En el centro del mundo, rodeadas por colosales murallas de mármol, un valle de piedra negra se extendía a las faldas de unas montañas escarpadas con nieve gris. Los árboles se habían extinto, reducidos a meras astillas, ni siquiera las hierbas malas habían podido sobrevivir a la cruel malicia de la tierra que ahí existía. El viento no se atrevía a ondear por aquella parte del mundo. Cercada por bastiones de hombres, esa tierra de desolación se mantenía aguardando el momento donde pudiera resurgir el fuego para consumir todo lo que habitaba el globo.
En la cima del murallón blanco, apostado entre dos almenas, un centurión con hombreras doradas y un casco con una cresta transversal decorada con plumas moradas mantenía su mirada atenta sobre aquella tierra inhóspita. Su rostro era severo, como el de un viejo filosofo que había contemplado el mundo durante mucho tiempo, y sus facciones estaban esculpidas como si fuese la viva personificación de las estatuas de los dioses. Sus dedos viejos se mantenían tensos sobre sus codos, preguntándose sobre el futuro del imperio, sobre la paz, y sobre lo que resguardaban aquel páramo muerto.
A su lado, varios arqueros de distintas complexiones, provenientes de todas las partes del continente, se posaban tranquilos mirando ocasionalmente el lugar negro. Ninguno de ellos parecía preocupado. A él eso le irritaba hasta cierto punto, pero era capaz de comprenderlo. Aunque su espíritu belicoso nunca se había extinguido, tantos años de paz y próspera tranquilidad eran los maestros de crear hombres débiles. El mundo ya no había atestiguado la guerra, y ninguno de los hombres ahí presentes, excepto él, había participado en una batalla de verdad.
Su mente estoica y gruñona recordaba con anhelo sus antiguas luchas. El viento acariciaba su rostro, susurrándole sus tiempos pasados, haciendo que su memoria quisiera recrear aquellas terribles, pero extrañamente agradables, campañas de guerra.
Recordó. Habían transcurrido décadas desde que el terrible Rodaim Ha'Sag había conquistado el continente, establecido el fiero Bastión Blanco, y subyugado a Los Seis.
Pero Rodaim ya no estaba con ellos. Su esposa, como una bruja astuta, lo había sellado en una parte que sólo los murmullos se atrevían a rumorear. Algunos contaban que estaba bajo el mismo Palacio de Rosas, otros decían que había sido enterrado en el Yermo de La Desesperación. Lo único que todos los pueblos tenían claro es que Ha'Sag ya no mostraría su rostro por el mundo, ni sus poderosas manos volverían a colocarse sobre las almenas dónde se posaba el leal centurión: Lecceo.
El viejo suspiró. Los recuerdos de antaño eran algo tan lejano, pero también tan cercano; quería volver a experimentar sus días de gloria cuando él y su legión batallaba codo con codo con Ha'Sag, cuando el imperio estaba en sus días de oro y gloria. Cuando la expansión era implacable sobre el continente de Ocis. Aún podía sentir en sus carnes las batallas contra las tribus trugoós, los fieros sarutaes de las Islas de Ratius, o las huestes de Hasám. Pero todo aquello había terminado hace largo tiempo.
Una mueca agridulce se dibujó en su rostro; a pesar de todas las batallas que presenció, nunca cedió. Jamás lo derrumbaron y se mantuvo firme como una piedra inquebrantable. Leal hasta la última fracción de su cuerpo. Pero esa misma lealtad pudo haberle costado el pellejo hacía cincuenta años, cuando las campañas terminaron.
No le gustaba pensar en ello. No en demasía. Su cuerpo se retorcía ante la idea de que Ella pudiera observar sus pensamientos, o leerlos cuando la volviera a ver. Era un miedo constante, pero a la vez casi irreal. En los pocos encuentros que tuvo, en ninguno creyó que sus pensamientos fueran observados. Al menos quería que así fuera. Sin darse cuenta, sus piernas habían empezado a temblar al recordar lo que le hubiera ocurrido a él por a su lealtad hacia Ha'Sag; lo vio cuando uno de Los Seis, aún férreo como el hierro a la voluntad de Rodaim, sufrió la peor tortura que la mente retorcida de Ella podía orquestar.
