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Chapter 4 - Capitulo tres: Tallo

GABRIEL I

El eco del sollozo contenido de la sirvienta resuena en la amplia habitación, donde las cortinas de terciopelo pesado apenas permiten que la luz del día penetre. Gabriel, de espaldas a ella, permanece inmóvil mientras el agua sucia gotea de su ropa y forma pequeños charcos a sus pies.

-Joven príncipe... debí haber estado allí para usted. Realmente lo siento mucho -murmura la criada, su voz quebrada por la culpa, mientras las lágrimas caen silenciosas.

-No te disculpes -responde Gabriel en un tono bajo, casi monótono. Sin mirarla, añade con un gesto imperceptible- Prepara el baño. -

La joven asiente, se retira en silencio, y la habitación queda sumida en un abismo de quietud.

En cuanto se cierra la puerta, el príncipe se permite liberar lo que ha estado conteniendo. Sus puños se cierran con tanta fuerza que los nudillos se vuelven blancos, sus dientes rechinan mientras un fuego invisible arde en su interior. De pronto, su mirada se fija en un jarrón de rosas rojas sobre una mesa cercana.

Con un grito desgarrador, lo toma y lo lanza con toda su fuerza contra el suelo.

-¡AAAAHHHHH! -El grito reverbera en las paredes, mezclándose con el sonido del vidrio estallando en mil fragmentos.

Gabriel cae de rodillas, su cuerpo temblando mientras su ira se disuelve en un llanto crudo y sin consuelo. Sus manos tiran de su cabello con desesperación, como si quisiera arrancar el dolor que se ha alojado en su pecho. Más allá de la puerta, la sirvienta escucha los sollozos del príncipe y aprieta los labios para no hacer ruido. Sus lágrimas fluyen sin cesar, reflejando su impotencia y culpa.

Horas después, Gabriel emerge de su habitación. Su cabello húmedo y su ropa limpia no logran ocultar sus ojos rojos e irritados ni el vacío en su mirada. Las obligaciones lo empujan hacia adelante, como un títere cuyos hilos son manejados por la etiqueta y el deber.

Se dirige al establo, buscando refugio en un lugar donde el bullicio del castillo no lo alcance y, más importante, donde su hermana no lo encontrará.

Toma un cepillo y comienza a peinar el lustroso pelaje de los caballos. Sus movimientos son automáticos, como si el simple acto de cepillar pudiera limpiar también el caos en su mente.

A lo lejos, la sirvienta lo observa con una mezcla de tristeza y admiración.

"Pese a todo... sigue adelante."

Peiensa, aunque su corazón se retuerce al recordar lo que presenció esa mañana. Su mirada se desvía hacia el castillo, cuya silueta se alza imponente bajo el cielo teñido de gris. Siente un escalofrío al pensar en el mal que se oculta tras esas paredes y en el peso que el príncipe debe soportar.

Gabriel, tras dejar el cepillo a un lado, dirige su mirada al horizonte por un breve instante. Luego, sin voltear a ver a la sirvienta, camina hacia el campo de entrenamiento detrás del establo.

-Marín, prepara los monigotes -ordena, su voz baja pero firme, mientras se coloca un par de guantes de cuero azul oscuro, bordados con filigranas plateadas que centellean bajo la luz del sol menguante.

La sirvienta, Marín, se apresura a cumplir la orden. En pocos minutos, un monigote de entrenamiento con una grotesca corona de rosas negras está en posición. Gabriel lo examina y asiente, satisfecho.

Con un movimiento metódico, Gabriel se posiciona a una distancia prudente del muñeco. Levanta ambas manos, y sus ojos se entrecierran mientras susurra palabras difíciles de pronunciar, antiguas y desconocidas, apenas audibles incluso para él. De sus guantes comienzan a emanar pequeñas partículas de luz que flotan como luciérnagas antes de fusionarse en un destello cegador.

