El cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados mientras el primer rayo del amanecer atravesaba las nubes. La princesa Bleick llegó a las puertas del castillo con un andar sereno, aunque el peso de su viaje se notaba en la ligera tensión de sus hombros. Gabriel dormía profundamente entre sus brazos, con su rostro escondido contra su pecho, mientras ella manejaba las riendas del caballo con la misma destreza con la que controlaba sus emociones. A lo largo del trayecto, abía mantenido al niño seguro, sujetándolo contra sí para evitar que se cayera mientras el trote constante del caballo lo arrullaba hacia un sueño profundo.
Los guardias de la entrada, vestidos con armaduras pesadas que reflejaban los tenues rayos del sol, la miraron con desconcierto. Era inusual verla fuera de sus aposentos a esa hora, y mucho más en compañía de desconocidos. Uno de los guardias entrecerró los ojos, intentando discernir las figuras encapuchadas que la acompañaban, pero fue Bleick quien rompió el silencio con voz firme y cargada de autoridad.
—¿Se atreven a desobedecerme? —
Las palabras cayeron como un latigazo, haciendo que los guardias intercambiaran miradas nerviosas.
Antes de que pudieran responder, el capitán de la guardia real apareció desde el interior del castillo. Sir Alfred, un hombre curtido por los años, llevaba consigo una presencia imponente. Su cabello castaño comenzaba a encanecer en las sienes, y su armadura de plata resplandecía bajo la luz, adornada con el emblema dorado del reino.
—Princesa, necesito una explicación para esta situación —exigió con tono severo, mientras sus ojos oscuros examinaban con suspicacia a los acompañantes de Bleick. Su mano descansaba sobre la empuñadura de su espada, listo para cualquier eventualidad.
—Sir Alfred —respondió Bleick sin inmutarse—, no debo dar explicaciones a nadie, salvo que lo ordene el Rey.
Hizo avanzar su caballo un paso, colocando su montura entre Alfred y el mensajero encapuchado, cuya postura tensa y manos apretadas en las riendas no pasaron desapercibidas para el experimentado capitán.
—No podemos permitir la entrada de desconocidos al castillo —insistió Alfred, ignorando deliberadamente la advertencia de la princesa. Dio un paso al frente, extendiendo su mano hacia la capucha del mensajero con la intención de descubrir su rostro.
—No debería meterse en mis asuntos si no quiere perder su mano —advirtió Bleick, girando la cabeza lo justo para mirarlo de reojo, sus ojos rojos brillando con una intensidad amenazante.
Alfred se detuvo en seco, su mano suspendida en el aire. Aunque la princesa era joven, su presencia emanaba una autoridad que pocos podían desafiar. Sus miradas se cruzaron en un tenso duelo silencioso, hasta que finalmente, el capitán bajó su mano y se apartó, cediendo a regañadientes.
—Déjenlos pasar —ordenó Alfred, sin apartar la vista de los ojos de la princesa.
Uno de los guardias comenzó a protestar, pero el capitán le dirigió una mirada tan oscura que el hombre se calló al instante. Con un crujido de metal, las puertas del castillo se abrieron lentamente, permitiendo que Bleick y su grupo entraran.
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El silencio reinaba mientras atravesaban los jardines del castillo. Las flores, cuidadosamente dispuestas, permanecían inmóviles bajo el rocío matutino, ajenas a la tensión que acompañaba al grupo. Al llegar al ala de entrenamiento, Bleick desmontó con cuidado, llevando a Gabriel aún dormido entre sus brazos. Los caballeros del ala, a diferencia de los de la entrada, no mostraron dudas ni cuestionamientos; simplemente inclinaron la cabeza y se apartaron para permitirle el paso.
Dentro, el ambiente era cálido, iluminado por el fuego que ardía en un gran hogar de piedra. Bleick depositó a Gabriel en un sillón amplio, cubriéndolo con su capa para protegerlo del frío. Sus movimientos eran suaves, casi maternales, aunque su rostro permanecía estoico.
