Los tutores contratados por mis padres quedaron completamente atónitos al observar mi ritmo de crecimiento en cualquier área de estudio. No importaba si el conocimiento era práctico o teórico, yo absorbía la información como una esponja. Recordemos que poseía el conocimiento de un joven de 18 años, y en mi anterior vida no solo me consideraba inteligente en comparación con el promedio, sino que era inteligente entre los más inteligentes a mi alrededor. A los pocos días, los tutores les informaron a mis padres que ya no sería necesario seguir enseñándome, ya que aprendería por mi cuenta. Mis padres solo tendrían que orientarme, dándome los temas adecuados y proporcionándome las herramientas necesarias para seguir aprendiendo.
Al principio, mis padres entendieron lo que los tutores les decían, pero no comprendieron la magnitud de las habilidades y el talento que realmente poseía. Con el tiempo, al convivir más conmigo y ver el desarrollo de mis capacidades, comenzaron a entender que mi crecimiento no era solo el de un niño prodigio, sino algo mucho más allá de lo que podrían haber imaginado.
Desde el momento en que nací, mis padres me cuidaron con ternura y dedicación. Me ofrecieron todo lo necesario, y más, asegurándose de que creciera en un ambiente lleno de amor. Sin embargo, cuando tenía apenas tres años, comenzaron a notar más que tenían un hijo realmente excepcional y escapaba a lo que podían comprender. Mis habilidades y conocimientos parecían mucho más avanzados que los de cualquier niño de mi edad, lo cual, aunque fascinante, también los preocupaba.
Decidí que comenzaria a mostrar pequeños detalles que causarían desconcierto y luego mostraría poco a poco más de mis capacidades para que se acostumbraran y así no tener que esconderlas siendo más libre.
Un día, mientras jugábamos con bloques de construcción, mi mamá me pidió que le ayudara a armar una torre. Con una precisión sorprendente, comencé a organizar los bloques, colocando los más grandes en la base y los más pequeños en la parte superior. Mi mamá me miró asombrada, sonriendo, pero al mismo tiempo algo inquieta.
"Eso no es algo que un niño de tres años pueda hacer, ¿verdad?" murmuró para sí misma, observándome mientras continuaba apilando los bloques de forma casi perfecta.
El desconcierto se profundizó cuando, unos días después, papá me mostró un dibujo de un animal y me preguntó si sabía qué era. En lugar de simplemente señalarlo, le expliqué en detalle las características del animal, su hábitat e incluso algunas curiosidades sobre su comportamiento. Papá se quedó en silencio, incapaz de comprender cómo un niño tan pequeño podía tener tanto conocimiento.
"¿Cómo sabes todo eso, Kokuryu?" preguntó, asombrado, aunque trataba de disimular su sorpresa. "¿De dónde sacaste toda esa información?"
Mi respuesta fue simple, como si fuera algo completamente natural: "Lo aprendí." Pero en ese momento, mis padres comenzaron a sentir una creciente inquietud, aunque no querían admitirlo. Algo no estaba bien, algo que no podían entender del todo.
Con el paso de los días, mi capacidad para aprender rápidamente comenzó a ser aún más evidente. A los tres años, ya sabía leer palabras simples y, con el tiempo, empecé a descifrar frases completas. Mis padres me veían sentado frente a un libro, sin entender cómo podía comprender lo que leía con tanta facilidad.
"Esto no es normal", decía mamá una tarde, mientras me observaba leer un libro sobre animales con gran concentración. "¿Cómo puede un niño tan pequeño leer tan bien? No es posible."
Pero lo que más les sorprendía no solo era mi inteligencia o capacidad para aprender rápidamente, sino también mis movimientos. Mis padres, que esperaban la torpeza propia de un niño de tres años, se asombraban cada vez más al ver cómo me movía con una gracia y control que no correspondían a mi edad. De manera instintiva, me deslizaba por la casa sin tropezar, corría con un equilibrio casi perfecto y me desenvolvía con una agilidad que normalmente solo se ve en niños mayores o incluso adultos.