Abre los ojos, y en ellos brilla una resolución férrea. El resplandor sale disparado de sus manos en un rayo recto y brillante. El ataque impacta el monigote con fuerza, decapitando la figura y haciendo que la corona de rosas negras caiga al suelo como una sombra derrotada.

Gabriel exhala profundamente, pero el esfuerzo ha hecho que sus manos tiemblen. No se permite descanso. Con un gesto de su cabeza, indica a Marín que prepare otro muñeco, esta vez con una rosa blanca coronándolo.

El segundo ataque no es tan eficaz. La luz golpea al muñeco, pero apenas le causa un rasguño superficial. Gabriel frunce el ceño, la frustración crepitando en el aire a su alrededor como chispas invisibles. Su sirvienta, observando desde un rincón, siente un nudo en el pecho al verlo tan abatido.

Gabriel dedica horas al entrenamiento, cada ataque más débil que el anterior. Finalmente, exhausto, cae al suelo, cubierto de sudor. Se quita los guantes con movimientos torpes, notando que la gema azul incrustada en ellos está destrozada.

Sin una palabra, lanza los restos lejos de sí, como si fueran un recuerdo de su fracaso.

-Es el octavo en esta semana... Si tuviera más dinero, comp... -intenta decir Marín, preocupada, pero el príncipe levanta una mano, interrumpiéndola.

-No hace falta. Con lo que haces es más que suficiente -responde Gabriel, su tono más suave pero cargado de cansancio.

Permanece sentado un momento más, observando el cielo teñido por los tonos cálidos del atardecer. Sus ojos se fijan en el horizonte, donde el sol parece hundirse lentamente detrás de las montañas. Susurra una maldición al viento, una expresión amarga de su impotencia.

Finalmente, se levanta y sacude su ropa con movimientos mecánicos. No quiere regresar al castillo, donde las intrigas y las apariencias lo esperan, pero no tiene opción.

"La cena está por comenzar, y si no estoy allí, el Rey se sentirá ofendido,"

Piensa con resignación mientras emprende el camino de regreso.

Gabriel camina por los vastos corredores del castillo, un laberinto de piedra gris iluminado por candelabros mágicos que flotan en el aire, derramando una luz cálida y titilante. Las paredes están decoradas con tapices que narran las hazañas de antiguos héroes, y los suelos de mármol pulido reflejan débilmente los relieves dorados de las puertas. Cada paso que da resuena como un eco de su insignificancia en aquel lugar colosal. Marín, su leal sirviente, lo sigue unos pasos detrás, con una mirada preocupada pero incapaz de articular su inquietud.

En el rostro de Gabriel, los ojos color oro reflejan el peso de su situación. Su postura es tensa, y sus manos tiemblan ligeramente mientras ajusta la sencilla túnica azul que lleva. Aunque el color recuerda a la nobleza, el tejido no es tan fino como el de los ropajes de su hermana o su padre. Es un recordatorio silencioso de su lugar en aquella jerarquía despiadada.

Ambos intentan evitar a los caballeros que patrullan los pasillos. Las armaduras de los guardias, forjadas con un acero negro decorado con inscripciones mágicas, parecen aún más amenazantes bajo la luz oscilante. Cada encuentro sería una oportunidad para que las humillaciones se multiplicaran. Gabriel respira aliviado al llegar a la puerta de su habitación, un espacio que es más prisión que refugio. Allí se prepara para enfrentar lo que viene, su mente llena de dudas y resignación.

Al entrar al gran comedor, Gabriel siente cómo el ambiente cambia drásticamente. Es un lugar imponente, diseñado para inspirar tanto admiración como miedo. La sala se extiende bajo un techo abovedado decorado con frescos que narran la creación del reino. Candelabros colosales, cuyas velas arden con llamas que parecen nunca consumirse, iluminan cada rincón. La mesa central, hecha de roble negro con detalles de oro y ónix, se extiende como un río interminable, cubierta de manjares exóticos que apenas se tocan.

