Chereads / LAS PUERTAS DEL HADES / Chapter 10 - Capítulo 10

Chapter 10 - Capítulo 10

El brillo del sol lentamente entró por los ojos de Lecceo. A su alrededor todo se movía a trompicones como si estuviese levitando, pero a su vez sentía como varias manos fuertes lo sujetaban desde los hombros y piernas; entonces las voces familiares de los mercenarios se hicieron presente.—¡Lecceo!La voz de Bummös era inconfundible. Cuando recuperó la consciencia, se dio cuenta que estaba siendo cargado por Yuje y Chairmë, quienes lo bajaron en cuanto se percataron que el centurión había vuelto a la vida. Rápido como una flecha, Armö tomó a su mentor del hombro y lo miró con el rostro pálido, pero aliviado.—Por todo lo querido por Seeim, ¿qué te ocurrió? ¿Estás bien?Lecceo se sujetó de la frente con una mano mientras recuperaba la respiración y trataba de mantenerse en pie; Bummös lo miró de cerca y examinó sus ojos.—Pero qué diablos, Lecceo, ¿qué te pasó? ¡Te acabas de desmayar hace diez minutos!—Déjame respirar —musitó Lecceo.Después de varios segundos donde cada uno de ellos, incluidas las levas y algunos ciudadanos que iban de paso lo observaban preocupados, el centurión por fin pudo hablar.—Bagúm... ¿Dónde está?El muchacho, con los ojos abiertos de la preocupación, miró al centurión y tragó.—¿Bagúm? —preguntó Bummös—. ¿Qué tiene que ver él con esto? —su rostro mostraba una mueca de confusión, con la frente arrugada y observando de reojo a su hijastro.Lecceo se mantuvo en silencio más segundos de lo que cualquier otro mercenario hubiera querido. Miró a su alrededor y se percató que habían avanzado muchas calles en ese poco tiempo, y estaban ahora cerca de la taberna de Bukö, allí donde había otra docena de mercenarios aguardando, quizás, el regreso de Chairmë con su capitán y los muchachos.—El chico, algo tiene. Algo de verdad.—Pero, eso ya lo sabemos —respondió Yuje.—No, no es solo lo que ya discutimos —continuó el centurión—. Algo en sus ojos acaba de hacerme caer en una pesadilla.Bummös entrecerró los ojos y preguntó lentamente.—¿Una pesadilla? ¿De qué tipo?—Del pasado. Una batalla de Koöm. Ojrúm.Armö sintió como se le arrugaba el estómago. Recordaba que otrora, cuando era mucho más joven y solo un pequeño pupilo de Lecceo, éste siempre hablaba con cierto pavor de las carnicerías en cada batalla de Koöm, y la de Ojrúm siempre fue descrita como la peor.—¿Ojrúm? ¿Qué ocurrió en aquella batalla? —preguntó el líder de los creerios.Lecceo suspiró profundo. Levantó la vista al cielo, percatándose que el sol aún estaba ahí, pero cerca de ocultarse en una hora. Pronto llegaría la noche.—Fue la batalla más sangrienta y oscura de la campaña. La ciudad era enorme, con más de cien mil habitantes; pero..., fue diferente lo que ocurrió en el sueño.—¿Diferente?—Lo que yo vi, dista un poco de la realidad. Es decir, vi todo lo que pasó, pero había un par de cosas que no encajaban.—¿Cómo qué, maestro? —preguntó Armö, intrigado por saber qué fue lo que ocurrió.—Me sentía extraño, como si mis acciones no fueran las correctas. Estaba débil, y a la vez asustado. Pero todo fue tan rápido.Armö gruñó. Aquello no era común para su mentor, quién siempre había sido un hombre fuerte y recio para la batalla en sus tiempos mozos.—Pero fue él, el chico, que me regresó a esos tiempos —dijo Lecceo. Miró con gravedad a Bagúm, tanto temeroso como lo que pudiera esconder el interior del muchacho, así igual por la relación que pudiera tener con él—. Sus ojos estaban blancos cuando lo vi.Un escalofrío de espanto recorrió la espalda de Bummös.—¿Ojos blancos? ¿Cómo los mitos de los fantasmas?—Parecido.Yuje gruñó. Señalo al grupo de que estaban en plena calle, llamando la atención de otros ciudadanos y soldados. Lentamente empezaron a caminar, adentrándose por el camino hacia la taberna.—No sé qué me ha pasado, pero esto carece de sentido —continuó Lecceo—. Recuerdo que Qurám siempre había...—Enseñado que no hay que perder la cordura nunca —dijo Bummös, interrumpiendo y completando la frase de Lecceo—. Yo también lo conozco.—Es normal, Qurám fue de vuestras tierras —comentó Armö.—Lástima lo que ocurrió con Cambiapieles —suspiró Yuje.Lecceo asintió levemente con una mueca de tristeza ligera, como de nostalgia. Qurám había sido asesinado por Cambiapieles, el gran sabio fue dado muerto por una bestia.De pronto el grupo había ingresado por la calle en la que se encontraba la taberna de Bukö. Üle-je gruñó.