Chereads / LAS PUERTAS DEL HADES / Chapter 6 - Capítulo 5

Chapter 6 - Capítulo 5

Bummös seguía pálido. La edad le iba a cobrar pronto factura. A su lado, tanto el pequeño mago como Yuje se mantenían cerca del muchacho, aguardando cualquier atisbo de peligro. Lecceo observaba a Bagúm como si de un águila se tratase, listo para saltar sobre el conejo. El chico tiritaba de frío; su cuerpo parecía haber experimentado una muerta prematura, pues todo le fallaba.

Armö, quién se situaba a la derecha de Lecceo, tenía tantas preguntas que no le bastarían todos los años de vida que le quedaban para averiguarlas todas. Se mantenía a la espera de que su mentor hiciese algo o comentara algo, pero nada ocurría.

El capitán de los creerios lentamente empezó a recobrar el color; miró hacia los cielos y preguntó con la voz más serena que pudo encontrar:

—¿Cuánto tiempo pasará hasta que regrese?

Lecceo se mantuvo callado. Su mano rascaba suavemente su mentón, preguntándose qué clase de poder podía contener Bagúm.

—No lo sé. Podrían ser solo cinco días, o quizás siete. Sus alfombras voladoras le permiten ir de una ciudad a otra en cuestión de horas.

—Pero el Palacio De Rosas está a más de mil kilómetros del Bastión —señaló Armö en voz alta.

Las palabras de su discípulo fueron fuertes, atrayendo la atención de otras levas cercanas que pasaban por ahí. Lecceo lo fulminó con la mirada.

—No será buena idea hablar de esto aquí. Muchos ojos nos observan.

De pronto Bummös cayó en cuenta de la gravedad. Asintió e hizo un gesto.

—¿Dónde estaremos seguros?

Lecceo lo meditó. Cabeceó y luego musitó en voz baja algo para sí.

—Hay una encrucijada de caminos cerca de aquí. Síganme.

El pequeño grupo caminó junto a Lecceo. A su lado, Armö empezó a murmurar cosas para su tutor. ¿Por qué ellos, púrpuras, debían esconderse de las miradas de otros? Sena no iba a jugarse el pellejo; había vivido lo suficiente para saber que no debía confiar ni siquiera en los perros que lamen las heridas. De pronto, Bummös habló en un tono lo suficientemente bajo para que solo entre ellos se escuchen.

—¿Cinco días? Eso no es nada de tiempo —preguntó, recordando lo que debería tomar a Hibelón cruzar tal distancia—. No podría recorrer ni siquiera un cuarto de esa distancia con un caballo.

Yuje gruñó. Su rostro ya era difícil de distinguir bajo la penumbra de su capucha.

—O puede que regrese antes. Si esto le resulta urgente a la reina, no dudo que pueda hacerlo más rápido.

Bummös apretó los dientes.

—Entonces, ¿qué se supone que haga? ¿Esperar?

—No sé si haya otra alternativa, jefe.

—Con un demonio, ¡debe de haber otra!

—Ella no es una cualquiera, Bummös —dijo Lecceo—. Esa mujer es capaz de torturar de la forma más vil posible a un hombre con tal de dejar claro un mensaje. —Respiró profundo, meditando el futuro de su amigo—. No seas tú el siguiente que ella torture.

El capitán gruñó. Un nudo se formó en su estómago; aunque jamás haya visto a la Reina, sabía más que bien lo que era capaz de hacer ella por los rumores e historias que se contaban de murmullo en murmullo. Había tantas atrocidades que tardaría varios días en enlistar todo lo que hizo con rebeldes, traidores, enemigos, e incluso aliados.

Chárcun, el pequeño mago de la compañía que había mantenido un especial cuidado de no decir una estupidez empezaba a murmurar cosas en voz baja a un lado de Bagúm. El muchacho caminaba, pero no al mismo ritmo que los demás, quedándose protegido por la cercanía de sus tíos.