En la cabecera se encuentra el Rey, un hombre de expresión pétrea y fría, vestido con una capa de terciopelo negro ribeteada en hilo de plata. Su rostro, marcado por los años y la dureza, no muestra emoción alguna.

A su lado, la princesa Bleick se erige como la antítesis de su hermano: radiante, segura y cruel. Su vestido carmesí, bordado con delicadas llamas doradas, parece bailar con cada movimiento que hace. Sus ojos, de un carmesí profundo, brillan con una intensidad inquietante, como si el fuego mismo habitara en ellos.

Gabriel intenta pasar desapercibido, caminando con pasos ligeros hacia su asiento en un extremo de la mesa. Pero el silencio que se extiende en la sala es roto de golpe por un sonido que le congela el alma: el golpe de la mano de Bleick sobre la mesa.

-¿Qué piensas hacer? - dice ella, su voz como un filo helado que corta el aire - Los animales comen en el suelo.-

Su mirada ardiente se fija en él, y Gabriel siente cómo el calor abandona su cuerpo. Intenta reunir fuerzas para continuar, pero antes de dar un paso más, el plato de comida de la princesa vuela por el aire y se estrella contra el suelo frente a él. Los restos de comida manchan la alfombra tejida a mano y sus zapatos, y el joven príncipe queda paralizado, incapaz de responder.

Los ojos de Gabriel se alzan hacia su padre, buscando desesperadamente alguna señal de protección. Pero el Rey, como una estatua de mármol, sigue bebiendo de su copa de vino. Su mirada vacía y distante es más devastadora que cualquier reprimenda. Al no encontrar apoyo, Gabriel baja la cabeza, sintiendo el peso de su insignificancia.

Bleick se acerca a él con una sonrisa que mezcla burla y sadismo. La luz de los candelabros refleja el brillo de las joyas que adornan su cuello y sus muñecas, cada una de ellas un testimonio de su posición privilegiada. Sin previo aviso, lo toma por la nuca y lo empuja hacia el suelo, obligándolo a hundir las manos y el rostro en los restos de comida.

- Tú, asquerosa bestia, no mires a padre... No eres un animal digno -escupe, sus palabras cargadas de un odio inexplicable.

Gabriel siente el ardor de las lágrimas luchando por salir, pero se obliga a mantenerlas a raya. El suelo frío y la textura pegajosa de la comida son un recordatorio de su impotencia. Finalmente, Bleick lo suelta, su risa resonando como un eco cruel en la inmensidad del comedor.

-Padre, quiero esas joyas... - dice entonces, su tono cambiando drásticamente a una dulzura casi angelical mientras se dirige al Rey.

El monarca apenas reacciona, chasqueando los dedos para que un mayordomo atienda la petición. Bleick sonríe con satisfacción, enderezándose con una gracia natural y ajustando su vestido como si nada hubiera ocurrido. Antes de salir, lanza una última mirada a Gabriel, su sonrisa sombría una promesa de más tormentos futuros.

Cuando la cena finalmente termina, Gabriel regresa a su habitación. Las paredes de piedra parecen cerrarse sobre él, y la suave luz de las lámparas mágicas apenas logra iluminar el espacio. Con un movimiento brusco, cierra la puerta tras de sí y deja escapar un grito lleno de furia y dolor.

- ¡Maldita sea! ¡Maldita sea ella! ¡Maldito sea todo esto! -

Los jarrones de rosas, que decoran la habitación como un recordatorio irónico de la violencia que acaba de soportar, vuelan por el aire al ser arrojados contra las paredes. Los pétalos caen al suelo como gotas de sangre, y los fragmentos de cerámica se esparcen por todo el lugar.

Con los puños cerrados y la respiración entrecortada, Gabriel toma un espejo y lo lanza al suelo. Su reflejo, fragmentado en mil pedazos, parece burlarse de él. Finalmente, se deja caer sobre la cama, con lágrimas rodando por su rostro y el pecho agitado por la mezcla de rabia y desesperación.

