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Yo en Blue Lock

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Synopsis
Morí y reencarne en el mundo de Blue Lock con mis recuerdos intactos, tres deseos y un sistema
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Chapter 1 - Mi Historia y ¿Mi Final?

Desde que tengo memoria, el fútbol ha sido parte de mi esencia. No era solo un pasatiempo, ni siquiera una pasión cualquiera. Era mi mundo, mi manera de sentirme libre, de demostrarme a mí mismo que podía ser alguien especial. Recuerdo con claridad aquellas interminables tardes de verano, cuando el sol abrasador teñía el cielo de un resplandor dorado y el asfalto ardía bajo nuestros pies descalzos. El tiempo parecía detenerse entre el sonido del balón rebotando y las risas resonando en la calle.

No importaba dónde jugáramos. Un terreno baldío con piedras y baches que convertíamos en un desafío, un parque con árboles que hacían de postes, o incluso una calle angosta donde los autos estacionados formaban las barreras naturales de nuestra improvisada cancha. Nada nos detenía. Cada rincón de la ciudad podía transformarse en un campo de batalla.

Las reglas eran flexibles, adaptadas a la situación y a nuestro estado de ánimo. No había árbitros, no había fuera de lugar, y a veces ni siquiera había equipos fijos. Lo único que importaba era la pasión, esa llama inextinguible que ardía en cada uno de nosotros y que nos hacía olvidar todo lo demás.

Cada partido era más que un simple juego; era una prueba de fuego. No solo quería jugar bien, quería ser el mejor. Siempre buscaba a los rivales más fuertes, a los que todos temían enfrentar, y los desafiaba sin dudar. No importaba si era un partido de equipo o un 1 vs 1 en la calle. No había excusas, no había miedo. Solo talento contra talento, habilidad contra habilidad.

Desde niño, tuve una habilidad peculiar. No solo veía el fútbol, lo absorbía. Cada movimiento, cada regate, cada truco que veía en otros jugadores se quedaba grabado en mi mente y con muchos esfuerzos mi cuerpo comenzaba a replicarlo. No era una simple imitación; era como si mis músculos entendieran por sí solos cómo adaptarlo a mi propio estilo para no solo replicarlo sino también saber parar a mi rival. Mi cuerpo no descansaba hasta que cada gesto se volviera natural, hasta que pudiera ejecutarlo con la misma facilidad con la que respiraba.

Pero no solo era eso. Con el tiempo, desarrollé otra capacidad sin darme cuenta: podía leer el juego. Sabía dónde iba a estar el balón antes de que alguien lo pasara. Entendía el flujo del partido, los movimientos de mis compañeros y los errores de mis rivales. Anticipaba jugadas antes de que ocurrieran, como si mi mente viera unos segundos en el futuro. Años después, entendería que eso se llama visión de campo, pero en ese entonces, simplemente lo usaba sin pensar en ello.

Sin embargo, a pesar de estas habilidades, nunca llegué a desarrollarlas por completo. Nunca jugué en un equipo profesional, nunca tuve un entrenador que me guiara. Para mí, el fútbol siempre fue un juego de la calle, una forma de escapar de la rutina, de sentirme vivo. No había disciplina, no había planes a futuro. Solo el placer del momento, la emoción de la competencia y la euforia de cada gol. Por lo que todo ese gran potencial lamentablemente se desperdicio

Con el tiempo, mi vida cambió. Al entrar a la secundaria, mi relación con mi cuerpo comenzó a ser un problema. Siempre había sido algo más grueso que los demás, con un cuerpo que no se veía atlético, sino torpe y pesado. No era exageradamente obeso, pero lo suficiente para que la inseguridad creciera en mí.

Cada vez que jugaba, aunque mi habilidad era innegable, mi resistencia y velocidad no estaban a la altura. Sabía que mi físico me limitaba. Sabía que había miradas, murmullos, comentarios disfrazados de bromas. Había días en los que me quedaba frente al espejo, observando mi reflejo con disgusto, preguntándome si algún día podría cambiar.

Fue en la preparatoria cuando finalmente decidí hacer algo al respecto. El entrenamiento físico comenzó como una forma de deshacerme de esa inseguridad, de moldear mi cuerpo en algo de lo que pudiera estar orgulloso. Al principio, todo fue difícil. La primera vez que intenté correr, sentí que mis piernas pesaban una tonelada y que mi pecho iba a explotar. Levantar pesas era aún peor. Mi fuerza era limitada, mi resistencia casi inexistente. Pero me gustó esa sensación de estar al límite y poder dar aún más y más explorando de lo que era capaz realmente, además de la continua mejora.

Me avergonzaba entrenar al lado de otros. Evitaba mirarme en el espejo del gimnasio porque odiaba la imagen que veía. No quería que nadie notara mi cuerpo, ni lo comparara con los demás. Pero, aunque me costaba, seguí adelante.