Lecceo no podía hablar del todo bien sobre Los Seis: eran los magos más poderosos del mundo, y los más terribles guerreros que el tiempo había contemplado. Pero respetaba y honraba a aquel que permaneció fiel a Ha'Sag.
Ante él, la escena volvía a desarrollarse: la carne del gran hechicero se desprendía y regeneraba; sus huesos se crujían y destruían, para luego volver a formarse. La sangre salía a borbotones de cada parte de su cuerpo mientras se incendiaba. Animales, bestias parecidas a gusanos con bocas pertenecientes al mismo infierno, masticaban y rasgaban las carnes del mago. Los gritos desgarradores se podían escuchar a más de un kilómetro a la distancia. Lecceo, lo vio todo de primera mano, y lo volvió a sentir. Hubiera sido el siguiente, de no ser porque el mismo Ha'Sag, momentos antes de haber sido traicionado por su mujer, calumnió a la legión.
Lecceo nunca lo entendió; ¿qué hicieron ellos para que Rodaim, en persona, los hubiera maldecido? Quizás no habría respuesta, pero Lecceo quería creer lo contrario. Miles y miles de hombres permanecieron fieles a él hasta la muerte; él mismo lo reconocía y caminaba junto a sus tropas durante las batallas, dirigiendo a los ejércitos. En varias oportunidades, Lecceo habló con él. Era un líder digno de alabanza y honra, mortal como ninguno otro, pero amable hacia los suyos. Quizás eso era lo que no entendieron: Ha'Sag los calumnió para así salvarlos de la ira de su esposa.
Esperaba que jamás Ella llegase a esa conclusión. Pero, si también no lo había hecho, es porque quizás Rodaim no lo hizo para salvarlos. ¿Habían realmente traicionado al Rey de Cenizas? No. Él no lo hizo. Tampoco ninguno otro de los hombres en su época así lo hizo. ¿O no?
Pero las legiones se habían diezmado durante las persecuciones llevados por Ella, su esposa. Una guerra breve, más breve que el cantar de los gallos, estalló en el interior del imperio. Los Seis conspiraron y unieron fuerzas con la Reina, y con su poder lo arrinconaron. Miles de hombres perdieron la vida defendiéndolo, y de todos los miembros originales de las Legiones de Ceniza, sólo Lecceo y diez hombres sobrevivieron.
Quizás alguno de ellos lo traicionó al final.
Los dioses quisieran que no. Pero, en el mundo que ellos habitaban, Ella y Los Seis eran los únicos dioses en la tierra y los cielos.
Suspiró. Intentó disipar las malas memorias y regresó su atención hacia la estepa negra que yacía ante sus ojos: los colosales muros de mármol hacían un contraste atroz con el prado negro y podrido que encerraban. Casi cien kilómetros cuadrados de territorio maldito. Ninguna expedición se había llevado a cabo las últimas décadas, y así seguiría hasta que Ella decidiera lo contrario.
Las montañas con picos grises se mantenían silenciosas. Nada de ruido se emitía de ellas. El hielo no se descongelaba, ni la brisa soplaba por ningún lado. Era un terreno muerto de una historia que debía permanecer olvidada para el resto del mundo, pero no para él.
Lecceo llevó las manos a la espalda y empezó a caminar por el adarve. Los soldados mantenían una guardia baja; casi todos ellos jugaban a las cartas o cualquier otro medio de matar el tiempo. Nunca ocurría nada en el lugar que el Bastión Blanco encarcelaba, y eso podía matar la paciencia del más obediente soldado. A pesar de todo ello, el centurión no encontraba alegría ni reposo en ninguna de esas actividades. Prefería sólo meditar, leer, o guardar el tiempo hasta que la muerte cayera sobre sus hombros; pero eso parecía que se extendería durante siglos.
Al cruzar por una de las torres hechas de piedra alcalina, al lado de unas almenas, una barril con pan y agua llamó su atención. En su borde, un libro se encontraba. El centurión se acercó a inspeccionarlo; sobre la portada tinta y polvorosa se podía leer las letras: "SEER AR ETERIO", que en la antigua lengua hubiera significado: La existencia y la eternidad. El rostro del hombre se iluminó; era una obra que él reconocía desde hace mucho tiempo. Tomó prestado el libro sin preguntarle a nadie y se acomodó al lado de una almena. Al abrir el encuadernado, respiró el olor a papel viejo que desprendían las letras.
