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Chapter 5 - Capítulo 4

El ajetreo aumentó. Los soldados se movían de un lado a otro, preguntando si en verdad era el Mago del Viento. Bummös empezó a sentir como su estómago se retorcía ante la idea de estar cerca de uno de Los Seis. Lecceo no se quedaba atrás.

 Había vivido casi toda su vida luchando junto a los grandes hechiceros del mundo. O contra ellos. Aún podía sentir en sus carnes los fuertes vientos que Hibelón emanaba de sus entrañas, o cómo sea que funcionase la magia para Los Seis. Y ahora estaba una vez más cerca de uno de ellos luego de cuarenta y cinco años.

 —¿Por qué estará aquí? —preguntó Bummös, titubeando. Su rostro se encontraba pálido. Temía que las deducciones de Lecceo fueran ciertas.

 El centurión arrugó el ceño.

 —No lo sé, pero sin duda no puede ser bueno. La Reina tiene casi olvidado que existe el Bastión. Ninguna visita importante ha ocurrido en más de tres décadas.

 Bummös sintió que la sangre ahora escapaba de su cuerpo.

 —¿Hablas en serio? ¿Qué tan importante puede atraer la maldita atención de uno de Los Seis?

 Lecceo se giró sobre sí mismo y miró a los ojos al capitán de los creerios.

 —Bagúm.

 Sin mediar otra palabra, los dos empezaron a caminar rápido por las calles, esquivando a los cientos y cientos de soldados que se habían reunido, esperando la llegada del Mago Del Viento. Lecceo tenía la sensación de que algo fuerte estaba por ocurrir. Algo verdaderamente fuerte. Quizás lo suficiente para hacer temblar los pilares del mundo; Bummös deseaba que no fuese así, y que fuera una simple y agradable coincidencia. Pero esa idea se escapaba de su mente, arrastrada por el viento.

 La ciudad era vasta a pesar de ser un anillo. Los diez kilómetros de muro interno al externo podían tardar medio día en cruzarse si no se tenía un caballo que usar. Pero Lecceo no iba ir directo hacia la entrada, allá donde llegó el hechicero, sino hacia otro lado: el castillo negro. Se encontraba en el centro de la parte al norte, situada en la avenida más larga de la ciudad-fortaleza.

 —Bummös —dijo Lecceo en voz alta mientras seguían avanzado entre la multitud que a este punto estaba a rebosar de dudas y sospechas. Ellos no eran los únicos asustados—, sígueme, Hibelón se detendrá en el Páramo de la Reina.

 Pasaron los minutos. Ambos veteranos se estaban moviendo con la misma velocidad que en sus días mozos; Bummös con más dificultad. El resto de la población de la ciudad ya se había enterado de la presencia del Mago Del Viento. Aunque no todos tenían el mismo deseo de salir de sus hogares o trabajos para verlo con sus propios ojos. Si estaba aquí, era porque así mismo lo había ordenado Ella.

 Pronto divisaron el imponente baluarte de la ciudad: el Páramo de la Reina. La estructura se encontraba rodeada de altos muros, hechos de acero negro. Se cuenta que fue el mismo Ha'Sag quién los construyó y erigió para tener aquella forma con púas y picos que sobresalían en cada esquina y atalaya.

Poseía por lo mínimo cinco torres: cuatro en cada esquina de los muros, y uno en el centro, tan alto que alcanzaba los noventa metros de altura y parecía tener una corona negra en su punto más álgido. Todas sus paredes y fortificaciones aparentaban ser lo mismo, con apenas algunos cuantos toques de óxido sobresaliendo de las zonas más remotas.

A pesar de nunca haber sido imbuido en magia, su propia silueta era capaz de hacer estremecer a los soldados imperiales. Lecceo habrá visto el castillo por lo menos un centenar de veces, pero siempre le ocasionaba pavor su presencia. Era un fuerte colosal a pesar de tener estrechos pasillos. Los muros, el doble de alto que los propios de mármol, y de varias calles de largo entre cada torre, parecían consumir todo el Bastión Blanco.

