El sol estaba alto. Sobre el mar, tres barcos zarpaban alejándose de la costa. Dos de ellos eran largos, de tres niveles, con algunos cuantos cañones para defenderse, y estaban atascados hasta el cuello de mercenarios. Cada uno de ellos llevaba pieles de distintos animales que cazaban. El barco principal, que era custodiado como una dama por sus dos guardianes del mar, era más achatado en las puntas, pero mucho más robusto, con cinco distintas cubiertas: era un carguero. En la cima, por la proa, tres hombres distintos se reunían. Dos de ellos llevaban diversidad de pieles y ropajes; el último tenía ropa más holgada y ligera de un solo color.
—¿Puede explicarme como sus hombres no tienen golpes de calor? —preguntó el hombre distinguido, dueño del barco custodiado.
Uno de los dos mercenarios, con una barba corta y blanca, habló.
—Estamos en invierno, capitán. Las temperaturas son mucho más bajas y mis hombres están más que preparados para resistir cualquier clase de contratiempo, incluso del clima. —Bummös esbozó una sonrisa pícara con fuertes tintes de soberbia.
—¿Y cómo diantres soportan el peso de las pieles?
—No son tan pesadas —continuó el capitán mercenario—. No si las tratas como corresponden. Y, si eres parte de los creerios.
El olor del mar era peculiar: las sales se mezclaban con la suciedad de los marineros que se movían de un lado a otro en una disciplina que hacía cuestionar al caudillo de los mercenarios si realmente ellos ocupaban su protección. Las nubes eran contadas y sonreían por el horizonte.
—Yo no entiendo como son capaces de llevar pieles de oso sus hombres. Si se sumergen en el mar, se van a hundir como piedras.
El otro mercenario que se situaba a un lado del capitán del navío bufó con ganas.
—No debería subestimarnos, capitán. Somos más fuertes de lo que la gente piensa.
Entonces, desde el mástil, un hombre bramó varias palabras inteligibles. El mercenario con barba espesa y capucha de oso preguntó:
—¿Qué está diciendo?
El capitán, más pequeño que sus guardias mercenarios, frunció el ceño y se fijó en el horizonte del mar. Ahí, varias figuras distantes de barcos se mostraban como pequeños granos. Había columnas de humo.
—Es la Guardia Imperial.
Bummös sonrío. Para él, era una ventaja que la Guardia se entretuviera en su guerra con las islas cercanas, pues eso permitía que existiese su negocio de protectores ante amenazas piratas. Hasta ahora le había funcionado bien.
Aunque la voz del vigía desde la cofa no se detuvo. De pronto varias voces resonaron preocupadas a babor. Tanto el capitán como sus compañeros mercenarios giraron. El vigía no estaba advirtiendo sobre la lejanía de la Guardia Imperial, sino de otro peligro.
—Piratas —gruñó el capitán mercader—. Y no es cualquiera. ¡Qué me lleve Hairhe! ¡Es el maldito de Airmet!
Bummös sonrió con malicia. Ante él, la figura de un barco negro gigante se acercaba con furia, directo a colisionar. La embarcación era enorme, con cuatro cubiertas y tres mástiles más gruesos que árboles. Parecía ser una imitación fantasmal de lo que debía ser un barco. Bummös lo tenía claro: se trataba de un líder pirata excéntrico, quizás uno de los pocos con cierta autoridad en esta región olvidada del imperio de la Reina.
—Yuje —bramó Bummös—. Ve rápido con Chárcun, y avisale que empiece a hacer sus jugadas. ¡Creerios! ¡Preparen sus armas!
En ese momento, los mercenarios que se encontraban en la cubierta principal del navío a proteger gritaron como embelesados por un espíritu sediento de sangre.
La figura de Yuje corrió la cubierta y brincó por la proa, cayendo al agua para resurgir al momento y nadar hasta el barco amigo. Lo escaló y ahí se encontró con la pequeña figura del mago con parche en el ojo. Entonces, Bummös observó como un pequeño murallón de piedra empezaba a emerger del mar enfrente del navío pirata. Chocó con el muro, destruyéndolo, pero recibiendo graves daños en el casco. De repente varias pequeñas piedras salieron veloces como dardos, atravesando la cubierta inferior del nao pirata.
El viento empezó a tomar fuerza. La tensión aumentó como el fuego consume un bosque. El buque negro empezó a virar, exponiendo todo su costado, revelando varios baterías de cañones como dientes feroces de un gran felino. Bummös contuvo la respiración: ¡esos cañones no eran comunes! Ni siquiera la Guardia Imperial podía permitírselos. Era pólvora, algo que solo existía en el lejano Varlsün.