El chico seguía pálido como un muerto. Yuje se mantenía detrás de todos, atento a cualquier movimiento o ruido que pudiera producirse. Entonces se percató que varias personas, tanto soldados como simples mercaderes, posaban sus miradas sobre ellos.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a la encrucijada? —preguntó el mercenario con pieles de oso.

La pregunta hizo callar al grupo. Eran conscientes de que entre menos hablen, mejor sería para ellos. Aumentaron el ritmo; les tomaría un tiempo en llegar hasta dónde Lecceo planeaba meterlos. Yuje se estaba preguntando: ¿cómo es que Bummös podía confiar tan ciegamente en Lecceo? Al final de cuentas, era un centurión. ¿Y si acaso era una trampa? Pero tampoco tenía muchas más alternativas. No en un ciudad a reventar de soldados que habían sido confiados por Ella para una misión que nadie conocía. Chárcun estaba en su mundo, pensando y tratando de encontrar soluciones en el foso de problemas dónde estaban.

Casi una hora pasó. El sol se encontraba fuerte pero las nubes lentamente habían rodeado al Bastión, evitando a las tierras negras y las montañas. Solo Yuje se percataba de lo raro que era. Las calles cambiaban de nombres; los negocios, aunque monótonos y casi idénticos, iban haciéndose cada vez más exóticos y curiosos. Por un momento, Bummös creyó estar en otra ciudad.

—¿En qué parte del Bastión estamos? No se parece en nada al resto de las calles.

De pronto cruzaron una esquina dónde el camino se achicaba más, parecido a un callejón decoroso que a una calle. Armö rezongó.

—Es el barrio Táakiosi. Está infestado por personas provenientes del norte; de Sarmoria y Alotria.

—¿Sarmoria y Alotria? No conozco casi nada de aquella parte del mundo.

Lecceo habló.

—Fueron los territorios que conservaron parte de su autonomía después de las campañas de Ha'Sag —un atisbo de sonrisa se dibujó en su rostro al recordar su pasado—. Son tercos pero astutos. La Reina tuvo que concederles cierta independencia, siempre siendo observados por Shëkam.

—Y este barrio —continuó Armö— es producto de aquello. Eran culturas guerreras, así que se asentaron bien por esta parte del Bastión, aunque realmente son pocos en comparación al resto de habitantes de la ciudad.

—¿De dónde vienen casi todos los legionarios que viven por aquí? —preguntó Yuje.

—No hay una zona específica. Vienen de todas las partes del continente. Son más de sesenta mil hombres repartidos por todo el anillo que es el Bastión. Pero, por lo menos en la zona norte, la mayoría de los soldados pertenecen a las regiones centrales.

—¿Hace cuanto se construyó esta ciudad? —preguntó el capitán.

—No lo sé. Pero se hizo de la noche a la mañana. Puede que sea anterior a las primeras campañas de Ha'Sag, quizás con doscientos años —comentó Lecceo.

—Pero ¿de dónde sacaron el mármol para construir semejantes murallas?

Lecceo se río.

—Nadie sabe contestar esa pregunta. Seguro se acabaron todo el mármol y las piedras blancas del mundo para construirlas.

Yuje escuchaba atento; para ser un simple mercenario que llevaba toda su vida cazando animales, protegiendo embarcaciones o comerciantes, la historia del Bastión le resultaba fascinante y aterradora. Era el lugar más siniestro que el mundo podía concebir, pues se ubicaba en el corazón del continente. Según los mapas, se situaba exactamente en el centro. Cuando Bagúm estuvo a punto de morir por las manos de Hibelón, la mirada sobre la tierra marchita y oscura le estremeció el alma. ¿Las murallas eran explícitamente blancas con algún propósito ritual para separar aquel lugar muerto? Todo parecía ser anormal en aquel páramo desolado donde ni siquiera las nubes se atrevían a posarse.

Entonces, se percató de que el chico tenía el rostro inclinado, mirando hacia las murallas que sobresalían entre los edificios. ¿Acaso también él se sentía atraído por aquella historia? ¿O era otra cosa? Üle no conocía de magia, pero si Bagúm era deseado por la Reina por algo poderoso, ¿qué podía ser? Deseaba en lo profundo de su corazón que solo estuviera alucinando y que el chico solo tuviera pavor ante la idea de casi haber muerto tras haber sido arrojado.

