Chereads / LAS PUERTAS DEL HADES / Chapter 4 - Capítulo 3

Chapter 4 - Capítulo 3

Lecceo bajó por las escaleras y se encontró una vez más con Patrolum. Esta vez ya no llevaba su característica armadura de centurión, sino que llevaba unas cuantas telas de lino y una pieza azul clara con bordados dorados que recorrían de hombro a hombro. El amigable Patrolum mostró una sonrisa de oreja a oreja, resaltando su horrible bigote.

 —¡Ah! ¡Señor Sena! —saludó mientras se secaba las manos con un trapo blanco—. ¿Qué tal durmió? Escuché un golpe proveniente de su habitación.

 Lecceo hizo una mueca. No sería prudente comentarle la pesadilla, no a él. Era de lengua fácil.

 —Dormí bien, Patrolum. Sólo que una araña me asustó al despertar, y me caí de la cama.

 El bonachón sonrió más.

 —¡Vaya! Jamás creí que podría llegar a asustarte una araña. ¿Quieres que revisen tu habitación y le den una limpieza?

 Lecceo bostezó y asintió.

 —Sí, pero antes, ¿tienes algo de comida?

 Patrolum ensanchó más su sonrisa. A veces Lecceo creía que ese hombre podría ser un cambiapieles con la capacidad que tenía de estirar su rostro mientras sacaba los dientes.

 —¡Claro!

 El hombre le repartió unos trozos de pan caliente al centurión. Luego, le ofreció un trago de vino. Sena lo apuró y le agradeció con una reverencia. Patrolum se sonrojó de lo educado que resultaba a veces su viejo mentor.

 —¿Tienes algo nuevo del rumor que me contaste ayer?

 El tabernero negó con la cabeza.

 —No, no hay nada nuevo. Los rumores se expanden rápido, pero no tanto como el viento de Hibelón —bromeó mientras empezaba a secar un vaso de cristal con el mismo trapo blanco.

 Lecceo suspiró. Deseaba, en cierta forma, el espíritu que antaño lo mandaba a luchar contra las huestes más peligrosas de cada parte del mundo. Quizás fuera sólo una locura suya, un delirar del paso del tiempo. Puede que estuviera joven en cuerpo, pero su mente había vagado por más tiempo en el mundo del que la mayoría de los hombres deberían hacerlo. La pesadilla estaba ahí, presente como el hierro al rojo vivo que se inserta sobre la piel desnuda de un esclavo. Aunque también un sorbo de esperanza: los mercenarios. Iría a hablar con Bummös, esperando que el viejo capitán le sirva como compañía en la larga travesía que le amparaba a su vida.

 —Patrolum, si no regreso hoy en la noche, es porque me quedé hablando con unos nuevos amigos —dijo y dio media vuelta sin pensarlo mucho.

 La sonrisa del tabernero desapareció, trasformada en una mueca de confusión. Se despidió torpemente de Sena y siguió limpiando el vaso con incertidumbre. Conocía bien a Lecceo, después de todo en el pasado había sido una suerte de maestro para él cuando sólo era un mocoso, pero nunca se iba sin decir un adiós, y mucho menos ganaba amigos.

 El centurión salió una vez más a la avenida. Era temprano por la mañana. No había mucho movimiento más que unos cuantos carros tirados por caballos y algunos burros o bueyes que iban y venían con cargamentos de flechas, lanzas, espadas, escudos o cualquier otro artilugio que funcione para el arte de la guerra. Lecceo respiró profundo y se percató del dulce aroma que desprendía el hierro recién fundido de las forjas cercanas a su edificio: un trabajar día y noche sin cesar en la única parte del mundo dónde no ocurría nada. A veces sospechaba que la Reina estaba algo desquiciada y gastaba recursos para una guerra que jamás iba a ocurrir. Quizás se volvió loca sin su marido.

 Los pensamientos de Lecceo se vieron interrumpidos por algo. La pesadilla regresó. No eran visiones, sino un sentimiento: una pesadez, como una enfermedad, rascó su interior y le carcomió sus intestinos. Podía sentir de dónde venía; lentamente miró a su izquierda, hacia las colosales murallas blancas que protegían al mundo de un mito que él sólo conocía de lejos. Todo pareció callarse por un instante. Las paredes de mármol, tan quietas e imperturbables como un gigante dormido, contenían un tipo de magia que nunca nadie debería conocer; pero Lecceo empezó a sentirlo.

