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Chapter 6 - Capítulo 5: Espinas

Con la noche cayendo como un manto oscuro sobre el vasto castillo, el ambiente se llena de un aire solemne y algo siniestro. Las estrellas brillan en el cielo despejado, y la luz de la luna se cuela por los vitrales, proyectando reflejos pálidos sobre el suelo de mármol pulido. Los corredores, altos y amplios, están decorados con tapices, mientras las antorchas parpadeantes llenan el aire con un leve olor a humo.

Bleick camina sola por el pasillo principal, su figura envuelta en un vestido azul que ondea suavemente con cada paso. La seda refleja la luz de las antorchas, dándole un brillo casi espectral. A cada lado, los retratos de antiguos reyes y reinas parecen observarla con ojos severos y vacíos, pero ella los ignora. Su destino es claro: acudir al llamado del Demonio, como muchos en el castillo se referían en susurros al Rey Demmir, su padre.

Al llegar frente a una puerta enorme de madera oscura, tallada con intrincados patrones que representan espinas y rosas, dos guardias reales con armaduras plateadas cruzan sus alabardas para detenerla. Sus miradas son neutrales, pero Bleick detecta una tensión en ellos. Sin decir palabra, los hombres finalmente se apartan, permitiéndole entrar.

El interior de la habitación está iluminado por candelabros colgantes, cuyos cristales multiplican la luz en destellos cálidos, aunque insuficientes para disipar la sensación de frialdad. La estancia, más un salón que un estudio, es dominada por una enorme mesa de roble macizo cargada de pergaminos, mapas y sellos reales. Al lado, sentado en una imponente silla, se encuentra el gobernante de las Tres Espinas El Rey Demmir De Rosse IV,, la Rosa Blanca.

Su presencia es intimidante; con su cabello plateado cayendo hasta los hombros, sus ojos pálidos y penetrantes parecen atravesar a cualquiera que se atreva a mirarlo.

Bleick avanza con calma, cada paso resonando en la estancia silenciosa. Finalmente, se detiene frente a su padre y realiza una reverencia medida, elegante, manteniendo siempre una expresión serena. Sin embargo, el rechazo en los ojos del Rey es inconfundible, como si su mera presencia fuera una ofensa.

—Me informaron que llevaste a Gabriel a tu ala de entretenimiento —dice el Rey con una voz grave, cargada de autoridad. Sus palabras son lentas, calculadas, como un cuchillo deslizándose sobre piedra — Dime tu razón. —

Bleick levanta la cabeza con una sonrisa tranquila, casi burlona, que contrasta con la tensión en el ambiente. Sus ojos carmesí brillan con un desafío velado.

—Gabriel tenía ciertas... ganas de ver mis capacidades en acción —responde, su tono melodioso ocultando cuidadosamente la mentira.

El Rey entrecierra los ojos, observándola con detenimiento. Su postura cambia; se inclina hacia adelante, apoyando los antebrazos sobre el escritorio de madera, como un depredador que mide a su presa.

—¿Desde un día para otro? ¿Así de simple dejaste de jugar con él? —demanda, su voz adquiriendo un matiz peligroso.

Bleick se permite una pequeña risa, ligera pero cargada de intención. Sin apresurarse, da unos pasos hacia el centro de la habitación, sus tacones resonando suavemente en el suelo. Se detiene frente a un sillón cubierto con cojines de terciopelo oscuro y se sienta con la gracia de alguien que sabe que cada movimiento suyo es una declaración. Cruza las piernas y apoya una mano en el reposabrazos, mientras sus dedos juegan distraídamente con el borde de su vestido.

—¿"Jugar"? —repite, dejando que la palabra cuelgue en el aire antes de continuar —Padre, me ofendes. ¿Acaso crees que mi tiempo es tan banal como para dedicarme a juegos? Solo quise mostrarle algo... educativo. —

El Rey la observa con una mezcla de desconfianza y desdén. Hay algo en su hija que lo inquieta, algo que nunca ha logrado controlar del todo. A pesar de su sangre real, Bleick no se comporta como los demás; su audacia y su manera de hablar siempre lo han irritado profundamente, aunque nunca lo suficiente como para subestimarla.

