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Chapter 2 - Capitulo Uno: La semilla

—¿Le gustaría usar el nuevo...? ¿Majestad? —la sirvienta pelirroja mueve la mano frente a su rostro, intentando captar su atención.

Ella parpadea, sacudiéndose de sus pensamientos, y luego observa a las doncellas que la rodean. Asiente en silencio, volviendo la mirada al espejo frente a ella. Bleick de Rosse, la villana de su propia novela. El reflejo que le devuelve el cristal le recuerda que ya no es ella misma, sino la terrible creación que una vez ideó. Desde que despertó en ese cuerpo, la sensación de desconcierto no la abandona, pero está rodeada de demasiadas personas para permitir que el pánico o el asombro la dominen.

Las sirvientas se afanan con los últimos ajustes del vestido, dejando que sus pensamientos vaguen libres. Pero su mente no tarda en divagar hacia Michel, la mujer que la lanzó por el balcón de su apartamento. No sabe si aquella maldita sobrevivió o si finalmente el destino la arrastró al infierno. De cualquier forma, ya no le importa. La deidad que la trajo a este mundo le ha dado una nueva oportunidad, y está decidida a no desperdiciarla.

Mueve el brazo, observando el vestido que lleva. Tal como lo imaginó en su novela, es la misma prenda que Bleick usó en su primera aparición: un vestido de seda violeta oscuro, decorado con un delicado bordado de rosas negras que le confiere un aire siniestro y seductor. Las mangas de encaje negro y los detalles bordados en los puños reflejan un lujo intimidante, como si cada hilo estuviera tejido con intención de dominar.

El ambiente a su alrededor es denso, opresivo. Puede sentir cómo las miradas de las sirvientas se mantienen fijas en el suelo, evitándola. Ninguna se atreve a cruzar sus ojos con los de ella, temiendo la fuerza que emana de su presencia.

Con un leve movimiento de su mano, indica que está lista. Los caballeros se acercan para escoltarla, guiándola hacia el Gran Comedor, donde desayunará con su hermano menor y el rey de Rosae Spinosae, su padre.

A cada paso, lucha contra la maraña de emociones que bullen en su interior: confusión, incredulidad, e incluso un dejo de excitación ante lo que vendrá. Su rostro, sin embargo, se mantiene frío. El ceño ligeramente fruncido es el único vestigio de su lucha interna.

Uno de los caballeros a su lado comienza a temblar visiblemente, esforzándose por seguir el ritmo de su compañero. Ella no se da cuenta de que, inmersa en sus pensamientos, desprende un aura de autoridad abrumadora.

Cuando las puertas del Gran Comedor se abren, el saludo sincronizado de los guardias le permite avanzar. Sus ojos carmesí recorren la majestuosidad del lugar: las paredes doradas reflejan la luz de un enorme candelabro que domina el techo; la mesa larga, cubierta de un mantel blanco impecable, está adornada con jarrones llenos de rosas blancas y cubiertos de plata reluciente. Todo es un despliegue de opulencia, un recordatorio constante de su nuevo lugar en este mundo.

Las sillas, con su elegante diseño y tallados de rosas, son firmes pero refinadas, reflejando la dualidad de la realeza: comodidad y rigidez en perfecta armonía. Un mayordomo se adelanta para retirarle el asiento, y ella toma asiento con una gracia que se esfuerza por imitar.

Frente a ella, los bocadillos están dispuestos con un esmero casi obsesivo. Tazas de porcelana fina esperan junto a un servicio de té impecable. Pero, a pesar de la belleza del entorno, el aire está cargado de tensión.

Repasa mentalmente las escenas que escribió. Si su memoria no la traiciona, este es el momento en que su hermano menor entra al comedor. Justo como lo predijo, el niño aparece en la entrada, con la cabeza ligeramente inclinada y una expresión que intenta ocultar el peso de sus pensamientos. Aunque apenas tiene once años, su mirada oscura parece cargar con el peso de mil secretos.

