Gritos sonaron. Sangre cayó sobre la frente de un joven Lecceo que luchaba codo con codo junto a sus hermanos legionarios formados en una línea triple que resistía el embate de otros guerreros que trataban de atravesar la formación. Las lanzas, espadas y picos buscaban la carne desprotegida de alguno de ellos, pero el escudo de los legionarios los mantenía a salvo mientras luchaban.
Sus enemigos, vestidos con telas azules, cascos puntiagudos con campanas y símbolos por los costados, protegidos con cotas de malla, se contaban por más de mil. La ciudad de Ajrám estaba sitiada. Las fuerzas de Ha'Sag habían penetrado las murallas exteriores y derribado los edificios. Ajrám era una ciudad fortaleza situada a los pies de una montaña, dividida en tres mesetas, como si fueran escalones de un gigante, de más de cincuenta metros entre ellas. Durante semanas los legionarios habían mantenido una lucha a la distancia; pero en un momento, grupos tras grupo de soldados salieron a mansalva desde sus posiciones detrás de los edificios aún en pie. La formación de Lecceo se unió de prisa. Los escudos convexos teñidos de un naranja intenso resistieron el embiste de las jabalinas y luego el acero de las lanzas. Los gritos de furia, dolor y ordenes resonaban por todo el campo de batalla. El hombre al lado de Lecceo gritaba con todos sus pulmones:
—¡Resistan! ¡Resistan!
Pero la formación se veía superada. Perdían centímetro a centímetro mientras los escudos eran empujados por el oleaje del fiero enemigo. Los de Värlsun estaban superando a las legiones por poco. Las fuerzas de Lecceo flanqueaban; por un momento estuvo a punto de tropezarse y que una lanza atravesara su garganta. Logró mantenerse en pie y sostuvo el escudo a tiempo. La ira y la desesperación lo llevaron a rogar por un milagro en voz alta.
Los dioses estaban de su lado.
Una corriente de viento los golpeó de la espalda, desestabilizando a todos los guerreros, pero especialmente a los bárbaros de Värlsun. Lecceo cayó sobre su rodilla; la fuerza de la brisa era colosal, casi asfixiante, pero les dio la brecha de tiempo necesaria para matar a sus enemigos. Agarró una lanza del suelo y se puso en pie; varios legionarios lo imitaron y saltaron sobre los värlsuntinos, quienes, indefensos, sólo pudieron ver como el pico de las lanzas y espadas cortaron sus cuellos.
Los värlsuntinos más lejanos se levantaron y huyeron con todas sus prisas hasta sus edificios. Lecceo gritó mientras alzaba la lanza en su diestra:
—¡Catapultas!
En unos segundos la maquinaria, aunque lejana, empezó a moverse y preparar las pesadas piedras. Los bárbaros seguían huyendo, buscando que las paredes de madera de los edificios pudieran darles un refugio. Un silbido pesado se escuchó. Las catapultas crujieron. Las piedras surcaron el aire y, con estruendo, demolieron los edificios, matando a los que trataron de esconderse.
Lecceo empezó a avanzar junto a la legión. Se volvieron a unir en un sólido bloque y cruzaron los restos de las casas. En otras partes de la ciudad se escuchaban los gritos de varios hombres y soldados. Lecceo se preguntó qué tan pronto iba a terminar aquella batalla. Pero de repente, desde una casa ubicada a la lejanía sobre la montaña un estallido se escuchó. Como si fuera una piedra arrojada desde lo alto, una figura humanoide voló y chocó de espaldas contra los escombros cercanos a Lecceo. El centurión entrecerró los ojos y vio que era una mujer: tenía el cuello totalmente doblado, con el rostro en la espalda y una herida terrible en su pecho, como si hubiera recibido una descarga de rayo.
Sena se lamentó, hasta que vio a la figura empezar a retorcerse. Los legionarios se alarmaron. La mujer crujió el cuello y volvió en sí. Se levantó y miró hacia el lugar de dónde había sido arrojada. Gruñó, pero no con voz de mujer, sino como el rugido de una bestia. Su piel lentamente se transfiguró, deformándose en una forma distinta y mucho más alta, rodeada por una capa negra y desgastada por los bordes que le daba aspecto que todo el mundo reconocía. Sus hombros anchos, altura imponente, rozando los dos metros de estatura, sumado a la capucha negra que llevaba como si fuera una simple carcasa podrida para ocultar su interior, le daban la silueta distinguida de Cambiapieles.
El gigante hechicero se transformó en un cuervo gigante y voló hacia el lugar de dónde lo habían arrojado. Lecceo sintió como si la sangre se hubiera escapado de su cuerpo: ¿qué diablos podía hacer semejante daño a uno de los hombres más poderosos del mundo? La respuesta era obvia, pero no quería escucharla, no ahora.
