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Chapter 2 - Capítulo 1

La mañana llegó. La ciudad-fortaleza empezó a hacer el cambio de guardia una vez más. Los nocturnos regresaron lentamente a sus hogares, y los diurnos subieron a las murallas de mármol, o se mantuvieron en sus trabajos. El ruido de las forjas, los caballos transportando mercancías en carretas, los contados mercaderes que exhibían sus artículos de lujo para los soldados, era lo que más se podía ver en aquel cuidado Bastión Blanco.

 Era una fortaleza de diez kilómetros de ancho, pero que tenía la forma de un anillo, por lo que abarcaba cientos de kilómetros rodeando aquel valle negro dónde la vida era desconocida. Las murallas exteriores, aquellas que conectaban con el resto del imperio, no eran ni de lejos tan majestuosas e impactantes como las grandes torres de marfil y mármol que cercaban las tierras negras; de apenas siete metros de altura, los bordes exteriores del Bastión Blanco no hacían honor al nombre de la ciudad.

 Pero eso poco le llegaba a importar a la Reina de Cenizas. Casi todos sus esfuerzos se concentraban del lado de mármol, y el movimiento era constante en ese lado. Tanto las tiendas como tabernas, herrerías, e incluso algunos contados establos, se encontraban de ese lado. Todos los días se fabricaban flechas nuevas para tener una reserva casi-infinita. Lecceo se llegó a preguntar si en algún punto habría que expandir el territorio del Bastión Blanco sólo para construir cientos de almacenes para las flechas.

 El centurión se levantó de su cama; hecha de terciopelo y almohadas con pelo de caballo, Lecceo se daba una buena vida en su pequeña recamara. Hacía tiempo que la había comprado: un piso en un hotel, con vista hacía las murallas de mármol y unas cuantas plantas sobre su alcoba.

 A un lado tenía una mesa de madera con unos cuantos libros ya viejos en ella. Inspeccionó de cerca su volumen más preciado: un escrito de filosofía que era de los tiempos de Ha'Sag. Suspiró y su mente trató de volver a aquellos momentos de gloria como soldado, pero el graznar de un pájaro le devolvió en seguida a la realidad.

 En una esquina tenía su armadura guardada en un cofre junto a otras prendas de lino y camisas de tela. Se desvistió de su prenda completa de seda que usaba para dormir, y volvió a empuñar las piezas de bronce y plata que conformaban su armadura de centurión.

 Salió de su habitación. Bajó por unas escaleras de madera que daban a la sala común del hotel. Ahí, varios otros soldados y algunos cuantos familiares de estos se encontraban reunidos; unos desayunaban, otros charlaban de las ocurrencias de la calle. Lecceo, aunque conocido, no era una figura pública, así que pocos en el hotel realmente sabían de su importancia.

 La sala era un lugar agradable y espacioso, con algunos cuantos sillones y asientos hechos de seda importada de varias partes del continente. Cerca de las escaleras, a la derecha, había una habitación que la cocina, y por delante había una barra hecha de madera tallada, tejida con diversas figuras en sus bordes. En el centro yacía un hombre mayor, con sobrepeso y un bigote poco agradable a la vista, tomando una cerveza.

 —Buenos días, Patrolum —saludó Lecceo.

 El hombre con bigote cuestionable dejó de beber y sonrió al verlo.

 —Oh, ¡buenos días, Sena! —su voz era la que se podía esperar de un hombre de su edad. También era risueña, como si siempre estuviera alegre.

 Lecceo trató de imitar una sonrisa. Fracasó.

 —¿Alguna novedad de la que hayas escuchado?

 Sena tenía la costumbre de preguntar por aquello, añorando escuchar alguna noticia excitante, aunque fuese de algo tan desagradable como la muerte de varias personas.

 —Nada por ahora. Aunque hay unos cuantos rumores sobre el sur.

 Eso llamó la atención de Lecceo. Levantó una ceja y se acercó.

 —¿Qué es?

 —Se dice que hace unos pocos meses Cambiapieles llegó hasta las islas de los reinos barbaros, aquellas que se nombraban… eh, ¿Raxrot? ¿Raxjop? —trató de encontrar la palabra adecuada mientras su frente se fruncía en protesta a su pobre pronunciación.

 —Razsojt —completó Lecceo.

 —Sí, ese nombre. Algunos creen que sería el fin de las guerras en el sur.