Lecceo se adelantó; su cuerpo joven y fuerte era capaz de moverse ágil como un felino. Los pasos de los mercenarios tuvieron que acelerar para tratar de seguirle el ritmo; incluso Yuje, capaz de llevar las pieles pesadas que cargaba sobre sus hombros anchos, le costaría seguir al oyergos.

El centurión perdió la sensación del tiempo. Caminar era su actividad favorita a la hora de pensar, y su mente estaba maquinando muchas ideas en ese instante. ¿Por qué Bagúm? ¿Qué clase de poder podía contener él? No parecía que el muchacho fuese poseedor de magia, y mucho menos de un hechicería tan terrible que requiera de la presencia del mismo Mago Del Viento.

Cruzaron por una calle que miraba hacia las murallas y que una porción diminuta del pico de una de las montañas coronadas con nieve gris se podía ver; se acercaron hacia la entrada de un edificio: ahí Lecceo los resguardaría. La fachada era un lugar agradable, parecido a una cantina humilde, pero sin ventanas. El olor a vino añejo se podía distinguir a varios metros a la distancia; para Bummös era como estar de vuelta en Qá, en alguna de las calles de las grandes ciudades donde la gente solía abrazarse como hermanos mientras bebían grandes jarras de cerveza.

El resto del grupo tenía preguntas por separado. Yuje había tenido que espabilar a Bagúm, pues el muchacho parecía estar en un coma con los ojos abiertos y atento hacia las murallas, a la vez que se esforzaban de no perder de vista a los centuriones. Armö, quién había vivido mucho tiempo bajo la tutela de Lecceo, no entendía en qué clase de peligro se había metido, aunque confiaba que de alguna manera u otra saldrían de eso. Pero el oyergos seguía en su mente, preguntándose mil cosas de su pasado: ¿acaso había algo que él desconocía de los Seis? ¿O quizás del mismo Ha'Sag? Las tierras negras que llevaba custodiando durante cincuenta años parecían ser solo el frío recuerdo de algo que nadie sabe qué ocurrió. Era un mito sin relato; una leyenda que nadie conocía, pero veían. ¿Por qué Hibelón lo arrojó hacia su interior?

De pronto, Lecceo se detuvo en seco. Algo estaba encima de él. Una sensación de pesadez profunda, de bilis negra, caía sobre sus hombros una vez más.

Provenía del interior de las murallas.

Como si fuese una pesadilla, Lecceo lentamente alzó la cabeza para observar el parapeto blanco que separaba la tierra calcinada del resto del continente: algo peor estaba sobre él. La presencia era más oscura. No era magia, ni poder, sino una sensación de olvido, de muerte. Por un momento, creyó estar flotando sobre la nada, perdido en la inmensidad de un mundo negro. La luz del día pareció oscurecerse a sus ojos.

Cuando se dio cuenta del peligro en el que estaba, trató de moverse, pero su cuerpo era pesado como una montaña. Ningún musculo le obedeció. Ni siquiera pudo mover los ojos.

Entonces empezó a musitar en su mente: «Reina de Cenizas» una y otra vez, como si fuera una plegaria que lo salvaría del terror en el que se había sumergido.

Después de pensar la figura de la Reina, la presencia cesó. Cuando regresó su mirada, Armö lo estaba zarandeando, tratando de recuperar su razón.

—¡Maestro! ¿Qué te ocurre? —preguntó, preocupado, pero con un rostro que se esforzaba en mantenerse impasible.

Lecceo respiró agitado. Cuando miró al resto se percató que incluso Bagúm lo observaba preocupado. ¿Qué había ocurrido? Bummös tenía una expresión de temor y extrañeza.

—Lecceo, ¿qué te acaba de pasar? —cuidó sus palabras. Sus ojos rastrearon su alrededor; por suerte nadie más se había fijado en ellos—. ¿Estás bien?

