Chereads / LAS PUERTAS DEL HADES / Chapter 9 - Capítulo 8

Chapter 9 - Capítulo 8

El cielo estaba oscuro, ahogado de nubes y ceniza que había sumergido a la ciudad de Ojrúm en una pesadilla viva. Era una vista deprimente capaz de poner nervioso no solo a los habitantes, sino también a los que la sitiaban.Las legiones de ceniza, miles y miles de hombres acomodados en una gran campaña que rodeaba la ciudad que se escondía a los pies de una montaña, con murallas enormes que la mantenían protegida de cualquier máquina fabricada por el hombre, estaban aguardando como pequeños abejorros las ordenes de su amo para salir al ataque y hundir a Ojrúm en la desesperación.Pero ellos también estaban desesperados.Habían trascurrido más de nueve años desde el inicio de la campaña de Koöm. Cambiapieles y Hibelón habían luchado en varias ocasiones, tras la miserable victoria de Ajrám, contra el coloso de Rompecráneos; el hechicero de puños de hierro había escapado tras su pelea contra el Rey de Cenizas en aquella lejana batalla y, tras todo ese tiempo, el Mago Del Viento y la bestia de mil caras le habían dado caza. En todas las luchas, ambos habían perdido; el mago värlsuntino era mucho más astuto, feroz y tenaz de lo que llegó a pensar el mismo Rey de Cenizas, y su ejército lo resentía: tenían suministros para continuar la guerra un par de años más, pero mantenían dos frentes abiertos: contra Rompecráneos y las tribus värlsunitas, y en la retaguardia contra la logística y el mal tiempo.Las legiones mantenían la cabeza en alto, pero su moral se resquebraría si no lograban la victoria en las tierras de Värlsun. Para los soldados del campamento el cielo era un terrible augurio, y Ojrúm era la ciudad más grande que habían invadido nunca. Delante de ellos se extendían kilómetros no solo de terreno hundido y lleno de fango, sino también de murallas de piedra que eran capaces de hacer estremecer a los veteranos.Lecceo estaba por delante del campamento observando al Rey de Cenizas y a sus dos esbirros dialogar a una docena de metros, dando la espalda al resto del ejército, mientras sus mentes oscuras ideaban un ataque contra los de värlsun. Al lado del centurión, la figura de Furmagor y otro soldado más alto que él, de hombreras doradas y telas que hacían juego con su casco trasversal no de centurión, sino de mago argentrium. Los tres, al igual que los demás legionarios, eran imberbes y sus cuerpos estaban diseñados específicamente para la batalla.—¿Cuánto crees que tarde en realizar el ataque? —preguntó Lecceo.Alandiur sonrió; su arrogancia no se había desvanecido después de observar el deprimente panorama que los cubría como una bóveda.—Quizás tardemos un poco más; llevamos apenas un par de días aquí. Recién hace unas horas el resto de la vanguardia arribó.El hombre al otro lado de Lecceo, un poco más alto que él y con un guante negro en su mano izquierda, resopló.—Puede que Ha'Sag lo decida hacer la próxima semana.Lecceo arrugó la frente.—Yo creo que será hoy.Sus compañeros sonrieron y bufaron.—¿Qué tan seguro estás de eso? —preguntó el del guante.—¿Por qué no vas tu mismo en persona a preguntarle?Sena se ruborizó. Esa idea le aterraba; pero sus compañeros sabían lo mucho que estimaba al Rey en persona.—Podrían matarme.Furmagor hizo una mueca de burla.—Tranquilo; ninguno de ellos te matará, al menos que los insultes.—Igual, ¿de qué estarán esperando? La ciudad no tiene ninguna defensa más allá de las murallas. Podrían rodearla y hacer un ataque con Cambiapieles desde un lateral —señaló Lecceo.—Si fuera tan fácil como eso, ya lo habrían hecho, bobo.Lecceo hizo un gesto de indiferencia con la mano.—Estoy seguro de que aún no lo han pensado.—Entonces, ¿qué te parece si vas y se lo cuentas?Los ojos de Lecceo se abrieron y miró a su compañero con incredulidad.—Ahí sí me matarían.El mago argentrium intervino mientras sonreía de brazos cruzados.—No lo creo. Eres un centurión, Lecceo, y además eres uno de los veteranos. Quizás te escuchen. Además, para mí también es raro de que no hayan empleado una táctica así.