 Lecceo sintió como un hormigueo recorría sus intestinos. El Páramo de la Reina tenía un toque del cinismo de Los Seis: era como unas puertas al infierno. Pero él conocía la realidad del lugar, que lo podía tranquilizar un poco. Al final de cuentas, ¿qué más podía aterrar al terror?

 Pero antes de que pudieran seguir, una figura familiar se cruzó en el camino de Lecceo. Era otro cinturón. Le faltaban dos dedos y llevaba un parche en su ojo, aunque no fuese tuerto; ya lo conocía bien, pues fueron amigos en el pasado. Pupilo y maestro.

 —¿Armö? —preguntó el oyergos de kátama.

 El falso tuerto se detuvo.

 —¿Lecceo? —arrugó la frente.

 —Hace meses que no te veo.

 Armö sonrió.

 —Pensé que finalmente te habías largado del Bastión Blanco.

 Lecceo hizo una mueca.

 —Sólo la Reina puede sacarme de aquí, literalmente.

 —Hace una hora me encontré con unos mercenarios que te conocían, viejo —continuó Armö; al tiempo escudriñó con la mirada a Bummös—. Y veo que tienes a otro a tu lado.

 El viejo oyergos gruñó. Los únicos mercenarios que lo conocían además del capitán eran el enano hechicero y el gigante de Yuje. Bummös se sintió intrigado por lo mismo.

 —¿Cómo eran los mercenarios, centurión? —preguntó el de los creerios.

 —Uno llevaba un parche en el ojo, otro era enorme, e iban acompañados por un niño.

 Bummös tragó. Lecceo volvió a gruñir.

 —Sí, los conozco —continuó Sena—. ¿Hay algún problema, Armö?

 El falso tuerto entrecerró los ojos y luego suspiró.

 —No, no hay ninguno. Cómo creí que ya no estabas más por el Bastión, me sorprendí al escuchar tu nombre y que de alguna manera esos mercenarios estuvieran relacionados contigo.

 Una trompeta se escuchó. Estaba más cerca el Mago Del Viento.

 —Luego podremos discutir eso, Armö —dijo Lecceo—. Necesito ir a ver a Hibelón.

 Armö, quién en apariencia era más viejo a Lecceo, arrugó la frente.

 —¿Hablas en serio? ¿Ir a hablar con uno de Los Seis?

 Bummös intervino.

 —Parece que no te intimida tanto la presencia de uno de ellos. Todo el mundo empezó a ajetrearse con solo saber que estaba caminando por aquí.

 Armö levantó una ceja.

 —Bueno, sí; es decir, que esté aquí uno de los grandes hechiceros significa algo gordo, pero Lecceo me enseñó a no dejarme dominar por las emociones —miró de reojo al oyergos.

 —¿Te enseñó? ¿Eres también otro oyergos?

 Lecceo negó con la cabeza. La situación lo estaba desesperando.

 —Armö es mi pupilo, Bummös —el falso tuerto reaccionó al nombre del capitán con un imperceptible jadeo.

 —Tengo cuarenta y seis años, mercenario. Soy uno de los púrpuras, pero Sena fue mi maestro durante casi toda mi vida. Pero Lecceo, ¿qué puede hacerte querer ver a Hibelón? —preguntó mientras se llevaba una mano a la barbilla.

 —¿Recuerdas cuando te hablé de todas aquellas campañas de guerra? —preguntó Lecceo. Armö asintió—. Pues bien, están regresando como sueños, y algo está ocurriendo con la magia que me está afectando. Hibelón no está aquí por casualidad.

 Armö abrió la boca, incrédulo. Tenía en demasiada estima a su mentor, así que lo que decía lo creía con toda su alma.

 —Entonces es muy grave.