 El centurión arrugó la frente. No había casi noticias sobre aquella guerra, más que nada por la poca importancia que representaba: las islas más sureñas que estaban cerca del borde de hielo, del reino autoproclamado como Razsojt, eran apenas puntos importantes en el mundo, y la propia Reina los había considerado como simples barbaros que obstruían de vez en cuando algunas rutas comerciales.

 No se habían desplegado grandes ejércitos ni tampoco ni uno solo de Los Seis en los ocho años que se estaba prologando la "guerra". Sólo eran grupos de asalto barbaros que trataban de provocar bajas y robar contenido mercantil del imperio. Pero ¿qué Cambiapieles se movilizará? Entonces algo grande estaba sucediendo. ¿Acaso Ella estará buscando algo que descubrió de esos territorios?

 —Sólo un rumor, ¿eh?

 —Sí, aún no se ha confirmado nada —continuó Patrolum—, sólo que muchas voces comerciantes creen que Cambiapieles ingresó no como uno de Los Seis Hechiceros, sino como un espía.

 Lecceo abrió sus ojos. Eso ahora tenía más sentido. El viejo Cambiapieles tenía la capacidad de tomar casi cualquier forma física, así que no era de extrañar que pudiera ser usado como un espía. Aunque había algo que podía causarle incomodidad a Lecceo: ¿en serio lo haría? El gran hechicero hacía unas pocas décadas que dejó de presentar su amabilidad hacia los hombres, y se sospechaba que empezara a tener una agenda distinta a la de la Reina.

 —¿Un espía? Eso es interesante. Si llegas a escuchar algo, avisame.

 Patrolum río; su gran dentadura amarilla se asomaba alegre bajo su horrible bigote.

 —Claro, Sena, claro. Es más, serás el primero en saberlo —le guiñó un ojo.

 Lecceo sonrió tímidamente. El carácter jovial de Patrolum le sorprendía, y eso que lo conoció hace más de treinta años cuando era sólo un mocoso pobre.

 —Tengo que ir a hacer un par de cosas, Patrolum; por favor, guardame alguna rebanada de ese pastel de leche de cabra que hacen durante las noches.

 El hombre sonrió de oreja a oreja; rara vez Lecceo llegaba a pedir cosas así.

 —¡Por supuesto! —Lecceo le sonrió y salió hacia la calle—. ¡Hasta luego, centurión!

 Lecceo le hizo un gesto con la mano de despedida. Algunas veces, creía que Patrolum lo terminaría de convencer sobre hacerse cocinero; parecía ser un trabajo muy alegre en comparación a ser un oficial.

 Al salir por la calle, la sonrisa del antiguo centurión se desvaneció y la idea sobre Cambiapieles regresó sobre él. Mientras avanzaba, se preguntó: ¿cómo es que Los Seis no habían traicionado a la Reina? Creía que todos ellos estaban lo suficientemente locos de poder como para querer emprender guerras, rebeliones, o cualquier cosa que los mantenga entretenidos. Pero para la desgracia de ellos, Ella había mantenido en relativa paz al imperio durante cincuenta años. Cincuenta largos años dónde ninguno de ellos presentó quejas evidentes. ¿Le tenían miedo? Quizás, la Reina de Cenizas era alguien que podía hacer temblar incluso a los árboles ancianos de pavor. Sus métodos de tortura eran quizás los más crueles que el mundo había conocido, dejando en ridículo en abrir a una persona a la mitad y obligarla a comerse sus propias entrañas. Ella podía hacerlo mucho peor.

 Aunque, Los Seis también eran huesos duros de roer. La tortura que se hizo al que permaneció leal a Ha'Sag duró toda una noche, y, incluso después de haber sido abierto varias veces, cercenado, quemado, sumergido sobre aceite hirviendo, aplastado por piedras más grandes que casas, atravesado con decenas de flechas envenenadas, había sobrevivido. Su cuerpo fue colgado sobre un madero como estandarte mientras Ella luchaba contra su marido.

 La sola imagen de aquello podía estremecer a cualquiera, pero especial a él, quién casi padeció lo mismo de no ser porque Rodaim los había maldecido.

 Algunas veces, las imágenes de aquellos días regresaban a él como dagas punzantes que se aferraban sobre su corazón. Trató de evadir el dolor y regresó sus pensamientos hacia el estado de Los Seis. Temía que, si alguno de ellos se aburría lo suficiente, podía empezar a conspirar contra la Reina, y eso desataría una guerra civil sin precedentes. La gente les temía a todos esos grandes hechiceros por igual, pero Ella tenía un don para hacer que incluso una señora sorda pudiera escuchar su risa.