—No me vengas con juegos de palabras, Bleick —advierte, su tono helado—. Gabriel es un arma, pero también un peligro. Si estás intentando moldearlo para tus propios fines, te advierto... —

—¿Advertirme? —interrumpe Bleick suavemente, aunque su voz tiene un filo cortante. Su sonrisa desaparece, reemplazada por una mirada seria, cargada de determinación — Padre, si Gabriel es un peligro, ¿no sería mejor que lo controle yo, en lugar de que lo haga alguien más? No olvides que mi lealtad está con este reino... por ahora. —

El silencio que sigue es tan denso que parece detener el tiempo. Finalmente, el Rey se recuesta en su silla, sus dedos tamborileando contra el reposabrazos. Su expresión no revela nada, pero en su mente está claro que su hija no solo es ambiciosa, sino también peligrosa.

—Tienes cuidado con las espinas, Rosa Negra — dice finalmente, sus palabras cargadas de significado — Demasiadas, y no quedará nada de la rosa. —

Bleick sonríe levemente, su mirada fija en los ojos de su padre.

—Y una rosa sin espinas no es más que una flor... desechable. —

La tensión en la habitación es palpable, pero Bleick no se inmuta. Al contrario, parece disfrutar del desafío, mientras el Rey la sigue observando en silencio, sus pensamientos ocultos detrás de esos ojos pálidos que tanto la detestan.

—Después de todo, quiero cuidar mis apariencias para mi futuro esposo. No quiero que el mocoso vaya corriendo a decirle sobre nuestros... juegos de hermanos. —Su tono es ligero, casi divertido, mientras examina sus uñas con un gesto despreocupado. Luego levanta la mirada hacia el Rey, mostrando una sonrisa calculadora que destila desafío.

Demmir no responde al instante. En cambio, la observa con sus ojos pálidos durante varios segundos, como si intentara desentrañar sus intenciones ocultas. Finalmente, se recuesta en el respaldo de su trono y cierra los ojos por un momento, dejando escapar un leve suspiro.

Bleick aprovecha ese instante para estudiarlo. A pesar de la autoridad que su padre aún ostenta, las marcas del tiempo son innegables. Las arrugas en su frente y las líneas alrededor de su boca son más profundas que antes. Su cabello plateado, cuidadosamente peinado hacia atrás, brilla bajo la luz tenue del candelabro, pero su aspecto cansado, acentuado por las ojeras, lo hace parecer más un hombre agotado que un rey imponente.

—Una carta llegó de la casa Derecttore —anuncia finalmente, rompiendo el silencio —Han decidido adelantar el viaje unos días. Tienes que estar lista en cuatro semanas. — Mientras habla, abre uno de los cajones de su escritorio y saca un pergamino con el sello del Conde Sariel. Con un leve movimiento de su mano, envuelve la carta en un aura mágica que la lanza suavemente hacia la mesita frente a Bleick.

Ella toma la carta con calma y lo abre, desplegándolo para leerlo en silencio. La sonrisa de Bleick se curva aún más mientras lee, aunque su mente sigue procesando la noticia.

"Una visión..." piensa, apretando ligeramente los dedos contra el borde del documento. En su interior, la frustración y la sospecha hierven, pero su rostro permanece tranquilo, como una máscara bien ensayada.

Las palabras escritas con caligrafía elegante confirman lo dicho por su padre:

"Por una visión de los dioses, hemos decidido adelantar el viaje para asegurar el bienestar del Conde Sariel y para no causar inconvenientes a Su Majestad. Como fieles creyentes, hemos aceptado la guía de una sacerdotisa confiable."

—¿Una visión? —pregunta Bleick, dejando la carta sobre la mesa y fijando su mirada en el Rey.