 Lecceo asintió. Bummös no cayó en cuenta de la extraña situación que este centurión se hubiera encontrado a sus tres mercenarios, con Yuje, Chárcun y Bagúm juntos. Entonces abrió los ojos: esos desgraciados se habían movido de la taberna.

 —¿Dónde los viste? —preguntó el capitán, refiriéndose a Armö.

 —¿Ver a quién?

 —¡A los tres mercenarios! Al niño y a los otros dos.

 El discípulo de Lecceo arrugó la frente, confundido, al tiempo que inclinaba su cabeza.

 —A muchas calles de aquí. Estaban dando un paseo según me contaron.

 Bummös sintió como si una bilis negra subiera por su cuerpo y le estrujara el estómago.

 Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera continuar, un estrépito escandaloso de voces que alardeaban sorprendidos de la presencia de uno de Los Seis los interrumpió. Cerca del Páramo de la Reina, la gente se había agrupado llenando las calles mientras observaban como el gran hechicero se posaba a la entrada del castillo. Algo terrible se cernió sobre ellos: Bummös tembló; Armö palideció a pesar de mantener una pose serena. Lecceo gruñó: sólo él había experimentado hacía muchos años como era estar ante el poder de uno de Los Seis. Incluso estando a más de un centenar de metros, la emanación de poder de Hibelón era capaz de hundir los corazones de cualquier hombre como aplastados por pesadas rocas. Era una aura terrible que se asentaba sobre una densa neblina espiritual capaz de atemorizar hasta a los más estoicos, excepto para aquellos que permanecían en el combate.

 Muchos eran los nombres que habían recibido Los Seis: los Trimiiarcos; los Grandes; los Heraldos de las Cenizas; los Caudillos Negros; los Rexus de la Hechicería. Algunos se atrevían a llamarlos como dioses. Trimiiarcos era la forma que fueron conocidos por la nobleza junto el grueso del ejército y del imperio: eran tres y tres, separados por la lengua en la que se pronunciaban sus nombres: Rompecráneos, Matatruenos y Cambiapieles; Acerán, Hibelón y Shekäm. Ellos, los seis más poderosos del mundo, eran el fuerte del imperio, tempestades andantes que podían provocar auténticos cataclismos. Y Lecceo los conocía a todos de primera mano.

 Conforme el tumulto de personas se iba colocando por los costados de la calle, el oyergos se percató de algo: Hibelón no se movía. Se quedó en una parte cercana a la puerta del castillo negro. Bufó. Lo que iba a hacer le iba a costar dignidad, y quizás se estaba jugando el cuello, pero no le importaba. Salió de entre la gente y caminó por la avenida. Armö, aún pálido, jadeó al ver a su maestro caminar directo hacia el Mago Del Viento. Avergonzado, lo siguió de cerca. Bummös lo imitó. Las miradas de los habitantes del Bastión empezaron a posarse sobre ellos: los únicos tres hombres en todo el blanco espacio que se había abierto en la calle para dar paso a Hibelón iban directo hacia él, como si fueran tres duxes listos para reclamar ordenes de la Reina.

 Lecceo se quedó quieto. Había llegado a un par de metros de la figura de Hibelón, quién le estaba dando la espalda. Alto como un roble, rozando los dos metros de estatura, de apariencia escuálida escondida bajo una capa desgastada que en antaño fue púrpura, ahora confundida con un gris con algunas manchas de color apagado; a su lado, había otro hombre, de apariencia señorial, ataviado en lujosas prendas de seda morada y joyas sobre su cuello. Era el maxentor del Bastión Blanco, el gobernante encargado de mantener en ligero orden la única ciudad del mundo sin criminales ni problemas. Lecceo se sentía atemorizado: cada vez que se acercaba más a Hibelón, más podía sentir la presión de su terrible poder. Aunque estuvo acostumbrado a caminar junto a ellos, el paso de las décadas había hostigado su corazón, volviéndolo blando como el de los hombres ordinarios.