—Oriut, ¿crees que esos dos hechiceros no se lo habrán propuesto ya al Rey? —preguntó Alandiur.—Quizás no. Recuerda que esos dos ya perdieron quince veces contra Rompecráneos.—Y, sin embargo, siguen ahí, como los esbirros más importantes del Rey.—Eso es obvio; son dos de los hechiceros más poderosos del mundo.—Tú también eres un hechicero poderoso.Oriut bufó y se río en voz baja.—Quizá, pero no estoy ni la mitad de cerca de rascarle las vestiduras a Cambiapieles, menos al Mago Del Viento.Lecceo miraba a las tres figuras poderosas que seguían discutiendo en el centro del terreno, a escasos metros de ellos, la estrategia para el sitio de la ciudad. Sena de verdad quería saber si alguno de ellos sabría atacar la ciudad, pues Ojrúm no era como nada de lo que habían atacado en el pasado: era cóncava y era gigantesca, con más de cien mil habitantes en su interior; una completa ciudad minera, la joya del pueblo vermüm de värlsun. Quizás él podría dar alguna idea sobre el asedio.Pero al igual que los demás, el ambiente lo estremecía. Las figuras de los hechiceros eran, de cierta manera, un presagio de que una horrible carnicería se iba a desatar; sumado al cielo obscuro y la situación de la campaña, le parecía al centurión que se estaba sumergiendo en la verdadera pesadilla.Entonces, sus pies empezaron a moverse. Como si fuera jalado por una fuerza de voluntad ciega, Lecceo caminó hacia Ha'Sag.—¡Lecceo! —murmuró en un grito ahogado Alandiur cuando vio a su compañero partir. Su rostro se puso blanco de un momento al otro— ¡Ay ese idiota!Los pasos del hombre eran pesados; el barro le llegaba hasta los tobillos y el olor a miedo se podía sentir en el aire. Llevaba muchos años batallando a un lado de Cambiapieles y Hibelón que ya no sentía el horrible peso que las presencias de los hechiceros emitían.En cuanto estuvo a un par de metros, preguntó en voz alta, un tanto temeroso de las figuras ante él.—Mi señor...El grupo de tres murmuraba cosas en voz baja, hasta que escucharon la voz del centurión. El hombre de en medio, más pequeño que los dos terribles magos, giró lentamente; Lecceo lo conocía, lo estimaba, al igual que todos los legionarios. Era el hombre más poderoso del mundo, no solo en hechicería, sino también en poder y en política. Ha'Sag, quién seguía ataviado de sus ropajes reales rojos decorados con oro, lo miró. Su rostro era el de un hombre bordando los cincuenta años, con una barba perfecta y completamente blanca junto a su cabello. Sonrío.—Lecceo —su voz era grave pero gentil, como el de un mentor—- ¿qué ocurre, muchacho?Al lado suyo, las dos figuras siniestras de los hechiceros eclipsaban al Rey, quién tenía la misma estatura que el centurión. Cambiapieles estaba a la izquierda del Rey; giró y miró a Lecceo; su rostro era imperceptible, pero una sonrisa, que lentamente iba a desaparecer con el pasar de las campañas, se pudo distinguir por debajo de las pequeñas candelas rojas que fungían como sus ojos. Al otro lado, la delgada forma de Hibelón era completamente encubierta por su capa púrpura que no dejaba ver ni un solo atisbo de su rostro, sumergido en oscuridad. Solo la punta de la nariz se alcazaba a distinguir. Lecceo juraría que el mago lo miraba con desprecio.—M-mi señor, venía a preguntar sobre la estrategia del sitio.—¿Sobre la estrategia? —su sonrisa no desapareció. A diferencia de la Alandiur o cualquier otro soldado con el que Lecceo convivía, la mirada del Rey era amable—. De eso mismo estábamos discutiendo; toda la vanguardia ya está aquí. Cambiapieles —hizo un gesto con la cabeza apenas perceptible, señalando al coloso hechicero quién, misteriosamente, aún sonreía semejante a un amigo— cree que sería una buena idea el sitiar la ciudad un mes completo para obligar una escaramuza de los värlsuntinos.Las palabras eran tan gentiles y suaves que, de haber sido otro hombre, Lecceo juraría estar ante un sueño para cualquier soldado: su líder, el mismo Rey, comandando al ejército en el frente, y con una amabilidad que recordaba al de un padre con sus hijos. Sin darse cuenta, sus piernas estaban temblando.