—La sacerdotisa predijo un accidente en la ruta. Dos vidas se perderían si el viaje se realizaba en la fecha original. —Demmir cruza los brazos y deja escapar una risa amarga — Hace veinticinco años que no ocurre algo así. Pero claro, los Derecttore siempre tienen una manera de... encontrar esas fuentes. —

La mención de los Derecttore ensombrece aún más el semblante del Rey. Su disgusto es evidente, como si el mero recuerdo del apellido fuera suficiente para ensuciar el aire de la habitación.

—¿Una sacerdotisa? —replica Bleick con incredulidad — Difícil de creer. Los dioses ya no mandan visiones, lo declararon impío hace décadas. — Sus palabras son frías, pero su tono deja entrever una pizca de furia contenida.

Sus ojos se desvían hacia un cuadro familiar colgado en la pared: una pintura que muestra a su familia. Ella y sus padres están representados allí, aunque el rostro de su madre está cubierto por un parche que parece haber sido colocado deliberadamente para borrarla del recuerdo.

Demmir la observa por un momento antes de hablar, su tono ahora más distante, pero igualmente severo.

—Sea lo que sea, ten cuidado cuando el Conde Sariel esté aquí. No quiero que una rata ande buscando migajas. —

La mirada del Rey es fría, casi perforadora, y sus palabras llevan un reproche velado que Bleick no necesita interpretar. Ella asiente ligeramente, como si fuera una reina escuchando las órdenes de un súbdito en lugar de su propio padre.

—Entendido —responde en un tono neutral — Lo mantendré vigilado. En cuanto a Gabriel... escucharás noticias cuando llegue el momento. —

Se levanta del asiento con elegancia, realiza una reverencia breve y controlada, y abandona el despacho con pasos firmes. Sin embargo, al alejarse lo suficiente, su compostura se quiebra. Se apoya contra una de las frías paredes de mármol y respira con dificultad, su rostro enrojecido por la furia latente.

—Maldición... —susurra entre dientes, apretando los puños. Por un instante, sus ojos carmesí arden con rabia contenida, pero logra recomponerse y retomar su camino hacia sus aposentos, como si nada hubiera sucedido.

A la mañana siguiente.

El sol apenas comienza a iluminar el horizonte cuando Bleick se pone en pie, permitiendo que las sirvientas la ayuden a vestirse con rapidez. Su semblante es sereno, aunque una chispa de determinación brilla en sus ojos. Sin perder tiempo, se dirige hacia los aposentos de Gabriel.

En el pasillo, Marín la intercepta, su expresión suplicante.

—Por favor, princesa, déjeme despertarlo. No le haga daño, es solo un niño... —

Bleick ignora las palabras de la joven y empuja la puerta, ingresando al cuarto de todos modos. La habitación está sumida en la penumbra, con las cortinas cerradas y el aire cargado de la calma del sueño. Gabriel yace dormido en su cama, con el rostro relajado, ajeno a lo que está por venir.

Sin dudarlo, Bleick se acerca, tira de las sábanas y agarra los pies del niño, arrastrándolo bruscamente hasta que cae de la cama. Gabriel se despierta sobresaltado, su respiración agitada y sus ojos desorientados.

—¡Arriba, botón de oro! —exclama Bleick con una risa burlona — Tus clases comienzan a la primera hora, no es tiempo de dormir.—

Gabriel la mira con el ceño fruncido, todavía tratando de recuperar el aliento.

—¿Qué? ¿Por qué? —protesta, su voz aún cargada de sueño.

—Te lo contaré después. Solo vístete. —Bleick se da la vuelta y sale del cuarto con la misma energía abrupta con la que entró, dejando a Gabriel aturdido y molesto, aunque demasiado consciente de que la desobediencia no es una opción.