 Quizás ninguno de ellos realmente planeara nada contra la Reina, siendo que el imperio estaba en relativa calma, y hasta dónde él recuerda, ninguno de Los Seis era un sociópata por diversión. Pero cuando la magia es poderosa en alguien, podía cambiar a sus portadores con facilidad, ¿no?

 Había un mito sobre ello. La espada de Meo, el primer gobernado de Qá, tierras de Cambiapieles. Se contaba que Meo obtuvo una espada de gran poder que lo volvía invisible al empuñarla y que tenía un filo capaz de matar a cualquier hechicero. En cuanto Meo la empuñó, empezó a matar selectivamente todos los que estuvieran en contra suyo, hasta alcanzar el trono de Qá. Esperaba que Cambiapieles no fuera simpatizante de Meo.

Lecceo no pudo seguir maquinando sus recuerdos, ya que algo llamó su atención. Un tipo de presencia, como un fantasma, lo observaba; era como una mirada del pasado, algo que lo hizo sentir incomodo y alarmado. Era una presencia que creyó haber sentido hace más de cincuenta años. Lentamente subió la mirada, encontrándose con una figura que manaba un tipo de recuerdo. La calle se encontraba casi sola, a excepción de tres hombres que caminaban desde el otro extremo. Un chico de quizás unos dieciocho años, junto a dos mercenarios, uno con un parche sobre el ojo y con la cabeza descubierta. La forma de las pieles se le hacía similar. Conforme los tres avanzaban, Lecceo pudo escuchar la voz del mercenario más alto: ya la conocía.

 —¿Yuje? —preguntó cuando estuvieron a solo unos cuantos metros. Se sentía extrañado; la presencia no estaba entre ellos, pero algo no cuadraba del todo.

 El mercenario levantó la mirada y se topó con los ojos de Lecceo. Una sonrisa burlona se asomó por su barba.

 —Vaya, parece ser que el mundo es demasiado pequeño. Hola, centurión.

 —Los dioses nos volvieron a juntar —respondió con voz baja, distante—. Estaba por buscar a tu capitán.

 —Estás de suerte entonces. Puedo llevarte yo mismo con Bummös.

 —¿Bummös?

 —Así se llama él. —Hizo un gesto y Lecceo se acercó a ellos. Observó al hombre con el parche, aparentaba estar tan arrugado como un hombre de setenta años.

 —¿Algún problema, señor? —preguntó el chico, su voz era joven y ni de lejos tan grave como la que tenía Yuje. Sus ojos expresaban temor, pero hubo algo más. Cuando Lecceo lo miró, algo en el brillo de los ojos del chico lo confundió e hizo recordar un momento que le parecía ajeno pero familiar al mismo tiempo.

 —¿Cuál es tu nombre? —preguntó en voz baja Lecceo.

 —Ba-Bagúm, señor —respondió tartamudeando.

 Lecceo asintió lentamente. El rostro del chico era alguien de esperar de su edad, y su actitud tenía sentido considerando que era un mocoso frente a un oficial de la Guardia Imperial.

 —¿Cuántos años tiene el niño, Yuje?

 El mercenario vaciló antes de contestar con una tenue sonrisa mientras miraba hacia otro lado.

 —Tiene diecisiete. Hace cinco años se unió a la compañía, lo encontramos huérfano.

Lecceo mantuvo la mirada sobre el joven Bagúm por unos segundos, luego regresó con Yuje.

—¿No es muy joven para estar en la compañía como un soldado?

El hombrecillo al lado de Üle gruñó.

—¿Tú no lo eres para ser un centurión púrpura?

—Chárcun —reprimió Yuje.

—Se está metiendo en asuntos que no le importan, Yuje —contestó Chárcun, el que tenía el parche en el ojo.

El gran mercenario con pieles de oso suspiró.

—Tendrás que perdonarlo, centurión. Es un viejo muy cascarrabias —le dio un codazo en el hombro a su compañero. El viejo maldijo en voz baja.

El centurión lo observó con cierta indiferencia. No se encontraba del humor para soportar a alguien como él, pero tampoco le irritaba.

—No importa. ¿El chico es soldado?

—No —negó Yuje—. No lo es. Es como un hijo para Bummös, así que no está metido como miembro de armas de la compañía, por ahora.

—¿Y quién es tu compañero? Parece ser demasiado viejo para poder luchar como mercenario.

Chárcun maldijo.

—Oh, ¡seguro tengo más fuerza que tú, lamebotas de la Reina!