"Si tuviera el poder... si tan solo pudiera destruirlos a ambos"

El eco de su ira resonando en su mente. Pero incluso en la oscuridad de su habitación, las sombras del castillo y la risa de Bleick lo persiguen como fantasmas que no lo dejarán escapar.

El aire frío y húmedo de la habitación parecía envolvera Gabriel en una capa de pesadumbre mientras se encontraba sentado en su cama, aún procesando la tormenta de emociones que había experimentado en el gran comedor. La puerta se abrió lentamente, y Marín entró con un plato de comida y una pequeña caja que depositó

cuidadosamente sobre la mesa cercana.

La sirvienta no dijo ni una palabra, simplemente dejó los objetos y se retiró, cerrando la puerta con la misma Suavidad con la que había entrado.

Gabriel no dijo nada tampoco. Se quedó inmóvil por un momento, observando la caja. Algo en su interior, algo en el peso de la caja, le decía que aquello tenía una importancia mucho mayor de lo que parecía. Su pulso se aceleró y, sin pensarlo más, tomó la caja con manos temblorosas, como si estuviera

manejando algo extremadamente valioso o frágil.

Al abrirla, vio lo que contenía: unos guantes de cuero nuevos, aunque ya ligeramente gastados, con una gema blanca iincrustada en la muñeca izquierda. La gema, a pesar de estar algo deteriorada, seguía brillando tenuemente. Era un símbolo de poder, algo que siempre había usado para canalizar su magia. Gabriel sabía que, aunque no estaba en perfecto estado, aún podía utilizarla. Sus ojos, apagados por la tristeza, destellaron con un atisbo de esperanza al verlos. En ese momento, se sintió más fuerte. Era lo único que le quedaba.

Después de ese día, Gabriel volvió al establo, buscando algo que lo distrajera de la tormenta que arremolinaba en su corazón. El aire fresco y el olor a heno mojado lo acogieron con brazos invisibles, como un refugio que lo protegía de la oscuridad del castillo. Los caballos, seres nobles que jamás lo habían juzgado, se movían con calma en sus establos. Gabriel se acercó a uno de ellos, un semental negro de ojos inquietos, y comenzó a cepillarlo, sintiendo que podía encontrar consuelo en esa rutina.

Sin embargo, al salir del cobertizo y pasar cerca del jardín principal, vio a la princesa Bleick paseando con Sus sirvientas. El resplandor de su vestido

carmesí era como una sombra que se alargaba por el suelo, y su risa, ligera y burlona, era Como un eco en el aire. Gabriel apretó los dientes y desvió la mirada, sintiendo cómo el miedo comenzaba a invadirlo.

Cada vez que la princesa estaba cerca, una opresión invisible se apoderaba de su pecho. No quería cruzar miradas con ella. Sabía que cualquier contacto, cualquier palabra que ella dijera, sería un recordatorio de su humillación. Con un esfuerzo sobrehumano, desvió su ruta, decidido a evitarla a toda costa.

Pero cuando estaba concentrado en su entrenamiento, un estruendo

ensordecedor interrumpió el sonido del viento y los caballos. Gabriel se detuvo en seco, su corazón comenzó a latir con fuerza en su pecho. Corrió hacia el establo, con la mente nublada por la ansiedad. Algo no estaba bien.

Al entrar al establo, su mirada se congeló al ver a Marín tirada en el suelo, Cubierta de tierra y con marcas de golpes y moretones por todo su cuerpo. Unas cuerdas rojas de sangre caían de sus heridas, y la joven sirvienta respiraba con dificultad, como si el aire le estuviera faltando. Gabriel, con el alma destrozada, no pudo evitar el grito de preocupación que salió de su pecho.