El Mago Del Viento seguía charlando en voz baja junto al maxentor, discutiendo algún asunto relacionado con la reina. El gobernante era un hombre mayor de barba canosa y larga; su expresión se mantenía serena, aunque era evidente que en sus ojos había atisbos de miedo de estar ante uno de Los Seis. En eso, el gobernador habló en voz alta:

—Parece ser que uno de los oyergos quiere hablar con usted, Rexus.

Hibelón al escuchar estas palabras se enderezó. Giró sobre sí para observarlo, escondido bajo su capucha que cubría su rostro de la luz. Sus ojos, azules como el agua glacial, brillaban bajo la oscuridad.

 —Lecceo Sena —dijo con voz grave, aunque tranquilo—, ha pasado mucho tiempo.

 Lecceo tragó saliva.

 —¿Aún recuerdas quién soy?

 —Claro, ¿cómo olvidar a uno de los oyergos leales a… —bajó la voz y se inclinó con aires de complicidad—… Ha'Sag?

 Lecceo sintió como si algo extraño recorriera su cuerpo. Conocía que Hibelón era alguien tranquilo, pero no alguien con una familiaridad hacía los meros mortales, ni mucho menos la sutileza para pronunciar en voz baja el nombre prohibido por Ella. La voz del hechicero era casi armoniosa, sin la misma tosquedad orgullosa que tenían otros como Acerán.

 —¿Qué haces aquí, Hibelón? —reclamó el oyergos. Armö, quién se encontraba a un metro de distancia por detrás de su tutor, se encontraba pálido como un cadáver. Jamás creyó estar tan cerca de uno de Los Seis, ni tampoco que Lecceo pudiera mencionarlo por su nombre con la autoridad que le concedía el rango de oyergos.

 El Mago Del Viento se volvió a enderezar. Le sacaba más de dos cabezas de estatura al centurión. Estiró un dedo, señalando al capitán de los creerios quién, al momento, sintió como el alma se escapaba de su cuerpo.

 —Él es el capitán de los creerios, ¿no es así? Bummös Den.

 Lecceo miró por encima del hombro al aludido. Su miedo sobre Bagúm aumentó como una bola de nieve que había llegado a su máximo tamaño.

 —Sí, lo es —respondió el oyergos—. ¿Tiene algo que ver Ella?

 Hibelón guardó la mano y observó por unos segundos a los ojos al viejo centurión. Bajo su capucha, se podía ver una pequeña mueca a medio camino de la sorpresa y de la indiferencia.

 Asintió.

 —¿Y qué es lo que quiere la Reina? —preguntó Lecceo.

 Hibelón se mantuvo en silencio. Tras una larga pausa, se dirigió hacia el capitán y empezó a caminar. Bummös tembló. Lecceo sintió que el corazón se le apretaba: ¡debía hacer algo! ¿Pero qué? ¿Qué podía hacer contra uno de los grandes hechiceros? Sólo esperar. Esperar a que no sea algo terrible.

 Sin mediar una palabra, el gran hechicero pasó de largo al líder mercenario. ¿A dónde iría? Lecceo lo intuyó. Jadeó y empezó a trotar para alcanzar al hechicero. Armö no sabía que tenía que hacer, por pura inercia siguió a su tutor. Bummös los acompañó, con el cuerpo completamente sudoroso y a punto de sufrir un colapso del terror.

 Hibelón no preguntó. Ni alzó palabra. Se mantuvo en silencio mientras mantenía un paso lento; Lecceo no tuvo el coraje de preguntar; pero algo notó: el poder de Trimiiarco se había reducido. Él mismo había sellado parte de su magia para no estremecerlos más. Entonces el oyergos se preguntó: ¿cómo era posible que él, uno de los hechiceros más poderosos de la magia, el Rexus de los vientos, redujera voluntariamente su poder para no alterar a los demás? Era un acto demasiado amable para ser uno de Los Seis.