—Esto no es nada bueno. Ya van dos veces hoy que Lecceo sufre algo así —señaló el gigante con pieles de oso.—¿Dos veces? —preguntó el pequeño mago de Chárcun—. Oh, cierto, cuando estuvo por el barrio ese, pareció como si algo lo hubiera adormecido por un largo momento mientras... —entrecerró sus ojos con desagrado, temiendo la relación de Las Puertas y Bagúm—, mientras miraba hacia las murallas.Bummös resopló con enfado.—Deberíamos movernos. Si Bagúm tiene relación con el poder demoniaco y esas malditas Puertas tienen encerrado ese poder, no quiero que mi muchacho esté cerca de ellas.—¿Y a donde iríamos, jefe? —preguntó Üle-je.—A donde quieras que vayamos, la Reina aún mantendrá su atención sobre ti, Bummös —dijo Lecceo—. Y no queremos saber qué pasaría si se entera que nos tratamos largar del Bastión contra su voluntad.El estómago de todos se frunció por un momento. La Reina era una cínica y una completa maestra de la crueldad, y podría hacerlos padecer el peor de los tormentos únicamente por haberse movido unos cuantos kilómetros de la ciudad-fortaleza.—¿Y qué más podemos hacer? —inquirió el viejo capitán.—Deberíamos reunirnos con la otra mujer, la que ustedes dicen que tiene magia, a ver si entre ella y Chárcun son capaces de averiguar algo más de Bagúm.El capitán asintió. Pero el pequeño mago rezongó.—¡Esa don nadie no podrá hacer nada para ayud...!De repente un codazo leve cayó sobre su cien.—No es momento para tus rabietas, enano —amenazó Yuje.En ese momento, desde la calle, un grupo de por lo menos veinte hombres se acercó a ellos provenientes desde la taberna. Todos ellos distinguidos por una variedad amplia de pieles de diversidad de bestias, pero casi lo más común eran las pieles de oso negro y coyote.—¿Por qué vienen hacia nosotros? —preguntó Armö.—El jefe lleva horas fuera. Los muchachos empezaron a preocuparse —respondió el coloso de Chairmë.Los mercenarios llegaron hasta ellos, rodeándolos, no sin llamar la atención de unos cuantos hombres sencillos, tanto comerciantes como soldados, de la calle. Un hombre semejante en altura a Lecceo llevaba unos ropajes únicos: tenía plumas de aves y águila por doquier, especialmente uno en su cuello como una bufanda enrejada de varias especies diferentes de aves. Además de que sus hombreras eran anchas, cubiertas de un plumaje café y blanco que le daba un toque de autoridad entre el resto de los mercenarios. Su rostro era serio, esculpido, con una nariz y una mandíbula que recordaría en belleza a los héroes de los mitos.—Capitán, qué bueno verlo sano y salvo —comentó el hombre. Lecceo se percató que llevaba un arco largo colgando de su espalda, así como un carcaj rebosante de flechas de madera negra—. Si Chairmë no regresaba, iba a hacer que todos nuestros muchachos le dieran caza a este centurión —señaló a Lecceo quién arrugó la frente, indignado.—Aawër, agradezco tu preocupación —respondió el capitán—. Pero el centurión es mi amigo, no hay motivo para que lleguen a sentirse nerviosos si me desaparezco dos años con él acompañándome —respondió con una sonrisa.—Entendido, capitán. Sólo quería saber si ocurría algo.Lecceo entonces intervino.—Deberíamos ingresar a la taberna, estamos llamando mucho la atención en este momento.Aawër frunció la frente.—Capitán, ¿dónde está Bagúm?Bummös sintió una punzada en el pecho.—Está aquí con..., nosotros —se giró y se percató que ya no se encontraba Bagúm por ningún sitio—. ¡Chárcun! ¡Dónde se metió el chico!El pequeño mago abrió grande su único ojo y jadeó.—Yo..., no lo sé. ¡Estaba aquí hacía solo un momento!Yuje maldijo.—Kai yarrmee..., ¡tenemos que buscarlo!Lecceo tenía la boca medio abierta y con una mirada preocupada observó la calle a sus espaldas, buscando cualquier rastro del pequeño muchacho. Entonces sintió una pequeña ventisca de viento que hizo que su cuerpo sintiera un escalofrío terrible; los demás mercenarios no reaccionaron de la misma manera, pero el centurión conocía aquella sensación de mucho antes. Pero la voz de Bummös lo regresó a la realidad.—¡A dónde pudo haber ido! ¡Chárcun! ¡Maldito mago! ¿No puedes rastrearlo?El pequeño hombrecillo tenía el rostro pálido. Negó con la cabeza.—¡No puedo hacer eso!El líder de los creerios gruñó amargamente y con ira.—Chairmë, ¿puedes hacerlo?El gran hombre con pieles de lobo pareció olfatear el aire, pero Aawër intervino.