Pasó las páginas y comenzó a leer.
La realidad se había esfumado para él, e ingresó al mundo de los sueños y de los filósofos. Su mente había empezado a flotar incorpórea sobre el mundo de las letras y divagó sobre las enseñanzas del autor. Pasaron un par de horas. El sol se estaba por ocultar en el horizonte. No había ocurrido nada, como de costumbre, en el valle negro.
Cerró la cubierta del libro, miró a las montañas con altos picos grises; se preguntó si alguna vez volvería a ocurrir. Quizás no. Los Seis debían ser suficientemente feroces para resistir Las Puertas, ¿verdad? Ojalá así fuese.
Incluso él no sabía del todo el poder que se escondía en aquel páramo desolado. Solo conocía los mitos de los mitos; pero confiaba que el poder de Los Seis unidos fuera suficiente para incluso desterrar a la más horrible de las pesadillas.
Dejó el libro sobre el barril y bajó por una de las tantas torres de las murallas. El interior era estrecho, apenas podrían pasar dos personas de lado a lado. Las antorchas crepitaban y daban luz a los escalones de piedra gris. Abrió la puerta de madera con intricados detalles de metal; al salir por la avenida de piedra y baldosas, se topó con varios caballos, carretas, soldados y levas circulando de lado a lado. Era la hora de cambio de turno, lo que significaba que miles y miles de soldados se movilizaban; algunos para descansar, otros para empezar su vigilancia.
La vida en el Bastión Blanco era monótona, pero un regalo para muchos. No tenían hacer otra cosa más que vigilar, entrenar, y seguir vigilando las murallas. A cambio, recibían un pago más que decente al mes. Docenas de miles de soldados se depositaban sobre aquella ciudad-fortaleza, esperando que jamás vuelvan a resurgir las bestias que están encerradas bajo las montañas del núcleo del mundo.
Lecceo pasó de largo e ingresó a una de las tabernas. Los soldados no acostumbraban a tomar, así que el local estaba casi vacío. Se sentó en una esquina del establecimiento y depositó una moneda de plata; en cuanto el mozo llegó corriendo para atenderlo, sus ojos se abrieron de par en par al observar la moneda.
—¿Señor? —preguntó. Lecceo se quitó su casco de centurión, rebelando un cabello castaño corto que parecía estar siempre joven y resplandeciente.
—Tráeme la mejor bebida que tengan.
—Entendido, ¿algo más?
—¿Qué es lo más exótico que tienen por aquí?
El mozo se lo pensó. Rascó su barbilla y miró hacia otro lado.
—Quizás sea el bacalao rojo de las costas de Paríos.
—¿Bacalao rojo? Bien, traelo.
—Va a tardar en ser preparado, señor, no todos los días suelen pedir algo así.
Lecceo hizo un gesto con la mano y despidió al mozo. Empezó a rascarse la barbilla y a preguntarse la situación del imperio en el resto del mundo. La mención de las costas de Paríos le evocaban recuerdos del pasado. Como flechas clavadas sobre el heno, así sus recuerdos regresaban a él: era difícil de creer, pero Rodaim había expandido el glorioso imperio por todo el continente, abarcando todos los antiguos reinos, dinastías, clanes y ligas que existían. Observó su casco: las puntas moradas de la cresta le devolvieron a la época cuando Ha'Sag luchó contra una liga de siete reinos. En el norte, cruzando el río de Nassam, hacía setenta años, el Rey de Cenizas había emprendido su última gran guerra de conquista y expansión.
Los siete reinos: Lofath, Sarmoria, Alotria, Ulmarit, Zorvak, ragmeria y Ostaria, que formaron la llamada 'LSAUZRO'. Todos ellos habían sido enemigos en el pasado, luchando entre sí para sobrevivir a la crueldad del invierno y la tempestad del clima del norte; pero, en cuanto el poder del de Cenizas apareció, todos temblaron. En aquel entonces, uno de Los Seis pertenecía a la liga: Shëkam, que, en la lengua imperial, se hubiera traducido por 'Daga Muerta'.
