En una metrópolis corrupta y sombría, donde las luces destellaban como llamas en la noche y las sombras se devoraban los callejones, vivía un joven llamado Álex. Apenas contaba con doce años de edad, pero su rostro ya estaba marcado por las penurias y las vicisitudes que la vida le había arrojado sin piedad. Su madre, Luisa, una figura fantasmal envuelta en el humo del vicio, apenas podía distinguir la realidad de la neblina de su propia adicción. Descuidaba a su hijo, dejándolo a merced de las calles y de las garras de la miseria. Álex, sin embargo, no se rendía ante la oscuridad que lo rodeaba, pensó que algún día encontraría una luz que lo guiara a través del laberinto de la desesperación. Pero en esa jungla de asfalto y concreto, donde la ley del más fuerte reinaba sin clemencia, la luz era tan esquiva como una estrella fugaz. Un día fatídico, cuando el hambre arañaba sus entrañas y la desesperación le nublaba la mente, Álex se topó con una banda, una de las más grandes y peligrosas de la ciudad. Su madre le debía dinero, así que él intentó negociar coon los miembros de la pandilla, pero seria estúpido pensar que escucharían a un niño, eran depredadores que olfateaban la debilidad como tiburones en busca de sangre. La pandilla vio en Álex una pieza útil para sus trabajos, así, fue como se convirtió en el engranaje más pequeño de una maquinaria de crimen y desesperación, realizando tareas de todo tipo para sus nuevos amos: desde actuar como vigía en los callejones más oscuros mientras abusaban de personas o otras cosas que prefería no recordar... Al pasar de los años, creyó que, de alguna manera retorcida, finalmente había encontrado un lugar donde pertenecer, donde ser alguien más que un fantasma perdido en la niebla de la indiferencia. Pero en las entrañas del inframundo urbano, donde los corazones eran tan negros como el alquitrán que cubría las calles, la lealtad era tan frágil como una telaraña en la tormenta. Los líderes de la pandilla, envueltos en sus propias adicciones y delirios de grandeza, se volvieron cada vez más violentos y caprichosos en su trono de sangre y cenizas. Fue en una noche donde la luna se escondía detrás de las nubes, y el eco de los disparos retumbaba en los callejones como el rugido de una bestia hambrienta, cuando el destino de Álex dio un giro fatal. La pandilla se vio envuelta en una guerra territorial con un rival aún más despiadado, donde las balas zumbaban como abejas furiosas y el acero destellaba como relámpagos en la oscuridad. En medio del caos y la carnicería, un error inocente cometido por Álex fue suficiente para despertar la ira de uno de los líderes de la pandilla. Con ojos inyectados en sangre y una sonrisa retorcida en los labios, el líder acusó al joven de traición y desató su furia en el, apuñalandolo con un cuchillo. El filo del acero cortó el aire con una canción macabra mientras se hundía una y otra vez en la carne de Álex, llevándolo al umbral de la muerte en un baile grotesco de dolor y desesperación.
El dolor se apoderaba de cada fibra de su ser mientras el acero penetraba su piel, su sangre fluía en un torrente carmesí, mezclándose con el sucio pavimento que se volvía un lienzo macabro bajo mi cuerpo indefenso. Mis labios apenas articulaban un débil ruego, ahogado por el eco sordo de la violencia que rugía a mi alrededor. —No... por favor —supliqué con voz quebrada, mientras las lágrimas se mezclaban con la sangre en mi rostro. En ese instante de agonía, mientras mi existencia se deslizaba hacia el abismo, el velo de la vida se desgarraba ante mis ojos, revelando la cruda verdad que yacía en el fondo del abismo de mi desesperación. No había justicia en este mundo despiadado, donde los inocentes eran pisoteados y los débiles eran devorados por las sombras que acechaban en los callejones. Todo lo que había buscado era un destello de amor y compasión, una mano que me levantara del abismo en el que me había sumido el destino. Pero el universo, indiferente a mis súplicas, se negaba a concederme ese consuelo tan ansiado. Mientras el frío acero me robaba el aliento y mis fuerzas se desvanecían como arena entre los dedos, el mundo parecía detenerse a mi alrededor, como si el universo mismo contuviera la respiración en espera de mi último suspiro. Los disparos retumbaban como truenos en la noche, las maldiciones se mezclaban con el gemido de los moribundos, pero nadie se acercaba a tenderte una mano, a ofrecerte un rayo de esperanza en medio del caos. La ira ardía en mi pecho como una hoguera infernal, alimentada por la injusticia de mi destino, por la crueldad de un mundo que me había arrojado a las fauces de la desesperación desde el mismo momento en que abrí los ojos a la vida. ¿Por qué yo? ¿Por qué debía soportar el peso de tantas desdichas en mis cortos años de existencia? Las preguntas sin respuesta se arremolinaban en mi mente, aguijoneando mi espíritu con una amargura que amenazaba con consumirme por completo. Y en medio de esa vorágine de emociones desbordantes, me aferraba a la última chispa de consciencia como un náufrago a la deriva se aferra a un tronco en medio de la tormenta. Mis sueños, mis esperanzas, mis anhelos de una vida mejor se desvanecían como sombras en la noche, dejando tras de sí un vacío desolador que amenazaba con engullirme por completo. La oscuridad se cernía sobre mí como un manto funesto, envolviéndome en su abrazo gélido mientras me sumía en el abismo sin fondo de la muerte. Y en esos últimos momentos, mientras la vida se desvanecía como una llama vacilante en la tormenta, solo podía lamentar las oportunidades perdidas, los sueños rotos y la crueldad insondable de un destino que había sellado mi destino mucho antes de que yo pudiera siquiera comprenderlo.