—Dentro de unos momentos tendré que retirarme —dijo al mensajero, sin apartar la vista de su hermano dormido— Procura que Jhans coma algo y dale ropa decente. —
El mensajero asintió en silencio y se acercó a Jhans, quien aún llevaba su capa. Con un movimiento decidido, el mensajero retiró la prenda, revelando al hombre encadenado y maltratado. Sus ojos verdes, ahora más apagados por la ira contenida, se clavaron en el mensajero, quien se mantuvo impasible.
—Jhans, hazle caso —ordenó Bleick, girándose para mirarlo directamente.
El salvaje desvió la mirada con irritación, como si obedecer fuera una humillación demasiado grande. Sus puños se cerraron, pero las palabras de la princesa habían sellado su voluntad.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió suavemente, dejando entrar a una sirvienta del Rey. La mujer se inclinó en una reverencia silenciosa, su postura sumisa contrastando con la firme presencia de Bleick.
Sin decir una palabra, la princesa caminó hacia la puerta, sus pasos resonando ligeramente sobre el suelo de piedra. El mensajero y Jhans permanecieron en su lugar, observándola mientras salía acompañada por la sirvienta. Al cerrarse la puerta detrás de ella, el ala de entrenamiento quedó en un silencio expectante, roto únicamente por el leve crujido del fuego.
...
Los primeros rayos de sol iluminaban débilmente la estancia, filtrándose a través de las altas ventanas del ala de entrenamiento. Gabriel abrió los ojos lentamente, aún envuelto en la niebla del sueño. Sus párpados pesaban y sus sentidos tardaban en despertar, pero una sensación de inquietud lo invadió al notar que no estaba solo. En lo alto, una sombra lo observaba fijamente.
Los ojos verdes de Jhans brillaban desde la penumbra, clavados en el niño con una intensidad predatoria que hizo que el corazón de Gabriel diera un salto. En un acto reflejo, se incorporó rápidamente, respirando con dificultad, como un animal asustado.
—¡A-aléjate! —balbuceó con voz temblorosa, extendiendo una mano hacia el hombre.
Un leve destello surgió de su palma, un chisporroteo mágico que iluminó por un momento la distancia entre ellos.
Jhans no pareció intimidado; al contrario, esbozó una sonrisa burlona, casi imperceptible, antes de dar un paso hacia atrás.
El silencio tenso se rompió cuando una voz grave y autoritaria resonó en la habitación.
—Jhans, come. —
El salvaje se detuvo en seco, su mirada de acero deslizándose hacia el mensajero. Una leve descarga lo recorrió, obligándolo a girarse con irritación y dirigirse hacia la mesa donde había algo de comida preparada.
Se dejó caer en la silla y comenzó a devorar los bocados con la avidez de un hombre que no había visto un plato decente en semanas.
Gabriel, todavía tembloroso, observó la escena con ojos desconfiados. Entonces sintió una mano firme sobre su cabello, lo que lo hizo volver la mirada hacia el mensajero, quien ahora estaba sentado a su lado.
—¿E-ese es el esclavo que compró mi hermana? —preguntó Gabriel en voz baja, señalando al hombre en la mesa. Su tono era una mezcla de confusión y miedo.
El mensajero asintió sin decir palabra.
Gabriel desvió la mirada hacia Jhans, incapaz de ocultar su fascinación. Había algo diferente en él; aunque su actitud seguía siendo desafiante, su apariencia había cambiado drásticamente. Estaba limpio, con el cabello cuidadosamente cortado y la barba eliminada por completo. Su ropa, aunque sencilla, era adecuada para un sirviente de la realeza. Aun así, había algo salvaje en su forma de comer, como si cada bocado fuera una declaración de su desprecio por el protocolo.
El príncipe giró de nuevo su atención hacia el mensajero. Ese hombre era un enigma aún mayor. Había aparecido de la nada días atrás, silencioso y siempre en las sombras. Su rostro seguía siendo un misterio, oculto tras una magia que difuminaba sus facciones, haciéndolo casi imposible de describir. Gabriel lo miró con curiosidad, preguntándose por qué su hermana siempre estaba rodeada de secretos.