De pronto una andanada de bolas negras salió propulsada del navío pirata. Chocaron con el costado del barco mercenario, arrancando trozos de madera y dañando un mástil, e incluso algunos alcanzaron al buque de carga.
—¡Bummös! —chilló el capitán, quién se cubrió la cara por instinto ante el choque de los proyectiles.
El corazón del mercenario se aceleró. La sonrisa en su rostro se ensanchó como un loco; ante él, la oportunidad perfecta ocurría.
—No se preocupe, capitán, esos piratas ya están muertos —dijo para luego correr hacia el borde de la cubierta y saltar, cayendo al agua.
—¡Está loco! —escupió al hombre que debían proteger.
Desde el barco dañado y magullado, Yuje observó a su capitán nadar contra el barco pirata. No le bastaba saber otra cosa.
—¡Muchachos! ¡Al ataque! —gritó el gigante de Üle-je.
Como una horda, los mercenarios del largo navío lacerado saltaron al mar. Nadaron como peces contra la corriente. Los gritos del barco pirata empezaron a sonar, confusos y atemorizados ante la táctica de sus rivales. Incluso el capitán mercader no pudo entender lo que veía: ¿cómo es que unos mercenarios con ropajes tan pesados pudieran nadar con esa fuerza contra un barco en movimiento? ¡Estaban locos!
Pero no eran una suerte de compañía de borrachos mercenarios. Eran los creerios, la más famosa compañía mercenaria de las montañas de Qá.
En ese momento, Chárcun bailó en un espectáculo de hechicería demente, chocando sus manos en aplausos frenéticos y moviendo sus piernas como un ave en celo; de repente, desde las profundidades del océano, docenas de piedras grandes emergieron para chocar y adherirse al casco del buque pirata, para después ser seguidos por una horda de piedrecillas que atravesaron las aguas y chocaron contra los mástiles piratas, cortando las telas, obligando al barco a ralentizar el paso hasta inmovilizarlo.
Bummös, como si de un tiburón viejo pero fuerte se tratase, alcanzó la cubierta inferior del navío negro y se aferró como una boa asesina. Con una fuerza que pocos podían presumir, sacó una larga daga de su ropa mojada y la clavó sobre la madera; con su otra mano se agarró a los huecos provocados por el ataque de Chárcun. Empezó a escalar. A su lado, los demás mercenarios empezaron a emerger del agua y a trepar el barco.
Los gritos de los piratas desde las baterías se podían escuchar hasta los otros navíos. La escena que se desarrollaba ante la vista de todos era increíble en el más literal sentido. Algunos de los tripulantes mercaderes, hombres de profesión sencilla que rara vez habían visto algo asombroso además de las ballenas, tiritaban de miedo, pero no por los piratas, sino por las bestias que habían contratado como protectores.
Mientras los mercenarios escalaban, en la cubierta principal una figura distinguida con ropajes elegantes se asomó y, asustado, bramó varias ordenes y caminó rápido hacia el interior del camarote, buscando refugio.
Los creerios llegaron hasta la cubierta superior. Ahí, Bummös contempló como los piratas estaban tratando de organizarse, distribuidos en ropas del mismo color: ligeras, de unas botas, pantalón y camisón que los cubría del ardor del sol. Para el capitán de los mercenarios, le sorprendía que unos piratas pudieran tener tal organización. Pero le duró poco la sorpresa; algunos, como águilas locas, se abalanzaron sobre los mercenarios armados con apenas unas cuantas espadas parecidas a sables cortos. Las ropas pesadas y húmedas de los creerios aparentaron hacerlos débiles, pero en el último momento desenfundaron sus mazas y espadas cortas, deteniendo de golpe a los piratas. La cubierta era enorme, casi triplicando el tamaño de una embarcación común. Los salvajes del mar se contaban por más de un centenar; mientras que los creerios no llegaban ni a la mitad. Pero a Bummös eso le bastaba.