 El malestar aumentó. No era como una simple fiebre o alguna infección de comida, no, era miedo. Profundo y arraigado miedo primitivo. ¿Qué podía provocar eso? ¿Era su pasado que había despertado algo consigo mismo? No quiso averiguarlo. Y, a pesar de todo ello, la tierra negra se mantuvo silente, sin dar siquiera un ligero movimiento que pudiera alertar a una mosca. Todo era tranquilidad en el centro del mundo, una paz enfermiza que, con su sola presencia, te murmuraba al corazón que esa paz iba a desaparecer tarde o temprano. Nada existía en los páramos desolados que custodiaban las murallas, sólo muerte.

 Esa muerte quería perseguir a Lecceo.

 El centurión se movió de prisa. Sus pasos se volvieron más desesperados mientras trataba de alcanzar la posada de Bukö. Pensó en su pesadilla. ¿Acaso la Reina tenía algo que ver con esto? No lo sabía. El poder de Ella era atroz, no cuestionaba ni por un instante que tuviera el poder de hablar entre sueños.

 Entonces, con el solo pensamiento de la Reina de Cenizas, el poder que presionaba sobre el interior de Lecceo desapareció. El centurión se detuvo confundido: ¿qué había ocurrido? Por curiosidad, regresó unos cuantos pasos, para ver si el malestar regresaba sobre él.

 Nada. No ocurrió nada. Ni siquiera cuando volvió a acercarse una calle y mirar fijamente a las murallas pudo percatarse de aquella pesadumbre que lo seguía.

 «Reina de Cenizas» pensó.

 Inquieto por sus nuevos pensamientos, empezó a caminar mucho más despacio por las calles que empezaban a ser transitadas por algunos cuantos legionarios y levas que hacían el cambio de guardia antes del tiempo previsto. El sol estaba saliendo alto por el horizonte.

 Su mirada se mantenía sobre las piedras que constituían el pavimiento mientras sus manos reposaban sobre su espalda imitando la posición de los eruditos. Su mente divagó, creyó que algo de esto tenía relación con la presencia de los mercenarios. ¿Qué podía atraer la atención de la Reina sobre unos desquiciados hombres de armas que provenían de Qá y se habían sentado sobre las costas sureñas? ¿Acaso eso tendría relación con él? Sabía que la magia era poderosa en el mundo. ¿Acaso él había quedado impregnado con esa magia? No, eso era imposible: sólo era un hombre, no un hechicero.

 En sus maquinaciones mentales, no se percató que ya había llegado hasta la taberna de Bukö. Levantó la mirada al escuchar las voces de los mercenarios que habían empezado a murmurar palabras de él. Se encontró con un grupo de varios soldados de pieles bronceadas y morenas, cubiertos con pieles de distintas fieras sobre los hombros y cuerpo. Pocos llevaban capuchas. Ninguno se parecía a Yuje. Sin embargo, uno de ellos, chaparro y con el rostro como una pasa, sí lo conocía: Chárcun.

 Se acercó al pequeño hechicero y le habló con un tono digno de su rango de oyergos.

 —¿Chárcun, no es así? —el pequeño hechicero hizo una mueca de desdén que confirmaba que era él—. Quiero hablar con Bummös, ¿se encontrará por aquí?

 Antes de que el viejo pudiera contestarle, la puerta de la taberna se abrió, seguida por el capitán de los creerios.

 —Ah, capitán, lo estaba buscando —dijo Lecceo.

 Bummös reparó sobre el centurión. Detrás de él, el joven Bagúm lo seguía de cerca.

 —Centurión, nos volvemos a encontrar. —Bajó por los breves escalones que daban entrada a la taberna y le sonrió a Lecceo—. ¿Qué os trae por aquí?

 —Buscaba hablar con usted, capitán.

 Bummös bufó.

 —Está bien, está bien. Voy a dar una vuelta. Chicos —se refirió a sus soldados mercenarios—, cuiden al viejito de Chárcun. Si intenta emborracharse, no duden en atarlo.

 El pequeño mago intentó protestar, pero fue callado con una mirada inquisitiva de parte de otro mercenario.