Entonces varias flechas silbaron. Como dardos venenosos, buscaron penetrar los escudos de los legionarios. Lecceo se apresuró. Consiguió salvarse de las flechas a tiempo y reagrupó a los legionarios, formando una sólida doble línea con escudos frontales y superiores, protegiéndolos de los impactos.
La formación empezó a moverse. Los värlsuntinos se alarmaron y gritaron ordenes entre sí en su lengua bárbara. Varios, como enloquecidos por una rabia animal, cargaron hacia los legionarios. Docenas y docenas se abalanzaron con mazas y piedras, perseguidos como por algún tipo de espíritu maligno.
Lecceo ordenó en voz alta que los legionarios se detengan. La línea mantuvo la posición. Sena crujió los dientes y aguardó el embiste, hasta que de repente una corriente de aire, más fuerte que cualquier río, los golpeó a ellos y a los bárbaros. Volvieron a caer sobre sí; la brisa empezó a levantar los escombros y arrancar los techos y pilares de las casas aún no derrumbadas. Los bárbaros fueron arrastrados por la corriente, gritando despavoridos. Pero algo cambió para Lecceo: su cuerpo se sintió ligero, pero la brisa no lo estaba afectando. Los hombres de Ha'Sag se pusieron de nuevo en pie, incrédulos ante lo que veían: los soldados de Värlsun empezaron a perder piel, arrancada por el viento que empezó a volverse mucho más fuerte. Algunos salieron despedidos más allá de los barrancos y la vista. El centurión entendió al momento lo que había ocurrido: hechicería.
¿Dónde se encontraba el Mago Del Viento? El asedio mantenía tres frentes sobre las distintas mesetas, pero no tenía claro la posición de sus hechiceros. Cambiapieles luchaba, Hibelón debía estar ofreciendo apoyo o atacando las partes más fuertes de Ajrám. Era una ciudad resistente. Y sólo era uno de los tantos pasos que daría Ha'Sag en la conquista de la región.
El viento amainó en un instante, evidente fruto de la magia de Hibelón. Los värlsuntinos desaparecieron, tanto vivos como muertos, junto a todos los escombros, ahora desperdigados por el vasto terreno de lucha que situaba la meseta inferior. El centurión observó a sus compañeros, buscando por heridos: todos se encontraban de pie y sin heridas. Tal parecía ser que Hibelón no sólo los había protegido está vez.
Sena se acercó a uno de sus compañeros de armas, cuyo nombre era Alandiur. Desde la primera campaña de Ha'Sag que había luchado junto a Lecceo, y se había ganado el apodo del Furmagor: terror de hechiceros. El centurión, cercano amigo de Sena, llevaba una característica hombrera derecha con tres hilos púrpuras largos y gruesos, sumado a su casco con cresta de color rojo pardo.
—¿Deberíamos retirarnos? —preguntó Lecceo.
—No tenemos ordenes del Rey para hacer eso, Lecceo.
—Pero ¿viste a Cambiapieles? Está luchando, aquí mismo, contra otro gran hechicero. Nos vamos a meter otra vez en la mierda junto a los hechiceros.
Furmagor mostró una sonrisa fanfarrona.
—¿Y no lo hemos hecho ya?
—Las anteriores campañas no se parecen en nada a esto —contestó Lecceo con un gruñido mientras miraba al suelo y maldecía al mal tiempo.
—¿Y Phadreas? —preguntó levantando una ceja.
La imagen del dolor regresó a Sena. Fue una lucha entre excitante y aterradora. Durante largos meses Ha'Sag había invadido la vasta región de Posía, protegida en gran medida por la cordillera del Phadas. Fue cuando Hibelón fue convertido en uno de los esbirros de Rodaim.
—En Posía no luchábamos contra miles de bárbaros —reclamó el centurión.
—Pero sí contra muchos hechiceros —mostró la sonrisa orgullosa que solía exhibir cuando hablaba del pasado.
—Teníamos a Cambiapieles.
—Y ahora tenemos al Mago Del Viento.
—¡Y tú sabes bien contra quién nos enfrentamos está vez!
La sonrisa de su amigo disminuyó. Suspiró, más decepcionado que aceptando la realidad.
—Terminaremos ganando. El Rey está de nuestro lado.
Lecceo gruñó. Luego pateo unas tablas de madera que no habían sido arrastradas por la magia de Hibelón.
—No lo has visto, ¿verdad?
Alandiur negó con la cabeza.
—Ha'Sag puede que este más al sur, cerca del río Vipkot.
Sena arrugó la frente.
—A veces me niego a creer que esos nombres son reales.
—Son nombres bárbaros. Aunque hasta dónde he visto, tienen similitud con los de Posía.
—¿Y qué estará haciendo el Rey en ese lugar?
—Quizás asegurando el paso del resto del ejército. Nosotros sólo somos la avanzadilla de la vanguardia.