 En las campañas del Phadreas, Hibelón había sido implacable contra las huestes de Ha'Sag en las primeras semanas. Él hubiera muerto de no ser porque la magia de Rodaim los protegía. Los fuertes vientos que podía convocar eran tan feroces que derruían murallas a su paso. En la campaña de Koöm fue diferente: los había protegido a cada uno de los legionarios cada vez que tenía la oportunidad. Muchos pensaron que Hibelón se preocupaba por los soldados. Luego, en Ladmarás, había mantenido una relación cercana hacia ciertos oficiales y centuriones. Aunque Lecceo y él solo mantuvieron contadas conversaciones. El Mago Del Viento era un misterio. En las campañas de Arden fue capaz de sacrificar a una legión entera con tal de sepultar a una ciudad infestada de magos de alto nivel al derrumbar parte de una montaña sobre ella. Lecceo pensó que Hibelón sólo cuidaba a los legionarios que le servían, pero ¿y esto de ahora? Él, Armö y Bummös son un impedimento si desea llegar hasta Bagúm.

 Entonces, el capitán de los creerios, atormentado por la intriga, se atrevió a hablar en voz alta, aunque con temblor.

 —Estás buscando a Bagúm, ¿no?

 No recibió respuesta. Hibelón no se detuvo, ni tampoco hizo el amago de dirigirle la mirada. ¿Qué traía sobre las manos? ¿Qué es lo que buscaba específicamente?

 Hasta que de repente…

 —Lecceo —dijo Hibelón—, ¿ha ocurrido algo sobre las Puertas?

 Bummös arrugó la frente. ¿Las Puertas? Las Puertas…, un título que no conocía. ¿A qué se refería? Lecceo trastabilló en su respuesta.

 —Ni un solo movimiento. ¿Por qué? Durante más de cien años ese lugar no se ha movido ni siquiera el aire.

 —¿Qué son Las Puertas? —preguntó Bummös. Pero no recibió respuesta ni del hechicero ni de los centuriones.

 —Rexus, con todo el respeto que merece su gran eminencia —se atrevió a hablar Armö, temeroso de ser fulminado si le faltaba el respeto—, pero ¿qué puede traer la atención de uno de Los Seis como usted a este lugar? Durante toda mi vida no ha ocurrido ni un solo problema sobre Las Puertas.

 —Son ordenes de la misma Reina, centuriones. Algo llamó su atención.

 Lecceo tragó. Sus sospechas eran correctas. Entonces algo del pasado estaba relacionado con esto.

 —Esta mañana una magia terrible cayó sobre mí, Hibelón —comentó el oyergos—. Venía de Las Puertas.

 El Mago Del Viento se detuvo en seco. Giró lentamente su cabeza hasta posarse sobre la figura de Lecceo. Sólo sus ojos eran visibles.

 —¿Estás seguro?

 El tono de la pregunta infundió miedo sobre los corazones de los veteranos. Era como si Hibelón estuviera confundido.

 Lecceo asintió.

 —Sí. Era un malestar profundo, oscuro. Mucho más pesado que el poder de Acerán. Desapareció cuando pensé en Ella.

 El Mago no emitió ni un sonido. Ni una queja. Pero su silencio contaba más que mil palabras. Dio media vuelta y volvió a caminar. Su ritmo aumentó ligeramente. Para ese punto, habían avanzado por un gran tramo de la avenida y cruzado por otras calles. Y ahí, en mitad del camino, tres figuras se detuvieron en seco. Un pequeño mago, un gran mercenario, y un chico joven.

 Bummös se paralizó. Qué todos sus antepasados lo protegieran: ¡su peor miedo se volvió una realidad! ¿Ahora que haría?

 Chárcun, el pequeño hechicero, pareció enfriarse: no creía lo que veía. Su rostro se puso blanco y parecía que sus ojos estaban contemplando la misma muerte. Yuje gruñó, pero no con fuerza, sino con temor. El muchacho abrió los ojos al ver a Bummös a un lado de la figura misterioso. ¿Qué estaba pasando? Del gran hechicero sólo se podían distinguir dos orbes azules que brillaban en la oscuridad de su rostro.