—Señor, creo que estoy viendo al chico.Bummös miró a su hombre para percatarse que su mirada se encontraba algo elevada, como si observase el horizonte. Al voltear, se percató que había una pequeña mancha en las murallas que se movía de forma irregular.—¿Estás seguro? —preguntó, con su boca secándose, temiendo que sus ojos no le estuvieran fallando y que aquel punto a la distancia fuese su muchacho.Aawër asintió. Lecceo se percató a su vez de la figura en las murallas y pareció que sus ojos se volvieron tan finos como los de las águilas, pues se dio cuenta que sí era el chico, y estaba haciendo algo raro.El centurión no tuvo que mediar palabra y empezó a trotar hacia el lugar. Bummös jadeó y lo imitó, siendo seguido rápido por el resto de los mercenarios que maldecían y murmuraban a sus adentros toda clase de palabras extrañas para los oídos de Lecceo y Armö. De repente, Aawër, quién parecía impasible, elevó la voz con preocupación mientras su mirada aún se posaba sobre el murallón de la gran ciudad.—¡Se está subiendo a las almenas! ¡Creo que va a saltar!Bummös perdió el color y empezó a correr como si el mismismo demonio lo estuviera persiguiendo. Sus hombres hicieron lo mismo. Lecceo tuvo que acelerar al máximo su paso. La calle, que en hasta ese momento se encontraba tranquila, se alarmó tras sentir como docenas de hombres pasaban feroces y con rapidez, como una estampida de leones. Algunas mujeres jadearon asustadas y se escondieron detrás de las ventanas y puertas de sus hogares mientras que las levas y soldados de a pie se apartaban del paso de los hombres con tanto temor que algunos de ellos tropezaron sobre sí mismos.Lecceo observó mientras corría hacia las almenas, divisando al pequeño muchacho quién se encontraba solo. Maldijo: ¡por qué no había ni un solo guardia cerca! ¡Debían detenerlo! ¿Por qué iba a saltar? ¡¿Se había vuelto loco?! Hasta que de repente, el cuerpo de Bagúm desapareció, y fue entonces cuando los guardias de las murallas aparecieron, conmocionados y mirándose entre sí para luego hablar en voces altas entre ellos. Hasta donde se encontraban los mercenarios pudieron escucharse los gritos de los soldados alarmados: «¡Saltó! ¡Saltó!». Las palabras calaron hondo en el corazón del capitán, pero solo sirvieron para que su espíritu contrajera todas sus fuerzas y corriera más veloz que una gacela. Llegó hasta una de las torres que comunicaban con el adarvo y, al salir a las almenas, chocó contra una y miró hacia el exterior, hacia el suelo negro, conteniendo las lágrimas, temeroso de encontrar el cadáver de su muchacho.Pero entonces, miró como el chico estaba de pie, cojeando, caminando ya unas docenas de metros por el valle negro de Las Puertas. Sus ojos se abrieron y bramó el nombre de su hijastro.—¡Bagúm! ¡Bagúm!En ese momento llegaron el resto de los mercenarios con prisa, posicionándose cada uno en las almenas, observando la misma escena.—¿Qué? ¿Cómo está vivo? —preguntó Yuje, impresionado.—¿Está vivo? —preguntó Lecceo, quién se colocó al lado de Bummös para observar—. Pero, si hay casi una treintena de metros de aquí al suelo. —Miró confundido y a la vez perplejo como el pequeño chico caminaba a duras penas sobre la explanada, haciendo caso omiso de los gritos de Bummös y de los mercenarios. Parecía como si estuviera poseído por algo que lo llamaba al interior del páramo negro...Las Puertas.¡Él era la llave! ¡Iba a abrir el mal encerrado debajo de las montañas!—¡Abran las puertas! —bramó Lecceo.Bummös rápidamente se percató de eso y ordenó lo mismo con una voz todavía más fuerte. Pronto el grupo bajó del adarve para luego trotar con prisa hasta dar con una de las pocas entradas que tenían las grandes murallas blancas hacia el interior del lugar. Eran dos hojas grandes y pesadas, tan viejas que tenían polvo de hacía décadas en sus bisagras. Los soldados de la Guardia Imperial, todos ellos con simples gambesones rojos y prendas de tela rojas que cubrían sus cuellos y brazos hasta las piernas, dándoles un toque de exploradores, miraron confundidos a los mercenarios.—No podemos abrir las puertas —comentó uno de los soldados, con una voz temerosa y baja.—¡No es una pregunta! —ordenó el oyergos—. ¡Ábranlas! ¡Ahora!Los soldados observaron al centurión. Aunque fuese un púrpura, no poseía la autoridad para comandar semejante orden de la ciudad más protegida de todo el maldito continente. Bummös empezó a temblar, nervioso, mirando irritado las puertas.—Si no las abren, yo mismo saltaré las murallas e iré por Bagúm.