Un día, mientras jugábamos en el jardín, mamá me observaba mientras corría de un lado a otro, esquivando los obstáculos con una rapidez sorprendente. En lugar de la torpeza habitual en un niño pequeño, yo me movía como si ya hubiera tenido años de práctica.
"Kokuryu, ¿cómo haces eso?" preguntó mamá, casi sin poder creer lo que veía. "¿No te caes nunca? ¿Por qué te mueves tan bien para tu edad?"
Recuerdo que, en ese momento, me sentí un poco confundido, ya que para mí era completamente natural. "Es fácil, mamá. Solo tengo que poner los pies bien", respondí sin darle demasiada importancia. Pero mamá no pudo evitar sentirse aún más desconcertada.
Lo mismo ocurrió cuando me pedían hacer actividades que requerían coordinación. En lugar de tambalearme, como cualquier niño de mi edad, mis movimientos eran fluidos, casi perfeccionados. Al intentar lanzar una pelota a la canasta o montar una bicicleta, mis movimientos parecían los de un niño mucho mayor. No solo mi mente se desarrollaba de manera acelerada, sino que mi cuerpo también respondía con habilidades motrices que dejaban perplejos a mis padres.
"Esto... no es normal", decía papá en voz baja, mientras me veía saltar o correr con una destreza que jamás pensó que podría observar en un niño tan pequeño.
A medida que mi conocimiento se expandía, también lo hacía mi habilidad para aprender conceptos complejos. En una tarde lluviosa, mientras papá me enseñaba cómo armar un rompecabezas, me sorprendió que resolviera la imagen mucho más rápido de lo que esperaba, organizando las piezas con una rapidez y lógica que no correspondían a mi edad.
"¿Cómo lograste hacer esto tan rápido?" papá preguntó, mirando las piezas con incredulidad. "Esto... esto no es algo que un niño de tres años pueda hacer. Tal vez... ¿tienes algún tipo de truco?"
Yo simplemente respondí con una sonrisa inocente, como si fuera lo más normal del mundo: "Es fácil, papá. Solo lo entendí."
A partir de ese momento, mis padres comenzaron a discutir en privado sobre mi desarrollo. Aunque siempre habían estado orgullosos de mí, había algo que ya no podían ignorar: mi capacidad para aprender y comprender cosas que no deberían estar a mi alcance a esa edad. Empezaron a preguntarse si realmente era un niño prodigio, ya que estaba haciendo tambalear ese concepto y probablemente estaban en lo correcto yo soy algo más grande que un prodigio o genio ordinario.
Una tarde, después de una larga jornada de juegos y actividades, mamá se acercó a papá mientras yo jugaba en el jardín. "Kenshin, algo no está bien. Nuestro hijo... tiene una habilidad que no es normal. ¿Cómo puede saber tantas cosas a su edad? ¿Qué significa todo esto?"
Papá la miró pensativo. "No lo sé, Yosei. Todo esto me está comenzando a preocupar."
Por más que intentaran racionalizarlo, mis padres no podían dejar de pensar en lo que significaba que un niño tan pequeño tuviera tantas habilidades y conocimientos. La pregunta flotaba en el aire: ¿Cómo afectaría esto su futuro? ¿Cómo sería su vida, creciendo con un talento fuera de su comprensión? ¿Estamos preparados para esto? ¿Cómo manejaremos a un niño tan... especial? Dudaron de si estarían a la altura del desafío.
Pero, ¿quién más podría haberlo criado? Ellos eran los elegidos, los que me conocían mejor que nadie. ¿Quién mejor que ellos para comprender mis necesidades y apoyar mis habilidades extraordinarias? Sabían que su hijo era único, pero también estaban convencidos de que solo ellos serían capaces de guiarme por el camino correcto.
Mientras conversaban sobre cómo abordar este nuevo desafío, llegaron a un acuerdo que les pareció ideal. Decidieron que, conforme yo eligiera qué experimentar y descubrir, estarían a mi lado para guiarme y apoyarme en cada paso del camino. Lo más importante de todo era que me darían la libertad de decidir mi propio camino, sin imponerme sus deseos o expectativas, respetando mis decisiones futuras.