Lecceo volvió a rezongar.
—¿Siete mil hombres son una avanzadilla?
Alandiur bufó.
—Considerando que en Fasi conquistamos con treinta mil, sí, somos apenas una pequeña avanzadilla.
Antes de que Lecceo pudiera contestar, escucharon un retumbar que alarmó a todo el ejército. Como si una montaña se cayese, una figura voló por los cielos y se estrelló muy lejos, más allá de dónde se desarrollaba la lucha. En la meseta inferior se escucharon los gritos aterrados de cientos de hombres. Lecceo miró a Alandiur con preocupación.
—No es nada bueno. —Otro golpe se escuchó, esta vez en la parte inferior del altiplano, como si un terremoto hiciera presencia.
Trotaron hasta el borde del precipicio que daba fin a la segunda meseta y daba visión a la primera. Ahí, en una avenida con unos cuantos edificios en pie, una centuria estaba rodeando a una figura colosal, de más de dos metros de altura, con una capa y capucha tan oscura como la noche. Lecceo sintió como su corazón latía con fuerzas con solo mirar la figura de aquel hombre. Era la respuesta que no quería escuchar. Era el motivo que no quería encontrar en esta batalla: Rompecráneos.
Entonces, tan rápido como un lobo, el hechicero se abalanzó sobre los legionarios. Un golpe, tan fuerte que parecía el retumbar de los pasos de un dios, desbarató a la centuria, matando a una docena de hombres con el impacto. Otro golpe, luego un tercero: tan rápidos y fuertes que el metal de las armaduras se deformó por completo y los cuerpos de los soldados semejaron una masa aplastada sanguinolenta.
Los legionarios en pie cargaron hacia Rompecráneos. Antes de que siquiera las lanzas pudiesen acercarse un metro al hechicero, levantó su pierna y golpeó el suelo, provocando un temblor que levantó polvo y viento como si fueran sólidos. Los legionarios cayeron y sus huesos se quebraron. Entonces, sin razón, la visión de Lecceo cambio. Pasó de encontrarse en la parte alta del segundo altiplano y ahora su cuerpo era uno de los legionarios que rodeaban a la figura colosal. A sus pies, un cráter se había formado tras su pisotón.
Lecceo, en estos ojos, no podía creer lo que sus ojos contemplaban. La figura de Rompecráneos era mucho más alta que Cambiapieles, alcanzando los dos metros y medio de estatura. Bajo toda su capa y capucha obscura, había una máscara podrida: un tablón de madera recto, como mal sujetado a su rostro, húmedo y musgoso, cubrían la cara del hechicero. Lo único que podía verse eran los dos ojos verdes que salían de las cuencas.
El corazón del centurión se detuvo. El tiempo así lo hizo. Detrás del antifaz, creyó ver a Rompecráneos sonreír. Empezó a moverse justo hacia él a un paso lento y torturador, como si estuviese a punto de abrir un regalo. Y eso era lo que estaba dentro de su cuerpo. Sena trató de moverse; sus brazos arrastraron su cuerpo hacia atrás, combatiendo el lodo y los cuerpos de sus hermanos de armas. Sus piernas ardían en un dolor incesante y los gemidos se habían cambiado a simples maldiciones temerosas. No había nadie que lo salvase.
Entonces, tan rápido como un cuchillo, un tigre blanco se abalanzó desde lo alto de una edificio. Se aferró el cuello y espalda de Rompecráneos. Los brazos del poderoso hechicero agarraron las garras de la bestia y las tronó, luego la sujetó del cuello y arrojó contra una casa cercana, derrumbándola al momento. De su interior volvió a emerger la bestia y, tan veloz como una flecha, rugió y arremetió contra Rompecráneos. Pero, en mitad de su ataque, el hechicero lo agarró del cuello y lo estiró, amenazando con decapitarlo. El tigre clavó sus garras sobre sus brazos, soltándose del amarre, aunque antes de poder hacer cualquier cosa, las manos del hechicero de Ajrám lo agarraron de los hombros, quebrándolos. Cambiapieles chilló en dolor. Un gancho cayó sobre su abdomen, callándolo. Rompecráneos lo sostuvo del cuello y lo arrojó como si fuera una piedra hacia una de las montañas; el impacto hizo temblar al monte y una ola de piedras se deslizaron junto al cuerpo del hechicero de Qá, engulléndolo .
El gran hechicero de mascara podrida volvió a mirar a Lecceo, ahora no tenía tiempo para seguir jugando. Se apresuró hacia el cuerpo malherido del soldado.
Antes de que pudiera echarle la mano encima, una poderosa ráfaga de viento lo golpeó. Tan feroz como un huracán, trató de arrastrar a Rompecráneos, pero el hechicero luchó con su fuerza, clavando sus pies y manos sobre el suelo. Con un ademan brusco, cortó la ráfaga de viento. En otro instante, una forma sólida de aire como una flecha golpeó el pecho del gigante, mandándolo a volar docenas de metros hasta la pared del precipicio.
