Bummös había terminado de contar la historia. El pequeño de Bagúm mantenía una mirada gacha, con los ojos humedecidos y al borde del colapso; Yuje y Charcún mantenían una postura a la defensiva mientras resguardaban al niño de la mirada oscura de Lecceo. El centurión asintió en cuanto su amigo capitán suspiró con nostalgia y amargura.
—¿Eso es todo lo que sabes sobre el muchacho? —su voz parecía algo decepcionada. Esperaba que hubiera más.
—Es todo —afirmó Bummös.
Lecceo suspiró. Aunque le resultó impresionante la historia de Bummös, él ya había escuchado unos cuantos relatos sobre su compañía, por lo que conocía de lo que eran capaces de hacer hasta cierto punto. Pero su mente quería divagar en otras cosas.
—¿Y qué sabes sobre aquel pirata? Recuerdo que cuando hablamos por primera vez, habías dicho que se creía el dueño de los mares.
Bummös gruñó y caviló por un instante.
—Arimet era un desgraciado. Cuando llegamos al sur, había varias recompensas por su cabeza. Algunos mercaderes hablaban con pavor de él. El cabrón era algo conocido.
—¿Y la Guardia Imperial nunca se encargó de ellos?
—Eran astutos —hizo una mueca de desdén, recordando la facilidad con la que lo mataron—, para ser piratas. Lo que se decía de Arimet era confuso; llevaba un par de años aterrando a algunos comerciantes, y lo poco que se hablaba de él era que se trataba de un traidor.
Lecceo arrugó la frente, esperando esa respuesta.
—Un traidor, ¿eh? Tenía mucho coraje ese idiota si creía que podía sobrevivir traicionando a la Reina.
La mirada de Bummös era indescifrable. Estaba serio, sereno, pero a la vez mantenía cierto asco por sus memorias de las que hablaba.
—No sé de qué fuera traidor; si de la Guardia, o fuese algún gobernador corrupto o algo por el estilo. Lo que se hablaba de él era poco. —Llevó la mano a la barba y se rascó mientras meditaba—. De hecho, nadie sabe cuál era el motivo por el cual el cabrón tenía encadenado a Bagúm. Y si alguien lo sabía, ya está muerto —dijo marcando una mueca de desagrado.
Lecceo se llevó la mano a la frente y empezó a rascarse. En su mente, quería encontrar una solución al problema de Bagúm, el interés de la Reina sobre él, la intervención de uno de Los Seis, y sobre el sentido que hay esto con Las Puertas.
Bummös miró a su amigo, pero a la vez desconocido, Lecceo. En el poco tiempo que llevaban juntos, el mismo capitán de los creerios creyó estar ante un viejo compañero de la compañía, alguien con el que batalló muchas contiendas y con el que había compartido miradas hacia las estrellas. Pero a su vez, no sabía qué escondía del todo el centurión. Le costaba pensar que él llevaba toda su vida siendo el capitán de la orden mercenaria, y en ese mismo lapso Lecceo solo había vivido en el Bastión, aguardando como una piedra vieja a que alguien lo arroje hacia el río en movimiento.
—Entonces, ¿qué son Las Puertas?
Lecceo bajó la mano. Miró a los ojos de Bummös con gravedad. No creía que todo lo que disponía de conocimiento era solo como rescataron al chico.
—Bummös, ¿es todo lo que sabes sobre Bagúm?
El capitán se mantuvo en silencio un largo segundo. A su lado, la figura de Chárcun pareció algo irritado.
—¿Qué más quieres saber?
Lecceo lo observó con unos ojos que hubieran hecho estremecer a cualquier otro ciudadano.
—Bagúm no es un cualquiera. El muchacho está en la mirada de la misma tirana de la magia. Y fue arrojado hacia Las Puertas.
Bummös intervino.
—¿No vas a decir qué son Las Puertas? —su voz estaba a medio camino de la irritación y de la desesperación.
Lecceo respiró profundo.
—Solo hay un problema: lo que sé de Las Puertas, no es más que un mito.
Los mercenarios fruncieron la cara en señal de extrañeza.
—¿Solo sabes un mito? —preguntó Yuje.
Sena negó con la cabeza. Tenía los ojos cerrados, buscando encontrar la manera de poder explicar qué era aquel lugar tremebundo.