Un codazo cayó sobre la frente de Charcún.

—Es un hechicero, centurión. Tiene como ochenta años, pero sigue con la vitalidad de alguien de veinte.

—No hables de mí, comeuñas de oso. Tu pareces haber sido cinco vidas un vagabundo.

—¿Un hechicero? —preguntó Sena, sin darle mayor importancia a sus insultos—. Rara vez he visto uno.

—Sí, pero rara vez lo ves que hable como una persona normal. Tendrás que soportarlo tanto como lo hacemos nosotros. Imagino que no te molesta, ¿verdad?

—No mientras no trate de meterme algún hechizo sobre mis pies.

—No es tan mago para hacer algo así en poco tiempo, y si lo hace, ten por seguro que lo meteré sobre un caldero hirviendo.

Chárcun gruñó.

—¿Para qué querías ver al capitán, centurión?

—Necesito hablar un par de cosas con él. Eso es todo.

Yuje dio media vuelta.

—Ven conmigo. Bagúm, cuida que Chár no comenta nada raro.

El muchacho asintió torpemente. El hechicero frunció la frente en protesta y maldijo en alguna lengua que no conocía Lecceo. Se preguntó si tenía que haber dado alguna lección de modales a ese hechicero de pacotilla.

Ambos caminaron hasta llegar ante las puertas de un establecimiento con cinco pisos; en la parte exterior, sobre la madera, había un escudo que ponía en grande varias letras, pero las más reconocibles eran las de Bukö. Entraron y encontraron unos cuantos mercenarios jugando a las cartas en la sala común. Saludaron con gruñidos a Yuje.

Üle le señalo unas escaleras y le explicó en qué habitación yacía su jefe. Al subir se encontró con un pasillo de madera y, al final, una puerta clamaba ser el centro de atención del lugar, de color blanco y un marco que imitaba el mármol. Tocó y esperó.

 Abrió un hombre alto, de unos sesenta años con barba blanca pero un cuerpo musculoso y activo para su edad. Tenía una capucha como casi todos los demás mercenarios que había visto.

 —¿Un centurión? —preguntó.

 —Vengo a hablar con usted.

 El hombre levantó una ceja y dio paso a Lecceo.

 —Adelante, adelante. Eres el primer centurión que viene personalmente hasta mi desde que llegamos a la ciudad. ¿Os envía la Reina?

 Lecceo negó con la cabeza. Vio que en el centro de la habitación había una mesa dónde había varias calaveras de animales, unas cuantas flechas, una daga colgando peligrosamente sobre dos hilos intrincados sobre unos palos, dándole la apariencia de ser una daga flotante. También había unas cuantas jarras de cerveza. El líder de los Creerios se sentó sobre la silla pegada a la mesa y subió una pierna a ella.

 —Venía a preguntaros a vosotros eso mismo —continuó Lecceo.

 —¿Cuál es tu nombre, centurión?

 —Lecceo.

 —Lecceo, ¿uh? He conocido a un hombre así antes, aunque pensé que se pronunciaba lecheo.

 —Se escribe con doble c, pero se pronuncia como si tuviera una k.

 —Mi nombre es Bummös, con doble m.

 —Me lo comentó uno de sus mercenarios, Yuje. ¿Es nombre sureño?

 —Sureño a las tierras de Wü. Vengo de una aldea llamada Woro-shishe. ¿Y tú, muchacho? —lo invitó a tomar asiento y le extendió una de cerveza. Lecceo la aceptó y se sentó.

 —Soy del centro del imperio, de la ciudad de Kátama.

 Sena le tomó un sorbo a la cerveza.

 —¿De Kátama? Hace unos veinte años pasé por ahí. Quizás me habrás visto cuando eras niño; mi orden rara vez pasa desapercibida cuando pasamos por las ciudades.

 Lecceo miró la daga que colgaba sobre los hilos.

 —Hace mucho tiempo que no he vuelto a mi ciudad.

 —¿Cuánto? ¿Quince años?

 Lecceo negó con la cabeza.

 —Más.

 Bummös sonrió.

 —Pero si parece que sólo tienes treinta años, ¿hace cuanto pudiste haberte marchado de dónde naciste?

 El centurión suspiró. Sabía que Bummös no lo iba a creer, igual nadie lo hacía.

 —Tengo ciento veinte años.

 El líder mercenario se mantuvo con la boca abierta y ojos de incredulidad. Luego soltó una pequeña risa.

 —Tengo que admitir que tienes un humor extraño, Lecceo.

