El sudor empapaba mi cuerpo, pero no solo era el esfuerzo físico lo que me mantenía en pie. Era la visión de mi objetivo, la meta que cada día me acercaba más a ser el mejor. Al principio, mis entrenamientos no solo se centraban en la fuerza y resistencia, sino también en aspectos como mejorar mi coordinación y adaptarme a este nuevo cuerpo en el que me había reencarnado. Mi cuerpo, aunque joven, era diferente, y debía aprender a manejarlo de manera eficiente. Cada movimiento, cada gesto, era un ajuste, una adaptación a una forma de ser más fuerte, más ágil, más preciso. No se trataba solo de ejercicios básicos, sino de una recalibración total: el aprendizaje de cómo controlar de mejor forma mis movimientos. Mis músculos aún no respondían con la sincronización perfecta que yo deseaba, pero sabía que con el tiempo y más práctica cambiaría. Cada flexión, abdominal, sentadilla y salto era una oportunidad para encontrar el equilibrio entre mente y cuerpo.
El reloj marcaba las seis de la mañana, y mientras la mayoría del mundo aún dormía, yo ya estaba en pie, en silencio, entrenando solo para mi futuro. Mis pensamientos se mezclaban con el sonido de mi respiración agitada, concentrándome en cada paso que me acercaba más a la perfección. No podía dejar que las dudas se colaran en mi mente. Mi cuerpo necesitaba acostumbrarse a una nueva forma de moverse, de reaccionar, y yo estaba dispuesto a conocer sus límites.
Al terminar mi rutina, me desplomaba en el suelo, agotado pero satisfecho, y comenzaba a meditar. No solo para recuperar fuerzas, sino para conectar con mi cuerpo de una manera más profunda, como si esa conexión me permitiera transformarme en algo más. En esos momentos, cuando estaba solo y podía escuchar mi respiración, sentía una paz inquebrantable esto me servía mucho para ser mas consciente de mi nuevo cuerpo.
Mis padres eran personas maravillosas, llenas de amor y alegría. Con ellos, la vida era un constante juego lleno de risas. Sus ojos brillaban al verme, y siempre estaban dispuestos a participar en cualquier ocurrencia que se me cruzara por la cabeza. Pero en mi interior, había algo que ellos no podían comprender. Más allá de la inocencia infantil que aparentaba, ardía en mí un deseo implacable. No solo quería ser un niño normal. Anhelaba sentir la fuerza en mis músculos, la resistencia en mis pulmones. Quería conocer mis límites y superarlos. Quería demostrarme, día tras día, que podía convertirme en la mejor versión de mí mismo. Mi meta era clara: ser el mejor jugador de fútbol de la historia que ya estaba escrita y que se escribiría en un futuro.
Sin embargo, esconder mi entrenamiento era todo un desafío. Mis padres, siempre atentos y cariñosos, tenían la capacidad de notar hasta los detalles más pequeños. Aprovechaba los pocos momentos en los que mi papá salía a sus interminables juntas de negocios o cuando mamá se sumergía en el vibrante mundo de las compras en los centros comerciales. Esos minutos de libertad se convertían en mis instantes más preciados, los dedicaba a mi entrenamiento secreto, alejándome de sus miradas de protección.
Recuerdo con claridad el día que decidí pedirles un balón de fútbol. Fue una idea sencilla, pero en mi mente, era un paso fundamental para llevar mi entrenamiento al siguiente nivel. Al plantearles mi deseo, sus rostros se iluminaron de inmediato. Se emocionaron al ver que su hijo, que ya consideraban especial, mostraba interés por un deporte. Sin demora, al día siguiente, me regalaron un balón, uno que ahora se convertiría en mi compañero más fiel.
Sosteniendo el balón bajo mi brazo, salí al vasto campo que rodeaba nuestra casa. Aunque técnicamente podría llamarse una mansión por su tamaño, carecía de los lujos ostentosos que suelen caracterizar ese tipo de viviendas. Aún así, era perfecta para lo que necesitaba. Sentía una mezcla de ansiedad y emoción al dar mis primeros pasos con el balón en este nuevo mundo. Me preparé mentalmente, concentrado, y comencé a practicar.