—Nadie sabe realmente qué son.
Bummös gruñó.
—Entonces, ¿me estás diciendo que no sabes qué es aquello que tanto custodia este maldito lugar?
Lecceo levantó una mano para tranquilizarlos al igual que un maestro lo hace con sus alumnos.
—Está bien. Diré lo que sé, pero no es mucho. Las Puertas es el misterio mejor guardado que hay en este mundo, casi tanto como el mismo Yermo de la Desesperación.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lecceo. Por un momento, su mente viajó un instante al pasado, allí a las tierras malditas que recibían aquel aterrador nombre que hacía tiritar incluso a los magos.
»La historia es larga. Hace mucho tiempo que ocurrió algo. ¿Cuánto? No lo sé, pero es más antiguo que las primeras luchas de Ha'Sag. La tierra negra que es rodeada por las murallas de todo el Bastión es aquello que fueron nombradas como Las Puertas.
»Más o menos, todos los habitantes de Ardentium saben que el Bastión Blanco está erigido como una fortaleza para la protección de algo. Pero nadie sabe en realidad qué es lo que protege.
Los mercenarios lo escucharon con una atención casi marcial. Incluso el chico había prestado atención. Lecceo pensó. Lo que él había escuchado por boca de otros veteranos durante sus campañas con Ha'Sag, y por los pocos registros que existen de aquella época, no era más que una versión atropellada y resumida de lo que, quizás, ocurrió.
»En realidad, lo que protege es al mundo de Las Puertas. El lugar está infestado, maldito. Nada ni nadie entra o sale, ni siquiera el viento. Es un lugar muerto en el tiempo. Se dice que hace mucho tiempo alguien selló algo en su interior. —el bello de sus brazos se erizó al pronunciar esas palabras—. Y el poder que fue sellado en Las Puertas fue poder demoniaco.
»Son las puertas al infierno. Y en su interior, habita una horda de demonios que aguardan para que un día, en el fin de los tiempos, puedan volver a consumir al mundo.
Bummös tenía la frente fruncida en confusión e incredulidad. Yuje parecía pasmado y a la vez como si le hubieran contado una broma.
—¿Demonios? Tiene que ser un cuento —dijo Üle-je.
Chárcun asintió.
—De haber demonios, ¿por qué nadie nunca ha hablado de ellos?
Las miradas de los mercenarios eran inquisitivas. Lecceo conocía que no existía trama, ni relato, ni tampoco mito que hablase de los demonios. Existían los dioses, sí, pero estos eran tan poderosos que no hubieran permitido la existencia de los demonios. O eso creían todos los pueblos de Ocis. El oyergos también sabía que la historia del Bastión era increíble, pues durante mucho tiempo no ha ocurrido nada, y todo el esfuerzo de Ha'Sag de conquistar el continente no parecía tener relación alguna con aquello que él estaba contando.
—¿Hablas en serio, Lecceo? —preguntó Bummös—. ¿Demonios?
—Pueden no creerme. Pero la Reina sí cree. Por algo ha estado manteniendo esta ciudad fortificada hasta los dientes con tanto armamento y soldados que parece un gasto absurdo.
El capitán volvió a gruñir.
—Es cierto. Pero ¿cómo podría ser la existencia de estos demonios?
—No lo sé.
—¿Y es todo lo que se sabe de Las Puertas?
—Es todo.
Bummös rezongó con desaprobación.
—¿Y tenemos que creer que es cierto?
Lecceo agravó su mirada sobre su amigo.
—Te recuerdo, capitán, que no hace más de un par de horas que un mismo Trimiiarco estaba de pie a un lado nuestro; uno de Los Seis que no había tenido presencia en el Bastión durante casi medio siglo. Uno de los hechiceros más poderosos del mundo que fue a por Bagúm y lo arrojó al interior de Las Puertas.
El silencio se hizo. Ninguno de ellos iba a negar eso; entonces, Yuje empezó a temer que en verdad existieran demonios, aunque nunca hubiera averiguado qué eran en el pasado. Bummös habló en voz baja, como si estuviera tanteando el terreno de sus preguntas.
—Si Las Puertas están resguardando el poder demoniaco, y ese maldito Trimiiarco arrojó a Bagúm a ello, ¿quiere decir que…?