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Gabriel observa a su hermana con

cautela, sus manos temblando mientras ajusta los guantes de entrenamiento que le quedan un poco grandes. Su mirada recorre el Ala de la Rosa Negra, un espacio vasto y silencioso donde los ecos de la voz de Bleick parecen resonar más de lo debido. Las paredes de piedra están cubiertas con estandartes Oscuros bordados con rosas espinosas, y el campo de tiro está adornado con maniquíes y objetivos desgastados por el uso. Sin embargo, su atención se fija en Bleick, cuya figura proyecta una sombra dominante incluso bajo la tenue luz de las lámparas de cristales.

Vestida con pantalones ajustados y una camisa ligera, Bleick parece un contraste absoluto con la princesa que él conoce.

Su cabello, normalmente peinado con ornamentos intrincados, está recogido en una simple trenza, vestida con ropa sencilla y cómoda, que le da un aire inusualmente práctico. Por un momnento, Gabriel duda si realmente es su hermana la que tiene frente a él, pero esa sensación se disipa rápidamente cuando ella cruza los brazos y le lanza una mirada que lo perfora como un cuchillo.

— Bien... Los instructores no estarán disponibles por ahora, así que me ocuparé de enseñarte — declara Bleick, su tono firme y autoritario.

Gabriel se mueve nervioso, mirando a su alrededor como si buscara una ruta de escape.

—Das... miedo — murmura sin atreverse a mirarla directamente.

Bleick suspira, revirando los ojos con exasperación.

—Si yo te doy miedo, entonces eres un inútil. ¿Cómo piensas derrotarme si ni siquiera puedes mirarme a los ojos? —

Gabriel, incómodo, alza la vista, tratando de sostener la mirada de su hermana. Pero sus ojos carmesi son como un océano de sangre, intensos y abrumadores.

El niño siente cómo su estómago se revuelve, y su cuerpo le suplica que aparte la mirada, pero se obliga a mantenerse firme, aunque su mandíbula tiemble levemente.

Bleick esboza una sonrisa burlona.

—Dioses... Solo ponte los guantes y deja de hacerte el llorón. — Da media vuelta y camina hacia los blancos, esperando a que Gabriel la siga.

Gabriel obedece, ajustándose los guantes torpemente y posicionándose frente a los objetivos. Antes de que pueda prepararse del todo, Bleick aparece detrás de él, le da un golpe rápido y seco en la cabeza.

—ldiota. Tu contrincante soy yo. —

El niño retrocede un paso, sobándose la cabeza, y la mira con incredulidad.

—¡¿Qué?! ¡Eso no es justo! -exclama, levantando la voz.

Desde un rincón, Marín, quien había estado observando con preocupación, intenta intervenir, pero una mirada severa de Bleick la obliga a guardar silencio.

—Exactamente. Nada es justo en esta vida. Y más te vale aprenderlo rápido. Ahora cierra la boca y ataca, pequeño bastardo. —

La provocación en su tono es como una chispa que enciende algo dentro de Gabriel. Frunce el ceño, sus pequeños puños se aprietan, y da un paso al frente. Sin embargo, en cuanto lo hace, siente cómo una presión invisible comienza a envolver el espacio.

Un aura Oscura emana de Bleick, casi palpable, llenando el aire con una tensión que le corta la respiración.

El instinto de Gabriel le grita que corra, que escape de la figura imponente de su hermana. Pero él se planta firme, sus pies clavados en el suelo. No quiere darle la satisfacción de verlo huir.

— Empezaremos con lo básico -dice Bleick, con una sonrisa que mezcla diversión y desafío. — Invoca un hechizo de potenciación. Lo necesitarás. —

Gabriel asiente con nerviosismo y cierra los ojos, concentrándose. Respira profundamente y extiende las manos.

Una tenue luz lo envuelve, apenas perceptible, pero suficiente para aumentar ligeramente su velocidad y precisión.

— Interesante... No es mucho, pero servirá para empezar. Ahora lanza un hechizo. Y hazlo con todo el odio que tengas — añade Bleick, su voz teñida de astucia, buscando provocarlo.