—He de suponer que hay alguna barrera de magia que cubre toda la ciudad, ¿no es así? —preguntó, temeroso ante la mirada de los hechiceros.Rodaim ensanchó su sonrisa.—Sí. Es imposible hacer un ataque frontal con magia.—Pero ¿por qué, mi señor? El Mago Del Viento ha sido capaz de derrumbar defensas más formidables que esta ciudad en el pasado.La figura de Hibelón se encogió de hombros; volteó a mirar la ciudad.—Hay otro hechicero aparte de Rompecráneos en la ciudad, centurión —dijo fríamente el hechicero.Lecceo arrugó la frente en incredulidad: ¿otro hechicero tan poderoso como ellos? La sonrisa de Ha'Sag disminuyó.—Se trata de una maga poderosa; Quebravientos, le llaman. Ha sellado la ciudad con hechizos que impiden que Hibelón pueda golpearlos.Lecceo tragó. No esperaba que tuvieran que luchar contra otro hechicero de la talla de Cambiapieles.—Cambiapieles podría rodear la ciudad, atacar desde un costado mientras las legiones asaltan con escalas y cuerdas las murallas, a la vez que los fundíbulos... —calló. Se dio cuenta que esa estrategia podría ser precipitada y absurda si es que el Rey no la había considerado antes. ¿Era un tonto por hablar de eso? ¿Qué autoridad tenía él para sugerir un ataque de ese estilo? Pero entonces, la voz de Ha'Sag lo llamó.—¿Los fundíbulos? No es una mala idea, Lecceo. Un ataque veloz. Pero me temo que Cambiapieles no podría ingresar a las murallas; la magia que rodea Ojrúm es bastante poderosa. Llevaran meses encerrado hechizo tras hechizo cada piedra de los muros.El centurión asintió torpemente. Se sentía estúpido por no considerar aquello, pero a la vez estaba alentado: el Rey no lo había despreciado.—Entonces, mi señor, si me lo permite, tengo otra sugerencia para el ataque.Rodaim levantó una ceja y sonrió con curiosidad.—¿De qué se trata?El centurión respiró hondo. Tanto Cambiapieles como Hibelón lo observaban con aires inquisitivos, pero a la vez curiosos, para ellos, tener a un no-mago aconsejando era algo fuera de toda serie, pero conocían a Lecceo: llevaba toda la campaña de Koöm liderando la decimotercera centuria. No se trataba de ningún hombre cualquiera.—Los fundíbulos no tienen la potencia necesaria para derrumbar las murallas, sin embargo, tienen la capacidad de llamar la atención de los defensores. Podríamos movilizar a las fuerzas en los dos flancos: cinco mil hombres por banda, lo que a su vez hará que los defensores se alarmen, estén desorganizados, y podamos emplear las catapultas en un área cercana. Hibelón podría usar sus corrientes de viento para movilizar las catapultas para usarlas a escasos metros de las murallas.—Más fuego constante —adivinó el Rey.—Sumado a los honderos y arqueros, las defensas enemigas se desesperarían por el ataque. Además de que, si nos movemos rápido, las legiones podrían utilizar las escalas y tomar el portón principal. Y aunque la magia de esa Quebravientos haya protegido la ciudad, no creo que pueda resistir un ataque combinado de los tres, mi señor.Ha'Sag sonrió más. Parecía que Lecceo les había propiciado una buena idea. A su lado, la gran figura de Cambiapieles bufó. Hibelón levantó la mirada hacia las legiones y luego preguntó al Rey.—¿Qué ocurre si Rompecráneos sale durante el asalto? Tendría a las legiones, y de un golpe podría dejar heridos a miles de los nuestros.Lecceo hizo una mueca de preocupación: era cierto. Había visto, hace años, de primera mano lo que era capaz de hacer aquel mago; sus puños podrían desbaratar centurias completas tan solo de un par de puñetazos. Pero el Rey habló.—Si Rompecráneos se atreve a salir, entonces yo y mi mujer lo enfrentaremos.Una corriente de aire frío recorrió la espalda de Lecceo. ¿La mujer? ¿La esposa del Rey de Cenizas? ¿La Reina de Cenizas? No recordaba que estuviera en esta batalla. ¿Dónde se encontraría? ¿En la retaguardia? Por un momento, pareció que su cuerpo se estremecía de pánico. Pero la voz grave de Hibelón lo trajo de nuevo al mundo.