No completó la frase, temeroso de escucharla. Chárcun, al igual que Yuje, cayeron en cuenta.
—Que lo que tiene Bagúm en su interior es poder demoniaco —dijo Lecceo.
—Qué me lleve Hairhe… ¡Con razón no puedo detectar nada! —maldijo el pequeño mago—. No es magia, es otra cosa. Esto… esto… oh dioses.
El rostro del viejo palideció y pareció caer en malestar. Se llevó la mano a la frente mientras pensaba en las implicaciones de aquello. Su cuerpo se sintió débil y amenazó con caer; se sentó en la silla vieja del centro y empezó a murmurar algo para sí mismo. Yuje, que en tantos años de lucha nunca había presentado signos de debilidad, parecía estar temeroso. Bagúm miraba con ojos vidriosos a Lecceo: ¿qué significaba todo esto? Nunca vio a sus tíos tan débiles y asustados.
Bummös parecía estar incrédulo. Su rostro estaba blanco, pero sus ojos eran como los de un cazador que estaba sobre su presa. Sujetó con fuerza el borde de su cinturón buscando un arma que no encontró.
—Poder demoniaco… —musitó. Miró a Bagúm y tragó—. ¿Qué crees que la Reina quiera hacer con él?
Lecceo podía sentir la pesadez en el aire. La habitación, que otrora era un lugar de amables recuerdos, se había trasfigurado rápidamente en un foso de angustia para hombres tan fuertes como los creerios.
—No lo sé. Nunca, pero nunca, imagine que alguien pudiera contener algo de ese poder.
El rostro de Bummös se empezó a trasfigurar en una mueca de ira y a la vez de horror.
—¿Por qué lo arrojó a su interior? ¿Estaba probado algo?
Lecceo entendió que se refería a Hibelón. Entonces, otra pregunta enorme surgió en sus adentros: ¿qué podía ser aquello por el cuál Hibelón tuviese que probar al muchacho arrojándolo hacia Las Puertas? Su mente trabajó como un aguijón feroz en una colosal lluvia de respuestas. Había leído mucho, pensado todavía el doble, y contemplado mucho más que ningún otro hombre había hecho. Su pasión y amor a la sabiduría le había conducido lento pero implacable hacia las más altas verdades del conocimiento, y a su vez lo habían forjado como una mente astuta en misterios horrorosos. Y este era uno de ellos.
Su estomago se frunció. No quería que aquello que su mente había deducido fuera la respuesta, pero temía que así era.
—Quizá Bagúm sea la llave a Las Puertas.
Bummös abrió los ojos. Su mente entonces explotó. Miró a su amigo, al centurión, y amenazó con derramar lágrimas amargas.
—La Reina lo va a querer como un instrumento.
Lecceo asintió.
—¡Maldita bruja! —bramó el capitán quién dio un fuerte golpe hacia un barril cercano, rompiendo la madera y haciendo que el líquido añejo de su interior se derramase—. ¡Por qué! ¡Por qué él! ¡Sólo es un niño!
Sena no habló. Se quedó con la mirada gacha, esperando que el capitán pudiera recuperar sus nervios. Chárcun se había tranquilizado pero su cuerpo aún carecía de color. Yuje, lento como una serpiente, se acercó a su líder y lo tomó del hombro.
—Bummös… —murmuró.
—¡Suéltame! —su voz era grave—. ¡Tú viste a Bagúm! —sus ojos estaban húmedos, y sus mejillas se habían manchado—. Sólo era un niño… —su voz se desquebrajó de repente—. ¿Qué culpa tiene él? No es justo…
Bagúm tenía la boca abierta pero seca, incrédulo de lo que veía. Sí, Bummös lo había rescatado, lo había vestido y alimentado, pero jamás lo consideró un padre, aunque él siempre lo tratase como a un hijo. Veía a Chárcun y a Yuje como tíos, pero al capitán lo trataba como una figura lejana, aunque le tenía respeto. Hasta ahora. Después de escuchar su propia historia, de como lo rescataron, y como Bummös estaba al borde de la desesperación por él, empezó a sentir que en verdad era su padre.
—Pero puede que se equivoque —dijo en voz baja el chico, con temor.
Bummös, Yuje y Lecceo voltearon a mirarlo a los ojos.