 El hechicero escrutinio al muchacho con la mirada. El mundo parecía haber callado, silenciado por la simple presencia siniestra del Trimiiarco. Chárcun susurró:

—Bagúm, no te muevas.

El muchacho para ese punto estaba muerto del miedo. ¿Qué podía aterrorizar a sus tíos de esa manera? ¿Qué tenía que ver él en todo esto?

Hibelón se acercó. Paso tras paso, lento como una leve brisa que surca por los valles. Lecceo sentía que una presión distinta estaba dominando su cuerpo, como si estuviera cerca de presenciar una ejecución. Se atrevió a caminar hasta ponerse a su lado. El gran mago se detuvo a un metro del chico; inclinó el cuello y entrecerró los ojos. Su mirada parecía atravesar el alma de Bagúm.

 —Es…, raro.

 Lecceo arrugó la frente. Las palabras de Hibelón le dejaron una idea: ni él mismo sabía que era lo que había en el chico.

 —¿Raro?

 Hibelón volvió a enderezarse. Extendió el brazo y tocó la cabeza del chico; los mercenarios lo miraron atemorizados. Ni siquiera Chárcun se atrevió a mover un dedo. Bagúm gimió de espanto.

 Hibelón musitó. Apartó su mano del chico y observó al oyergos por encima del hombro.

 —Vengan conmigo.

 Dicho esto, tomó a Bagúm del brazo y lo jaló. Tanto el chico como el capitán jadearon. El muchacho, en contra de su voluntad, se vio forzado a caminar junto al Mago Del Viento. Los dos centuriones y los mercenarios lo siguieron con temor, como si fueran hienas asustadas arrastradas por una cadena invisible. ¿Qué podía ser todo esto? ¿Qué era lo que trataba de hacer el hechicero?

 —Esto no es nada bueno —murmuró Chárcun con un nudo en el estómago.

 Incluso con la magia de Hibelón reducida, la presión y el temor estaba consumiendo las entrañas de cada uno de ellos.

 —¡¿Qué vas a hacer con mi muchacho?! —reclamó Bummös.

 Hibelón no le respondió. Siguieron caminando a una prisa rápida, con Bagúm asustado: era prisionero de uno de los hombres más poderosos del mundo y él no lo sabía.

 —¡Respondeme! —exigió el capitán.

Pero el mago ni se inmutó.

 La caminata culminó al llegar hasta las grandes murallas de mármol. Ahí, Lecceo intuyó lo peor.

 Hibelón entró por la puerta de unas de las torres y, al llegar a la almena, acercó al muchacho al borde. Lecceo, Bummös, Yuje, Armö y Chárcun empezaron a rodear al mago, quién se encontraba mirando hacia el páramo negro.

 —Lecceo, ¿recuerdas cuándo fue la última vez que alguien entró a Las Puertas?

 El oyergos tragó.

 —No.

 Bagúm preguntó tiritando:

 —¿Qué es lo que quieres de mí?

 Hibelón giró la cabeza. Se fijó en el muchacho y suspiró. Regresó su mirada a las estepas negras dónde nada vivía. Por un momento, Lecceo creyó que Hibelón estaba mirando a alguien en ellas.

 Entonces, sin previo aviso, el gran hechicero sujetó a Bagúm de la nuca y lo colgó sobre el vacío.

 —¡¿Qué estás haciendo?! —gritó Bummös. Intentó correr hacia el mago, pero una fuerza invisible lo mantuvo estático, sin posibilidad de moverse: hechicería, y poderosa. Chárcun miraba con pavor como su ahijado estaba a punto de ser arrojado por las murallas. Yuje se encontraba incrédulo, impotente de moverse.

 Lecceó trastabilló. Estaba aturdido, como fuera de sí. ¿Qué era lo que estaba por hacer Hibelón? ¿Qué era todo esto?