El mensajero inclinó ligeramente la cabeza hacia la puerta, y Gabriel, siguiendo su gesto, también miró hacia allí. La pesada puerta se abrió para dejar entrar a algunos caballeros que pasaban de camino a sus entrenamientos. Un murmullo bajo llenó la estancia cuando cruzaron, pero todo ruido cesó cuando una figura conocida apareció en el umbral.
Bleick entró con pasos firmes, pero algo en ella hizo que Gabriel se congelara en su lugar. Sus ojos se abrieron de par en par, llenos de preocupación y terror al ver el rostro de su hermana.
Un hematoma oscuro cubría su mejilla derecha, extendiéndose desde el pómulo hasta la mandíbula, y su labio estaba partido, con una fina línea de sangre seca marcando la herida. Aunque su postura seguía siendo imponente, la furia que emanaba de su expresión era palpable, como un incendio contenido.
Cuando los ojos rojos de Bleick se posaron en él, Gabriel se levantó del sillón con torpeza, pero sus piernas parecían negarse a moverse. Ella agarró la falda de su vestido y cruzó la sala con rapidez, su mirada fija en el pequeño príncipe.
—¿Nadie vino en mi ausencia? —preguntó Bleick, con voz baja pero cargada de frustración y angustia.
Gabriel abrió la boca para responder, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. Su mente se llenó de preguntas, incapaz de procesar lo que veía. Fue el mensajero quien se levantó en silencio, negando con la cabeza en respuesta a la princesa.
Bleick soltó un suspiro agitado, su pecho subiendo y bajando con rapidez mientras intentaba controlar su respiración. Por un instante, sus ojos se cerraron, y cuando los abrió, se posaron de nuevo en Gabriel. Había algo vulnerable en su expresión, pero tan fugaz que desapareció antes de que el príncipe pudiera comprenderlo.
El ambiente seguía cargado, cada uno de los presentes atrapado en sus propios pensamientos mientras la tensión flotaba en el aire como una tormenta a punto de estallar, la tensión se palpaba en el aire. Bleick no perdió el porte, incluso con el evidente dolor que mostraba su rostro magullado. Con una voz firme, dio su orden:
—No se preocupen... Ya pueden retirarse. —
El mensajero asintió en silencio, pero Gabriel se negó rotundamente. Sujetó la muñeca de su hermana con fuerza, sus ojos dorados ardiendo de furia y preocupación.
—No puedes pretender que me quede al margen de esto — dijo con un tono contenido pero intenso.
La princesa lo miró con sequedad, como si estuviera demasiado agotada para discutir. Con un movimiento suave, apartó su agarre.
—Luego hablamos — sentenció, suavizando la situación al acariciar el cabello del niño.
Gabriel permaneció inmóvil mientras ella se dirigía hacia Jhans, quien acababa de devorar hasta la última migaja de la comida en la mesa.
La confusión lo invadía. Ver a su hermana, siempre tan fuerte e inquebrantable, en ese estado era un golpe inesperado. Entre la furia y la extraña satisfacción de saber que no todo en su vida era perfecto, Gabriel no lograba procesar sus emociones.
Finalmente, obedeció y salió de la sala, siguiéndole el paso al mensajero.
Bleick observó cómo las puertas se cerraban tras ellos antes de dejarse caer en el sillón con un suspiro. Sus ojos carmesíes se clavaron en Jhans, quien ahora la observaba con una expresión de arrogancia mal disimulada.
— Quita esa sonrisa — ordenó Bleick, su tono lleno de autoridad.
El esclavo acató, pero no sin dejar que un destello de burla persistiera en su mirada.
—Debo admitir que te ves mucho mejor ahora — continuó Bleick, inclinándose hacia adelante. — Puedes hablar, pero mientras no digas groserías. —
Jhans alzó una ceja, visiblemente sorprendido por la libertad recién Concedida. Estiró sus labios como si saboreara por primera vez el uso de su propia voz y se acercó a ella con paso deliberado.
— Eso ni siquiera es un golpe — dijo con Sorna, señalando el hematoma en su rostro. — Tu padre tuvo mucho cuidado en no arruinar tu belleza. —
Bleick apartó la mirada, su semblante agotado pero sereno. No contestó, al menos no de inmediato. Tras un
instante de silencio, señaló con
desinterés hacia una estantería llena de
armas.