—¡Capitán! —replicó Yuje, pero fue silenciado rápidamente con una mirada desafiante y dura de su líder.—Si me quieren seguir, adelante.El de los creerios iba a dar media vuelta e ir hacia una de las torres del parapeto, pero Lecceo, abrumado y a la vez excitado, con un corazón que palpitaba con fuerza, se atrevió a gritar:—¡¡Mi nombre es Lecceo Sena!! ¡¡Y soy uno de los once oyergos!! —se hizo el silencio en toda la cuadra. Soldados, levas, comerciantes, ciudadanos de a pie, niños, los mercenarios e incluso el propio Armö, miraron estupefactos a Lecceo. Ellos, sus allegados, ya lo sabían, pero no dejaron de sentir un temor profundo en sus corazones, no ante la autoridad y el prestigio que representaba uno de los oyergos—. ¡Por mi autoridad como uno de los once restantes guerreros de Ha'Sag, ordeno que abran la puerta!Los hombres con sus gambesones y lanzas parecieron dudar y palidecer. E incluso Armö intervino.—¡¿Saben lo que ocurre si desobedecen una orden de un oyergos?! —bramó, incitado como por una fuerza desconocida—. ¡Abran la puerta si no desean conocer la muerte!Entonces los soldados obedecieron. Bummös observó incrédulo el coraje que tuvo su compañero. Tragó saliva y miró a los ojos a su amigo, asintiendo en agradecimiento. De pronto, el mecanismo del gran portón empezó a moverse. Las piedras parecieron crujir e incluso el suelo tembló ante el movimiento de tan pesadas puertas. Tan gruesas como dos robles, las hojas del pórtico estaban hechas de un metal más resistente que el acero mismo. Su movimiento tardó varios minutos que exasperaron al líder de los creerios. Sus hombres no se quedaron atrás, mirando impacientes como el mecanismo actuaba con pesadez.—¡Soldados! —gritó Lecceo, refiriéndose a los guardias del Bastión Blanco—. ¿Saben cuál es su deber?Los soldados, provenientes de cada extremo del continente de Ocis, de tantos pueblos diferentes, asintieron con pavor ante la perspectiva que se les venía encima: juraron dar su vida para la protección del mundo de lo que fuese que estuviese encerrado en el Bastión, pero todos ellos creyeron que no era más que un simple mito, una exageración de la Reina, pero la realidad los golpeaba más frío que una daga clavada en el corazón. Finalmente, tras cincuenta largos años de perpetua tranquilidad, había movimiento en el interior de Las Puertas. Y ellos debían actuar.—¡Que los arqueros se preparen! ¡Ustedes me van a seguir!Las levas sintieron como si el corazón se les escapase por la garganta. Estaban entre la espada y la pared. Entonces, una treintena de hombres dieron un paso adelante, uniéndose en un grupo para seguir a Lecceo.El portón finalmente quedó lo suficientemente abierto para que un par de personas pasaran. Bummös, como una flecha, se lanzó hacia el interior de Las Puertas. Yuje lo siguió por detrás. El resto de los mercenarios los siguieron como abejas a la reina, empuñando ya sus armas. Lecceo rápidamente ingresó tras que el último de los creerios pasara por el umbral blanco. Por un momento se detuvo y miró el contraste de la tierra de negra y la delgada línea blanca que separaba al mundo de ese lugar maldito. Respiró profundo y se adentró.Empezó a correr, y pronto alcanzo al mismo Bummös.—¿Dónde está Bagúm? —preguntó el centurión. Afinó sus ojos y se percató que el muchacho llevaba casi un kilómetro adentrado sobre las tierras negras. ¡Cómo! ¡Si estaba cojeando! ¿En qué momento había ganado semejante ventaja?—¡Allá adelante! —gritó el capitán mientras seguía corriendo.Lecceo miró sobre su hombro: ya se habían alejado casi quinientos metros de las murallas, pero entonces se percató de algo que hizo que todos los mercenarios se detuvieran en seco por un instante: las malditas Puertas, el lugar negro, estaba sumergido en un silencio sepulcral. Los gritos de los soldados encima de las murallas se desvanecieron, como si la distancia entre ellos y los otros fuera infinita.—Capitán... —murmuró atemorizado Yuje quién miraba sus pies: lo que pisaban no era un pasto negro ni tampoco piedra, sino cenizas. Cenizas tan oscurecidas que la luz del sol era incapaz de hacerlas brillar, y estaba pronto a anochecer.Los corazones de los creerios temblaron. Podían escuchar su propia respiración en ese lugar. Todo estaba fuera de sitio, como si hubieran ingresado a otro mundo. Bummös también sintió todo esto, y por un momento su mente le dictó que regresase a la seguridad del Bastión, pero su corazón, firme como un león, le exigió seguir caminando.