El dolor se convirtió en mi único compañero mientras mi cuerpo se debatía en la danza macabra de la muerte. Cada fibra de mi ser clamaba por un respiro de alivio, mientras la vida se deslizaba entre mis dedos como arena escapando de un puño cerrado. Mis pulmones ardían como brasas encendidas, cada inhalación una tortura que me arrancaba un gemido de agonía. El mundo se desvanecía a mi alrededor, sumergiéndome en un abismo de oscuridad y sufrimiento del cual no había escapatoria. En medio de esa vorágine de tormento, mi mente se aferraba a los últimos recuerdos como a tablas en medio de la tempestad. Mi madre, un eco lejano en el laberinto de mis pensamientos atormentados, ocupaba un lugar central en mis últimas reflexiones. ¿Habría sentido su ausencia? ¿Se detendría un instante en su espiral descendente de adicciones para lamentar la pérdida de su hijo? La amarga verdad se abría paso en mi conciencia como una daga envenenada: siempre había sido una presencia fantasmal en su mundo, eclipsado por las sombras de sus propios demonios. La imagen de su rostro, distorsionado por las sombras del pasado, se deslizaba entre los pliegues de mi memoria, una figura ausente en un paisaje de desolación emocional. Había buscado su amor y su atención durante años, como un náufrago buscando un faro en medio de la tormenta, pero solo había encontrado indiferencia y abandono a cambio. Ahora, en el umbral de la muerte, me preguntaba si alguna vez había significado algo para ella, si mi partida siquiera causaría una grieta en la armadura de su indiferencia. Y mientras la oscuridad devoraba mis pensamientos y la vida se desvanecía como una vela consumida por el viento, una última pregunta se insinuaba en mi mente moribunda: ¿quién recordaría mi nombre una vez que mi cuerpo yaciera bajo la fría tierra de un mundo indiferente? ¿Acaso alguna vez había dejado una huella lo suficientemente profunda en el tejido del universo como para ser recordado más allá de las sombras del olvido?
Mis párpados pesaban como plomo, cada parpadeo un esfuerzo titánico en medio de la oscuridad que se cernía sobre mí. Mientras me dejaba llevar por la dulce promesa del olvido, una presencia ominosa se materializó ante mí, como una sombra surgida de los abismos más profundos de la noche. Su figura se erguía imponente sobre mí, proyectando un aura de malevolencia que envolvía el callejón en un manto de terror. Los ojos de la criatura resplandecían con una luz infernal, destellando con la promesa de tormentos insondables y horrores indescriptibles. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando su presencia se hizo palpable, envolviéndome en una telaraña de puro pavor. Con un gemido ahogado, me vi paralizado ante la visión de este ser que parecía haber emergido de las pesadillas más oscuras de la humanidad. El grito desgarrador se escapó de mis labios, un último estertor de desesperación en medio del caos que aún reinaba en los callejones desolados. — ¡Nooo!— imploré, mi voz un eco débil en el clamor de la noche. — ¡Por favor, déjame en paz!—rogué con la voz quebrada por el terror que me asfixiaba. Pero mis súplicas cayeron en oídos sordos, ahogadas por la risa cruel que resonaba en el aire como el eco de la propia condenación. La criatura se inclinó sobre mí con un gesto de puro desprecio, sus garras afiladas brillando a la luz de la luna como cuchillas en la penumbra. Con un movimiento ágil y cruel, la criatura me tomó en su abrazo, su fuerza sobrenatural aplastando mi débil resistencia como un insecto bajo un zapato. El suelo tembló bajo nuestros pies, como si la tierra misma protestara ante la presencia de esta entidad abominable. —No... ¡por favor no! ¡no me lleves! —supliqué con un hilo de voz, mis dedos arañando el vacío en un intento desesperado por aferrarme a la vida. Pero era inútil. Mis esfuerzos fueron en vano, como el último suspiro de un moribundo en medio de la tormenta. La criatura me arrastró hacia el abismo de la oscuridad, cada paso resonando como el latido de un corazón en la noche. Y mientras me alejaba de la luz y el calor del mundo que había conocido, supe en lo más profundo de mi ser que no había escapatoria de este destino cruel y retorcido que se extendía ante mí como un abismo sin fondo.