Día tras día, semana tras semana, mi cuerpo comenzó a cambiar. La grasa empezó a desaparecer, y en su lugar, los músculos tomaron forma. Ya no era el niño gordito que se escondía en la ropa holgada. Ahora mi cuerpo se veía fuerte, poderoso. Y con cada transformación, mi confianza crecía.

Pero mi cambio no solo fue físico. Desde siempre, había destacado en algo más: mi absurda inteligencia.

No era alguien que estudiara por horas, ni que se matara leyendo libros. De hecho, la escuela nunca fue algo que me interesara demasiado. Pero aun así, sacaba calificaciones más altas que muchos de los que se esforzaban día y noche. Mis compañeros, esos que se creían los más listos de la generación, no podían entender cómo alguien que apenas ponía atención en clase podía superarlos con tanta facilidad.

Los exámenes eran casi un juego para mí. A veces sin estudiar, a veces sin haber asistido a clases en días, llegaba, leía las preguntas y obtenía 9s y 10s sin esfuerzo. No porque tuviera suerte, sino porque mi mente procesaba la información de una forma diferente. Me bastaba un vistazo rápido, un par de minutos para entender en ocasiones por simple lógica lo que otros se agobiaban tanto por memorizar.

Esa combinación entre físico y mente entre otras virtudes hicieron que en la preparatoria me convirtiera en alguien imposible de ignorar. No solo tenía un cuerpo imponente, también dominaba cualquier ámbito en el que decidiera entrar.

Era indiscutiblemente el Rey de la preparatoria sin dejar espacio a dudas.

A pesar de todo, nunca dejé de admirar a los jugadores que marcaron mi infancia y adolescencia. Messi, Kaká, Maldini, Modric, Xavi, Iniesta, Neymar, Casillas, Neuer, Buffon, Ramos, Roberto Carlos, Henry… todos ellos eran leyendas, cada uno con su propio estilo, con su propia magia.

Pero hubo dos que dejaron una marca imborrable en mí.

Ronaldinho El Mago y Cristiano Ronaldo El Comandante.

Ronaldinho era puro arte. No solo jugaba, bailaba con el balón. Su sonrisa, su alegría, la manera en la que cada toque suyo parecía desafiar las leyes de la física… era un espectáculo que dejaba boquiabierto a cualquiera que lo mirase. Me enseñó que el fútbol no era solo un deporte de competición a muerte sino que era una forma de arte, de expresión y diversión.

Cristiano, en cambio, representaba lo opuesto. Él no era solo talento, era sacrificio, disciplina, mentalidad. Cada gol, cada remontada, cada partido en el que se elevaba por encima de los demás demostraba que la grandeza no se regala, se construye.

Esto sin contar sus increíbles hazañas dentro de la cancha como empatar contra España metiendo tres goles en un mundial, una mítica chilena en la final de la Champions que dejaría huella en la historia del deporte, o ser el futbolista con más goles de la historia con 920 goles y contando. Todo esto lo convirtió en el jugador mas imponente, con la mayor presencia que alguna vez alguien pueda llegar a tener.

Veía videos una y otra vez, completamente absorto en cada movimiento, en cada instante de genialidad. Porteros volando como águilas, estirándose hasta lo imposible para desviar disparos destinados a ser gol. Defensores inquebrantables, capaces de anticipar cada jugada y lanzarse con precisión quirúrgica para robar el balón en el último segundo. Mediocampistas que orquestaban el juego con la maestría de un compositor dirigiendo una sinfonía, hilando pases imposibles que rompían defensas enteras. Delanteros implacables, cuya única misión era destrozar redes con disparos tan potentes y precisos que parecían desafiar las leyes de la física.

Cada jugada, cada destello de talento, cada momento de grandeza me hacía sentir algo indescriptible. Me fascinaba. Me inspiraba. Me recordaba lo que alguna vez soñé ser… y lo que, en el fondo, nunca dejé de desear.

Pero mi vida había tomado otro rumbo. A los 18 años, estaba atrapado en un dilema. No encontraba algo que me apasionara lo suficiente como para dedicarle toda mi vida. Cada día era una rutina, cada noche, una serie de pensamientos sin respuestas.

Esa noche, exhausto, me acosté con la mente nublada. Cerré los ojos, esperando que el sueño me liberara de mis dudas, que la noche me diera algo de claridad.

Pero lo que ocurrió a continuación fue inexplicable.

Una oscuridad profunda me envolvió, una sensación de vacío absoluto me atrapó. Era como si una fuerza mística me arrancara de la realidad, como si mi cuerpo y alma flotaran en un limbo sin tiempo, sin espacio, sin sentido. Sentía que estaba flotando perdido simplemente en la nada misma.