—Tenemos que movernos. No hay mucho tiempo.El grupo, conformado por más de sesenta soldados, avanzó a un trote rápido. Hubieran querido correr de no ser porque incluso sus piernas temblaban del pavor que les provocaba el tremebundo páramo. Cuando Lecceo miró a su pupilo, éste estaba pálido como un muerto.—¿Armö?—Lecceo, no sé qué demonios tiene este lugar, ¿pero no lo sientes?El oyergos asintió. Sus palabras pudieron ser escuchadas por todos cuantos se encontraban a su alrededor con una claridad aterradora.No había ni frío ni calor, sino un estado completamente vacío en el interior de Las Puertas. Tampoco ni el menor ruido, solo los pasos y la respiración de los guerreros. Pero había algo distinto: parecía haber ojos observando desde la lejanía. Y ellos no estaban preparados para eso.Bummös apresuró todo lo que podía su paso. Para su edad, su cuerpo estaba resintiendo cada golpe que sus pies daban contra el suelo, pero finalmente llegó con su muchacho. Lo tomó de los hombros y lo zarandeó. «¡Bagúm!» gritó, pero el chico estaba ensimismado, ajeno al mundo, en un trance siniestro. Bummös lo jaló hacia atrás, pero una fuerza desconocida parecía emerger del pequeño cuerpo del chico, resistiendo a las duras manos del capitán. Lecceo los alcanzó pronto, seguido por el grupo. En cuanto el oyergos puso sus manos sobre el muchacho y empezó a tirar de él, recuperó la conciencia y cayó de espaldas contra el suelo.El chico respiró profundo, como si se estuviera ahogando. Sus ojos estaban abiertos de par en par y su cuerpo se retorcía del susto.—¡Qué demonios, niño! —gritó Bummös, al borde de la ira, pero también de la preocupación—. ¡Qué carajos hiciste!El capitán de los creerios observó la pierna izquierda de Bagúm: estaba completamente rota, con el pie retorcido y la carne como destruida. Parecía haber sido rodeado por fuego.Los mercenarios rodearon en una pequeño semi circulo al capitán, sin darle la espalda a las montañas del centro del valle negro. El sol se estaba ocultando detrás de ellas, y en tan solo unos minutos iban a quedarse completamente en la oscuridad.—¡Respondeme! —bramó Bummös. Bagúm estaba bordeando el llanto, incapaz de saber qué responder.Yuje observó al pequeño. Le parecía irreal todo aquello; volteó con Chárcun, quién estaba batallando por respirar.—¿Qué crees que sea?—No lo sé, pero nada, nada bueno es —contestó el pequeño mago.Mientras Bummös trataba de poner a Bagúm en pie y continuar sus reclamos repletos de furia, Lecceo observó la distancia, allá en las montañas negras coronadas con nieve gris. El sol manchaba con un naranja ennegrecido todo el espacio. Las Puertas emanaba un aura de siniestra soledad, de un mundo apartado del mundo. El centurión miró a una de las levas y le exigió que le entregara la espada. Estaba ahí, indefenso, sin armadura ni escudo, solo una pequeña arma afilada de un soldado que nunca tuvo que preocuparse por usarla.—¡Bagúm, por todo lo que deteste Hairhe! ¡Qué hiciste!El muchacho empezó a balbucear, nervioso, incapaz de articular una palabra coherente.El grupo aún se sentía observado; ¿cómo era posible? Nada ni nadie había entrado al interior de Las Puertas en cincuenta años. Pero tampoco nada había salido.El corazón de Lecceo palpitó con fuerza. No debían estar en ese lugar.—Tenemos que irnos, ya.Bummös pareció hacerle caso omiso, preocupado más por una respuesta de su chico antes que del tremebundo lugar en el que se encontraban.Pero entonces, un crujido se escuchó en la lejanía. Como si la tierra se quebrase, como si un dique se rompiese, como si una montaña se abriese, algo manó del interior de Las Puertas.—¡Debemos irnos! ¡Ahora! —gritó Lecceo. Los hombres, mercenarios y soldados, de toda clase, gimotearon asustados y murmuraron a voces altas.Bummös levantó la vista y giró la cabeza. Por un instante, se hizo el completo silencio, pues un rugido proveniente del mismo corazón del infierno hizo presencia en el lugar. Era lejano, más distante que cualquier explosión, pero pronto le siguieron los bramidos de otras criaturas. Y se estaban acercando.