—Q-quiero decir… —su voz tiritaba—… No sabemos del todo las intenciones de la Reina. Y si me quieren como una herramienta… —su voz tambaleó y bajó, como adolorido ante esa posible realidad—, me hubieran llevado sin dudar ante ella. Se supone que es muy poderosa, ¿no? Entonces, ella podría solo tomarme y ya.
Lecceo abrió la boca y movió la cabeza como impresionado.
—Es una posibilidad. Pero eso abre más preguntas.
Bummös contuvo sus lágrimas. Aunque Bagúm ya estuviera al borde de ser un adulto, para él seguía siendo el mismo niño que rescató hace cinco año.
—Entonces iré yo mismo con ese maldito de Hibelón para hablar con la Reina, y averiguar qué es lo que quiere.
Lecceo abrió los ojos grande. ¿Escuchó bien las palabras de Bummös?
—¿Qué? ¿Estás loco? No creo que ni siquiera puedas acercarte lo suficiente a Hibelón y…
—No me importa, centurión —bramó—. No pienso dejar a Bagúm solo.
Chárcun miró a su jefe. Yuje lo imitó. Luego, se dirigieron miradas entre ellos dos. Parecían incrédulos; querían a Bagúm, pero no estaban dispuestos a hacer una estupidez como aquella. ¿Pero Bummös? Era el capitán, el mismo líder de los creerios, un veterano más duro de roer que cualquier hueso, ¿haciendo una estupidez tan grande por un niño que ni siquiera lo ha tratado como él lo ha hecho?
El silencio se hizo por un largo segundo. Bummös pareció estar a medio camino de la vergüenza, pero también del coraje ante la reacción de sus compañeros y hermanos de armas. El rubor recorrió su rostro, dándole un porte terrible, como el de un almirante.
—B-Bummös, no hagas una tontería así por mí —dijo Bagúm.
El capitán sintió como si algo se metiese en su garganta y le obstruyese. Intentó hablar, pero las palabras no se atrevieron a salir. El chico, de pelo algo largo hasta la altura de su hombro, aún de una mirada inocente con los vestigios del terror con el que él lo había encontrado, le desgarraban el viejo corazón del veterano.
Lecceo estaba ante una amalgama emociones sombrías. No sabía qué responder con exactitud. Su mente divagaba: Bummös estaba con una idea suicida, pero a su vez, admiraba el coraje de dar tremendo acto de amor por alguien que consideraba un hijo. Él, quizás, hubiera hecho lo mismo.
La Reina, Los Seis, todo el vasto mundo era tan aterrador a su manera. Si se alzaba por esto, ¿cuál sería su destino? Pero Lecceo se había enfrentado ya a ello en el pasado.
Cincuenta largos años pasó en una tranquilidad que lo sofocaba. Su pasado le susurraba que volviese a las armas y peleara, pero esta no era la lucha que él esperaba, pero sí una en la que estaría dispuesto a dar su vida.
Su alma se tranquilizó.
—Bummös —continuó el centurión en una voz amable, serena, que se asemejaba a la sabiduría—, ten paciencia. Aún no han ocurrido las cosas. Y… —respiró profundo. Le iba a costar lo que iba a decir, pero creía que era lo justo en el fondo de su corazón—, yo estaré a tu lado, e iré ante la misma Reina para saber qué es lo que quiere de Bagúm, y salvarlo.
Todos los ojos de la habitación se dirigieron a él. Bummös tenía la boca abierta, incrédulo. Sus ojos se humedecieron más. Yuje miró desconcertado al centurión; Chárcun frunció el ceño y observó al púrpura con profundo interés.
—¿Ante la misma Reina, tú, centurión? —dijo el pequeño mago—. ¿Con qué autoridad?
Lecceo lo miró.
—Con mi autoridad de oyergos, hechicero.
Yuje y Chárcun abrieron amplio los ojos.
—¿Qué? —preguntó Üle-je—. ¿Eres un oyergos?
—Me tienes que estar bromeando. ¡Un maldito oyergos!
Bagúm estaba confundido. Yuje era el más incredulo de todos.
—Qué me condene Hairhe, pero si jamás lo has dicho.
Bummös negó con la cabeza. Las lagrimas de sus ojos se habían secado.