 Sena negó apenas perceptible con la cabeza.

 —Da igual eso. Quería saber, ¿por qué os trajo La Reina?

 Bummös agarró una de las jarras de cerveza y tomó un largo trago.

 —Bueno, yo te lo diré: no lo sé.

 Lecceo arrugó la frente en confusión.

 —¿Cómo que no lo sabes, Bummös?

 —La Reina de Cenizas sólo me contrató a mi grupo mercenario por una cantidad aceptable de dinero y me pidió ir hasta el Bastión Blanco. Hace dos meses de eso, y apenas hemos llegado. No es ni siquiera por motivos militares, ya que mis hombres no han tenido que moverse por las murallas o tener que entrenar con nadie más.

 Eso confundió bastante al centurión. ¿Cómo es que Ella podría cometer algo así? ¿Acaso era algún tipo de chiste? Quizás ella estuviera queriendo buscar algo, pero ¿el qué? Tenía el poder suficiente para aniquilar a los trecientos mercenarios tan solo moviendo un dedo, así que eso no era. Pero tampoco podría sacarles nada, ¿o sí? La imagen de Bagúm regresó a él. El chico era demasiado joven, pero tenía algo extraño en él. Aunque, ¿qué podría ser lo que llame la atención de la Reina sobre un grupo de mercenarios?

 —¿A qué se dedicaba tu compañía antes de venir hasta aquí?

 Bummös tomó otro largo trago. Se rascó la frente y bostezó.

 —Éramos protectores sureños. Durante los ocho años que ha durado la guerra con esas islas de los Razsojt, me he mantenido con mi grupo protegiendo las naves mercantiles. Bastante sencillo, si me lo preguntas.

 El centurión frunció la frente.

 —Creí que eso tenía que ser labor de la Guardia.

 —Eso también creen muchos. Pero adivina qué: no sólo son los desgraciados de Razsojt los que atacan a los navegantes, también piratas. Muchos piratas. La Guardia no ha podido mantener el ritmo en esa zona gracias a que la Reina no le importa demasiado la situación en el sur.

 —¿Puedo saber una cosa? ¿Qué novedades ha habido en el sur? Y antes de haber estado en esa guerra, ¿qué hacía tu compañía?

 —Larga historia; muchas noticias, pero pocas importantes. Si quieres que cuente una por una, te lo diré.

 »Además de la guerra con el reino extraño de Razsojt, varios grupos rebeldes han amenazado con liberarse del yugo de la Reina. Tres provincias: Pemhea, Lemha, y Hamho, las más lejanas a las ciudades más importantes de comercio del sur, han estado dando problemas a la Guardia Imperial. Hace unos años vimos como un grupo de hechiceros menores se enfrentaban a una guarnición completa de legionarios como tú; el resultado fue espantoso. Casi todos murieron.

 »También, ha habido unas cuantas alteraciones en el orden público. Aunque eso no me incumbe a mí. Algunos señores de tierra y condes están infelices con el olvido de la Reina sobre ellos. Supongo que eso ha afectado también la economía.

 »Respecto a mi compañía, antes de todo eso, solíamos movernos por todas las tierras sureñas de Qá y Júe. Yo he continuado el legado de varios otros capitanes. La compañía por lo menos ha de tener unos trescientos años.

 —¿Trescientos años? Eso es casi el doble de antiguo que el tiempo en el que Ha'Sag empezó sus conquistas.

 Bummös hizo una mueca.

 —Creo que sí. La compañía perseguía a criminales, algunas veces luchaba junto a unos reinos. Y, de hecho, cuando Ha'Sag había llegado a Qá, estuvimos cerca de la extinción. Sólo sobrevivieron tres miembros.

 —¿Y lograron volver a ser la compañía que eran?

 —Sí, pero nunca tan grande. Antes de ese acontecimiento, se narra en los anales que la compañía llegó a tener más de mil miembros. Desde entonces, no hemos superado los quinientos.

 Lecceo dio otro trago a la cerveza.

 —¿No ha habido nada más importante respecto al sur? ¿Algo que te hayas enterado sobre la Reina o alguno de Los Seis?

 Bummös miró su cerveza y la agitó levemente.

 —Hay quizás un algo. Mientras veníamos de regreso, se escuchó el rumor que uno de esos malvados se movía hacia las islas de Razsojt.