— Es lo primero que dices, y ya estás perdiendo el tiempo. Mejor demuestra tu talento con la espada. —
Jhans dirigió su atención al arsenal con un leve suspiro de hastío. Caminó hacia la estantería y seleccionó una espada inusualmente grande. La examinó con atención, comprobando su filo y equilibrio. Luego, en un movimiento rápido y amenazante, apuntó la punta del arma hacia la princesa.
Los ojos de Bleick siguieron la trayectoria de la espada, deteniéndose en la afilada punta que ahora señalaba directamente a su pecho. Un escalofrío recorrió su columna, pero su expresión permaneció firme. Jhans, sin embargo, dio un paso atrás de golpe, soltando un gruñido frustrado.
El contrato que lo ataba no le permitía actuar con agresividad hacia su dueña.
La magia lo había castigado con una descarga, lo que le arrancó un gesto de molestia antes de dirigirse hacia el centro de la sala de entrenamiento.
— ¡¿Qué están esperando, caballeros de renombre del reino?! — exclamó Jhans Con una voz resonante, atrayendo la atención de todos los presentes.
Los soldados se miraron entre sí, sorprendidos por la audacia de aquel hombre. Jhans frunció el ceño, claramente insatisfecho con su respuesta.
— ¡Malditas fru... frutillas! — gruñó, tropezando con las palabras, frustrado por su incapacidad para insultar.
La escena provocó una dulce risa que resonó en la sala. Bleick, a pesar del dolor en su mejilla, no pudo evitar Sonreír. La princesa, normalmente estoica y severa, se permitió un instante de genuina diversión.
— Se está riendo... — murmuraron algunos jóvenes caballeros, incrédulos.
Jhans se detuvo, desconcertado por la melodiosa risa. Sus ojos se posaron en la princesa, cuya elegancia y dulzura contrastaban drásticamente con la fría imagen que siempre proyectaba. Por un momento, pareció desarmado.
Bleick recobró la compostura rápidamente y dirigió su mirada a los caballeros.
— Entrenen con él. Y no se confíen, es un guerrero formidable. —
Un murmullo recorrió las filas de los soldados antes de que uno de ellos diera un paso al frente, aceptando el desafío. Jhans salió de su trance, sus ojos verdes adquiriendo un brillo feroz.
Sin previo aviso, se lanzó contra el caballero, su espada danzando con una precisión letal. Sus movimientos eran
una mezcla de agresión y gracia, una coreografía que hipnotizaba tanto como aterrorizaba.
Bleick observaba desde su sillón, con una sonrisa casi imperceptible en los labios.
— Quién lo diría.. verlo es más fascinante que leerlo. El berserker del Tercer Territorio — murmuró para sí misma, sin apartar la vista del combate.
En cuestión de una hora, Jhans había derrotado a uno, dos, hasta seis caballeros. Los soldados restantes lo miraban con creciente inquietud, temiendo su turno. Sin embargo, Jhans se detuvo finalmente, agitado pero todavía lleno de energía.
Al girarse hacia la princesa, notó que ella estaba recostada en el sillón, su rostro relajado mientras las sirvientas aplicaban ungüentos en sus heridas.
Por un instante, su expresión feroz se suavizó, y simplemente la observó en silencio, Como si intentara comprender algo que se le escapaba.
Jhans dejó la espada en la mesa con desinterés, mientras los soldados a su alrededor intentaban recuperar el aliento tras el intenso entrenamiento.
Con calma, se sirvió un vaso de agua, atento a los susurros que emanaban de las sirvientas cercanas. Sus movimientos eran lentos, casi perezosos, pero sus oídos estaban alerta.
—Espero que desaparezca antes de que el conde llegue... sería una lástima que la viera así —comentó una de las sirvientas, mientras guardaba los utensilios de curación.
La otra asintió, lamentándose por el estado de la princesa. Sin embargo, el contraste con otros murmullos que Jhans había oído era evidente: varios en el castillo afirmaban con frialdad que Bleick se merecía aquel trato.