—Sí lo dijo, pero no a ustedes.
Los mercenarios miraron a su capitán y dudaron. ¿Qué tan cercanos se habían vuelto aquellos dos en tan poco tiempo?
—Pero si solo hay once oyergos en el mundo —murmuró Chárcun.
El chico, quién no entendía nada de lo que ocurría, preguntó.
—¿Qué es un oyergos?
Bummös, con una pequeña sonrisa en el rostro, contestó:
—Es uno de los veteranos que sobrevivieron a las campañas de Ha'Sag. Lecceo tiene más de ciento veinte años.
El centurión movió la mano restándole importancia.
—No importa mucho. Quizás pueda conseguir alguna audición en persona con Ella, si es que no se ha vuelto más cruel de lo que era.
Yuje estaba sombrado; en su ingenuidad, nunca intuyó que al centurión que conoció en aquella taberna, que, por casualidad de los dioses, era uno de los hombres más importantes del continente. De nunca haberlo escuchado por él mismo, no lo hubiera creído.
—¿Y qué haremos mientras? Hibelón ha de regresar por el muchacho.
El rostro del capitán volvió a ensombrecerse. Pero antes de que pudiera hablar, Lecceo dijo con profunda voz.
—Tenemos que aguardar. Huir no es una opción. No hay lugar donde escondernos en este mundo de la mirada de Ella.
Para el pesar de Bummös, era cierto.
—Aunque aún hay una alternativa.
Los mercenarios lo miraron con ojos expectantes.
—¿Cuál?
El corazón de Lecceo volvió a palpitar con vida. Se sintió, aunque sea por un momento, como en sus campañas de guerra, aunque no estuviese combatiendo. Las palabras de Hibelón volvieron a él y le susurraron una esperanza.
—Hibelón… —musitó. Su piel se erizó. Las lágrimas parecieron emerger en sus ojos—. Hibelón sintió tristeza por Bagúm. Me aseguró que él me explicaría las cosas cuando volviese. ¡Bummös! El Mago Del Viento sabe que es un niño.
El capitán hizo una mueca de esperanza. Sus ojos parecieron brillar con emoción. Entendió aquellas palabras: incluso la bestia que era el Trimiiarco, tenía piedad.
Aún no se acababa todo para el viejo veterano.
Suspiró satisfecho.
—Tuviste que decirlo mucho antes.
En ese momento, Armö abrió la puerta. El grupo dirigió su atención al pupilo de Lecceo.
—¿Ocurre algo, Armö? —preguntó Lecceo.
—Maestro, tal parece ser que alguien los busca.
El estomago de los mercenarios se frunció. Lecceo arrugó la frente.
—¿Quién?
Armö se apartó. Por la puerta, una figura encapuchada y de barba grande entró; era voluminoso, tan ancho como la misma puerta, pero no musculoso. Sobre sus hombros varias pieles de lobos decoraban su pesada coraza de cuero que llevaba como ropajes. Entonces, Bummös suspiró aliviado.
—Chairmë.
El hombre referido sonrió debajo de su capucha, luego se la quitó.
—Llevan un tiempo desaparecidos, capitán.
—Sigues siendo tan buen rastreador como siempre, viejo amigo.
—Fue difícil seguirles el rastro, Bummös.
Chárcun bufó.
—Sí, claro. Estoy empezando a sospechar que eres mago, Cha.
Yuje río. Bummös sintió como si la pesadez de la mirada de la Reina se desvanecía por un instante.
—¿Cuántas horas llevamos fuera? ¿Quizás tres?
—Cinco, señor —dijo el gigante de Chairmë.
—El tiempo vuela.
—Pero no el hambre —comentó Lecceo. Puso su mano sobre el hombro de su nuevo amigo, pero a la vez, de cierta manera, viejo camarada—. ¿Qué te parece si vamos a probar algún platillo de este barrio? Seguro saben buenos.
Bummös sonrió.
—Vamos.
El grupo se desplazó por todo el barrio de Táakiosi; los locales de comida exudaban olores místicos y que perfectamente podrían confundirse con el aroma del hierro fundiéndose con el bronce. Los mercenarios estaban interesados en probar cada uno de los alimentos que ahí se preparaban, pero Lecceo prefirió esperar hasta que, en la esquina de una de las calles, debajo de un parapeto de cuero, con una gran olla saliendo entre dos pilares en la esquina frontal, el centurión fijó su mirada sobre un gran lagarto largo que sin piel que colgaba con el cuerpo invertido de un gancho enorme.