 Lecceo asintió. Era claro que el capitán se refería a uno de Los Seis. Patrolum no debía estar mintiendo: Cambiapieles se estaba moviendo entonces. Quizás habría algo gordo en todo esto. Pero ¿qué tenían que hacer la compañía de mercenarios en uno de los bastiones más importantes de todo el imperio?

 —Una cosa más, capitán.

 —Dime, muchacho.

 —El chico, Bagúm, ¿de dónde lo habéis rescatado?

 La mirada del capitán mercenario se ensombreció. Bajó las piernas de la mesa y se quedó pensativo por unos largos segundos.

 —¿Qué tiene mi muchacho, centurión? ¿Piensas llevártelo? —preguntó lentamente con un tono bajo con un leve tinte de amenaza.

 —No, capitán. Eso no. Pero, hay algo que me extraña de ese chico. Yuje me comentó que era huérfano.

 Bummös asintió lentamente. Empezó a mover su dedo índice sobre la mesa, creando una figura imaginaria que sólo él podía ver.

 —Sí, hace cinco años, en una lucha contra unos piratas, encontramos al muchacho en uno de los camarotes de un viejo capullo con muchos aires de ser el rey de los mares. Estaba encadenado y encerrado en una jaula como si fuera un animal —su voz se había distanciado y su mirada se enfocaba en el infinito—. El chico no sabía lo que ocurría. Era solo un bebé para esa crueldad. Yo mismo lo rescaté y lo llevé conmigo.

 Lecceo trató de ser cauteloso. Ahora sí entendía porque Yuje dijo que Bummös lo veía como a un hijo.

 —¿Puedo, preguntar, señor, si Bagúm le contó algo sobre su pasado?

 El capitán negó con la cabeza. Dejó de mover su dedo y se mantuvo en silencio por medio minuto. Lecceo no se atrevió a hablar.

 —Yo fui quién le dio ese nombre —continuó después en voz baja el capitán—. Significa "Salvado del terror". Bagúm jamás ha querido hablarme de su pasado. El muchacho seguro sufrió toda su niñez siendo un esclavo de esos piratas —añadió con un dejo de ira en sus últimas palabras.

 —Entiendo, Bummös. Lo siento.

 —¿Por qué deberías de sentirlo, centurión? Tu no tienes nada que ver con ello —su mirada seguía enfocada sobre la nada.

 Sena se mantuvo en silencio. Puso la jarra de cerveza vacía sobre la mesa y se puso en pie.

 —Creo que debo de retirarme, capitán. Os agradezco que haya tomado un momento para responderme.

 Bummös levantó la mano. Su voz era baja, pero clara.

 —Eres un centurión purpura, ¿no?

 Lecceo se quedó callado, indeciso a responder. Pero sabía que no le convenía mentir a un grupo de mercenarios; tenían que respetar su autoridad.

 —Un oyergos púrpura.

 Bummös se quedó en silencio y arrugó la frente.

 —¿Un oyergos?

 El centurión asintió.

 —Quizás os vuelva a visitar alguna otra vez, Bummös.

 La mirada del capitán regresó sobre sí y miró fijamente al centurión. Tragó saliva y asintió con fuerza; luego levantó la jarra de cerveza.

 —El mundo es pequeño, centurión. Si nos volvemos a reunir, seré yo quién te pregunte cosas.

 El rostro del centurión mostró el amago de una sonrisa.

 —Hasta luego, Bummös.

 —Que la suerte os proteja, centurión Lecceo.

 Lecceo salió por la puerta y la cerró. En su mente surgieron tres enormes dudas: ¿qué ocurriría con Los Seis, si Cambiapieles estaba en movimiento? Seguro había algo muy grande detrás, aunque él no lo supiera. ¿Tenía alguna relación esto con aquel mocoso? Lo dudaba; mas cuando lo miró por primera vez creyó sentir una presencia que no había visto en mucho tiempo.

 Cuando salió hacia la calle, ya no se encontró ni con la figura de Yuje ni con la presencia del mocoso. Frunció los labios y caminó hacia la murallas, con más dudas que respuestas. Pasó el día y llegó la noche. Durante largas horas trató de hallar una solución, pero su mente divagaba entre el pasado y el futuro. El recuerdo de Cambiapieles era poderoso, y aterrador en cierta medida.

 Regresó a su hogar. Patrolum le había guardado la porción de pastel tal como la pidió, lo que calmó lo suficiente sus pensamientos, pero no por mucho tiempo.

 Una vez en su cama, se recostó y trató de evadir la mirada que venía espontáneamente de los ojos de Bagúm.

 Algo de su pasado lo había encontrado.