 —Bagúm, por ahora podrás quedarte con Yuje —dijo el capitán—. Yo tengo asuntos importantes que hablar con el centurión.

 El chico tenía la boca abierta como señal de inseguridad. Tragó y asintió vacilante antes de regresar hacia el interior de la taberna.

 Lecceo empezó a caminar por la avenida junto al capitán.

 —¿Recuerdas que dije que yo sería el que hagas las preguntas, Lecceo? —interrogó Bummös.

 Lecceo asintió.

 —Sí, lo recuerdo. Pero también yo tengo algunas cuantas preguntas que tengo que hacer, capitán.

 —Pues tal parece ser que nos va a tomar para larga, ¿eh?

 Mientras ambos veteranos empezaron a caminar por la larga avenida, Bagúm los observó marchar desde el marco de la puerta. A su lado se materializó el gigante de Yuje.

 —Bummös está siendo arrastrado por ese lamebotas de la reina —protestó Chárcun mientras se rascaba las uñas.

 —No lo creo —comentó Üle—. Lecceo no parece ser un simple centurión, ni tampoco alguien que sea devoto de la Reina.

 —Ajá —bufó el mago—, ¿y cómo me explicas que a sus treinta y picos años, sea un centurión púrpura? Mira las plumas en la cresta. Ese desgraciado llegó a un nivel muy alto siendo demasiado joven.

 —Pues de ser así, tiene que ser el más raro de todos —continuó Yuje—: no lo he visto fanfarronear, ni amenazar, ni insultar, ni desprestigiar, ni tampoco comportarse como lo haría alguien de su edad, considerando su rango.

 —Patrañas. Sólo es una fachada para ocultar sus intenciones.

 Yuje se río por lo bajo.

 —Eres muy imaginativo, anciano.

 Chárcun empezó a maldecir e insultar a los antepasados de Yuje. Bagúm lo calló.

 —Y entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el muchacho; había una pisca de emoción en su voz.

 El rostro fruncido del mago cambió a una pequeña sonrisa.

 —Creo que sé que podemos hacer.

 Yuje arrugó la frente.

 —¿En serio? ¿Se va el capitán y en tan solo unos minutos ya quieres poner en peligro a su hijo?

 —No soy su hijo —refunfuñó Bagúm.

 Ninguno de los dos mercenarios le hizo caso.

 —Sí, y es un momento perfecto. Niño, ven conmigo.

 El viejo hechicero dio media vuelta y salió de la taberna; ninguno de los mercenarios lo detuvo. Caminó por el sendero contrario de su capitán y el centurión. Bagúm lo siguió de cerca acompañado por Yuje. El muchacho, aunque sin un rostro explicito, tenía ganas de volver a entrenar junto a su tío mago; sus manos le empezaron a sudar y sintió como si la sangre de los pies se alejase de su cuerpo.

 Caminaron por largo tiempo hasta haberse alejado lo suficiente de las calles principales y de las murallas blancas. Mientras hablaban sobre lo que tenían que hacer con el muchacho, apareció un centurión: tenía un parche en el ojo y le faltaban dos dedos en su mano derecha. Al observar a los mercenarios, frunció la frente.

—¿Qué hacen aquí, mercenarios?

Los tres se detuvieron en seco. Bagúm tragó saliva. El hechicero con parche en el ojo se adelantó.

—Estábamos tomando una caminata, centurión.

El legionario observó de cuerpo completo a Yuje. Era un hombre alto de porte terrible, mientras que Chárcun era un simple chiste en comparación.

—¿Cuáles son sus nombres?

—Él es mi sobrino —señaló al chico—, se llama Bagúm. El grande se llama Üle-je. Y yo soy Chárcun: se pronuncia como si fuera una z, aunque se escribe con una c.

El centurión frunció las cejas.

—¿Chárcun? Eso es un nombre de las regiones de Queó. ¿Qué podría hacer un grupo de mercenarios tan lejanos en el Bastión Blanco? —preguntó cruzado de brazos.

 —Asuntos de la reina, señor —intervino Yuje—. Nuestro capitán ya ha hablado con uno de los vuestros, Lecceo Sena, un púrpura si no me equivoco.