Convenció a sus camaradas de ir a probar la comida de aquel lugar. Bummös, escéptico, observó al gran caimán humillado en el costado del local. Armö olfateó y dijo algo en una lengua que solo Lecceo conocía. Su mentor se río.
Al entrar, cada uno decidió elegir una comida extravagante que jamás vieron. Chárcun estaba emocionado, hasta que fue recibido con un platillo de barrón marrón con una brocheta en la cuál había una iguana incrustada con dos manzanas diminutas en sus bordes. Yuje se burló, para luego sorprenderse que su plato era la cabeza de un jabalí enano. Lecceo y Armö pidieron lo mismo: brochetas de carne de caballo. Era un largo palillo con seis trozos cocidos de carne que olía lo suficientemente bien para que el pequeño mago maldijera a los dioses.
—¿Tú qué vas a pedir, Bummös? —preguntó Lecceo.
El capitán se quedó pensativo mientras examinaba un tablón pequeño de madera que cabía en sus manos a forma de menú, con los platillos tallados con un cuchillo sobre la piel del madero. Gruñó.
—¿Te parece una buena idea el yacke? Suena raro.
Armö miró al techo y luego bufó.
—El yacke es una palabra de Sarmoria; significa algo así como buey.
Bagúm, quién miraba con una sonrisa burlona a su tío Chárcun comerse la iguana de mala gana, se interesó por el menú.
—¿Qué más hay?
Bummös repasó la lista; cada una de las palabras le era confusa, pero tenía claro cuales platillos eran los que encargó sus compañeros. Solo quedaban otros tres: ormotio, seetio y laakio.
—¿Qué crees que sean esos tres, Lecceo? —preguntó el mercenario.
—Quizás una patada en el paladar digna de los sarmoritos.
Bummös se sintió atrevido. Pidió el seeiro. Su estomago se frunció de emoción mientras esperaba qué clase de horror le esperaba en una cazuela de barro. Al llegar su pedido, abrió la boca. Rodeado por varias flores, un torso de escorpión gigante lo saludaba abierto a la mitad. Lecceo observó confundido y a medio camino del espanto el platillo.
—¿Tendrá veneno?
Chárcun se acercó, aún con brocheta en mano, al platillo de su jefe.
—Santas barbas de vaca, ¿de dónde sacaron un escorpión tan grande?
Bagúm no se arriesgó y prefirió pedir lo mismo que los centuriones. Fue una larga y pesada comida donde los mercenarios se burlaron entre sí; Chairmë fue el más astuto de todos: se fue a otro lugar y pidió algo que sí supiera que se trataba. Bummös habló durante un buen tiempo con Lecceo sobre su compañero rastreador. Le contó historias del pasado, cuando los mercenarios tenían la costumbre de cazar una vez al mes a alguna bestia por deporte. Yuje era un experto en la caza de oso, mientras que Chairmë era el maestro de perseguir a los lobos. Para el oyergos, era difícil creer que un hombre tan grande y pesado como aquel pudiera perseguir lobos de tal manera. Poco a poco entendió que cada piel de los mercenarios era no solo de las criaturas que cada uno cazaba de forma individual, sino de las que eran expertos cazadores. Bummös era el único que no se podía descifrar su pasado con la sola mirada.
Lecceo a su vez le habló sobre una batalla que ocurrió en las islas de Ratius. El capitán le interesaba entender porque, si Ha'Sag tenía a su disposición a tres hechiceros cuyo poder era casi divino, batallaba con legiones de guerreros. La razón, para su sorpresa, era más sencilla de lo que se esperaba: los hechiceros no podían abarcar cada parte de la guerra. Por más que fueran poderosos, no podrían recorrer miles de kilómetros en pocos días por ellos solos. De ahí que las legiones fueran usadas para sitiar ciudades; eran las fuerzas de apoyo más que otra cosa.
Cuando terminaron, el sol aún seguía por lo alto. Para Lecceo, el día estaba siendo muy largo, más de lo que lo era en antaño. Parecía, incluso, que algo estaba afectando la orbita del astro padre y alargaba el tiempo.