Lo que sucedió después me dejó sin palabras. A medida que dominaba el balón, me sentía como si hubiera nacido para jugar fútbol. Mis movimientos eran naturales, mi control sobre el balón casi instintivo. Cada toque era fluido, como si mi cuerpo supiera exactamente qué hacer sin necesidad de pensarlo. "Con que así se siente ser un genio y un prodigio de primera", murmuré para mí mismo, recordando con precisión, el increíble talento natural que tiene Nagi con el balón, como cuando controlo con su pie el celular de Reo con una destreza sorprendente sin nunca haber jugado al futbol. "Es, sin duda alguna, realmente genial. Un sentimiento único."
Los días pasaban y los resultados de mi entrenamiento se volvían cada vez más evidentes. Mi cuerpo, que antes era el de un niño normal, comenzaba a transformarse. Mis músculos se fortalecían, mi resistencia aumentaba, y ya no me cansaba con la misma facilidad de antes. Pero no solo en el ámbito físico notaba cambios. Mi mente también se volvía más aguda. Mis avances en la lectura, las matemáticas y el ajedrez eran sorprendentes incluso para mí. Este último, un juego que inicialmente parecía simple, había capturado mi interés por su profundidad estratégica. Lo veía como una herramienta que podía trasladar al campo de fútbol, desarrollando una visión táctica y habilidades para tomar decisiones rápidas y calculadas.
Mis padres observaban un poco de mi progreso con una mezcla de orgullo y asombro. Veían cómo me destacaba en actividades que no eran comunes en niños de mi edad y no podían ocultar su sorpresa. "¿Cómo es posible que nuestro hijo sea tan inteligente y talentoso?", se preguntaban constantemente, intercambiando miradas llenas de incredulidad y admiración.
Fue entonces cuando decidieron darme más oportunidades para desarrollar mi potencial. Contrataron a tutores que pudieran guiarme en mis estudios y actividades. Querían que alguien me ayudara a pulir mis habilidades, convencidos de que estaban criando a un niño prodigio. Pero lo que ellos no sabían era que, con cada tutor que llegaba, yo no solo cumplía con sus expectativas, las superaba con creces. Enfrentaba cada desafío con facilidad, resolviendo problemas y aprendiendo con una rapidez que dejaba perplejos a mis maestros.
Con cada sesión, mi confianza crecía. No había nada que no pudiera superar. Cada ejercicio, cada tarea, cada lección se convertía en un nuevo escalón en mi ascenso hacia la grandeza. Los tutores, que inicialmente llegaban llenos de entusiasmo por enseñarme, pronto se daban cuenta de que poco podían ofrecerme que yo no pudiera dominar rápidamente.
Sin embargo, este éxito no me hizo sentir arrogante. Más bien, alimentaba mi motivación. Sabía que todo lo que hacía ahora era solo una preparación, un preámbulo para lo que vendría después. Tenía claro que, a pesar de mis avances, aún me quedaba un largo camino por recorrer. La grandeza no era algo que se lograra fácilmente, y yo estaba dispuesto a dar cada paso necesario para alcanzarla.
Así cada amanecer, cada nuevo dia marcaba el inicio de un nuevo capítulo. Un día más para probarme a mí mismo, para acercarme un poco más a mi objetivo imposible para alguien cualquiera. Mi vida ya no era solo la de un niño común. Era la vida de alguien destinado a la grandeza.
Al irme acostumbrando a entrenar, comencé a notar cómo mi cuerpo respondía a cada esfuerzo. Al principio, todo era un desafío, pero poco a poco sentí cómo mis límites se expandían. Con el tiempo empecé a sentir algo inusial, una inquietud comenzó a surgir dentro de mí, una sensación que no podía ignorar. Mi cuerpo empezaba a pedirme algo más, un nuevo desafío, un cambio en mis entrenamientos. Era como si cada músculo, cada movimiento, me impulsara a buscar más, a salir de mi zona de confort. Sentía una necesidad profunda de seguir evolucionando, de superar mis límites y alcanzar una versión mejorada de mí mismo.