El rostro del centurión cambió como el día a la noche. La confusión se hizo presente tan fuerte como un río desbordándose. Un amago de ansiedad apareció en sus ojos.

—¿Sena? ¿El mismo Lecceo Sena? Entonces imagino que realmente están a ordenes de la Reina. Vale, sigan con su camino.

Dicho esto, el centurión se fue. Chárcun bufó con ganas.

—Y creías que no era un lamebotas de la Reina.

Yuje miró por encima del hombro mientras el extraño centurión se alejaba.

—O quizás sólo un hombre muy importante. No lo conocemos lo suficiente para decir que es un perro faldero de Ella, anciano.

—Lo que tu digas. Pero cuando lo veamos arrastrándose ante la mujer, quiero oírte decir: "tenías razón".

—En tus sueños, hombrecillo.

Bagúm interrumpió.

—¿Por qué siempre le dicen sólo como 'Ella' a la Reina?

Yuje gruñó e hizo una mueca.

—Bagúm, imagina por un momento que eres tan descaradamente poderoso que puedes matar poblaciones enteras si se te apetece. Pues bien, la Reina de Cenizas se ganó el título de "Ella" porque nadie se atreve a nombrarla de otro modo que no sea ese, o el de Reina.

—Y es la única mujer en todo el planeta capaz de matar a los magos más poderosos del mundo —añadió Chárcun—. Algunos creen que fue gracias a ella que las conquistas de Rodaim Ha'Sag tuvieron éxito.

Bagúm frunció la frente.

—¿Qué tan poderosa es ella?

Yuje hizo una mueca mientras trataba de encontrar una comparación adecuada. Chárcun entrecerró su ojo.

—Digamos que, es tan poderosa, que nadie sabe con exactitud cuál es su limite de poder —terminó el pequeño mago.

El muchacho silbó. Jamás había escuchado una afirmación así, ni siquiera de parte de Bummös cuando le hablaba sobre las hazañas que anteriores magos grandes de la compañía habían hecho en los anales.

El grupo se movió en silencio durante varias calles. La ciudad estaba tranquila en aquel rincón; sólo algunos niños y mujeres se veían, con muy contados soldados o levas que mantenían conversaciones joviales entre ellos o sus familias. Tras haberse apartado lo suficiente, Yuje examinó un callejón. Luego habló con el mago con parche.

 —Chár, usa algo de tu magia y ve si no hay nadie por aquí.

El mago se adentró al callejón. Respiró profundo y alzó sus manos como para abrazar a alguien.

 —¡Ah! Este lugar es perfecto. No hay nadie por aquí. Yuje, asegurate que nadie se acerque demasiado. Bagúm, ¿estás listo?

 El joven muchacho asintió torpemente. El mago sonrió.

 —Bien, esta vez la lección será corta, no podemos tardar mucho —levantó una mano y movió dos de sus dedos de una forma extraña, digna de los magos de su tipo.

 —No vayas a hacer alguna tontería esta vez, Chár. Bummös te matará si algo sale dañado —dijo Yuje.

 —Oh, vamos, ¿no confías en este viejo hechicero? —preguntó con una sonrisa fanfarrona mientras sus ropajes empezaban a ondular ligeramente con el viento.

 —Sí, no confío en un mago de pacotilla que a duras penas sabe ponerse un guante.

 —¿De pacotilla? ¿Acaso tu madre te alimentó con piedras o qué, Yuje? Soy un mago de primera. —Y con esa afirmación, movió una mano de forma brusca. Las piedras del callejón se vieron atraídas por una atracción invisible y se juntaron en una pequeña torre.

 —De primera en un circo, será —se burló el creerios con pieles de oso.

 Bagúm bufó.

 —Ya, demasiada plática. Quiero que tío Chár me enseñe ya.

 Yuje suspiró y se cruzó de brazos. El hechicero escupió. La pequeña torre de piedras se deshizo y cayeron al suelo.

 —Bien. Voy a agarrar esta pequeña piedra y pon mucha atención. —Bagúm asintió—. Ahora mira esto —de la parte superior de la roca se quebró en un pequeño orificio del que salió un polvo gris muy fino—, extiende tu mano, pero sin tocarlo, y trata de romper la conexión que hay entre la roca y el polvo.