Gabriel abre los ojos, que ahora tienen un brillo decidido. Junta sus manos y comienza a murmurar palabras en un tono bajo, tratando de recordar los pocos conjuros ofensivos que ha aprendido.

Finalmente, extiende los brazos hacia su hermana y lanza un rayo de energía plateada que atraviesa el aire con un leve zumbido.

Bleick esquiva el ataque con facilidad, su cuerpo moviéndose con una gracia casi felina.

—¿Eso es todo? — pregunta, burlándose. — Si eso es lo mejor que puedes hacer, me estás aburriendo. Vamos, Gabriel, ¿es eso lo que vas a mostrarle a los Derecttore cuando intenten pisotearte? —

Las palabras de su hermana hieren algo dentro de Gabriel. Una furia contenida comienza a arder en su pecho. Frunce el ceño aún más y lanza otro hechizo, esta vez con más fuerza, aunque sigue sin lograr alcanzarla.

Bleick sonríe, satisfecha.

— Eso es. Canaliza esa ira, pero controla tu ejecución. Un ataque impulsivo no es nada sin precisión. Sigue. No pares hasta que sientas que tus piernas no pueden sostenerte más. —

Y así, la lección continúa, con Gabriel lanzando hechizo tras hechizo, sudando y jadeando mientras Bleick lo esquiva y lo provoca sin descanso, moldeándolo a través de su crueldad calculada.

Gabriel, arrodillado sobre el suelo de piedra del Ala de la Rosa Negra, respira con dificultad. Su rostro está empapado de sudor, y sus brazos tiemblan tras el desgaste físico y mágico de las últimas horas. Siente como si cada músculo de su pequeño cuerpo estuviera al borde del colapso. Mientras tanto, Bleick permanece de pie, aparentemente incólume, con las manos en la cintura y riéndose a carcajadas.

—En lo único que eres bueno es en ser adorable —dice con una sonrisa maliciosa, caminando en círculos alrededor de él. — Aunque debo advertirte, el Conde prefiere la compañía de mujeres. —

Gabriel aprieta los dientes, sus pequeños puños se hunden en el suelo mientras maldice en voz baja. Las palabras de Bleick no son solo crueles; están diseñadas para cortar profundamente, para remover su orgullo y dejarlo al borde de la humillación.

—Lo único que hiciste fue lanzar y lanzar hechizos, pero nunca te detuviste a medir, a observar, o a usar siquiera un hechizo de regeneración o apoyo — añade Bleick, inclinándose un poco hacia él como si estuviera reprendiendo a un niño incapaz de comprender lo básico —¿De qué sirve toda tu energía si no sabes cómo administrarla? —

Se endereza de nuevo y, con un gesto deliberado, estira su mano derecha. En su palma comienza a surgir una pequeña llama de fuego, intensa y vibrante, como si fuera un pedazo del sol atrapado entre sus dedos.

—Si lo que haces no es suficiente, entonces solo tienes dos opciones, Gabriel... —continúa Bleick, con una voz más seria, mientras sus ojos carmesíes se fijan en los de él. Su expresión se endurece al tiempo que la llama crece con mayor intensidad, iluminando su rostro de forma casi siniestra — Esforzarte hasta la muerte para que te salga bien...—

El aire alrededor de ellos se vuelve más cálido, y Gabriel siente cómo su respiración se acelera, incapaz de apartar la vista del fuego que danza en la mano de su hermana.

—...O elegir el camino liviano, lleno de trampas y mentiras.... Traiier... —su voz baja y grave resuena con un tono encantador, casi hipnótico, mientras invoca un hechizo de potenciación. La llama en su mano se convierte en un torrente abrasador, iluminando toda la sala con un resplandor cegador.

Gabriel la observa, consternado. Por un instante, su cansancio desaparece, sustituido por un sentimiento de impotencia que le retuerce las entrañas. Bleick no usaba ningún objeto mágico, ni cristales de apoyo, ni runas visibles. Todo lo que hacía nacía de ella misma, de una fuente interna que parecía infinita.