Su corazón da un vuelco. Él. Su segundo personaje favorito. Con sus rizos rubios desordenados y sus mejillas rosadas, resulta incluso más adorable de lo que había imaginado. La contradicción entre su rostro dulce y su actitud fría lo hace aún más encantador. Se contiene para no correr a abrazarlo y pellizcar sus mejillas como si fuera un niño cualquiera.

El joven príncipe se detiene al sentir su mirada. Sus ojos chocan, y él reacciona frunciendo el ceño y apretando los dientes, claramente incómodo. Sus gestos lo delatan: está nervioso. Probablemente malinterpreta su mirada, pues Bleick aún no se da cuenta de que la intensidad de sus ojos carmesí, sumada a su reputación, proyecta una hostilidad que no siente.

Ella sonríe sin darse cuenta, pero el gesto no es cálido, sino sombrío, como si estuviera tramando algo. El príncipe traga saliva, desviando la mirada rápidamente, mientras el ambiente se vuelve aún más opresivo. Bleick reprime un suspiro, sabiendo que tendrá que aprender a manejar no solo el poder de su nueva posición, sino también las expectativas y miedos que la rodean.

Ya sentado a una distancia prudente de su hermana, el joven príncipe Gabriel desvía la mirada, incapaz de sostener el peso de su presencia. Pero el ambiente cargado parece devorar su paciencia. Sus pequeños puños se cierran con fuerza, mientras su respiración se vuelve más agitada. Finalmente, alza la vista hacia Bleick, con una expresión tan oscura como sus pensamientos.

—¿Qué quieres? ¿Ordenarme algo o insultarme? Si lo haces, padre se enfadará conmigo. ¡No arruines esto también! —su voz tiembla levemente, como si la irritación buscara disfrazar el miedo que siente.

Las palabras del niño resuenan en el comedor, y Bleick lo observa con un destello de sorpresa. Esa escena. La recuerda. En su novela, Bleick había aprovechado este momento para provocar a Gabriel hasta el límite, logrando que el rey entrara justo a tiempo para humillarlo y expulsarlo del desayuno. Fue una jugada calculada para socavar aún más la ya frágil relación entre padre e hijo.

Pero ahora, siendo la misma Bleick, siente una punzada de remordimiento. "Él no merece esto...", piensa, mientras cierra los ojos un momento. Su mano se alza con un movimiento elegante, deteniendo cualquier escalada en la conversación.

Gabriel la mira, atónito. Esa reacción... no la esperaba. Durante toda su corta vida, Bleick había sido un tormento para él, un constante recordatorio de su aparente insuficiencia. Pero ahora, ella parece distinta. Su silencio no es una trampa, ni un ataque velado, al menos no por ahora.

Confundido, el príncipe desvía su mirada hacia la taza de porcelana frente a él. ¿Qué está planeando? La desconfianza lo envuelve como una capa. No puede bajar la guardia, no con ella.

—Gabriel Rosauro de Rosse... endereza la espalda. Padre está llegando. —La voz de Bleick corta el aire, sobria y cargada de autoridad.

Gabriel siente un escalofrío recorrerle el cuerpo. Esa voz... el tono firme y casi indiferente que usa, lo paraliza. No sabe si es una advertencia genuina o un nuevo juego cruel. Pero el nerviosismo lo impulsa a obedecer.

"Espero que lo entienda... solo quiero ayudarle," reflexiona Bleick mientras fija la mirada en su taza de té, evitando cualquier indicio que delate su verdadera intención.

Gabriel abre la boca para responder, pero justo en ese momento las puertas del comedor se abren, inundando el ambiente con una presión tan opresiva que parece robarles el aire.

Entra el rey Demmir de Rosse IV, su figura imponente proyecta una sombra que parece devorar la luz. Su caminar es lento, pero pesado, y con cada paso, el suelo parece temblar bajo su autoridad. Sus ojos, fríos como el invierno, recorren a sus hijos con una mezcla de desdén y aburrimiento.