 El chico obedeció y alargó su mano, sin que las yemas de los dedos tocasen alguna parte de ésta. Se concentró y frunció el ceño.

 —No puedo.

 Chárcun gruñó.

 —Cierra los ojos e intentalo más.

 Bagúm así lo hizo. Tras largos segundos, nada ocurrió.

 —Mira, la magia funciona de una forma peculiar, muchacho —continuó Chárcun mientras el muchacho mantenía la concentración—: tienes que imaginarte que lo estás logrando, y luego tratar de reunir la energía que hay en ti y ordenarla.

 El muchacho gruñó y maldijo mientras trataba de encontrar aquella energía.

 —No la encuentro, tío.

 El viejo mago suspiró y dejó caer la roca al suelo.

 —Mirame bien. —Extendió su mano y movió su dedo índice de forma apenas perceptible; la piedra empezó a quebrarse poco a poco y soltar hilillos de polvo que se elevaron como si fueran cuerdas de un titiritero—. ¿Ves lo que estoy haciendo, Bagúm?

 El chico asintió.

 —Sí, tío, pero no sé cómo hacer eso.

 —Callate y sigue mirando. Los hilos de polvo que ves son como más o menos funciona la magia, al menos la más sencilla: está conectada a tu cuerpo.

 Yuje negó un poco con la cabeza mientras los miraba a los dos. Chárcun siguió hablando con el chico.

 —Bien, ahora intentalo.

 Bagúm se concentró y se imaginó a sí mismo como un titiritero. La piedra que estaba usando Chárcun dejó de ser afectada por su magia; el muchacho usó todo lo que creía debería ser su energía y las centró en ella. Entonces, un pequeño movimiento, apenas perceptible, ocurrió: un trocito de roca se desprendió. El muchacho sonrió sorprendido.

 —Tío, creo que lo hice.

 Chárcun lo miró de cerca.

 —Tal parece ser que sí, muchacho. Aunque, esto es muy poco, demasiado poco.

 Yuje gruñó.

 —Deja al muchacho. Quizás ni siquiera tenga alguna verdadera conexión con la magia.

 —¡Tonterías! —escupió el hombrecillo—. Bagúm tiene algo. Algo que no sé que es, pero estoy seguro de que está relacionado con la magia.

 El muchacho bajó la cabeza y se frotó el codo.

 —Tío, ¿pero si Yuje tiene razón? Es decir, llevamos ya unos cuantos meses haciendo esto. No parece haber avances. Además, eres el único que dice que ve en mi este talento.

 Chárcun bufó.

 —¡Pues claro! ¡Soy el único mago en toda la compañía!

 —No el único.

 Chárcun maldijo.

 —¿Crees que esa niña puede siquiera acercarse a mi poder? —demandó entrecerrando el ojo con un dejo de arrogancia—. Esa mujer no tiene talento en la magia. Apenas podría hervir una tetera sin usar algo de fuego.

 Yuje suspiró.

 —A veces quisiera que ella tuviera algo de ese talento que dices, para que te cierre el pico y dejes de fanfarronear.

 —Soy el único verdadero mago de toda la compañía, y lo sabes. Ahora, dejate de estupideces y dejame ver si…

 Un ruido se escuchó cercano. Pasos.

 —… Yuje —señaló el hechicero.

 Üle-je asintió. Se dio media vuelta y examinó con cuidado la salida del callejón. Un grupo de soldados se movía. Si los veían, quizás podrían meterse en problemas por estar husmeando en un callejón. No tenía que ser del todo malo, pero a Chárcun no le gustaba dar explicaciones de más de un minuto.

 —Varios legionarios.

 El mago gruñó.

 —Bien. Bagúm, ¿estás listo para ver un truco de tu tío?

 El muchacho sonrió grande, como un niño travieso que estaba a punto de cometer una tontería para molestar a sus padres.

 —Perfecto. Yuje, muévete.

 El mago empezó a aplaudir y luego a soplar en el interior de sus manos. Bailó por unos segundos dando algunos saltos que le provocaban vergüenza ajena al gigante de Yuje. Tras eso, una oleada de cuervos salió del callejón en bandada. Los legionarios se asustaron; las aves cayeron directo sobre ellos y los confudieron. Algunos intentaron atacarlos, otros se cubrían la cabeza con sus escudos. El hechicero río y sacó de ahí al grupo mientras los legionarios estaban ocupados con los cuervos.