—¿Cómo...? — musita, casi en un susurro, incapaz de comprender cómo alguien podía tener tanto control sobre un poder tan devastador.

La princesa apaga la llama cerrando su mano con un gesto seco. El crepitar del fuego desaparece, dejando un silencio inquietante entre ellos.

—Te ves consternado —dice Bleick, cruzándose de brazos mientras lo observa desde arriba — Pero esa es la diferencia entre alguien que juega a ser mago y alguien que es un mago. Yo no necesito herramientas, ni rituales complejos. Mi poder viene de mí, Gabriel. De mi sangre, de mi voluntad, y de mi habilidad para no quebrarme. —

El pequeño baja la mirada, apretando los puños contra el suelo. Una mezcla de rabia, vergüenza y frustración lo invade, pero también un fuego latente en su pecho, un deseo de probar que puede ser más que un niño inútil.

—Te daré un consejo —continúa Bleick, caminando hacia él con pasos firmes — Nunca permitas que la impotencia te consuma. Si sientes que no eres suficiente, lucha más. Si crees que tu destino está sellado, rómpelo con tus propias manos. Pero jamás te detengas, porque el momento en que lo hagas, los demás te aplastarán como a un insecto.—

Gabriel levanta la mirada, sus ojos brillando con determinación. Aunque sus fuerzas están al límite, algo en las palabras de su hermana despierta una chispa en él, un deseo de demostrarle que no es tan débil como ella cree.

—¿Otra vez? —pregunta Gabriel, su voz temblando, pero con un tono de desafío.

Bleick sonríe, satisfecha por su reacción.

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El amanecer baña el Ala de la Rosa Negra con su luz tenue, pero la atmósfera es tensa desde temprano. Gabriel ya está de pie, disparando dagas de agua hacia los blancos situados a una distancia considerable.

Sus manos tiemblan ligeramente por el esfuerzo, y el sudor perlado resbala por su frente. A pesar de su concentración, las dagas se disuelven antes de alcanzar los objetivos.

Desde la zona de descanso, Bleick observa la escena con los brazos cruzados y una expresión severa.

—Hasta que no toques al muñeco, no te voy a aprobar — declara en un tono tajante, sin apartar la mirada de las mesas donde se encuentran los alimentos dispuestos para los sirvientes y la realeza.

Mientras Gabriel lucha por mejorar su puntería, Bleick camina con lentitud hacia la sección de descanso. Su presencia provoca que algunos sirvientes detengan lo que están haciendo, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto. Sin embargo, la tensión en sus gestos es evidente.

Deteniéndose frente a un plato con pasteles pequeños decorados con crema, Bleick toma uno entre sus dedos, examinándolo con cuidado.

—Estos se ven deliciosos... —musita, girando el postre para observarlo desde distintos ángulos.

Una joven sirvienta de cabello rubio, temblorosa, da un paso al frente y se inclina profundamente.

—L-Lo hicimos especialmente para Su Majestad. Espero que sea de su agrado —dice con voz quebrada, incapaz de ocultar su nerviosismo.

Bleick arquea una ceja, intrigada.

—Entonces los comeré —sentencia con calma, llevándose el pastelito hacia los labios.

Antes de que pueda dar el primer bocado, una flecha de agua atraviesa el postre, arrancándolo de sus manos. El pastel se estrella contra la pared, dejando un rastro de crema en su trayectoria.

El silencio en el salón es absoluto. Bleick se queda inmóvil por un instante, luego gira lentamente para enfrentar al autor del ataque. Sus ojos, brillando con un rojo intenso, se clavan en Gabriel, quien jadea mientras intenta recuperar el aliento.

—Pensé que eras alérgica a la frutilla... —logra decir el niño con una sonrisa amarga, aunque su tono está teñido de agotamiento.