La guerra se extendió por siete años. Siete cortos años que transcurrieron como el relámpago; tan sólo en el primero, Shëkam había sido doblegado por Ha'Sag y convertido en uno de sus vasallos. El poder del hechicero no bastó ni siquiera para frenar algo del avance de Rodaim, en cambio, él, junto a sus legiones, lo arrinconaron.
El poder de Los Seis era cosa de temer, pero uno de ellos, Rompecráneos, fue el encargado de llevarle a la perdición. El coloso del hechicero se enfrentó al fuego del norte. Ambos lucharon incansablemente durante cinco días y cinco noches en la cima de una montaña; los poderes chocaban uno al lado del otro. La fuerza de Rompecráneos hacía retroceder a los intentos y la magia de Shëkam poco a poco, obligando al último de los hechiceros convertidos en usar su arma más letal: un dragón de magma gigantesco, tan parecido a una serpiente, que se tragó al hechicero con puños de hierro.
La montaña había quedado irreconocible tras su batalla; se había reducido casi a ser una simple colina en una estepa con su enfrentamiento. Rompecráneos hubiera tenido severos problemas con el dragón de magma de no ser porque Ha'Sag en persona destruyó el conjuro, matando a la bestia y liberando a su esbirro.
Un tipo de rayo rojo rodeado de fuego había crujido por los cielos nocturnos y caído sobre el debilitado cuerpo de Shëkam, llevándolo al borde de la muerte. No hizo falta más que un solo dedo de Rodaim para obliterar a Shëkam y mandarlo hacia una fosa negra dónde su mente fue corrompida y moldeada a los deseos del Rey de las Cenizas.
El solo recuerdo de como Ha'Sag había alzado una porción de su magia y abrumado al hechicero del norte provocaban escalofríos por todo el cuerpo de Lecceo; a pesar de sólo haberlo visto desde lejos, el poder del Rey se podía ver por todo el ancho mundo.
Entre sus recuerdos, el mozo apareció con una jarra de vidrio con un vino que olía fuerte. Lecceo asintió y agradeció; al darle el primer sorbo, sintió como su paladar lo devolvía a un tiempo todavía más antiguo. Tantas memorias evocaban en aquel momento sobre su mente. A pesar de que la Reina de Cenizas ya no quería que el solo nombre de su esposo fuera mencionado, no cabía duda de que la presencia de Ha'Sag había marcado al mundo para siempre.
El sabor agradable del vino le hizo recordar las campañas de Koöm y de Phadreas, al este y al sur. En aquel entonces, sólo uno de Los Seis grandes hechiceros que conformarían tiempo después el brazo de poder de Ha'Sag, se encontraba a su lado. Era Cambiapieles, el gran y horrible hechicero de las montañas de Qá.
Como si estuviera en persona, Lecceo pudo ver de frente a Cambiapieles, alzándose alto como un roble, rebosando en los dos metros de estatura, ataviado en una capa negra con una capucha que le impedía ver el rostro. En ese momento, Ha'Sag probó su valor: lo envió a perseguir a un ejército. La figura del gran hombre se había trasfigurado en una bestia parecida a un lobo que rápido como un dardo salió disparado en la búsqueda de sus miles de presas.
La noche, aunque terrible como el más siniestro de los augurios, no fue suficiente para que ningún hechicero menor pudiera detectar la presencia de Cambiapieles. El gran hechicero, feroz como un demonio, arrasó con cientos y cientos de hombres de un momento a otro. Las casas de campaña eran desgarradas y aplastadas por la gran figura monstruosa en la que se había convertido Cambiapieles. Un golpe. Dos zarpazos. Tres rugidos. De un instante, el hechicero primigenio fue capaz de moler a las fuerzas enemigas. Ningún cuerpo quedó reconocible. Cinco mil hombres enviados al infierno por un único hechicero.
Pero eso fue suficiente para llamar la atención de otro gran hechicero del mundo, el siguiente en la lista de Ha'Sag. Aquel que fue conocido como el Hijo del Huracán, cuya presencia era temida en todo el continente: Hibelón.