 —A veces me gustan tus trucos de magia, anciano —dijo Yuje.

 —Las ilusiones jamás pasaran de moda —fanfarroneó el mago. Chasqueó los dedos y el grupo de cuervos voló alto, dejando en paz a los legionarios para después desmaterializarse en polvo. La ilusión había funcionado.

 —¿Nadie sospechará que fuimos nosotros? —preguntó Bagúm con preocupación.

 —Quizás sí, quizás no. Eso lo sabremos si es que esos legionarios son capaces de llorar lo suficiente ante los oficiales.

 —O si es que se ponen a comentarlo como anécdota entre sus amigos, y el rumor se extiende lo suficiente para que Bummös sospeche de ti, viejo.

 —No se puede tener siempre todo, ¿verdad? —dijo con una sonrisa el mago.

 

—¿Un oyergos, dices? —preguntó Bummös.

En otro rincón de la ciudad, por una arboleada que conformaba un parque, el capitán de los creerios y el veterano centurión se movían a un paso lento, charlando sobre el pasado, preguntándose uno al otro sobre sus vidas y qué cosas habían desembocado para que Bummös termine en el Bastión Blanco.

 Ambos habían charlado largo y tendido. Bummös fue implacable sobre las preguntas sobre su pasado. Para el capitán, fue difícil entender que Lecceo tenía más de un siglo de vida.

 —¿Qué significa ese título? Jamás lo había escuchado —continuó el de los creerios.

 Lecceo suspiró. Sabía que era difícil de entender. Le narró algo de la historia de Rodaim Ha'Sag; explicó qué eran los once oyergos.

 —¿Ciento veinte años, de verdad? —preguntó, incrédulo.

 —Sé que no me vas a creer, Bummös. Pero es cierto. Por eso soy uno de los oyergos: viví en tiempos de Ha'Sag.

 El viejo de los creerios estaba estupefacto. Por un momento, creyó estar en una broma pesada que Lecceo llevaba años preparando para contarla. Pero, entre más hablaba el centurión, más serio se volvía. Contaba con lujos de detalles las campañas de la antigüedad.

 —Ni siquiera yo sé cómo he vivido tanto tiempo, capitán —continuó Lecceo—. No es que nadie se hubiera detenido a explicármelo. Los demás oyergos les ocurre lo mismo. Todos somos de la misma época.

 Bummös, pensativo, se rascó la barba.

 —¿Estuviste en las campañas de Qá?

 Lecceo negó con la cabeza.

 —No existieron como tal campañas de Qá, capitán. Ha'Sag mismo se bastó de su ingenio para conquistar el territorio poco a poco.

 —Pero, los anales cuentan que Rodaim asaltó con diez mil hombres las ciudades —increpó Bummös.

 —Algo de eso creo que es cierto. Yo no estuve ahí para verlo con mis propios ojos hasta el final. En los últimos años, cuando Ha'Sag había conseguido tomar las ciudades de Yuen y Pao-Me, junto a la provincia de Wüt, emprendió el gran asalto con los hombres que se habían unido a él.

 —¿Y cuando fue qué tu te uniste a las filas de Ha'Sag?

 —Cuando la ciudad de Yin-Che había sucumbido, yo me alisté tras que en Kátama se escucharan las noticias sobre la guerra. Llegué al último momento, cuando Cambiapieles ya formaba parte de las fuerzas de Ha'Sag. Después de eso, ocurrieron las pequeñas excursiones de las regiones de Wü, y de Wü pasamos a los pastos verdes de Fhrao-Tem. Al año, ocurrió la campaña del Phadreas.

 Bummös estaba impresionado.

 —¿Cuántas campañas hubo en total?

 Lecceo suspiró. Pasaban por debajo de un manzano; ahí vio una manzana colgando de una rama y la arrancó. La inspeccionó de cerca y la olfateó. Después le dio una mordida.

 —Hubo ocho campañas —prosiguió el oyergos—. Phadreas, al Sureste; de Phadreas ocurrió la de Koöm —un escalofrió recorrió su espalda al recordarla—, con diferencia la más sangrienta de todas.

 El capitán creerio asintió.

 —Sí, he escuchado que fue salvaje, pero ¿por qué?