Bleick desvía la mirada hacia el pastel destruido en la pared y luego hacia la sirvienta, cuya piel ha perdido todo color. Con un gesto pausado, arranca el pastel de la superficie y lo inspecciona. Al partirlo, una capa de crema de frutilla queda expuesta en su interior.

—¿Alérgica? —repite Bleick, su voz cargada de incredulidad y furia contenida —¿O es solo un pretexto para atacar a tu princesa? —

Gabriel parpadea, desconcertado.

—¿No eras alérgica...? Recuerdo claramente cuando probaste una. No moriste, pero estuviste al borde —replica, dando un paso hacia ella, aunque su tono está lleno de duda.

Antes de que Bleick pueda responder, la sirvienta da un grito ahogado.

—¡N-No, mi príncipe! A la princesa le dio alergia la nuez, no la frutilla. ¡Lo juro! —exclama, temblando visiblemente mientras sus ojos buscan una salida.

El rostro de Bleick se endurece. Con un movimiento brusco, aplasta el pastel entre sus dedos y lo deja caer al suelo. Sus ojos rojizos se clavan en la sirvienta, quien comienza a retroceder lentamente.

—Intento de asesinato... hacia tu princesa... —musita Bleick, su tono grave como un trueno antes de la tormenta.

Gabriel, asustado pero consciente de la gravedad de la situación, intenta intervenir.

—D-Debemos calmar la situación... primero que nada... —empieza a decir, pero su voz se apaga cuando un grito desgarrador rompe el aire.

Largos tallos espinosos surgen del suelo, envolviendo a la sirvienta en un abrazo cruel. Las espinas se clavan en su piel, dejando cortes profundos que manchan su uniforme con sangre.

—Sí, calmar la situación —dice Bleick con una calma escalofriante, girándose hacia los guardias que custodian la entrada — Lleven a esta espía ante el Rey. Veamos si tiene tiempo para gritar su inocencia.—

Los guardias obedecen de inmediato, arrastrando a la sirvienta fuera de la sala mientras esta lanza súplicas desesperadas.

Cuando el salón queda vacío, Bleick alza la voz nuevamente.

—Fuera todos. Quiero este lugar despejado. —

Los sirvientes obedecen sin dudar, abandonando el salón rápidamente. Solo Gabriel permanece allí, observándola con una mezcla de confusión y preocupación.

Bleick, con la mirada fija en el suelo, parece perdida en sus pensamientos. Finalmente, Gabriel se acerca con cautela.

—¿Por qué no dejaste que me lo comiera? —pregunta, rompiendo el silencio. Su tono es serio, casi acusador— Si lo hubieras hecho, podrías haber... podrías haber bailado sobre mi tumba.—

La princesa esboza una sonrisa amarga y sarcástica, aunque no levanta la vista.

—Tal vez porque el contrato que nos une me obliga a salvar tu vida y soportarte... incluso cuando no quiero —responde con frialdad.

Después de un momento, la princesa añade, con un tono más sombrío:

—Es la sexta sirviente que intenta matarme este año. Y con una maldita frutilla. Es patético. —

Gabriel frunce el ceño, aún desconcertado.

—¿Cómo olvidaste tus propias alergias? Eso no tiene sentido —dice, mirándola fijamente.

Las palabras parecen golpear a Bleick como una daga. "Mis alergias..." piensa, su mente retrocediendo en un torbellino de memorias entrelazadas.

"Bleick solo era alérgica a las nueces... nunca escribí sobre las frutillas. Esa era mi alergia... en mi otro cuerpo. Esto... esto se está descontrolando."

Finalmente, sacude la cabeza y se vuelve hacia Gabriel, su rostro endurecido nuevamente.

—No iba a morir, mocoso. No te iba a dar el gusto. Ahora, vuelve a tu entrenamiento. Si no mejoras hoy, tú serás mi muñeco de prueba mañana —declara antes de girarse y salir del salón, dejando a Gabriel con más preguntas que respuestas.