Un pirata se lanzó con furia hacia el viejo mercenario. El capitán, con un simple movimiento de su muñeca, levantó su daga y detuvo el sable de su atacante; la hoja bajó hasta llegar a la mano desprotegida del pirata, cortándole los dedos. El hombre chilló de dolor mientras retrocedía unos pasos observando su mano; Bummös, indiferente y rápido, apuñaló un par de veces el cuello. El cuerpo cayó de espaldas, inerte y con los ojos abiertos del dolor. Bummös avanzó unos pasos, como si el resto de la batalla le fuese indiferente. Entonces, otro par de envalentonados y salvajes hombres salieron a su encuentro con pasos rápidos. Intentaron rodearlo y atacar desde diferentes ángulos. Pero el capitán mercenario era más astuto. Sujetó muy fuerte su daga y la arrojó contra la pierna del que tenía a su izquierda; se agachó veloz, evitando que el otro acertase su golpe sobre él. Se enderezó rápido; giró y agarró con sus fuertes brazos la mano del pirata. Forcejearon. Bummös le dio un cabezazo. El hombre se retiró unos pasos aturdido y sosteniendo su sable a tientas; él lo aprovechó y de un golpe certero en la nariz, quebrándola, le hizo soltar el sable. Con ambas manos sujetó la cara del pirata y metió feroz sus dedos por los ojos, desgarrándolos. La sangre salió a borbotones. Los chillidos del pirata estaban ahogados, con su propia voz incapaz de soltar el dolor que tenía encima. Cayó de rodillas, sujetando la cara con desesperación. Bummös se dio media vuelta, ignorando su sufrimiento.
Regresó su atención hacia el hombre quién mantenía la daga clavada en el suelo, gruñendo de dolor como un buey herido. El capitán se agachó y agarró un sable. Se volvió a enderezar. El pirata trató de moverse en vano. De un corte en el rostro fue suficiente para callar sus gemidos.
A su alrededor, los creerios habían tomado absoluta ventaja sobre los piratas, reduciendo el centenar a menos de diez hombres. Varios otros salieron de las rendijas y escaleras que conducía a las demás cubiertas, volviendo a provocar una lucha feroz. Y, aun así, los mercenarios se mantenían fuertes y estables sin perder ni un solo hombre. Bummös sonrió satisfecho. Caminó por la cubierta como si fuese el mismismo constructor del navío. A su alrededor sus hombres estaban desatando una masacre que los comerciantes eran incapaces de creer. El mismo hombre que los había contratado estaba observando la escena con un catalejo.
Bummös se paró a las afueras del camarote. Caviló por un segundo, para luego dar una poderosa patada a las puertas, abriéndose de golpe. El interior era un lugar adornado, con mesas más pertenecientes a la nobleza que a un ruin pirata. Había cuadros con bordes dorados y escenas épicas que surcaban de extremo a extremo el lugar. Era espacioso, suficiente para albergar a una decena de hombres. En el centro se encontraba una larga mesa de madera con tantos acabados que parecía más bien una obra de arte; al lado de ella se encontraba un hombre viejo y fuerte como él; su cabello, al igual que la barba, era blanca y corta, perfecta para darle el aspecto no de un líder criminal, sino el de un almirante. Estaba sonriendo con un dejo de nerviosismo. Bummös ensanchó su sonrisa.
—Tú debes de ser Airmet, ¿o me equivoco? —gruñó como si hubiera encontrado un tesoro.
El pirata trató de reír en vano. La soberbia que lo había caracterizado parecía esfumarse ante la figura aterradora del mercenario.
—Los putos creerios… Qué me lleve Hairhe —maldijo por debajo de un murmullo.
Bummös alzó el sable y apuntó con la hoja hacia el pirata.
—Con que mi compañía es conocida hasta por ratas como tú.
El rostro de Airmet mantenía la sonrisa nerviosa mientras el color se escapaba de su cuerpo. Odiaba aceptarlo, pero era cierto: los creerios se ganaron una fama sin precedentes en aquel pequeño rincón del mundo en un margen de tiempo realmente pequeño. No esperaba topárselos con esa facilidad, y mucho menos que abordaran su nave tan rápido. Se refugió en su camarote en cuanto vio que el mismo Bummös había saltado a la mar.
—Tú igual conoces mi nombre, mercenario.
Bummös se burló con un sonido a medio camino de la ternura y la pena.
—Conozco a todos los sucios pedazos de mierda que tienen pegado su rostro en algún castillo ofreciendo mil monedas de oro por su cabeza. Y la tuya vale mucho oro.
Airmet empezó a temblar. No lo iba a matar; lo iba a humillar. Observó de reojo su habitación, rebosante de lujos que se iban a esfumar en lo que canta un gallo.
La sonrisa de Bummös se mantenía brabucona hasta que se fijó a su diestra. Una jaula grande de hierro se encontraba resguardada justo en el borde del camarote. En su interior, la figura de un niño sin ropa se hallaba atemorizada como si fuera un animal torturado. Sintió una punzada en su pecho y su mirada se transfiguró en la incredulidad, en la rabia y en la indignidad.