-¡Marín! i¿Qué te sucedió?! -Exclamó, cayendo de rodillas su lado. Intentó sujetarla con cuidado, pero ella, aunque herida, trató de apartarse con debilidad.

-Ella lo hizo de nuevo... - susurró Marín, apenas audible, mientras sus ojos se cerraban en un intento por soportar el dolor.

Gabriel no pudo comprender cómo la princesa Bleick podía causar tanto daño, pero lo sabía. Sabía que ella era capaz de cualquier cosa, que su crueldad no tenía límites. Se levantó de un salto, apretando los puños con fuerza. El miedo, la rabia y la impotencia lo invadieron.

- Ella.! ¡Es suficiente! ¡LA MATARÉ AHORA! - gritó, con el corazón

acelerado y los ojos brillando con furia.

Quería vengar a su amiga, a la única persona que le había mostrado algún tipo de bondad en todo ese infierno.

Pero Marín, con sus fuerzas al límite, lo miró con unos ojos cansados pero decididos. Su mano, temblorosa, se levantó para detenerlo.

- U-usted... no está listo... - dijo con voz débil, pero cargada de una tristeza que reflejaba todo lo que había sufrido.

- Podrían matarlo. Y todo lo que ha hecho hasta ahora, todo lo que ha construido, sería en vano. Por favor, no lo haga... -

Gabriel se quedó quieto, su rostro endurecido por la frustración, pero las palabras de Marín lograron calmar un poco su fuego. No estaba listo, lo sabía, pero el pensamiento de no hacer nada lo estaba consumiendo. La situación lo

Superaba.

- P-pero... ella... e-esta bien.

Únicamente lo haré por ti -

Con voz quebrada dijo, mientras se inclinaba para comenzar a tratar las heridas de la sirvienta, su rabia transformándose en una desesperación silenciosa.

Marín, aunque exhausta, intentó enderezarse un poco. Cerró los ojos por unos segundos, buscando el coraje para hablar.

- Lo que voy a decir es muy importante, asi que por favor escúchelo atentamente -dijo con calma, a pesar de las cicatrices que marcaban su cuerpo.

-El Conde Sariel Derecttore discutirá los términos con el Rey Demmir, sobre la cueva del Renacido. Dentro de cinco meses. -

Las palabras de Marín fueron como un rayo de luz en la oscuridad para Gabriel. Se detuvo, mirando a su sirvienta con los ojos muy abiertos, sorprendido por lo que acababa de escuchar. Algo dentro de él se iluminó. La esperanza, aunque frágil, comenzó a tomar forma.

-¿La cueva del Renacido...? -preguntó con voz temblorosa, sintiendo que algo grande estaba a punto de ocurrir.

Marín asintió lentamente, y aunque su cuerpo estaba roto, su voz tenía la firmeza de alguien que había visto más de lo que debería. Gabriel sabía que, si podía entender lo que ocurriría en esos cinco meses, tendria una oportunidad para cambiar todo lo que había perdido.

El sol desaparece tras el horizonte, Cubriendo el castillo en un manto de sombras que abrazan sus torres góticas y las vidrieras de tonos carmesí y dorado. La cena comienza, y el gran comedor se encuentra inquietantemente vacío, con excepción de un plato de Comida servido sobre la inmensa mesa de madera tallada, cuyas patas tienen grabados de dragones enroscados. Solo algunos sirvientes permanecen cerca, Sus pasos resonando en el eco de las altas paredes de piedra.

Gabriel, un niño de cabello dorado como el trigo y ojos de oro puro, se sienta solo en una silla desproporcionadamente grande para su pequeño cuerpo. El silencio del comedor resulta inusual, y aunque un mal presentimiento se asoma en su pecho, el niño se permite comer con calma. El aire frío y ligeramente húmedo le provoca un escalofrío, pero su hambre supera cualquier

incomodidad.

De pronto, una voz melodiosa pero cargada de desprecio interrumpe el silencio como un cuchillo desgarrando seda.