El oyergos asintió con pesadez. Tenía la boca abierta, enseñando un poco los dientes; sus ojos mostraban temor y duda.

—Entren —dijo.

Abrió la puerta del lugar. Se desvaneció en su interior. Armö ingresó seguido por Bummös. En el interior fueron recibidos por varias velas y candelabros que colgaban del techo como arañas dando una iluminación cálida al suelo de madera viejo; la habitación era parecida a un almacén donde los matones se reúnen a jugar cartas.

Armö sintió como un nudo se formaba en su garganta. Ya recordaba cuál era este lugar; recuerdos de antaño llegaron sobre él como dardos clavándose sobre el alma de un niño. Por un momento algo atravesó su garganta y le impidió hablar.

—¿Dónde estamos? —preguntó Bummös, observando su entorno. En las esquinas había varios barriles de roble apilados como si fuera una cervecería. A su espalda ingresaron Chárcun con el muchacho; unos segundos después entró Yuje.

Armö caminó al lado de una silla vieja y polvoroso que se encontraba por debajo de un candelero; sus tres dedos acariciaron la madera frágil. Una lágrima recorrió su mejilla: hacía más de veinticinco años que ya no visitaba aquel lugar.

El ambiente de lugar pareció atemporal para los mercenarios. ¿Seguían en la misma realidad dónde la Reina de Cenizas los estaba buscando? ¿O es que acaso habían ingresado a otro reino distinto? La tranquilidad de la habitación por sí sola recordaba a otros tiempos más remotos pero diferentes, como cuando la paz aún podía gozarse sin temor.

Armö suspiró.

—No pensé que vendríamos a este lugar, Lecceo.

Chárcun olfateó el ambiente. No había nada irregular ahí, salvo las emociones de los centuriones.

—¿Qué es este lugar? —preguntó el hombrecillo con parche en el ojo.

Lecceo se rascó la frente mientras miraba hacia el suelo.

—Este lugar era dónde solía reunirme con un viejo amigo para dar lecciones a dos muchachos.

—¿Dos muchachos? ¿Quiénes? —preguntó Yuje.

—Un chico llamado Patrolum, sobrino de mi amigo con el mismo nombre, y de Armö.

Üle-je se quitó la capucha. Se fijó en la figura del otro centurión y luego gruñó.

—¿Tú no eras el mismo centurión con el que nos topamos hace horas?

Armö regresó sobre sí. Su rostro aún tenía rastros de la nostalgia de aquel lugar.

—Sí.

Yuje bufó.

—El mundo es gigante, pero la guerra parece ser diminuta.

Lecceo hizo una mueca a medio camino del desagrado. Armö frunció las cejas.

—¿La guerra, diminuta? ¿Por qué lo dices?

—Estamos en medio de un asunto gigantesco, ¿no? El maldito Mago Del Viento vino a este lugar, específicamente por el chico, y da la casualidad de que tú y Lecceo están en el momento correcto para meterse en todo esto.

—Las casualidades existen —respondió, tratando de recuperar la compostura de su rango como centurión.

—Sí, sí; pero también el destino es curioso.

El capitán de los creerios suspiró. Se recargó sobre uno de los barriles con vino y habló.

—Bueno. Entonces, ¿qué haremos? ¿Esperar a que Hibelón regresé? Nosotros no podemos hacer nada para detenerlo.

—Por eso mismo, no será buena idea huir —señaló Lecceo—. Realmente, nuestras opciones son muy limitadas.

Bummös le dio vueltas a la idea una y otra vez. ¿Qué podía tener Bagúm para que la Reina se interese en él de esa manera de enviar a un maldito Rexus de la magia?

—Dices que Bagúm tiene algo poderoso, ¿no? —preguntó el capitán—. ¿Qué clase de poder?

El oyergos bufó.

—Si lo supiese, seguro tendría mi cuerpo enterrado a varios metros bajo tierra.

—Pero el chico no tiene magia, ¿o sí?