Airmet mantuvo la sonrisa socarrona. En cuanto Bummös se distrajo lo aprovechó como un buitre rastrero y se abalanzó sobre él alzando un sable elegante y con empuñadura de oro hacia su costado.
De repente, el capitán de los creerios levantó la mano y detuvo la espada sosteniéndola desde la punta donde era menos afilada. La sangre salió de su palma, manchando la hoja. El pirata abrió los ojos lleno de pavor: ¡¿qué demonios acababa de suceder?! ¿Detuvo el arma con su mano, sin importarle si podía perderla? Airmet trató de retirar el arma y volver a atacar, pero Bummös la sostenía con un agarre que jamás el pirata había contemplado antes. Parecía estar luchando contra un toro, no contra un hombre.
Entonces soltó su sable y, veloz como un chita, el puño diestro del mercenario voló y chocó con todas sus fuerzas el rostro de Airmet. De una patada lo derrumbó contra el suelo, desarmándolo. Saltó sobre él. Una. Dos. Tres patadas sobre el estomago del pirata. Airmet tosió sangre y trató de arrastrarse. Bummös le propicio una patada sobre la mandíbula; un par de dientes mezclados con sangre salieron de su boca. El capitán se encogió y agarró el sable decorado para luego lanzarlo lejos.
—Sin duda me pagaran un buen maldito dinero por tu cabeza —gruñó el creerio mientras miraba con enojo al pirata.
Dirigió su mirada hacia la jaula y caminó hacia ella.
Se detuvo en el borde. Se agachó y miró de cerca el cuerpo del niño. No debería de estar rondando ni siquiera los trece años. Parecía un esqueleto con la piel pegada; tenía incontables heridas en toda su piel, desde los pies hasta la nuca, entre ellas varias apuñaladas y cortes que lo tuvieron que matar. Había muchas cicatrices. Bummös no creía lo que tenía delante: ¿qué demonios le habían hecho al muchacho?, ¿por qué?, ¿por qué un niño debía estar sufriendo ese tormento? Los ojos del muchacho, como el de un perro herido, se fijaron en la mirada triste y encolerizada de él. El dolor y el miedo eran lo único que brillaban en sus cuencas que parecían haber perdido la esperanza.
El cuerpo del niño estaba atado con pesadas cadenas de hierro que apenas le permitían moverse unos cuantos centímetros. No había ni siquiera el rastro de alguna migaja sobre el suelo, pero sí el olor de los desechos del chico que estaban esparcidos sobre una esquina mal limpiada. Bummös maldijo. Algo le obstruyó la garganta, como si le costase respirar; sus ojos se volvieron aguados y amenazaron con soltar las lágrimas.
La figura del muchacho le estremecía el alma; recuerdos amargos llegaban a su mente como flechas que se clavan sobre la carne ardiendo. Era la injusticia, pero no cualquiera, sino una con precedentes abominables. Era un espejo del pasado. Bummös solo pudo maldecir a los dioses en aquel momento, hastiado de la malicia de los hombres. Miró una última vez al chico con indignación antes de ponerse de pie y regresar con Airmet.
El pirata trataba de ponerse de pie, apoyándose sobre las mesas de madera que antaño eran su orgullo criminal. La sonrisa de su rostro se había esfumado, suplantada por una mueca de pánico y horror: ya no había ruido en el exterior. La batalla había cesado. Y nadie había entrado a rescatarlo.
Pero aún así trataba de reír. Era un reflejo de su pasado victorioso que estaba ahogado ante un suceso que ocurrió de un momento al otro.
—¿Qué ves en esa cosa? —se burló.
Bummös lo sujetó del cuello y lo miró a los ojos con una ira indescriptible, más ardiente que el fuego, entremezclada con la tristeza.
—¿Cosa, has dicho? —gruñó desde lo más profundo de su garganta. No creía que el pirata pudiera llamar así a un niño.
—No sé qué mirabas en ese…
El puño de Bummös cayó de repente sobre su frente una, y otra, y otra vez. La carne de la frente se estaba desfigurando con la fuerza que lo golpeaba. De repente lo sujetó de la nuca y empezó a estrellar el cráneo contra la mesa. Uno. Tres. Cinco. Diez golpes. El crujir de los huesos y la madera se habían ahogado por la sangre y los sesos.
En ese momento, una figura grande y mojada con capucha entró al camarote.
—Capitán, conseguimos unos cuantos prisioneros y…
Yuje se quedó callado al ver en las manos de su jefe el cráneo roto y desbarato, a rebosar de sangre, del pirata. Algo parecido al vómito escaló por el cuerpo veterano de Üle-je; nunca había visto que era posible deformar de tal manera una cabeza.