—¡Bummös! ¡Ya! ¡Hay que irnos!El capitán abrió grande los ojos. Perseguidos por algo que no querían saber que era, el de los creerios tomó a Bagúm y lo cargó abrazado mientras empezaba a trotar. Los mercenarios dieron media vuelta y empezaron a correr, pero sin dejar atrás a su líder, buscando huir de aquel lugar.Pero Bummös ya no tenía las fuerzas de antaño para sostener al Bagúm que conoció de niño. Yuje, a media carrera, regresó y tomó de los pies al chico, cargándolo entre los dos. Aumentaron el paso. Lecceo miró sobre sus hombros: el silencio del lugar solo era mancillado por los pasos y respiraciones fuertes de los mercenarios y legionarios que trotaban a prisa para huir del lugar; pero algo más... En la distancia, los pasos atroces, como pesadas criaturas, empezaron a resonar en sus oídos. Sin detenerse a mirar, el grupo continuó su paso. Las levas, como cobardes, empezaron a correr, dejando atrás a los demás, a excepción de unos pocos soldados con el suficiente coraje para no darle la espalda al oyergos.Lecceo estaba asustado. Detrás de él podía sentir, como en una pesadilla sorda, el paso imparable de sus perseguidores. ¿Qué iban a ser? No los conocía, ni tampoco sabía qué podían ser. Hasta que entonces, los gruñidos de aquellas cosas empezaron a elevarse más y más. ¡Estaban recorriendo docenas de kilómetros en segundos! ¡Cómo era posible!Las piernas de los mercenarios parecían ser pesadas. Su trote empezó a ser cada vez más ligero pero desesperado; algunos, temblando hasta los dientes, sostuvieron sus armas esperando lo peor. Bummös giró su cuello mientras su cansado y viejo cuerpo luchaba por regresar al interior de las Murallas; y entonces, desde la lejanía, los vio acercase: manchas como negras, seres bípedos y horrendos, estaban persiguiéndolos a una velocidad vertiginosa.—¡Lecceo! —alcanzó a gritar el capitán. En ese momento, el centurión se giró solo para contemplar a las criaturas que cada vez estaban más cercas. Siguió corriendo.Los mercenarios, hombres tan fuertes y que habían batallado muchas veces al sur en el mar contra piratas, se sintieron aterrados y gritaron mientras sentían como les pisaban los talones.Cuando Lecceo miró hacia adelante, se percató que aún estaban muy lejos de las murallas, a más de trescientos metros. No les iba a dar tiempo a llegar.De repente, risas oscuras, guturales, como si se tratasen de ruines tiranos, se perpetraron desde las gargantas de aquellas bestias. Los mercenarios abrieron los ojos sin dejar de trotar, pues sus fuerzas parecían escaparse a cada segundo, reduciendo su paso.Cuando el oyergos giró su cabeza una vez más, pudo verlos de frente. Sus formas eran retorcidas; algunos de ellos con cráneo de macho cabrío, negros como la misma ceniza que pisaban, y unos cuerpos monstruosos como de hombres con músculos grotescos: sus brazos eran mucho más grandes que sus piernas, avanzando como gigantescos gorilas más grandes que cualquier humano. A sus lados varias formas humanoides como de esqueletos blancos con carne putrefacta pegadas a sus endebles cuerpos se movían retorciendo sus brazos y bocas. Y estaban reduciendo su ritmo, como un depredador que disfrutaba observando el miedo de su presa.Bummös los miró de reojo y echó un grito agudo repleto de pánico. Jamás había contemplado algo como aquello.De repente, varios mercenarios se detuvieron y, con sus armas en manos, encararon a las bestias. Gritaron cargados del poco coraje que podían reunir y se abalanzaron sobre las criaturas, pero las armas apenas alcanzaron la piel negra de las bestias, y uno a uno fueron cayendo los hombres. Los demás seguían trotando, pero como hienas, los pequeños demonios con carne putrefacta se lanzaron a ellos, mordiendo sus yugulares y matándolos en gritos de agonía.Los pocos legionarios, ataviados en sus endebles gambesones, trataron de resistir, empuñando sus espadas y plantando cara, pero perdiendo el equilibrio. Los demonios cayeron cobre ellos como si se tratasen de leones devorando sus rostros. Pronto los sesenta hombres se redujeron a solo veinte.Chárcun empezó a golpear sus manos y cachetes mientras sus piernas parecían retorcerse en un baile. De repente, varias piedras fueron arrancadas del piso y se elevaron a gran velocidad, impactando como si fueran lanzadas por honderos en los cuerpos de los machos cabríos, pero no se detuvieron, sino que rieron. El pequeño mago sacó su mejor as de la manga: empezó a gritar palabras sin sentido en un orden inexacto. La tierra se quebró. El suelo se elevó como si fuera una pared que separó a los mercenarios de las bestias. Lecceo, quién seguía al trote huyendo, suspiró, pero la pared se rompió de un momento al otro, atravesada por los machos cabríos, quienes habían atrasado más su paso para deleitarse en el sufrimiento de los hombres.Lecceo se mordió la lengua mientras seguía al trote. Ya estaban más cerca, solo faltaban otros cuantos metros para llegar a la distancia necesaria para que los arqueros de las murallas pudieran disparar. ¡Pronto! Pero entonces, el capitán de los creerios tropezó. Él y Bagúm cayeron al suelo negro. Yuje, aun trotando, se detuvo en seco para mirar.