-¿La bestia tenía hambre? -La voz de Bleick resuena, tan dulce como el veneno. Su figura aparece desde las sombras, con su vestido carmesí bordado con hilos de oro, que refleja la luz de los candelabros y le da un aire de realeza casi demoníaca.

Gabriel se levanta de inmediato, como si un resorte lo empujara, y baja la cabeza en señal de respeto.

-Princesa... -musita, su voz apenas un hilo, mientras el miedo se instala en sus gestos.

Bleick alza una mano delicada con uñas afiladas como pequeñas dagas y le indica con un gesto que guarde silencio.

—¿Sabes? Durante doscientos años, las Rosas de la Realeza han sido el orgullo de este reino — comienza, paseando por el comedor como si estuviera impartiendo una lección, mientras sus ojos carmesies chispean con un brillo malicioso — Las rojas representan pasión, las blancas, pureza. Pero las negras.. oh, las negras son elegancia y muerte. Las más codiciadas por su rareza. —

Gabriel la observa de reojo, tensando su mandíbula. Sabe que cada palabra que sale de su boca es un preludio a algo más. Bleick se detiene frente a él, sus labios curvándose en una sonrisa que no alcanza sus ojos.

— Y tú. tú eres un parásito — dice con furia contenida, antes de gritar — ¡Arruinaste el jardín! —

El eco de su vozZ rebota en las paredes, y Gabriel se estremece. Ella lo toma bruscamente por el cabello, tirando de sus mechones dorados como si quisiera arrancarlos.

— ¿Una rosa amarilla? ¿Qué broma es esta? — escupe, mientras su rostro se transforma en una máscara de ira.

Gabriel intenta zafarse, pero su fuerza no es suficiente contra la de Bleick.

Cuando ella alza un cuchillo de plata decorado con rubíes, su intención es clara.

—¡Yo soy única en el mundo! — grita, dispuesta a atacarlo.

Con un giro desesperado, Gabriel logra soltarse y corre hacia la puerta. Sin embargo, al descubrirla cerrada, su única opción es intentar esquivar a la princesa, que lo persigue con una sonrisa salvaje.

—Tú y tu maldita madre se pudrirán juntos! — exclama, mientras lanza el cuchillo hacia él. Gabriel tropieza y, aunque logra evitar un golpe directo, siente cómo el filo le rasga el brazo izquierdo.

El dolor le arranca un grito desgarrador. Se lleva la mano al brazo herido, su respiración agitada y su mente nublada por la ira y el miedo.

Apunta su mano sana hacia Bleick y comienza a murmurar palabras desconocidas. Su cuerpo vibra con una energía que apenas puede contener. La magia crepita en el aire como electricidad estáica.

Está dispuesto a matarla.

Antes de que pueda conjurar el hechizo, la puerta se abre de golpe, y el Rey Demmir entra al comedor. Su figura es imponente, con una capa negra que arrastra tras de sí y una corona de oro forjada con espinas. Su rostro, severo y cincelado por los años, emana una autoridad incuestionable.

— ¡Malditos engendros! — brama, su voz resonando como un trueno — Bleick, si no te vas ahora mismo, te encerraré en una bola de cristal para siempre. —

Bleick frunce el ceño, visiblemente molesta, pero cede. Chasquea la lengua y deja caer el cuchillo con desdén, saliendo del comedor con un berrinche digno de una niña consentida.

Gabriel se queda allí, temblando de ira y dolor, mientras el Rey lo observa con indiferencia.

—Los dos se ignorarán el resto de sus patéticas vidas — ordena el Rey con voz glacial, antes de darse la vuelta y marcharse, dejando a Gabriel solo en el comedor.

El niño cierra los ojos, permitiendo que las lágrimas caigan silenciosamente mientras la sangre gotea de su herida. Poco después, Marín entra apresuradamente, su rostro lleno de preocupación.