Lecceo cabeceó. Miró hacia el techo.

—En teoría, o naces con la magia, o mueres sin ella. Si Chárcun es un mago, él tuvo que enterarse de la presencia de magia en Bagúm.

Unos murmullos se escucharon. Entonces el grupo se percató que el pequeño mago estaba a un lado de Bagúm con los ojos cerrados y moviendo sus dedos como un titiritero en un baile donde los huesos parecían romperse.

—¿Qué haces, Chár? —preguntó Bummös.

Levantó su mano izquierda mientras seguía murmurando. Cerró los ojos con más fuerza.

—¿Magia? ¿Estás haciendo magia con Bagúm? —inquirió el capitán con un tono severo.

Yuje interrumpió.

—Bummös, no sería buena idea interrumpirlo. Chár rara vez se pone serio.

El viejo mercenario asintió. Por desgracia, Üle tenía razón; si el mago empezaba a actuar diferente, es porque tenía en mente algo que tenía que sacarlos de apuros.

Lecceo se mantuvo impasible, esperando los resultados. Bagúm seguía con temor; es como si el espíritu del gran hechicero siguiera en él.

Pasaron los minutos. El pequeño hechicero abrió los ojos y maldijo.

—No tengo la menor idea de qué hay dentro de Bagúm.

Lecceo arrugó la frente con algo de coraje.

—¿Qué? —preguntó perplejo.

Chárcun gruñó. Estaba cabizbajo.

—Traté de averiguar si hay algún tipo de magia especial en el muchacho. No encuentro ni rastro de nada.

Bummös habló.

—¿Entonces por qué ese desgraciado y la Reina están sobre mi muchacho?

Yuje tosió.

—No dijo toda la verdad.

Chárcun mostró los dientes y frunció los ojos, como si lo acabasen de delatar de un crimen.

—¿A qué te refieres? —preguntó el capitán.

—Dile, enano —dijo Yuje.

El viejo mago suspiró.

—Desde que encontramos a Bagúm, sentí algo extraño en él. No era magia, pero era algo parecido. Y llevamos unos cuantos meses tratando de hacer que esa magia funcione en él

Bummös frunció el ceño profundo y sus ojos se abrieron con furor.

—¡¿Qué?! —su voz se volvió grave como el de un hacha y fuerte como el rugido de un león—. ¡¿Y nunca me habían dicho?!

El rostro de Chárcun se apretó como una pasa que se había metido en severos problemas.

—Pero jamás ha encontrado magia —señaló Yuje.

El capitán se llevó una mano a la nuca y se rascó con fuerza hasta sacarse la sangre.

—No entiendo. ¿Cómo que encontraron algo extraño en él, pero no magia?

Lecceo entrecerró los ojos, mirando atento a la mirada de Bagúm, buscando el atisbo de cualquier cosa que le dé una respuesta. Empezó a maquinar una idea perversa mientras escuchaba la discusión. ¿Podía ser? No, imposible. ¿Cómo podía tener semejante poder aquel mocoso? Aunque, si atraía la atención de la Reina, podía ser cierto.

—¿Qué clase de sensación hay con el muchacho, Chárcun? —preguntó el oyergos.

Todos dirigieron su mirada hacia el centurión veterano.

—¿Sensación? —preguntó el hechicero—. Es…, peculiar. Más parecido a un calor lejano que a una emanación de poder.

Lecceo se convirtió como en una piedra. Dejó de moverse; incluso pareció dejar de respirar. Su mirada se mantuvo perdida, observando siniestramente los ojos de Bagúm. Los segundos pasaron; la sensación en el ambiente había cambiado: era como si una cúpula de incertidumbre se había puesto encima de ellos y los estaba ahogando con sus tóxicas corrientes.

—¿Fuego, has dicho? —preguntó lentamente.

—¿Es malo? —dijo Chárcun, temeroso de saber la respuesta.

Armö habló.

—Pero, Shëkam tiene magia de fuego, ¿no podría estar confundiéndola con ella?