 —Murieron sesenta millones de personas, capitán. Por eso fue la más sangrienta.

 Bummös silbó. Bagúm había copiado eso de él.

 —Menudo desastre.

 —Los de Värlsun fueron más recios de lo que Ha'Sag esperaba. Rompecráneos es una prueba de ello. Después de Koöm le prosiguió la campaña más corta de todas en las islas aledañas. Poco menos de nueve meses. Los tres hechiceros del momento bastaron para erradicar las ciudades importantes. Nosotros sólo nos ocupamos de lo demás; pero, los sarutaes eran duros. —Le dio otro mordisco a la manzana.

 —¿Y las demás campañas?

 —Las del sur y del oeste, Ladmarás, Sacios y Casd-Ur. Luego ocurrieron las dos del norte: Tarmim y Arden.

 —¿Y tú viviste todo ello?

 —Sí. Todas ellas las viví. De la única campaña que no fui activo, pues me rompieron un brazo, fue en la del Tarmim, cuando Matatruenos se volvió parte de Los Seis.

 El capitán se mantuvo en silencio. Por una parte, no le creía nada al centurión, por la otra, estaba impresionado que estuviera hablando con un veterano de aquella época.

 Lecceo estaba hastiado de recordar su pasado. Creía que terminaría volviéndose demasiado amante de lo que ya no podía existir, y así conseguir la muerte por manos de la Reina.

 Ella.

 El pensamiento lo desvió. Recordó lo que había ocurrido durante la mañana; el malestar sobre su cuerpo había sido profundo y doloroso. Tenía que averiguar qué tenía que ver todo esto con los mercenarios.

 —Algo en esta mañana me inquietó, Bummös.

 El capitán alzó una ceja.

 —¿Inquietarte?

 Lecceo vaciló. No sabía si tenía que contarlo, pero quería ser escuchado por alguien.

 —Algo oscuro me persiguió. Era como una presencia; había caído sobre mis hombros y me pesaba. Creo que venía del interior de las murallas blancas, en la llanura negra.

 Bummös frunció las cejas. Su vieja frente se arrugó con autentica duda.

 —¿Cómo la magia?

 El oyergos titubeo. Asintió torpemente.

 —Sí, como la magia. Bummös, quisiera preguntarte sobre Bagúm.

El rostro del capitán se trasformó en una mueca a medio camino de la indiferencia y de la ira. Miró hacia adelante y asintió.

—¿Qué quieres saber sobre mi muchacho?

Lecceo miró la manzana en su mano.

—¿No te ha dicho nada sobre su pasado?

Bummös suspiró y tardó en responder.

—No, la verdad es que no. Bagúm no suele hablar, y mucho menos suele hablar sobre su pasado. El muchacho ha de tener muchos traumas sobre lo que le hicieron.

Lecceo comprendió al momento. No tenía que jugar con las preguntas equivocadas ni tocar una fibra sensible.

—¿Cómo se encontraba cuando lo encontraste capturado?

El capitán movió la cabeza ligeramente, tratando de recordar el pasado mientras observaba las hojas de los árboles.

—Estaba desnudo, como un animal. El chico tenía varias heridas en la espalda; algunas eran apuñaladas. Estaba desnutrido, y tenía los pies encadenados. Sus manos estaban frías, como si estuvieran muertas —contestó con algo de ira conforme iba avanzado sus palabras—. De no ser por la magia de Chárcun, hubiera perdido las manos para siempre.

Lecceo se mantuvo callado mientras seguían caminando a un ritmo despacio. No tenía que apresurar las preguntas. Le dio otro mordisco a la manzana y dejó que su compañero pudiera relajar la mente.

—¿Tienes alguna idea de porque los piratas lo habían secuestrado, Bummös?

El capitán se rascó la barba pensativo.

—No lo sé. El muchacho no parece tener nada de valor para que así lo hayan hecho.

Lecceo asintió. Creyó que era mejor hacer otras preguntas.

—¿Y sobre la Reina?

—¿Eh? —dijo Bummös, alzando una ceja.

—La Reina, ¿no tienes alguna idea de porque contrató a tu compañía?

Negó con la cabeza.

—No. La verdad es que no. Me pagó una cantidad absurda de oro para hacerlo.