Esa noche, Gabriel no logra conciliar el sueño. La imagen de Bleick alzando el Cuchillo se graba en su mente, mezclándose con la mirada fría de su padre.

—Príncipe... déjeme ayudarlo, por favor. —

Tres meses después

Bleick parece haber cambiado. Aunque aún lanza miradas cargadas de desprecio, ya no lo ataca físicamente. Un día, decide llevarlo al pueblo, una invitación que Gabriel acepta con cautela.

—Solo tenga cuidado, príncipe. No me imagino lo que haría si no regresa sano y salvo — le advierte Marín con una expresión de preocupación que no puede ocultar.

—Si intenta algo, no dudaré en defenderme. Regresaré —responde Gabriel, intentando tranquilizarla mientras sube al carruaje.

El viaje está cargado de tensión. La calidez que Bleick intenta mostrar parece tan falsa como su sonrisa. Sin embargo, cuando ella toma su mano entre la multitud, él siente algo extraño: una corriente de energía cálida y acogedora, aunque escalofriante.

Gabriel observa cada gesto, cada palabra de Bleick, intentando descifrar Sus intenciones. Pero lo que lo desconcierta por completo es verla luchar por él. Cuando lo rescata de su secuestro, arriesgando su vida y tomando otras para protegerlo, algo en él se quiebra.

Al regresar al castillo, aún confuso, Gabriel comenta lo sucedido con Marín.

—Es extraño. Ella no es la misma. Pero no confío en este cambio. —

—Tal vez algo más está ocurriendo, príncipe. Hable con ella — sugiere Marín, aunque su tono revela sus propias dudas.

Cuando Gabriel entra a la habitación de Bleick, un tenue resplandor de la luna llena atraviesa los pesados cortinajes de terciopelo rojo, iluminando a la princesa. Ella está sentada en un sillón alto junto a la ventana, con su cabello azabache cayendo como un río oscuro sobre sus hombros. Su mano roza una herida en su brazo, un recuerdo que parece atormentarla. Por un instante, su crueldad pasada parece distante, casi irreal, como un mal sueño que lucha por olvidar.

El príncipe avanza con cautela, sus pasos amortiguados por la alfombra persa que cubre el suelo de piedra. Su mirada se detiene en Bleick, quien no se inmuta ante su presencia, como si estuviera perdida en sus pensamientos. Una sensación de extraña vulnerabilidad emana de ella, y Gabriel no puede evitar sentir una punzada de confusión y empatía.

—Gracias… Princesa Bleick—dice con voz apenas audible, rompiendo el silencio.

Bleick alza la mirada, y sus ojos carmesí lo encuentran con una intensidad que lo deja inmóvil. Sin embargo, en lugar de la frialdad que solía caracterizarla, hay algo distinto, algo más suave, aunque igualmente desconcertante. Una sonrisa enigmática se dibuja en sus labios, tan sutil que parece un secreto compartido con la noche.

— Tranquilo... Llámame como quieras, hermano... —responde, su tono cargado de una serenidad casi antinatural, como si esas palabras fueran una declaración definitiva.

Gabriel se queda mirándola, intentando encontrar el sentido detrás de sus palabras. Finalmente, fuerza una débil sonrisa, más por cortesía que por auténtico alivio, y se da la vuelta para salir de la habitación.

Al cerrar la puerta detrás de él, su expresión cambia de inmediato. Donde antes había una chispa de esperanza, ahora reina la duda. Sus ojos se clavan en la madera tallada de la puerta, como si pudiera atravesarla con la mirada.

—No es el mismo tallo… —susurra, su voz baja pero cargada de sospeha.

Se apoya por un momento contra la pared del pasillo, dejando escapar un suspiro que parece llevase un pedazo de su alma. Las palabras de Bleick resuenan en su mente, mezclándose con los recuerdos de su crueldad pasada y los extraños gestos de bondad que ha mostrado recientemente. Algo no encaja, y esa sensación lo persigue mientras regresa a su habitación.