—Rodaim...El Rey levantó la vista. Viró sobre sí; Cambiapieles gruñó con un dejo de ira. Ha'Sag observó. En la cima de las murallas, sobre el pórtico principal, mirándolos como un depredador a su presa, la figura de Rompecráneos se alzaba, y a su lado, Quebravientos se materializaba. Los tres grandes hechiceros miraron a sus enemigos; Hibelón miró a su maestro y luego murmuro.—Tenemos que movernos deprisa.Ha'Sag asintió. De repente, Cambiapieles se trasfiguró: su aspecto humanoide se moldeó en una masa gris brumosa hasta que terminó como un cuervo enorme, tres veces más grande que cualquier halcón. Aleteó y se elevó; pronto recorrió por todas las legiones, bramando órdenes. El Rey miró a Lecceo y le dio una sencilla orden:—Mueve a tu centuria.Lecceo asintió con temor. Aunque sus ojos no eran tan buenos como los de los hechiceros, la pequeña silueta lejana de Rompecráneos era distinguible como un grano de arroz sobre un fondo negro. Giró y trotó hasta sus compañeros; el argentrium tenía el ceño fruncido. Furmagor tomó del hombro a Lecceo tan pronto como este llegó a ellos.—¿Qué mierdas fue todo eso? ¿Por qué Cambiapieles...?Alandiur no pudo terminar su frase; la voz de Lecceo lo interrumpió.—Tenemos que mover a la centuria. El Rey ya va a empezar el ataque.Oriut profundizó las arrugas en su frente.—¿Qué? ¿Tan pronto? —miró hacia las murallas y se percató de la presencia del terrible Rompecráneos—. Oh por el amor de Seeim.El mago legionario viró y empezó a trotar sobre las filas que aún estaban en campaña; los hombres comían o bebían alrededor de las fogatas y los caldos; el olor a vegetales cocido era lo único bueno que podía respirarse en toda la angustia que consumía el terreno. Las voces empezaron a manifestarse y, como impulsados por un espíritu de guerra, los legionarios se pusieron en pie y prepararon sus armas. Los fundíbulos empezaron a moverse; la madera tronaba y crujía; las grandes piedras se movían de un lado a otro cargadas por docenas de hombres. El ejército se despertó para adentrarse en una pesadilla.Lecceo caminó de prisa junto a Alandiur; ambos daban ordenes a sus hombres como si el mundo estuviese a punto de acabarse. Sena alzó la vista una última vez a las murallas; parpadeó y el mundo se volvió negro por un largo minuto. Sus ojos se negaban a abrirse, como si hubieran sido sellados por un hechizo poderoso. Entonces los gritos y los insultos entraron a los oídos del centurión. Sus pupilas volvieron a abrirse y, de repente, un hacha cayó enfrente de él, perforando la parte superior de su viejo escudo. A su lado, codo con codo, una docena de legionarios mantenían la formación, batallando contra una horda interminable de barbaros värlsuntinos. A las espaldas de Lecceo, más y más legionarios mantenían un cuadro fuerte, combatiendo el empuje de sus enemigos.Lecceo estaba asustado. ¿Qué ocurría? ¿Cómo había llegado a ese lugar? El hombre frente a él, de barba espesa y una mirada atemorizada, luchaba con uñas y dientes para tratar de sobrevivir un segundo más. Arrancó el hacha que se había enterrado en el escudo y retrocedió un paso para volver a atacar; Lecceo, como un rápido avispón, sacó su espada de la cintura, la elevó más alto que el escudo y atravesó la garganta del bárbaro; la sangre manchó sus nudillos y el filo de su arma. Los ojos del värlsuntino se apagaron, horrorizados, como el de un incrédulo que se negaba a creer la dura verdad: había muerto. El cuerpo cayó, pero rápidamente fue sustituido por otro de los incontables guerreros que llevaban solo prendas simples de ciudadano: no eran guerreros, eran civiles. Y estaban luchando para sobrevivir.Estaban en una avenida de la ciudad: una vena importante de todo el cuerpo de Ojrúm. Las casas eran pintorescas, más parecidas a las de una gran capital de lujo y ostentación que a la ciudad minera que se trataba; había ventanas con plantas en cada uno de los edificios, a la vez que los techos eran empinados. Eran verdaderas construcciones bellas, pero se habían entristecido por el cruel viento que azotaba de vez en cuanto los tejados. El cielo negro solo alimentaba el miedo de cada hombre, mujer