Como un lobo persigue a un conejo, como el águila asecha a los polluelos, como el hombre caza a los ciervos, así Hibelón persiguió incansable a Cambiapieles por toda la cordillera del Phadas. La lucha entre ambos fue atroz; en pocas horas, ambos monstruos de la hechicería destruyeron varios campos y estepas, dejandolos irreconocibles. El hechicero de Qá era astuto, tenaz, capaz de igualar el ímpetu imparable Hibelón, que también fue conocido como el Mago Del Viento.
Cuando Cambiapieles había logrado alejar lo suficiente a Hibelón, Rodaim estuvo satisfecho: ingresó junto a su mujer en la ciudad de Fasi, la capital del reino de Paríos. En ese momento, fue el culmen de la campaña de Phadreas.Pero mientras la ciudad fue asediada, Hibelón apareció por sorpresa, rápido como el viento, y atacó por la espalda a Ha'Sag él solo. Cambiapieles no había entendido cómo su enemigo fue tan veloz para esquivarlo y llegar contra su amo.Hibelón, feroz como su nombre ameritaba, se enfrentó cara a cara al Rey. Ambos lucharon durante todo un día. El viento del hechicero era capaz de rivalizar contra la magia del Rey, derrumbado murallas, casas y torres como piezas simples de un ajedrez. La batalla entre el Rey de Cenizas y el Mago Del Viento no tuvo precedentes para el resto de la hechicería: el resultado fue atroz. La ciudad de Fasi fue destruida con el enfrentamiento de ambos. Hibelón era capaz de mantener parejo la lucha contra el Rey por unos momentos, hasta que entonces Cambiapieles apareció. Como una sombra rapaz, se abalanzó sobre las espaldas del Mago Del Viento trasformado en un oso negro gigante que lo superó. El poder del Rey y de Cambiapieles abrumaron al Mago. Perdió. Torturado y adoctrinado, Hibelón fue el segundo en la lista de Los Seis. Lecceo había participado en aquella batalla. El espectáculo fue impresionante. El poder de Hibelón era como el de una fuerza de la naturaleza, capaz de imitar a los huracanas y provocar que las torres de piedra se derrumbaran como si fueran de barro. A pesar de aquel poder tremebundo, no resultó herido, pues Cambiapieles aún amaba la vida de los hombres en aquel entonces, protegiendo con hechizos a las legiones de Ha'Sag ante el terrible poder del Mago Del Viento. Fue tras aquella victoria que Rodaim se constituyó como el hombre más poderoso del mundo, y el Imperio Saecio, también nombrado como Ardentium —por las cenizas—, como el más grande que había poblado el continente hasta aquel entonces. La campaña de Koöm fue peor. Mucho más sangrienta y larga. Aunque ya no quedaba tiempo para historias, Lecceo temía que esos pensamientos le hicieran añorar más el tiempo del Rey que la actualidad de Ella. En aquel momento, el bacalao rojo apareció sobre un gran plato de madera tendido sobre una hoja verde grande, acompañado por unos pedacillos de pan. El centurión sonrió y agradeció. Jamás había visto algo como aquello desde hace mucho tiempo. Disfrutó de la cena y trató de pensar en algún buen momento que haya tenido durante los cincuenta años de reinado de Ella. Aunque algo externo llamaría su atención a otra cosa: un hombre había entrado a la taberna. Tenía ropajes extraños: pieles de oso sobre sus hombros y una capucha con la cabeza de uno ocultando parte de su rostro. ¿Un cazador? Era grande, voluminoso, de hombros anchos y una barba espesa que semejaba matorral. Lecceo lo miró más de cerca. Entrecerró los ojos y trató de distinguir algo que pueda reconocer a aquel hombre: rara vez alguien de su apariencia hacía presencia en el Bastión Blanco y, de hacerlo, solían ser mercenarios. El sujeto se sentó a unas cuantas mesas de distancia, justo enseñando su hombro derecho al centurión: eureka, era un mercenario. Tenía cinco cortes transversales en su brazo derecho que atravesaban sus ropajes. Conocía a los mercenarios de esa compañía, pero eran pocos, menos de trescientos. Apuró el vino y dejó otra moneda de plata sobre su mesa. Se puso de pie y caminó hacia el mercenario.