El sonido seco del vaso golpeando la mesa interrumpió las voces. Jhans lo había dejado caer con fuerza deliberada, provocando que ambas jóvenes se sobresaltaran. Cuando sus ojos verdes las atravesaron con una mirada severa e intimidante, las sirvientas recogieron sus cosas con prisa y se retiraron sin atreverse a decir más.
Con pasos firmes, Jhans se dirigió hacia el sillón donde descansaba Bleick. Sin ceremonias, se dejó caer a su lado.
—Eres una presa fácil aquí —soltó, con un bufido de diversión que parecía más un desafío.
Bleick abrió lentamente los ojos, la fatiga pesando en su mirada, pero sin perder esa chispa de orgullo que siempre la acompañaba.
—Inténtalo... —respondió con voz baja, un murmullo cargado de un cansancio casi desinteresado.
Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de Jhans mientras inclinaba su cuerpo hacia ella, apoyando un brazo en el respaldo del sillón. Sus rostros quedaron peligrosamente cerca, el aire entre ambos cargado de una tensión fría como el acero y caliente como la ira contenida.
De repente, algo brilló entre sus dedos.
La daga que sostenía se acercó lentamente a la garganta de la princesa, su filo reflejando la tenue luz de la habitación. Bleick no se movió; sus ojos carmesíes permanecieron fijos en los de Jhans, llenos de una calma burlona, como si estuviera disfrutando del espectáculo.
En cambio, los ojos de Jhans brillaban con una mezcla de furia y deseo de venganza. Pero entonces, algo lo detuvo. Su mirada bajó hasta los labios de Bleick, donde un corte apenas visible se escondía bajo las cremas y el labial pastel aplicado por las sirvientas.
Con un gesto lento y deliberado, deslizó su dedo sobre la comisura derecha de los labios de la princesa, removiendo el maquillaje y dejando expuesta la herida.
Una risa burlona escapó de sus labios, una mezcla de ironía y curiosidad.
—Te hace ver más ruda... —murmuró, alzando de nuevo la mirada hacia los ojos rubíes de Bleick.
Ella no respondió. Con un movimiento firme, apartó su mano de su rostro y se levantó del sillón. Su porte era inquebrantable, y una sonrisa cargada de ironía se formó en sus labios mientras lo miraba por última vez antes de dirigirse hacia la puerta.
—Una sirvienta te guiará hacia tu habitación. No causes disturbios y compórtate —ordenó con frialdad, desapareciendo tras la puerta con la misma autoridad con la que había entrado en su vida.
Jhans la siguió con la mirada, sus ojos reflejando una mezcla de irritación y aburrimiento. Cuando la puerta se cerró, dejó escapar un suspiro exasperado, hundiéndose aún más en el sillón, como si el vacío que ella dejaba atrás le resultara más molesto de lo que le gustaría admitir.
La princesa había pasado la mayor parte del día encerrada en Sus aposentos, entregándose a un sueño pesado que solo terminó cuando la tenue luz del crepúsculo acariciaba las paredes. Al despertar, se levantó lentamente y caminó hacia el espejo de cuerpo entero. Sus dedos se deslizaron con Cuidado sobre la marca en su mejilla, el dolor aún fresco, mientras su mente revivía la esena con cruel detalle: el Rey, su propio padre, alzando la mano y dejando en su rostro el peso de su ira.
Ese golpe no había sido en vano. Lo había recibido para proteger a Jhans, el hombre al que había traído como esclavo y un carta de resguardo. Un precio que pagó para evitar que el Rey desenvainara su espada y lo decapitara allí mismo.
Un golpe suave en la puerta interrumpió sus pensamientos. Reconoció el ritmo pausado y característico. Gabriel.
— Adelante — murmuró, sabiendo que su hermano no esperaría una invitación más entusiasta.
La puerta se abrió, revelando a un Gabriel visiblemente preocupado. Sus ojos, llenos de inquietud, recorrieron el rostro de su hermana.
— Eres tierno.. — comentó Bleick con una sonrisa irónica mientras se apartaba del espejo y caminaba hacia su mesita de té. — ¿Te preocupa mi bienestar, o solo viniste a observar las marcas de mi castigo? —
Su tono era calmado, pero sus palabras tenían un filo que Gabriel no pudo
ignorar.