Lecceo arrugó la frente.

—¿Y no sospechas nada?

Bummös bufó.

—Claro que sospecho, centurión, pero ¿de qué podré sospechar? Hay tantas cosas que podrían hacerlo. Si incluso no aceptaba el pago de la Reina, ella hubiera enviado a alguno de sus esbirros a matarme.

—Comprendo, capitán. Pero ¿no teme que todo esto tenga algo que ver con Bagúm?

Si el rostro del viejo caudillo no había quedado trastocado por las preguntas, ahora se había vuelto frío e inexpresivo como el de un muerto.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó lentamente.

—Bummös, desde que el chico apareció, he sentido si algo no estuviera bien. Es como si mi pasado regresara a la vida. Y la Reina no hace las cosas por simple azar. ¿No habrá ocurrido nada que hubiera puesto los ojos de ella sobre tu chico?

Bummös se detuvo y se llevó una mano a la boca mientras observaba el suelo. Empezó a murmurar algo para sí.

 —No lo creo, centurión. O no lo sé. ¿No podría ser una simple coincidencia? —interpeló, tratando de buscar algún consuelo en esa opción.

Lecceo se llevó los dedos a los labios y empezó a rascarse. ¿Qué podía ser todo esto? Llegó a sentir algo de miedo. No por él, sino por Bummös. A pesar de ser apenas unos conocidos, creía que ambos tenían una amistad que había durado años. El capitán de los creerios era alguien con quién podía sentirse comprendido; como hermanos de armas que habían luchado las mismas batallas.

—Sea lo que sea, Bummös, podrás contar con mi ayuda. 

El rostro del viejo creerios cambió. Como si la noche hubiera desaparecido, una leve sonrisa apareció mientras alzaba una ceja.

—¿Y eso a qué se debe, Lecceo? Soy un mercenario, no un legionario.

—Lo sé, lo sé. Pero en todo el tiempo que llevo viviendo en el Bastión Blanco, no pienso haberme topado a nadie con quién haya sentido una amistad. No soy tan dependiente del ejército como para no poder apreciar a otras personas.

El líder mercenario abrió un poco la boca con genuina sorpresa.

—¿Amistad de un centurión? —la sonrisa se extendió más por su rostro—. Demonios, ahora sí que tendré a la Reina persiguiéndome —bromeó el capitán.

Lecceo bufó.

—Antes me perseguiría a mí.

En ese momento ocurrió algo que llamó su atención. Lecceo se sintió estupefacto, jamás había ocurrido algo semejante; un tipo de malestar había caído de nuevo sobre el viejo centurión, pero no como el de una presencia atroz que envuelve su alma, sino como un augurio nefasto que se prepara para saltar. Por las calles, varias personas, entre ellos soldados, empezaron a murmurar en voces altas y moverse por las calles, intrigados por algo. Bummös se mantuvo con la boca abierta. ¿Qué podría ser todo el ajetreó?

—¿Qué estará pasando?

Lecceo frunció el ceño.

—No lo sé. Pero no puede ser bueno. La ciudad se mantiene siempre tranquila; algo habrá ocurrido.

Ambos se movieron por el parque, rodeado por varias calles y avenidas que empezaron a llenarse de a poco de soldados que se veían atraídos como por una fuerza suprema que los ataba a sus deseos. Una trompeta se escuchó a la lejanía, allá dónde los hombres se movilizaban: por el norte, proveniente de las murallas exteriores del Bastión Blanco.

Lecceo agudizó el oído. Ya conocía ese sonido. Su estomago se frunció: no quería que en realidad fuera él. No en este momento. No con los mercenarios. Su temor empezó a formarse más fuerte conforme las personas se movían alteradas de un lado a otro. Los soldados en las calles empezaron a hablar en voz alta, especulando entre ellos.

—¿Qué puede ser, Lecceo? —preguntó Bummös. La preocupación lo había atrapado.

El centurión no respondió. No quería estar en lo cierto. De todos los humanos en el planeta, él era uno de los pocos que podía distinguir tan bien aquella trompeta. En otrora, fue un signo de esperanza; ¿en este momento? Un motivo para preocuparse. Un grito proveniente de los soldados confirmó su miedo.

El Mago Del Viento había llegado al Bastión Blanco.