El centurión se confundió. Miró hacia arriba y se encontró a la figura de Hibelón sobre un tronco grueso de madera surcando el cielo alrededor de Rompecráneos. Este último, sin parecer que la magia de viento le afectase, arrojó una piedra hacia el Mago Del Viento. Hibelón lo esquivó, y arremolinó más viento alrededor suyo, creando más formas sólidas de aire que se arrojaron hacia Rompecráneos.
En ese momento, la vista de Lecceo cambió. Ahora se encontraba en la parte superior del segundo altiplano. Una mano lo sacudió; los gritos resonaron sobre su cabeza.
—¡Maldita sea! ¡Muévete! —bramó Alandiur, quién trataba de arrastrar el cuerpo de Sena.
Lecceo espabiló. Tambaleó por unos momentos y empezó a caminar, luego a correr, junto a Alandiur. Las legiones se estaban moviendo. Detrás suyo empezó a generarse una poderosa mezcla de poderes. Las nubes se habían vuelto grises y el viento se tornó en un valle inquietante y fuerte.
Hubo un temblor. Lecceo tropezó. El ejército se retiraba. Cuando devolvió la vista hacia atrás, una pared de humo negro se acercaba rápidamente a devorarlos. Se cubrió el rostro con ambos brazos, pero antes de que el vaho obscuro lo devorase, una figura apareció frente suyo. Sus ropas eran de un color púrpura obscuro con acabados rojos y dorados, más parecidos a los de la realeza que al de un guerrero. Con un simple movimiento de manos, el hombre detuvo el avance de la nube. Alandiur regresó y agarró a Sena del hombro y lo hizo ponerse en pie.
—¡Vámonos!
Lecceo trató de caminar, pero la silueta ante sus ojos era inconfundible: Ha'Sag. La pared de humo se iluminó desde dentro: una clase de fuego difuminó a las figuras que peleaban entre sí. El poder emergió y con él los temblores. Los legionarios cayeron. Sena sintió que su corazón iba a punto de explotar. La lucha entre los grandes hechiceros estaba por comenzar de verdad.
La silueta de Rodaim se volvía cada vez más brillante, como un faro en medio del poder terrible que se escondía detrás de la pared de humo. Luego se transformó en un la figura de un joven; el brillo menguó, ahora era una bestia. De la bestia se transformó en un demonio, y del demonio regresó a la forma del Rey. Algo en el interior del legionario se sintió atraído y a la vez aterrado por ello. Entonces unos dedos tocaron su hombro. Miró: eran delicados, suaves, casi pequeños, pero no el de un niño. Sus uñas estaban bien cortadas y sin suciedad. No había ni un rastro de cicatriz o arruga que cubriese la piel. Pero había algo más: un poder surgía de esa mano delicada.
Era Ella.
Lecceo despertó. Se encontraba al borde de su cama. Cayó al suelo tras espantarse. Se quedó unos largos minutos sobre el frio suelo de madera, preguntándose mil cosas. ¿Había sido una pesadilla? ¿O sólo un recuerdo?
Al ponerse de pie, sobre la mesa al lado de su cama, se encontró con un libro antiguo; los recuerdos aún lo perseguían. Hacía décadas que no leía aquel volumen. Fue uno de sus favoritos, pero el tiempo lo había olvidado. En la cubierta no tenía el título, pero sí la característica marca de Qurám: el sabio de Qá. Se sentó sobre su cama y abrió el libro, inspeccionado las páginas, buscando la sabiduría que hacía tiempo necesitaba.
"¿Cómo se puede ordenar al mundo? Uniéndolo —contestó Qurám—. Y, ¿quién puede unirlo? El que no guste de matar hombres. ¿Quién se unirá a él? Es la gran pregunta. No sólo basta que no guste de matar hombres, sino que ame a los hombres. Durante los meses secos, las espigas están acurrucadas entre ellas, esperando la lluvia. Es cuando las nubes se acumulan que dejan caer una densa lluvia, con lo que el grano pronto se endereza. Así es el hombre, que busca quién sacie su sed".
Ha'Sag. Eso pensó Lecceo. Un líder que preocupaba a los suyos, y que no buscaba la muerte. Pero ¿y las guerras? Unificación. Esa era su doctrina. Por eso existía el imperio.
Pero ya no existía Ha'Sag. Sólo Ella: la Reina de Cenizas. ¿Quién se enfrentaría a ella? Y, sobre todo, ¿qué quería ella?
Su pasado lo perseguía de nuevo. Como una daga, amenazaba con sacar su corazón y llevarlo de nuevo a las puertas de la muerte.