Lecceo no contestó. Se mantuvo inmóvil, como una estatua que vigilaba un secreto.

—La magia no funciona así. En ningún lugar se cuenta de esa manera.

Bummös resopló.

—Si no es magia, ¿qué demonios podría ser?

—Lo intentó arrojar hacia el interior de las murallas, ¿no? —preguntó el oyergos, como si estuviese inseguro de lo que vio. Su voz era distante.

—Sí. ¿Qué tiene que ver?

Lecceo se mantuvo callado por unos segundos que parecieron ser minutos. Su rostro pareció perder lentamente el color; la iris de sus ojos se volvieron pequeños y temerosos en lo que su mente había pensado.

—¿Y si el poder que está dentro de Bagúm, viene del interior de lo que resguarda el Bastión?

El silencio se hizo. Bummös pareció desconcertado. No temeroso. No asombrado. Sólo parecía indiferente.

—¿Cómo sería eso posible? —preguntó el capitán.

—Maestro —empezó a decir Armö—, con todo el respeto, pero no tiene sentido eso. ¿Qué podría tener ese muchacho que provenga de Las Puertas?

Bummös arrugó la frente. Las Puertas. Ese mismo nombre que Hibelón había preguntado.

—¿Qué son Las Puertas?

Lecceo, como abrumado por la revelación que tenía delante de él, se rehúso a contestar. Negó con la cabeza y miró a Armö.

—No lo sé. Pero ¿qué otra respuesta podría haber? La Reina no movería a ninguno de Los Seis si no está involucrado con un poder como ese.

El capitán de los creerios sintió como un nudo se formaba en su estómago: le estaban ocultando algo, un poder desconocido, algo que nadie más sabia. Incluso Yuje y Chárcun se notaban incomodos ante aquellas palabras, ignorantes de la hórrida realidad que podría albergar el Bastión Blanco.

—¿Qué son Las Puertas? ¿Acaso es otro nombre del Bastión?

Armö miró a los ojos al viejo mercenario. Se mantuvo en silencio. ¿Habían cometido un error al hablar delante de ellos?

—No podemos deci…

Lecceo levantó una mano, callando a su aprendiz.

—Las Puertas no son algo de lo que se deba hablar con ligereza, Bummös —afirmó. Su tono era suave pero severo, como si otro espíritu se hubiera apoderado de él—. Y ni siquiera tengo la certeza de si Bagúm tiene algo que ver con ellas.

»Te diré lo que sé, a cambio de que me digas todo de Bagúm.

Bummös se mantuvo en silencio. Estaba serio como una roca. Bagúm estaba perplejo y aterrado: ¿qué tenía que ver él con todo esto? Pero aun así decidía estarse callado.

Yuje gruñó.

—Si no podemos estar del todo seguros que sea cierto lo que tú piensas que tiene el chico, ¿por qué deberíamos decirte su historia?

Chárcun asintió, con sus manos sobre los hombros del muchacho como en una posición defensiva. Pero Bummös hizo un gesto con su mano, quitándole importancia a las palabras de Yuje. Suspiró.

—Está bien. Te la contaré, Lecceo. Pero solo serás tú. —Hizo un gesto, señalando al otro centurión.

Armö se resignó. Entendió y salió del edificio sin antes acariciar por una última vez el recuerdo de la silla vieja y polvorosa que aún se mantenía en pie en mitad del salón.

El viejo hombre crujió los huesos de la espalda; alzó la barbilla hasta el techo y tronó un puño. Le iba a costar parte de su orgullo y coraje hablar de ello, pero había cierto consuelo en el hecho de que Lecceo lo consideraba un amigo. Lentamente bajó la cabeza para observar atento a los fieros ojos del oyergos; ambos eran más parecidos de lo que a simple vista podía verse.

Todo el temor que había experimentado hacía solo una hora se había sustituido por algo diferente. Los ecos de sus memorias eran tan aterradores como la misma imagen de Hibelón, pero era el rencor de sus recuerdos, de una historia que hubiera preferido que no hubiera ocurrido de esa manera, lo que le atormentaba.