—Es raro ver a uno de tu clase por esta ciudad.
El mercenario no levantó la mirada, sino que se mantuvo impasible observando la entrada de la taberna.
—¿Sucede algo, centurión?
—No en realidad, sólo que hace mucho tiempo que no he visto un mercenario como tú en esta ciudad.
El hombre gruñó y meció su cabeza.
—En el Bastión Blanco sólo debe de haber soldados de la Guardia Imperial al parecer.
—Sí, casi nunca mercenarios. ¿Qué te trajo aquí? ¿Eres de los llamados 'Heerios'?
—Creerios, en realidad —respondió con voz ronca—. Pagaron a mi jefe para mover a la compañía hasta aquí, no sé muy bien el motivo, pero tiene algo que ver con la Reina.
Lecceo sintió como un fantasma recorría su cuerpo. Su espalda se estremeció y estuvo a punto de maldecir, pero se contuvo.
—Con la Reina, ¿eh? Eso es algo que no sé ve casi nunca. Ella no creo que contrate mercenarios por gusto.
—Quizás no sea dado a ella, sino por algo relacionado con el Bastión Blanco, centurión. Pero no creo que importe mucho. Somos sólo trescientos hombres, así que no sé en realidad que tiene que ver los creerios con la Reina.
El centurión hizo una mueca de confusión. En realidad, Ella no tenía motivos para contratar mercenarios, y menos en esa cantidad, al menos que fuera para algún experimento retorcido.
—¿Sabes dónde se hospeda tu capitán? —preguntó Lecceo.
—En la taberna de Bukö, a unas cinco calles de aquí, centurión.
Lecceo asintió.
—Voy a ir a visitarlo.
El hombre, quién no lo miraba nunca a los ojos, sino que mantenía su atención hacia la entrada de la taberna, preguntó:
—No eres un centurión cualquiera, ¿verdad?
Eso lo desconcertó. ¿Cómo sabría ello sin mirarlo? Aunque su cresta púrpura denotaba su rango, el mercenario no lo había visto.
—¿Por qué lo dices?
—Un solo centurión sólo, en una taberna cualquiera. Y, con pretenciosa autoridad para ir a visitar al señor de una orden mercenaria, así que supongo que, o bien estás loco, o bien eres un centurión de aquellos que los conocen como los púrpuras.
El aire se contuvo sobre el pecho de Lecceo. Era cierto, él era uno de los púrpuras, los centuriones más veteranos y antiguos de Ardentium, pero también era uno de los oyergos púrpuras: uno de los muy contados centuriones que sobrevivieron a la época de Ha'Sag.
—Sí, soy de los púrpuras. Aunque eso a ti no debería importarte.
El mercenario asintió.
—Quizá, quizá. Me llamo Üle-je, aunque suelen apodarme sólo como Yuje.
Lecceo levantó una ceja. Üle no había movido ni un poco el rostro para mirarlo a él en todo este tiempo, ¿y aun así le decía su nombre?
—¿Por qué me lo dices, mercenario?
—Por si alguna vez nos volvemos a encontrar, centurión. El Bastión Blanco, y el mundo entero, podrá ser grande. Pero en la guerra, suele ser mucho más pequeño de lo que aparenta.
El de Ardentium asintió pensativo.
—Quizás tengas razón. Quizás. Lecceo. Lecceo Sena.
Bajo la larga barba de Yuje, una sonrisa se dibujó.
—No lo olvidaré.
En ese momento, le dirigió una breve mirada: sus ojos eran de un color castaño profundo y cejas pobladas. Su piel, blanca con toques bronceados. Regresó a mirar hacia la entrada del local.
—Si los dioses así lo desean, nos volveremos a encontrar, Yuje.
El mercenario gruñó en aprobación. Lecceo salió del establecimiento y caminó por las calles de la ciudad. Ya había menos movimiento. Mañana iría a hablar con el jefe de Yuje. Por ahora, sólo le quedaba descansar, y esperar que el día de mañana fuera más emocionante que mirar durante horas y horas las frías montañas negras que custodiaban las murallas de mármol.