y niño que peleaba. El aire apestaba a muerte. Las corrientes de aire cargaban consigo el odio y el miedo que transitaba toda la avenida donde las legiones de cenizas luchaban. Lecceo batalló. La hoja de un hacha amenazó con caer sobre su frente, pero alzó el escudo a tiempo, deteniendo el golpe; usó de nuevo su espada desde la cintura, atravesando a su rival.Sus músculos temblaban. Creía llevar horas en la lucha. Escuchó una voz similar a su izquierda. Miró un instante, con el cuerpo acalambrado y temeroso, para descubrir que se trataba de Oriut bramando ordenes desde el centro de la formación, a más de cinco legionarios de distancia. Entonces, veloz como el trueno, una ráfaga amarilla sólida, como si se tratase de una lanza curvada y con dientes, apareció en las manos del mago legionario. Se elevaba hasta las nubes como se tratase de una vara infinita. Con fuerza la arrojó hacia el suelo; el rayo crepitó y chocó con una docena de bárbaros que cayeron al suelo, muertos. Tan veloz como apareció el primer relámpago, otro se formó en las manos de Oriut. Parecido a una lanza tremebunda con cuernos saliendo de tus esquinas y por todo el mango que brillaba con la intensidad del fuego, el soldado arrojó su hechizo contra el suelo. La estela amarilla se expandió como una plaga, acabando con la vida de casi todos los bárbaros que ahí luchaban. Lecceo se quedó perplejo.La centuria empezó a moverse como un cuadro sólido. En la lejanía podían escucharse los gritos de miles y miles de hombres y mujeres que luchaban por sus vidas. El escenario aplastaba el alma de Lecceo cuando pasó por encima de un cadáver carbonizado, el rostro completamente ennegrecido que otrora fue joven y con vida, de un muchachillo que no llegaba ni a la mayoría de edad. Incluso los niños estaban luchando por esta ciudad.Un escalofrío recorrió la espalda del centurión de kátama. Sabía que la guerra era cruel; ya la había vivido incontables veces a lo largo de toda una década: ¿por qué le sorprendía ahora todo esto? ¿Acaso ya no era él? De cierta forma, se sentía que no estaba en lugar, sino que su mente lo obligaba como a un esclavo a revivir sus memorias vistas desde otros ojos.De repente, desde el cielo y chocando con una pared tal como si se tratase de un juguete, el cuerpo de una mujer se derrumbó por el costado de la avenida. Lecceo pudo identificar de quién se trataba. Jadeó y ordenó a las tropas rodear el cuerpo. Oriut se adelantó. Cuando la mujer intentó ponerse en pie, aturdida y cansada, un rayo atroz impactó en su pecho: el argentrium había convocado con su magia otras de aquellas lanzas que arrojó sobre Quebravientos. La mujer salió volando una docena de metros. Chocó con una pared y luego contra otra, cual muñeco de trapo. Se desplomó en el interior de un callejón.Lecceo trotó. Se acercó al cuerpo aún doliente de la hechicera, quién tenía heridas fatales para cualquier otro humano por todo su torso y rostro; aún respiraba a pesar del terrible ataque del mago legionario. Ella, como una serpiente, abrió los ojos y trató de abalanzarse, con mucha dificultad, sobre el centurión; Lecceo jadeó y atravesó con su espada la garganta de Quebravientos. La maga volvió a caer al suelo, más débil que nunca, pero aún viva. El centurión no creía lo que veía: ¿cómo podía seguir en pie? En su torso y pecho se podían alcanzar a ver las heridas por garras profundas y grandes, provocadas con seguridad por Cambiapieles. Sabía que los grandes magos podían conjurar hechizos de protección, pero ella no era una grande, ¿o sí?Oriut entró al callejón y miró con una sonrisa fanfarrona a la hechicera.—¿Aún respira?Lecceo asintió con la boca abierta. Tragó.—¿Deberíamos capturarla? Está muy débil para moverse.—Yo creo que podríamos usarla un poco —sugirió con una sonrisa diabólica mientras señalaba de forma provocativa el cuerpo magullado y destrozado de la mujer.Lecceo abrió los ojos, a medio camino del horror y de la incredulidad. Fulminó con la mirada a Oriut.—¿En serio caerías tan bajo?La sonrisa de Oriut desapareció. Suspiró.