Bleick siente su pecho apretarse al verlo. "¿Qué estaba pensando al crear este monstruo?", se pregunta, mientras lo observa avanzar con la misma temeridad que uno miraría a un depredador. Pero sus ojos, sin darse cuenta, reflejan el desafío.

Demmir se detiene frente a su asiento, dejando que el silencio se extienda como un manto asfixiante. Se apoya en el respaldo de la silla con aire de superioridad, y su mirada helada se clava en Bleick como un cuchillo.

—¿Tan temprano en la mañana vas a empezar con tus berrinches? —pregunta, su tono burlón, pero impregnado de veneno. Levanta una taza de porcelana y sorbe su contenido lentamente, sin apartar los ojos de ella.

Gabriel siente un escalofrío recorrerle la espalda mientras intenta beber su té. La tensión es palpable, como si el aire mismo se hubiera congelado. Sus manos tiemblan ligeramente, y el líquido caliente apenas logra calmar su creciente ansiedad.

Bleick, por su parte, toma su taza con calma, manteniendo una fachada imperturbable. No responde al comentario del rey, dejando que su silencio sea su única respuesta. Sin embargo, por dentro, su mente trabaja frenéticamente. "Maldición... olvidé lo intimidante que es este personaje. Si salgo viva de esto, prometo ser más cuidadosa con mis gestos."

El rey alza una ceja, claramente irritado por la falta de reacción de su hija. Su mirada, afilada como una espada, busca provocarla, pero Bleick se limita a un movimiento calculado:

—Buenos días, padre. —Inclina ligeramente la cabeza, llevando una mano a su pecho en un gesto de respeto.

El rey la observa en silencio, sus ojos buscando una grieta en su fachada. Finalmente, deja escapar un leve gruñido, tomando otro sorbo de té.

Gabriel, sin embargo, está al borde del colapso. El sudor frío corre por su frente mientras intenta no llamar la atención. En su mente, solo hay una frase: "Mi hermana es una completa imprudente. Va a matarnos a ambos."

El Rey Demmir dejó lentamente la taza sobre la mesa, con un movimiento que parecía resonar más fuerte de lo normal en el opresivo silencio del comedor. Sus dedos comenzaron a golpetear la superficie de madera, un gesto aparentemente trivial, pero que cargaba el ambiente con una tensión palpable.

Gabriel sintió el efecto inmediato. Cada golpeteo era como un martillo en su cabeza, haciéndolo encogerse más en su asiento. Sus pensamientos se arremolinaban caóticamente, tratando de adivinar qué podría estar pasando por la mente del monarca. En cambio, Bleick mantenía la mirada baja, aparentando serenidad, aunque por dentro, un nudo se formaba en su estómago.

"¿Habrá interpretado mal mi saludo? Maldita sea, todo este juego de apariencias es más peligroso de lo que pensé," se recriminó, luchando por no delatar su nerviosismo.

—Buenos días. —La voz del rey, seca y sombría, rompió el silencio como una cuchilla afilada.

El tono grave y helado hizo que los vellos de Bleick se erizaran. Un escalofrío recorrió su espalda mientras intentaba contenerse. "¿Qué tan malévolo pude haberlo escrito? Esto va más allá de lo que imaginé. Es el mismísimo diablo encarnado," pensó, maldiciendo sus decisiones creativas.

—¿Vas a decirme qué quieres o seguirás perdiendo el tiempo? Déjate de rodeos. —Las palabras del Rey cayeron con la fuerza de un martillazo, mientras su mirada perforaba a su hija.

Bleick tuvo que hacer un esfuerzo monumental para no sobresaltarse. "Mantén la calma," se dijo a sí misma. Sabía que este momento era clave, no solo para la narrativa de la novela, sino para su propia supervivencia. En el contexto de la historia, esta escena marcaba la entrada de la protagonista y su conexión inicial con la villana.