Al salir, Bummös mantuvo la conversación. Las palabras iban y venían, surcando en una marea de ideas e historias que parecían no tener fin. Yuje y Armö entablaron conversación, mientras que Chárcun mantenía vigilado a Bagúm desde el otro lado. Las calles de Táakiosi desaparecieron, volviendo a las avenidas y caminos grandes del Bastión. El murallón blanco volvió a resurgir con fuerza desde el horizonte; Bummös quiso averiguar lo poco que sabía Lecceo.
—¿Las murallas están hechas de mármol por algo en específico? ¿Quizás un hechizo de protección?
Lecceo hizo una mueca de burla.
—No. Las murallas no tienen ningún hechizo. O por lo menos no lo sé.
—Entonces, ¿por qué se construyeron de mármol en lugar de piedra?
Eso dejó pensando al centurión.
—Quizás sea así para separar a Las Puertas.
Bummös se rascó la barba mientras seguían caminando; miró de reojo la fortificación blanca y dudó.
—Recuerdo que una vez escuché decir a los hechiceros de una parte de Qá que el cuarzo y el mármol tenían propiedades mágicas.
Lecceo arrugó la frente. Estaba sorprendido. En toda su larga vida nunca escuchó tal cosa.
—¿Estás seguro? He combatido codo con codo con varios hechiceros, y ni uno solo de ellos cree que la materia tiene propiedades mágicas.
—¿La materia?
—La materia, todo lo físico, aquello que puedes tocar, ver, oír. Nada de ello, por más raro que sea, tiene magia por sí mismo. Solo puede tenerlo si recibe un conjuro poderoso.
Bummös arrugó la frente.
—¿Un conjuro poderoso? El pequeño de Chárcun es capaz de encantar piedras, y ese enano no es nada poderoso.
—La magia no funciona de tal manera, capitán. El hombrecillo tiene el don con las piedras, así como cada hechicero es maestro en una sola rama. Chárcun no pone conjuros sobre las piedras, sino que las piedras le obedecen. Pero, si él quisiera conjurar un muro de madera, o de cualquier otro material, o algo realmente grande, ocuparía ser un mago tan terrible como alguno de Los Seis.
Bummös asintió y volvió a mirar a las murallas. El aura que desprendía el bastión era aterradora, pero a su vez reconfortante. Para él, saber que había demonios enterrados debajo de aquellas tierras sombrías era suficiente para agradecer que fuese la Reina quién los protegía de cierto modo.
Ella. La Reina. La Tirana de Ocis.
Los pensamientos oscuros volvieron sobre él. Bagúm. ¿Su pobre muchacho, con poder demoniaco? ¿Para que ella iba a querer tal cosa? Empezó una vez más a sentir malestar en su cuerpo, desesperación por aquel a quién consideraba su hijo, y horror por lo que le esperaría si Ella le ponía las manos encima. ¿Para que quisiera la Reina una llave? ¡Para qué!
—¿Bummös?
Lecceo notó el desconcierto del capitán. Pensó que le estaría ocurriendo lo mismo que hace unas horas a él. ¿Acaso la presencia obscura estaría igual sobre sus hombros?
—Estoy bien —respondió el capitán con algo de pesadez.
El centurión sintió como si el estomago se le achicase y una mirada negra se posaba sobre él desde la lejanía.
Sena no pudo evitarlo y miró una vez más las murallas. El lugar era místico, pero a la vez familiar. ¿Cuántas veces habría visto esos muros? Miles y miles. Las visitó otras tantas. Pero en todo ese tiempo, jamás había ocurrido ni un solo aleteo, ni tampoco un solo murmullo, en el interior del valle negro.
Se dio cuenta en ese momento, que el joven Bagúm miraba también al murallón.
De repente, todo pareció callarse. Para Lecceo, su alrededor se había esfumado. Sus ojos se concentraron en la nuca del chico, quién miraba como una estatua hacia las murallas. Todo estaba detenido, incluso su caminata pareció nunca haber existido. Lentamente, la cabeza de Bagúm giró. Sus ojos eran blancos, como un fantasma. Entonces, una voz diabólica gritó dentro de la cabeza de Lecceo y cayó.
El mundo se volvió negro para él.