—¡Bummös!Lecceo giró y miró a su amigo ahí, a la merced de los demonios. Pero no lo pensó. Sostuvo fuerte la espada y corrió, posicionándose enfrente del viejo capitán y alzando su espada como en aquellos tiempos cuando aún era un legionario en las campañas de Ha'Sag. Si aquellos demonios iban a tratar de matar a Bummös, tendrán que pasar por uno de los leales al mismísimo Rey de las Cenizas.El tiempo se detuvo. Las bestias hicieron muecas en sus horribles rostros como si estuvieran sonriendo y se acercaron a un paso lento hacia sus víctimas. Yuje, Chárcun, Armö y todos los demás no creyeron ver la valentía del oyergos. Respiró profundo y se preparó para dar su vida por su amigo.Y entonces, el viento hizo presencia.Una figura cayó sobre la tierra delante del oyergos. Alta como un roble, emanaba un poder que había detenido en seco a los demonios y que hervía como un volcán a punto de estallar. Lecceo abrió los ojos. Un aura colosal lentamente aplastó todo el lugar negro hasta hacerlo temblar. La magia estaba rodeando a los mercenarios como una tempestad. Sus prendas, otrora purpura, delataban que aquel era el Hijo del Huracán: Hibelón, el Mago Del Viento.Elevó su diestra, y los demonios contemplaron con miedo su poder. El aire empezó a arremolinarse alrededor de los mercenarios. El viento acarició las mejillas de los hombres y empezó a levantar las cenizas del suelo, rugiendo con cada vez más fuerza.Las bestias negras bramaron palabras en lenguas siniestras. Miraron con temor al Mago, quién se mantenía quieto en frente de los mercenarios. Aullaron y corrieron contra él. Trataron de lanzarse en grupo, como las avispas a la presa, pero antes de que sus manos oscuras pudieran siquiera tocar las prendas del hechicero, una torrente de inconmensurable tempestad se hizo presente: los vientos del huracán, más fuertes que ninguno que antes viera Lecceo, detuvieron a los demonios. Las pieles negras empezaron a ser arrancadas. Los cuernos de los machos cabríos se desprendieron de sus cuerpos con la fuerza imparable que rugía la hechicería del Hijo del Huracán. Ninguno de los mercenarios, ni siquiera el mago Chárcun, creyó el poder que manaba aquel coloso de la hechicería.Se acercó con pasos atronadores que hicieron retumbar Las Puertas. Susurró palabras graves y fuertes mientras el viento seguía devastando con imparable fuerza a los otros demonios, arrancando sus brazos y piernas del poder con el que el viento estaba azotando el interior de Las Puertas tras largos siglos de siniestro silencio.—Avisale a tu amo que la Reina de Las Cenizas lo está esperando. —Sus ojos azules, como brillantes esferas gélidas, atravesaron la mirada del demonio con una poder que hubiera aterrado a la mismísima parca—. La magia está ahora reunida bajo una sola bandera.Levantó su mano con indiferencia, como si aquella bestia le fuese indiferente, y el viento arrancó de la tierra al demonio, despedazando su cuerpo y devolviéndolo hacia la lejanía de las montañas negras, al lugar donde pertenecería en el infierno.Ya ninguno de los demonios quedaba en pie. Los vientos huracanados se detuvieron de un instante al otro, pero la magia del Mago Del Viento seguía ahí, emanando como un torrente, creando una cúpula de magia segura para los mercenarios.Lentamente, la figura del Grande de La Hechicería, del Caudillo Negro de la magia, giró para mirar a los ojos a Lecceo. Y habló.—Lamento haber tardado.Bummös tragó una fuerte bocanada de aire. Su cuerpo había sido protegido, al igual que el resto de los hombres, con una hechicería terriblemente poderosa, haciendo que sus cuerpos fuesen más livianos e indiferentes a la magia que una pluma. Yuje jadeó y cayó de rodillas, buscando un respiro. Chárcun se llevó las manos a las rodillas y sudó como nunca había hecho. Cada uno de ellos, valientes guerreros, tenían los rostros más pálidos que cualquier cadáver. El oyergos estaba asustado, pero tragó, con el corazón palpitando fuerte, y la sangre buscando huir de su cuerpo. Ante él, no creía lo que veía: ¿acaso estaba en un sueño?