Bajó la mirada, y por un instante, la tristeza y la melancolía la invadieron. Recordó el destino que había escrito para Bleick: un final cruel, donde la princesa tirana sería torturada y humillada por la heroína, bajo las crueles sugerencias de Michel, quien nunca simpatizó con la villana. Ese recuerdo le dejó un sabor amargo en la boca.

—Padre... Solo te pido permiso para salir del castillo, con escoltas y en compañía del príncipe Gabriel. —Bleick alzó la mirada, hablando con cortesía pero manteniendo su tono sombrío.

El comedor quedó sumido en un silencio sepulcral. El rey la miró fijamente, como si tratara de descifrar algún intrincado plan detrás de su petición. Aunque no lo demostraba, estaba sorprendido; su hija, conocida por su avaricia y egoísmo, ahora parecía casi... modesta. Gabriel, por su parte, no podía ocultar su desconcierto, sus ojos abiertos de par en par lo delataban.

Una sonrisa se formó en los labios del rey, una curva lenta y cruel que irradiaba una maldad pura. Gabriel sintió el aire desaparecer de sus pulmones, mientras los sirvientes que presenciaban la escena retrocedían instintivamente, temerosos de aquella expresión.

"Lo sabía. Eso significa que ha aceptado mi petición," pensó Bleick, sintiendo un destello de triunfo.

Se levantó con gracia, moviéndose hacia el rey con pasos calculados. Su andar, elegante y majestuoso, irradiaba una autoridad que parecía casi natural. Al llegar a él, hizo una reverencia perfecta, bajando la cabeza y colocando una mano sobre su pecho en un gesto de sumisión.

—Le ruego me disculpe, padre. Mi forma de pedir su permiso ha sido inapropiada. Permítame reformular mi solicitud con mayor humildad.

El gesto y las palabras estaban pensados para satisfacer el ego del rey, quien disfrutaba ver a los demás humillarse ante él. Sin embargo, la sonrisa en su rostro desapareció de inmediato. Sus ojos se oscurecieron, y su expresión se tornó furiosa.

Demmir se levantó bruscamente de su asiento, el sonido de la silla resonó como un trueno en el comedor. Sin decir una palabra más, se dio media vuelta y salió del salón, dejando tras de sí una estela de tensión gélida.

Bleick sintió cómo su corazón se aceleraba, y sus piernas comenzaron a temblar bajo el peso de su vestido. "Por poco me arranca la cabeza... pero esto debería ser suficiente para captar su interés," pensó, mientras intentaba calmarse.

Al regresar a su asiento, intentó relajarse. Sin embargo, en su intento por sonreír amablemente a Gabriel, lo único que consiguió fue una mueca siniestra que lo hizo retroceder, horrorizado.

—¿Ahora planeas llevarme fuera del castillo para matarme? —pensó Gabriel, sudando frío mientras su hermana se acercaba a él.

Para su sorpresa, en lugar de atacarlo, Bleick levantó la mano y le acarició la cabeza con suavidad. Gabriel se quedó paralizado, incapaz de procesar el gesto.

—Partiremos en una hora. —La voz de su hermana era serena, casi amable.

Gabriel la observó marcharse, tocando con incredulidad el lugar donde antes había estado su mano. Una inesperada calidez llenó su pecho, confundiendo aún más sus emociones.

Bleick, por su parte, regresó a su habitación. Cerró la puerta tras de sí y, sin fuerzas, se desplomó en el suelo. Las lágrimas comenzaron a brotar mientras recordaba todo lo que había pasado: su muerte, su regreso, y la monstruosidad que había creado en Demmir.

—Maldita Michel... —susurró entre risas amargas.

Caminó hacia el espejo y miró su reflejo, viendo no solo a Bleick, sino también a sí misma. Tocó el cristal con una mano, sus ojos reflejando una mezcla de furia y determinación.

—Tú y yo, juntas, le haremos pagar.

En ese momento, alguien golpeó la puerta, anunciando que el rey había dado su permiso para la salida. Bleick sonrió, pero esta vez, su sonrisa era perturbadora, un claro presagio de que su venganza había comenzado.