—… Bummös, pensé que ese tipo valía dinero.
Bummös se mantuvo callado mientras trataba de controlar su respiración. Yuje se quedó quieto, incrédulo, hasta que se fijó a su derecha en la jaula. Un sonido de pena y sorpresa salió de su boca.
—¿Qué es eso? —se acercó y examinó al niño. Entonces maldijo.
A su lado se posicionó Bummös cuyo pecho, manos y rostro estaban teñidos con sangre. La mirada del capitán era solemne, pero a la vez aterradora.
—Ayudame a abrirlo.
Después de un largo minuto, abrieron la jaula. El niño retrocedió hasta una esquina tomando una posición defensiva pero asustada. Bummös se encargó de quitar los grilletes al cuerpo del muchacho. Lo miró a los ojos e intentó acariciar su brazo.
—Estás a salvo —habló en la lengua local, pero parecía no entender las palabras. Bummös miró a Yuje con preocupación—. Ayudame a cargarlo.
Entre ambos sujetaron al niño para ponerlo de pie y sacarlo de la jaula. Él forcejeó con sus débiles fuerzas, buscando zafarse del fuerte, aunque acogedor agarré de los mercenarios. La luz del exterior lo alarmó como a un ratón, tratando de chillar, pero nada salía de su garganta. Bummös miró a sus hombres, que estaban sonriendo hasta que vieron al muchacho, entonces sus rostros se ensombrecieron. Había varios piratas de rodillas junto a docenas y docenas de cadáveres de otros tantos que habían sucumbido ante la fuerza de los mercenarios. Bummös los miró con asco.
—No quiero prisioneros.
Sus hombres se miraron entre sí. Respetaban a Bummös; creían que era un capitán más que digno de honra para su posición, pero ¿qué era esta actitud suya? Rara vez deseaba tales cosas. Aunque no tenían otra alternativa. Alzaron sus armas y las dejaron caer sobre los piratas. Los gritos duraron poco.
Pronto el navío magullado de los creerios se acercó y se colocó a su lado. El chico en brazos de Bummös pareció recobrar un poco la vida. Le pareció ya no estar en peligro. Lento y cuidadoso, Yuje y Bummös lo bajaron. Se mantuvo de pie apenas con algunas fuerzas.
—¡Saqueen todo de este barco! ¡Nos vamos! —gritó el capitán. Los mercenarios respondieron con un alarido de obediencia.
Dirigió al chico hacia su embarcación. Ahí, un viejo, aunque vigoroso Chárcun los recibía cansado.
—¡Capitán! ¿Qué tal estuvo mi exposición de magia? ¡Solté todo lo que tenía! ¡Esos malditos no se lo esperaban! —sonreía amplio y con soberbia. Pero la mirada seria del capitán le mató los humos—. ¿Qué ocurre?
El pequeño mago miró detrás del capitán la figura del niño. Nunca había visto algo así. Hizo una mueca de dolor y extrañeza, como si estuviera observando una herida grotesca.
—Por el amor de Seeim, ¿qué le ocurrió a ese niño?
Bummös gruñó.
—Ese pirata, el tal Airmet, lo tenía encerrado en una jaula como a un animal —miró al chico con tristeza y culpabilidad—. No sé cuanto haya sufrido el chico.
El silencio se hizo. Incluso la mar parecía haberse enmudecido ante la escena. El muchacho, tembloroso y asustado, miró a cada mercenario con temor.
Yuje habló.
—¿Cuántos años ha de tener?
Bummös negó con la cabeza.
—No lo sé. Parece ser muy joven. Tráiganle comida, y mucha. Chárcun, ¿puedes curar sus heridas?
El viejo mago de la compañía hizo una mueca. Tragó.
—Jefe, gasté toda mi magia en ese ataque contra los piratas, pero… Haré lo mejor que pueda.
—Traé a la mujer. Ella puede ayudarte.
El rostro del mago se contrajo como una pasa amarga mientras fruncía los labios. Se tuvo que comer el orgullo y asintió.
—¿Crees que el chico pueda hablar?
Bummös volvió a negar.
—No lo parece. Con todo el odio de Hairhe, ni siquiera creo que haya aprendido nunca a hablar.
—Entonces, ¿qué haremos con él?
El capitán suspiró.
—Lo vamos a cuidar. Será uno de los nuestros.
Yuje gruñó y asintió. Chárcun tuvo que imitarlo.
—Bagúm.
—¿Eh? —preguntó el pequeño mago.
Bummös miró sereno los ojos del muchacho quién a su vez lo observaba.
—Bagúm se va a llamar.