intensidad casi sobrenatural mientras examinaba al hombre frente a ella.

Era de tez morena, con cabello negro enmarañado y unos ojos verdes que destellaban furia contenida. Su barba desordenada y sucio rostro delataban semanas de maltrato y abandono.

— Dime tu nombre — ordenó la princesa, Su voz clara y autoritaria, mientras sacaba un pergamino de aspecto impecable, con sellos reales y detalles ornamentados que hablaban de su procedencia noble.

El salvaje gruñó, forcejeando inútilmente contra los hombres que lo sujetaban. Cuando finalmente alzó la mirada hacia Bleick, su expresión era un reflejo de asco y desafío.

—Una golfa no merece saber mi nombre — escupió con desprecio.

El insulto provocó un silencio momentáneo en la sala, seguido por un arranque de furia de Khans, que levantó un puño dispuesto a golpear al prisionero. Sin embargo, se detuvo en seco al recibir una mirada glacial de la princesa, que no necesitó pronunciar palabra para imponer su autoridad.

—E-es Jhans, mi princesa... ese es su nombre — interrumpió Khans, su voz temblorosa mientras retrocedía ligeramente.

Jhans rugió como un animal enjaulado, su furia vibrando en cada fibra de su ser. Bleick, sin inmutarse, desplegó el pergamino y lo leyó en silencio, sus ojos recorriendo cada línea con precisión. Satisfecha, se lo lanzó a Khans, quien lo atrapó torpemente.

— Ese será el contrato. Más seguro para mí — dijo ella con un tono que no admitía discusión.

Khans observó el documento, asombrado. Comparado con los contratos burdos y rudimentarios que tenía en sus estantes, este era una obra maestra. Los sellos mágicos que lo adornaban lo hacían prácticamente inviolable, incluso por los hechiceros más experimentados.

—¡Por supuesto, mi señorita! —exclamó con entusiasmo, acercándose a Jhans. Con esfuerzo, logró forzar la mano del salvaje, haciendo un pequeño corte en su palma y presionando su sangre contra el pergamino.

El contrato reaccionó de inmediato, brillando con una luz dorada que iluminó la lúgubre habitación.

Luego, Khans se acercó a Bleick, quien tomó la daga del mensajero para pincharse el dedo y dejar caer una gota de sangre sobre el documento. Esta vez, el resplandor fue más intenso, cegador, obligando a los presentes a entrecerrar los ojos.

—Nunca pensé que vería algo así... — murmuró uno de los hombres de Khans, impresionado.

El brillo disminuyó, dejando el pergamino sellado y el vínculo entre Jhans y Bleick completo.

—¡NO! MALDITA PERRA! — rugió Jhans, luchando contra las restricciones mágicas que lo contenían.

Bleick lo ignoró, levantándose con elegancia. Sacó una bolsa de oro de entre Sus ropas y la lanzó a Khans.

—Eso sería todo — anunció, con una frialdad que dejó claro que no había espacio para negociaciones. — Bien, Jhans. No atacarás a nadie sin mi permiso, guardarás silencio y me seguirás. —

Las palabras resonaron con un peso sobrenatural, y el cuerpo de Jhans respondió al instante. Aunque sus labios se movían intentando formar otra maldición, no salió sonido alguno.

Lentamnente, se levantó del suelo, sus movimientos rígidos como si luchara contra cadenas invisibles. Los hombres de Khans retrocedieron, dejando espacio entre ellosy el salvaje ahora domado.

Bleick extendió una mano hacia Gabriel, quien la tomó con cierta vacilación. Junto con el mensajero quien tenía el contrato en sus manos y Jhans, salieron de la habitación, dejando atrás un aire de alivio y tensión en los hombres de Khans.

El traficante miró la bolsa de oro en sus manos. Un suspiro pesado escapó de sus labios.

—Un gran producto... perdido para siempre... — murmuró, sacudiendo la cabeza.

Fuera de la ciudad, bajo un cielo estrellado, los caballos estaban listos.

Bleick y Gabriel compartían una montura, mientras el mensajero y Jhans montaban sus caballos en silencio.

El camino oscuro y solitario parecía absorber el sonido de los cascos, dejando únicamente el susurro del viento como compañía. Gabriel, apoyado contra la espalda de su hermana, rompió el silencio.

—¿Por qué? — preguntó, su voz baja pero llena de curiosidad y confusión.

Bleick no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en el camino, pero sus manos tensas sobre las riendas revelaban algo más profundo que las palabras no podían expresar.

— Para que vieras más de lo que nuestro padre hace a estas tierras— respondió finalmente, su tono frío y distante.

Giró la cabeza ligeramente hacia Jhans, quien cabalgaba en silencio detrás de ellos. Su mirada, aunque llena de ira, ahora carecía de la chispa de libertad que lo había definido momentos atrás.

Gabriel lo miró también, pero apartó la vista rápidamente cuando los ojos verdes del salvaje se encontraron con los suyos.