—¡Suficiente! — dijo él, apretando los puños con fuerza, su voz cargada de una frustración contenida. — ¡Ya basta, Bleick! Si realmente quieres que te ayude en todo esto, necesitas confiar en mí. Decirme qué estás planeando o lo que piensas hacer. —
La princesa desvió la mirada, consciente de que su enojo no era injustificado. Tras un breve silencio, suspiró y señaló el asiento frente a ella.
— Está bien... Es hora de que lo sepas. —
Gabriel se sentó con rigidez, sus brazos cruzados y sus ojos clavados en ella, esperando respuestas.
—Te voy a contar esto, pero debes creerme. —
— No ganas nada mintiéndome —replicó con severidad, sin apartar la mirada.
Bleick tomó aire y comenzó a hablar, el peso de sus palabras cayendo como piedras.
— Fui asesinada... Pero los dioses me dieron una oportunidad para regresara... para corregir los errores que cometí en mi vida pasada. —
Los ojos de Gabriel se abrieron con asombro, sus brazos cayendo lentamente a sus costados.
— Sé todo lo que ocurrirá... O al menos eso creía. Pero desde que apareció esa sacerdotisa, todo ha cambiado. —
—¿Sacerdotisa? preguntó Gabriel, confundido. —
— Si... Está con el Conde Sariel ahora mismo. En mi vida anterior, no existía ninguna sacerdotisa. Solo una mujer pueblerina llamada Cilian Harambel.. Ella y el Conde fueron los responsables de mi muerte y de la del Rey... Lo hicieron para tomar el trono. —
Bleick desvió la mirada hacia la ventana, contemplando la luna.
— Ambos te engañaron, usaron tus emociones y tu confianza para
manipularte... y hacer que me mataras, Gabriel. Así aseguraron que no tomaras el trono. —
Las palabras parecieron golpear al joven como un latigazo. Sus ojos comenzaron a llenarse de angustia, y su pequeña figura tembló al recordar los horrores que su hermana describía.
— Después de tu exilio, todo se derrumbó. Ahora, las cosas son
diferentes. Cilian se hace pasar por una sacerdotisa, aunque no sé cómo ni por qué. Pero estoy segura de algo: ella recuerda todo, igual que yo, y sabe cómo adelantarse. El Conde y ella llegarán aquí en una semana, mucho antes de lo que deberían. —
Gabriel tragó saliva con dificultad.
— Entonces... ¿por qué no decírselo al Rey? —
Bleick sonrió con tristeza, esa expresión llena de resignación que hacía que Gabriel sintiera un nudo en el pecho.
— No serviría de nada... — dijo con voz apagada.
El niño agachó la cabeza, derrotado.
— Pero tenemos algo que ellos no tienen. — continuó la princesa, inclinándose un poco hacia él. — A Jhans. Ahora es mío. Sin él en sus manos, su ataque será mucho más limitado... porque, Gabriel, Jhans fue quien mató al Rey. —
La revelación dejó al niño en shock. Sus ojos perdidos buscaron alguna respuesta en el rostro de su hermana, pero lo ủnico que encontró fue un cansancio profundo y la determinación de una mujer que ya había vivido el peor de los futuros.
— A partir de ahora, no sé qué pasará. El futuro es incierto. Todo cambió con la Ilegada de esa sacerdotisa — admitió Bleick, mirando al niño a su lado.
Gabriel se levantó de su asiento y se acercó a ella, apoyando su cabeza en su hombro y rodeando su brazo con una mano temblorosa.
— Podemos lograrlo... juntos. No quiero. No quiero tener que matarte...—susurró, sus ojos llenos de lágrimas.
La mano de Bleick se posó suavemente sobre su cabello, un gesto que le dio permiso para llorar. Las lágrimas de Gabriel fluyeron libres, empapando su brazo mientras ella contenía su propio dolor.
—Ambos floreceremos, pase lo que pase... Pero debemos permanecer juntos en esto — dijo Bleick con un tono dulce, aunque sus ojos estaban llenos de cansancio e irritación.
No quería ver a Gabriel llorar. Su pequeño hermano era lo único que todavía la ataba a lo que alguna vez fue su humanidad.