—Solo era una broma.Quebravientos jadeaba, buscando aire. Su cuerpo estaba al limite del colapso, pero aún se aferraba a lo poco que tenía. Ni siquiera sus dedos eran capaces de moverse. La sangre que aún brotaba por su cuello era tan espesa como una jalea macabra.—¿Dónde crees que estén ellos? —preguntó Lecceo.Aún sobre la avenida se podían oír los trotes de los soldados que se movían para alcanzar otras zonas de la ciudad.—Rompecráneos fue alejado de la ciudad. La Reina y el Rey están peleando contra él en estos momentos —respondió Oriut.Lecceo arrugó la frente.—¿Cómo lo sabes?El mago soldado lo miró con una mueca tonta.—Porque si estuviera Rompecráneos aquí, habría puros temblores. Y los Reyes ya habrían destrozado la ciudad a este punto.De repente sintieron una ráfaga de viento voraz cruzar por todo el callejón, levantando la basura con facilidad. Era una ráfaga poderosa pero no lo suficiente para molestarlos.—Y ese es Hibelón —continuó el argentrium—. Vamos a darle una muerte digna —dijo, señalando a Quebravientos. Alzó su mano y otro rayo dorado se materializó sobre su palma el cuál sujetó como una lanza. Estuvo a punto de arrojarla sobre la cara de la mujer.De repente, en el borde del callejón, una figura pesada cayó recta. Tenía la forma de un leopardo negro, enorme, más grande que cualquier otro que hubiera visto Lecceo. Parecía un completo devorador de hombres, casi tan grande como un caballo de guerra. Entonces la bestia gruñó y se trasfiguró en un hombre imponente y grande ataviado con una capa negra como la noche y dos ojos rojos que brillaban bajo la oscuridad de su capucha. Oriut se enderezó y abrió pasó. Lecceo dudó, pero se movió. Cambiapieles se acercó unos pasos y examinó el cuerpo de Quebravientos. La mujer empezó a mirar con terror y a la vez ira la figura del gran hechicero de Qá. El gran hombre sacó la espada clavada en el cuello de la hechicera; estaba a rebosar de sangre. La mujer empezó a retorcerse por aire. Luchó, buscando encontrar un atisbo de fuerzas para moverse.La escena era oscura. Al igual que Quebravientos, muchos otros habían perecido de formas parecidas: tirados en el suelo, malheridos y suplicando en silenciosos gemidos un segundo más de vida que no se les iba a conceder. Lecceo sentía nauseas, repugnancia de lo que se veía forzado a hacer.Pero este no era Lecceo.Él había sido un centurión, entrenado para luchar, para vencer y conquistar. Habría matado a una centena de hombres en el pasado, y le esperaría derramar mucha más sangre. ¿Qué ocurría con él?Entonces la mano de Cambiapieles se extendió hacia Lecceo para ofrecerle su espada. Pero entonces, cuando estuvo a punto de sostenerla, una mano negra y delicada apretó sobre su brazo. El hombre jadeó. La realidad a su alrededor se esfumó, e ingresó una vez más a un mundo de sueños negros. La mano lo seguía apretando con fuerza. Miró quién era el que lo sujetaba con tanto poder: el brazo era negro, pero no de piel, sino como sumergido en una tela tenebrosa que brillaba con un halo siniestro. Entre más subía, más era delicada la figura... ¡Era Ella! ¡Era la Reina de Cenizas!Lecceo gritó. No pudo contenerse. No podía ver el rostro de la mujer, sumergida en oscuridad como un monstruo sin cara, pero su presencia estaba ahí. Era ella. ¿Qué hacía ahí? ¿Qué era ese lugar? De repente la mano lo soltó y su cuerpo levitó en una marea negra. El mundo se transfiguró como en un infierno. Todo a su alrededor desapareció, dejándolo en una nada, en el vacío, en la infinidad del miedo.Entonces, en la oscuridad, distinguió un fuego que emergía desde la lejanía como una vela que iba tomando fuerza y poder. El calor era insoportable. No era fuego. No fuego de los hombres. No era tampoco fuego de la magia. Nada se parecía al odio que emanaba de aquella llama que surgía desde la misma nada. Y del fuego, un rostro blanco emergió: no era joven ni viejo, sino un rostro sin edad, una mascara de teatro perfecta que sonreía con malicia.Le sonrió a Lecceo.Entonces, el mundo cobró luz. El fuego desapareció. Y una voz lo llamó:«¡Lecceo!»