 —¡Ni se te ocurra soltarlo! —volvió a bramar el capitán de los creerios.

 Hibelón mantenía su vista no sobre el muchacho, sino sobre el suelo negro, pegado a las murallas blancas que separaban la muerte del mundo. Bagúm estaba sollozando; suplicaba por su vida en apenas unos murmullos de miedo.

 Bummös no tenía idea de qué hacer. Sus músculos no le obedecían. No podía hacer nada para detener al Mago; Bagúm, un hijo para él estaba a punto de ser asesinado ante sus ojos, y sabía que jamás podría cometer justicia.

 Entonces, soltó el cuello del muchacho.

 —¡No! —gritó Bummös.

 Bagúm cayó. Lecceo tragó aire. Corrió hacia la almena al igual que Yuje, chocando con las piedras blancas para mirar la caída. Chárcun no podía hacer nada: su magia no podía salvar al muchacho.

 Pero algo sucedió en las tierras negras. Un leve movimiento, un pequeño crujido imperceptible para cualquier ojo y oído, sucedió. Los ojos del Mago se clavaron como dagas en la distancia, observando el punto exacto dónde ocurrió.

—Bien —murmuró.

Movió una mano y una ráfaga de viento sostuvo a Bagúm antes de estrellarse contra el suelo. Se sintió ligero como una pluma y lentamente la corriente de aire lo regresó hacia las almenas. Bummös finalmente se liberó del hechizo y corrió. Abrazó a su muchacho mientras las lágrimas salían de sus ojos. Lecceo, a medio camino de la incredulidad y de la ira, miró a Hibelón estupefacto.

 —¡¿Qué demonios fue eso?!

 El Mago Del Viento viró.

—Tengo que ir a avisar a la Reina.

El Rexus caminó hacia la entrada de la torre. Lecceo, sorprendido y temeroso, lo siguió. Armö, estupefacto, se mantuvo mirando hacia las almenas, allá dónde había arrojado al muchacho hace unos momentos. Yuje se había quedado postrado con las manos sobre las piedras frías de mármol, mirando hacia el suelo: no había tenido el coraje para detener al mago.

 —¡Respondeme, Hibelón! —reclamó Lecceo al tiempo que bajaba las escaleras.

 —La Reina estaba en lo cierto —dijo el Trimiiarco después de salir a las calles de la ciudad.

 —¿Qué? ¿Estar en lo cierto en qué?

 —No puedo explicártelo ahora. Tengo que ir a ver a la Reina.

 El Mago se detuvo. Miró a los ojos a Lecceo. Por primera vez, el oyergos creyó ver un toque de tristeza en los ojos brillantes de Hibelón.

 —Sé bien, Lecceo, que sólo es un niño. —Lecceo no lo creyó: ¿había oído hablar con pesar a uno de los más grandes hechiceros del mundo?—. Pero volveré en unos días. Cuando vuelva, podré explicarte unas cosas.

 Lecceo se detuvo. No, era imposible que Hibelón mostrase algo de amabilidad hacia él. ¿Qué clase de broma cruel era esta? ¿Acaso un engaño maestro para confundirlo?

 Pero no lo siguió. Hibelón desapareció por las calles. Pronto usaría su magia para volar hasta el Palacio de Las Rosas y hablar con la Reina. Los músculos del centurión lentamente se calmaron. Regresó hacia las murallas. El grupo de mercenarios rodeaban a Bagúm; Bummös lo sostenía del hombro.

 —Bummös, tenemos que hablar —dijo el oyergos.

 El rostro del capitán estaba blanco como el de un muerto. Asintió lentamente. Luego suspiró.

 —Se acaba de ir, ¿no?

 —Pero volverá. —Miró al chico; se mantuvo en silencio por unos instantes, como midiendo la gravedad de la situación; iba a hacer algo tan oscuro como sus viejas campañas. La magia nunca actuaba sin motivo—. Hay algo en ese muchacho que llamó la atención de la Reina. Algo poderoso.