—Además... nos será útil en nuestro destino — añadió Bleick, sin dar más detalles.

Gabriel bajó la vista hacia las manos de su hermana, que aún sostenían las riendas con fuerza. No podía dejar de pensar en todo lo que habían

presenciado esa noche y en el peso que Bleick llevaba consigo, una carga que él apenas comenzaba a comprender.

El grupo avanzaba en silencio por el camino oscuro, bajo la luz tenue de la luna que bañaba el paisaje con un brillo frío. Bleick mantenía la mirada al frente, sus ojos rojos brillando con determinación, mientras el sonido rítmico de los cascos de los caballos llenaba el aire. Gabriel, sentado detrás de su hermana, no podía apartar la vista de las manos de ella, que apretaban las riendas con fuerza.

El niño sabía que había algo más detrás de las palabras de Bleick, algo que no estaba compartiendo del todo. Era su costumbre, después de todo: mostrar solo lo que consideraba necesario y mantener lo demás oculto tras su armadura de serenidad.

Jhans, montando su caballo en silencio detrás de ellos, parecía un volcán a punto de estallar. Aunque su cuerpo obedecía las órdenes de la princesa debido al contrato mágico, sus ojos verdes ardían con una furia implacable. Sus manos sujetaban las riendas con tal fuerza que los nudillos se le blanqueaban, y sus labios temblaban con las palabras que no podía pronunciar.

El mensajero, que cabalgaba al final del grupo, observaba con atención, manteniendo una distancia prudente pero alerta ante cualquier movimiento inesperado. La tensión entre ellos era palpable.

Finalmente, Gabriel rompió el silencio una vez más, su voz temblando ligeramente.

—¿De verdad crees que él... ayudará? —preguntó, volteando la cabeza hacia Jhans, aunque sin mirarlo directamente.

Bleick soltó un pequeño suspiro, relajando las manos sobre las riendas, pero sin voltear a ver a su hermano.

—No se trata de si quiere ayudar, Gabriel. —Su voz era tranquila pero firme, con un deje de cansancio — Se trata de que no tiene otra opción. —

Gabriel frunció el ceño. La respuesta no lo convencía, pero tampoco sabía qué más decir. Miró de reojo a Jhans, quien lo observó fugazmente, como un depredador que evalúa a su presa. El niño rápidamente desvió la mirada, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

—Podrás odiarme todo lo que quieras, Jhans Harrsent... —continuó Bleick, sin mirarlo —Pero ese odio no cambiará lo que eres ahora. Estás bajo mi mando, y tu fuerza será utilizada para algo más grande que tu orgullo herido. —

Jhans gruñó, pero no pudo responder. El contrato mágico sellaba su lengua y controlaba su cuerpo, obligándolo a seguir adelante a pesar de la ira que hervía en su interior.

El camino los llevó hacia un bosque que rodeaba la ciudad. Los árboles se alzaban como gigantes oscuros, sus ramas retorcidas proyectando sombras inquietantes en el suelo. Bleick detuvo su caballo y levantó una mano, señalando a los demás que hicieran lo mismo.

—Descansaremos aquí unos minutos antes de continuar —anunció, desmontando con agilidad y ayudando a Gabriel a bajar.

Jhans desmontó por su cuenta, sus movimientos bruscos reflejando su frustración contenida. El mensajero, por otro lado, empezó a buscar la seguridad del lugar.

Bleick se acercó a Jhans y lo miró fijamente, su rostro impasible.

—Escucha bien, Jhans. —Su tono era bajo pero peligroso — Mientras estés conmigo, cumplirás cada una de mis órdenes. Pero si demuestras que eres más útil como aliado que como una carga, tal vez... solo tal vez, encuentres algo parecido a la libertad. —

Jhans la observó con los dientes apretados, sin decir nada. Su silencio no era por voluntad, sino por el contrato, pero sus ojos decían lo suficiente: quería asesinarla, no confiaba en ella, y probablemente nunca lo haría.

—Ahora, siéntate y descansa —ordenó Bleick, girándose para unirse a Gabriel quien estaba sentado en una roca.

El príncipe sentado junto a su hermana, abrazándose a sí mismo para combatir el frío nocturno.

—¿Crees que papá sabe que hicimos esto? —preguntó en voz baja.

Bleick miró las llamas danzantes, perdiéndose en ellas por un momento.

—Si lo sabe, no hará nada... todavía. Pero no te preocupes, Gabriel. — Le dirigió una leve sonrisa, que parecía más un gesto de consuelo que de verdadera alegría. — Lo que importa ahora es que demos el siguiente paso.

El niño asintió, aunque las palabras de su hermana no lo tranquilizaron del todo. Mientras el fuego crepitaba y las sombras de los árboles los envolvían, Bleick sabía que su decisión de traer a Jhans consigo era un riesgo calculado. Un arma de doble filo que podía definir el éxito o la ruina de su misión.