El silencio que siguió al tumulto de la violencia era más ensordecedor que el estruendo de los disparos y los gritos que lo precedieron. En ese vacío sepulcral, donde el eco de la muerte aún resonaba en las paredes de los callejones, solo quedaba la pesada respiración que escapaba de mis pulmones como un susurro ahogado en la noche. El frío se filtraba en mis huesos, envolviéndome en un abrazo gélido que parecía arrastrarme hacia las profundidades de la desesperación. La sensación de desamparo me envolvió como una mortaja, asfixiándome con su abrazo implacable. En medio de la oscuridad y la desolación, comprendí con una claridad desgarradora que no habría salvación para mí, ningún héroe vendría a rescatarme de las fauces de este horror que me acechaba en las sombras. Estaba solo, irremediablemente solo, abandonado a mi suerte en un mundo que había perdido toda compasión y empatía mucho tiempo atrás. El terror me inundó como una marea furiosa cuando sentí cómo mi cuerpo era arrastrado hacia el abismo por la mano fría y implacable que me sujetaba con fuerza. Mis gritos se perdieron en el vacío, ahogados por la certeza de que no había escapatoria, que estaba condenado a padecer los tormentos de esta entidad malévola por toda la eternidad. Mis pulmones se abrasaban por la falta de aire, mi corazón martillaba en mi pecho como un tambor enloquecido, y aún así, la mano que me sostenía no mostraba piedad alguna ante mis lamentables súplicas. En ese momento de desesperación absoluta, supe con una certeza sombría que este era mi destino final, que mi alma sería consumida por las llamas del tormento eterno en las fauces de esta criatura sin rostro y sin alma.
La caída a través del abismo sin fin era como un descenso a los infiernos mismos, cada segundo marcado por la certeza implacable de que el abismo de la oscuridad eterna me engulliría sin piedad. Pero justo cuando creí que había alcanzado el límite de mi desesperación, cuando la oscuridad amenazaba con devorarme por completo, algo extraordinario sucedió. Una chispa de vida se encendió dentro de mí, una llama titilante en medio del abismo de la desesperación. El dolor que me había consumido durante tanto tiempo se desvaneció ligeramente, cediendo paso a una sensación extraña y desconocida: un calor que se extendía desde el núcleo de mi ser y se irradiaba por cada fibra de mi cuerpo. Pero este respiro de alivio fue efímero, pronto eclipsado por la agónica realidad de lo que me esperaba. La oscuridad seguía avanzando, devorándome lentamente, cada momento una tortura interminable de sufrimiento y desesperación. Y entonces, como si la misma realidad se retorciera y se distorsionara a mi alrededor, comencé a experimentar una serie de sensaciones que desafiaban toda lógica y razón. Mi cuerpo se retorcía y se estiraba en formas que nunca antes había experimentado, cada movimiento una danza grotesca de agonía y tormento. El dolor, lejos de desaparecer, se intensificaba con cada segundo que pasaba, enviando ondas de choque abrasadoras a través de mis nervios y haciéndome gritar en una agonía insoportable. Cada tirón y estiramiento parecía desgarrar mi carne y aplastar mis huesos, como si estuviera siendo sometido a una tortura impía diseñada para arrancar mi alma de mi cuerpo. Y en medio de este torbellino de sufrimiento, una sola certeza se aferraba a mi mente atormentada: que esta tortura sin fin sería mi destino por toda la eternidad, condenado a sufrir en las garras de la oscuridad sin fin.