—¿Lo lamentas? —preguntó, sin saber qué palabras decir—. ¿Por qué?El Mago Del Viento miró de reojo al resto de mercenarios, y su poder se fijó sobre el muchacho. Suspiró.—Hace una hora sentí que algo estaba cambiando. Algo se ajetreó en el interior de Las Puertas. Di media vuelta y regresé lo más rápido que podía. —Sus palabras eran lentas, tranquilas, como el de un viejo mentor que buscaba consolar a sus alumnos. Lecceo no creía poder entender la amabilidad de aquel que tenía enfrente. Pero pronto entendió: aquella ventisca de hacía tan solo unos minutos era producto de Hibelón acercándose.Bummös, el capitán, se puso en pie y caminó hacia el Trimiiarco, no sin temor ante la presencia y el inconmensurable poder que había demostrado.—¿Qué eran esas cosas? —dijo, con la mirada aterrada, pero a la vez con un dejo de determinismo.—Arrakaths; demonios. —contestó Hibelón. Giró y miró a las montañas negras. Pasaron largos segundos antes de que volviera a hablar—. No pensé que el pequeño —señaló con la cabeza a Bagúm— tuviera una conexión tan poderosa con Las Puertas.Bummös tragó. Entonces era cierto. Él era la llave al infierno. Y había sido atraído hacia el interior, ¿pero por los demonios? ¿Cómo? ¿Acaso estaba ligado con su poder como una pequeño peón?—¿Cómo ocurrió? —preguntó, al borde de las lágrimas. Su voz lentamente se quebró—. Es solo un niño.Hibelón guardó silencio. Dejó que el capitán pudiera llorar. Lecceo miró como el sol, finalmente, era tragado por el horizonte, dejando que la noche iluminara tenuemente todo el prado del lugar negro. Las preguntas en la mente del oyergos eran demasiadas, incapaz de comprender la existencia de los demonios, del rol de Bagúm en esta realidad, y si acaso Ha'Sag pudiera estar involucrado. A la Reina, nada se le escapaba.—¿Qué es lo que tiene el muchacho? —preguntó el centurión.El Mago Del Viento lo miró. Él había recibido órdenes de la misma Reina en persona, pero sabía que no sería sensato mantener el silencio y dejar en intriga a los hombres, por mucho que la realidad fuese tan oscura. Ya luego podría explicarles a todos.Murmuró.—Magia. Y mucha.Bummös se secó las pocas lágrimas que habían conseguido escapar de su rostro. Respiró profundo y gruñó.—¿Qué harás con él?—Lo llevaré con la Reina. Ahora es peligroso que él esté aquí, o lejos de la custodia de ella.Una punzada dolorosa cruzó el corazón del capitán. Su estómago se retorció: ¿lo usarían como una herramienta? Que todo lo protegido por Seeim no lo quisiera así.—Vendrán conmigo. Todos ustedes. —dijo el Trimiiarco. Bummös y Lecceo jadearon en silencio y lo miraron sorprendidos.—Pero, yo no puedo moverme del Bastión sin órdenes de la Reina —dijo Lecceo.—Eso ya no importa. Iré con el maxentor y le indicaré que tu estancia en el Bastión ha terminado, para siempre.El oyergos tragó fondo. Había pasado gran parte de su vida encerrado en aquella ciudad, sin la oportunidad de salir ni un momento. Pero ahora esto le parecía explosivo: ¿cómo sería el mundo fuera? Su memoria era buena, pero no podía confiar del todo. Quería salir del Bastión, pero a su vez tenía miedo de hacerlo.—¿Y qué pasará con Bagúm?Hibelón gruñó; miró una última vez el horizonte, a las montañas negras, ahí donde yacía resguardado un poder antiguo y que nadie debía conocer.—Será entrenado por la magia.Bummös abrió amplió los ojos. ¿Qué había dicho? ¿Entrenado? ¿No usado? ¿Acaso había entendido todo este tiempo mal las intenciones de la Reina? Su corazón rugió con un furor diferente: miedo, confusión, pero esperanza. Por un momento sintió que debía abrazar al hechicero.—Llévalos al interior del Bastión —dijo, refiriéndose a Lecceo—. Pronto los veré. —Empezó a mover sus dedos en un baile siniestro, con los brazos a la altura de su pecho mientras repetía en secuencia las mismas palabras: «Rugir. Nacer. Perecer. Viento de Vida. Viento de Subyugación». Había escuchado antes palabras similares. Era un conjuro.En la lejanía, donde la tierra se había quebrado a las faldas de las montañas y emergido los demonios, la magia de Hibelón estaba sellando la herida como un candado para evitar que nada más pudiera salir durante un tiempo.El mundo de la magia se estaba moviendo. La Reina estaba en una carrera contra algo que Lecceo no comprendía. Todo le parecía extraño ahora. ¿Qué sería de Bagúm?Y entonces, recordó la sonrisa horrible de la mascara blanca en la pesadilla. Solo esperaba que el poder de Los Seis pudiera detener a todo lo que se escondiese en el interior de Las Puertas.