El resplandor abrasador de la luz me cegó al salir del oscuro abismo, forzando a mis ojos a entrecerrarse y a mis lágrimas a fluir sin restricción. Intenté gritar, esperando que mi voz estallara en un alarido de angustia, pero en lugar de eso, solo un gemido débil y patético escapó de mis labios. Yacía sin fuerzas sobre una superficie suave y cálida, sintiendo el roce de manos suaves que me exploraban con delicadeza, como si temieran dañarme con el más mínimo contacto. Me sacudí y grité ante la sensación de esas manos, el miedo ardiendo en mis venas como un fuego voraz. Pero las manos persistieron en su tarea, manipulando mi pequeño cuerpo con una firmeza que me dejaba sin aliento. Sin embargo, de repente, una sensación de calidez me envolvió, apaciguando mis movimientos frenéticos y calmándome con su dulce caricia. Un aroma familiar llegó a mis fosas nasales, una mezcla embriagadora de rosas y lavanda, impregnada con un matiz terroso y reconfortante. Escuché la voz de una mujer mayor, su tono cargado de emoción y asombro mientras me examinaba con reverencia. — Es hermoso, mi lady— murmuró la voz, y sentí cómo me levantaban suavemente y me envolvían con algo cálido y reconfortante. — Quiero verlo—, pronunció una voz débil pero melodiosa, llena de amor y expectación. La mujer mayor asintió con solemnidad, prometiendo satisfacer la petición con prontitud. — Asegúrate de que primero se dé un buen baño y se ponga ropa limpia—, ordenó con autoridad, y pronto me encontré sumergido en el dulce consuelo de un baño tibio y el roce suave de telas limpias sobre mi piel. Cuando regresé a la sensación de ser cargado en brazos amorosos, sentí cómo alguien extendía los brazos y me acogía con ternura.
La voz suave y tierna de mi madre resonó en mis oídos, envolviéndome en un aura de amor y protección mientras me acunaba con delicadeza en sus brazos. Cada palabra que pronunciaba era como una caricia para mi alma, un bálsamo reconfortante que disipaba las sombras de la confusión y el miedo que habían atormentado mis pensamientos. Sentí su aliento cálido rozar mi piel mientras me susurraba palabras de bienvenida y amor. Sus labios suaves y cálidos encontraron mi frente en un beso lleno de ternura, dejando una sensación reconfortante en su estela. Me estremecí ligeramente ante el contacto, pero no de miedo, sino de una emoción indescriptible que brotaba en lo más profundo de mi ser. Su voz, melodiosa y serena, me aseguraba que había llegado a un lugar donde sería amado y protegido. — Bienvenido a nuestra familia, Iván —susurró con amor, pronunciando mi nombre con un cariño que nunca había conocido antes. Sus palabras resonaron en mi corazón, llenándome de una sensación de pertenencia y seguridad que nunca había experimentado. Saber que era parte de algo más grande, parte de una familia que me aceptaba con los brazos abiertos, me llenaba de una alegría indescriptible. La confusión que me había envuelto comenzó a desvanecerse lentamente, reemplazada por una sensación de calma y serenidad que se extendía por todo mi ser. Las palabras amorosas de mi madre actuaban como un bálsamo para mi alma herida, sanando las cicatrices invisibles que habían marcado mi pasado tumultuoso. Poco a poco, abrí los ojos y me encontré inmerso en una habitación que parecía sacada de un sueño. La luz suave de las velas y la luz lunar se filtraba a través de las finas cortinas, pintando la habitación con tonos dorados y plateados que bailaban en las paredes. El aroma embriagador de lavanda y rosas impregnaba el aire, envolviéndome en su abrazo reconfortante. Mis ojos vagaron por la lujosa habitación, admirando los muebles opulentos y las ricas telas que adornaban cada rincón. Una gran cama, cubierta con sábanas suaves y blancas, ocupaba el centro de la habitación, invitándome a descansar y encontrar paz en su regazo. Me sentí abrazado por la calidez y la elegancia que emanaba de cada detalle, como si estuviera envuelto en un sueño de ensueño del que no quería despertar. Y en medio de esta escena de belleza y tranquilidad, estaba mi madre, con sus ojos azules brillando con lágrimas de alegría y amor. Sus brazos me rodeaban con fuerza, transmitiéndome un amor que trascendía las palabras. Su rostro irradiaba una serenidad y una belleza que me dejaba sin aliento, y su sonrisa iluminaba la habitación con su resplandor. Pero no estaba sola. A su alrededor, vi a otras figuras que me observaban con ojos llenos de afecto y cariño. Una mujer de aspecto mayor, con una mirada compasiva, estaba a su lado, junto con varias mujeres más vestidas con sencillos atuendos blancos. Algunas de ellas también tenían manchas de sangre en sus vestidos, pero eso no disminuía el tranquilo ambiente.