En una metrópolis corrupta y sombría, donde las luces destellaban como llamas en la noche y las sombras se devoraban los callejones, vivía un joven llamado Álex. Apenas contaba con quince años de edad, pero su rostro ya estaba marcado por las penurias y las vicisitudes que la vida le había arrojado sin piedad. Su piel, antes suave y limpia como la de cualquier niño, ahora estaba curtida por el viento frío y la mugre de las calles. Sus ojos, hundidos y vigilantes, reflejaban el peso de una infancia robada.
Su madre, Luisa, una figura fantasmal envuelta en el humo del vicio, apenas podía distinguir la realidad de la neblina de su propia adicción. Sus días transcurrían en un ciclo interminable de delirio y vacío, consumida por sustancias que la reducían a una carcasa apenas consciente de su existencia. A veces hablaba con Álex, con voz pastosa y sin coherencia, apenas recordando su nombre. Otras veces ni siquiera lo miraba, como si su propia carne y sangre fuera solo una sombra más entre las tantas que infestaban su pequeño y desordenado departamento.
El niño, sin embargo, no se rendía ante la oscuridad que lo rodeaba. Pensaba, con la esperanza testaruda de los que no tienen otra opción, que algún día encontraría una luz que lo guiara a través del laberinto de la desesperación. Pero en esa jungla de asfalto y concreto, donde la ley del más fuerte reinaba sin clemencia, la luz era tan esquiva como una estrella fugaz.
La miseria era una bestia que lo devoraba poco a poco. El hambre lo carcomía desde adentro, un dolor sordo y constante que se volvía insoportable con los días en que la comida escaseaba más de lo habitual. Aprendió a rebuscar entre la basura, a mendigar en las esquinas con una mirada que intentaba despertar compasión, pero que solo recibía desdén y asco. Y cuando la desesperación le nublaba la mente y su estómago rugía con un vacío insoportable, Álex se vio obligado a robar.
Fue un día fatídico, cuando la lluvia caía sobre la ciudad como un velo lúgubre, que su vida cambió para siempre. Con las ropas empapadas y los labios temblorosos, se aventuró en un barrio donde incluso la policía evitaba entrar. Allí, en un callejón donde la luz de las farolas apenas arañaba la oscuridad, se topó con una banda. Eran una de las pandillas más grandes y peligrosas de la ciudad. Vestían ropas oscuras, sus cuerpos adornados con tatuajes de símbolos crípticos que anunciaban muerte y violencia. Sus ojos eran como los de los depredadores: fríos, calculadores, siempre en busca de la más mínima señal de debilidad.
Su madre les debía dinero. No era una deuda pequeña, sino una cifra que jamás podría pagar, ni aunque vendiera lo poco que le quedaba de dignidad. Álex, en su ingenuidad, intentó negociar. Quiso convencerlos de que le dieran tiempo, de que le permitieran conseguir lo necesario para saldar la deuda. Pero era estúpido pensar que escucharían a un niño.
Los hombres rieron, carcajadas graves que resonaron en la penumbra como un coro de hienas. Uno de ellos, un tipo con una cicatriz que le cruzaba el rostro de la frente a la barbilla, lo tomó del cuello de la camisa y lo levantó sin esfuerzo.
—Tienes agallas, escuincle —dijo con un tono burlón—. Pero las agallas no valen nada si no tienes con qué pagar.
Lo arrojó al suelo con violencia. El impacto hizo que Álex sintiera como si su espalda se partiera en dos, pero no gritó. Sabía que mostrar debilidad era invitar a algo peor.
La pandilla vio en él una oportunidad. No un igual, ni siquiera un miembro, sino un engranaje más en su maquinaria de violencia. Le ofrecieron una única alternativa: trabajar para ellos o ver cómo su madre desaparecía en la nada.
Así fue como Álex se convirtió en su perro callejero, en el niño de los recados, en el vigía de los callejones donde ocurrían cosas que prefería no recordar. Aprendió a no hacer preguntas, a no mirar demasiado tiempo, a no reaccionar cuando los gritos de auxilio se apagaban entre las sombras.
Los años pasaron, y con ellos, Álex se volvió parte del paisaje decadente de la ciudad. Aprendió el lenguaje de la calle, el código de la supervivencia. Creyó que, de alguna manera retorcida, finalmente había encontrado un lugar donde pertenecer, donde ser alguien más que un fantasma perdido en la neblina de la indiferencia. Pero en las entrañas del inframundo urbano, donde los corazones eran tan negros como el alquitrán que cubría las calles, la lealtad era tan frágil como una telaraña en la tormenta.
Los líderes de la pandilla, envueltos en sus propias adicciones y delirios de grandeza, se volvieron cada vez más violentos y caprichosos en su falso trono de sangre y cenizas. Álex, ahora un adolescente de mirada afilada y manos endurecidas por la vida, entendió demasiado tarde que no había salida.
La noche en que todo se derrumbó, la luna se escondía detrás de las nubes, y el eco de los disparos retumbaba en los callejones como el rugido de una bestia hambrienta. La pandilla se vio envuelta en una guerra territorial con un rival aún más despiadado, donde las balas zumbaban como abejas furiosas y el acero destellaba como relámpagos en la oscuridad.
En medio del caos y la carnicería, un error inocente cometido por Álex fue suficiente para sellar su destino. No fue nada grave, un simple descuido, una palabra dicha en el momento equivocado, un paso en falso en el campo de batalla de la paranoia. Pero en un mundo donde el perdón no existía, un error era lo mismo que una sentencia de muerte.
Uno de los líderes, un hombre de ojos inyectados en sangre y una sonrisa retorcida en los labios, lo señaló con el dedo.
—Traidor —escupió la palabra como si fuera veneno.
Álex no tuvo tiempo de reaccionar. Sintió el primer golpe en el estómago, seco y brutal, sacándole el aire. Luego, el brillo del cuchillo se reflejó en sus ojos justo antes de que el filo se hundiera en su abdomen.
El dolor fue un relámpago ardiente que le recorrió el cuerpo entero. Trató de respirar, pero solo consiguió ahogarse con su propia sangre. El cuchillo entró una vez más. Y otra. Y otra. Cada puñalada era un latigazo de fuego, una burla cruel de la vida que nunca le mostró misericordia.
Cayó al suelo con un impacto seco, su cuerpo rebotando débilmente contra el pavimento frío y áspero. Su visión se nublaba, parpadeando entre la realidad y el abismo oscuro que lo reclamaba con garras invisibles. Un sabor metálico impregnaba su boca, denso y espeso, llenándola con la esencia misma de su propia sangre. La sentía caliente y pegajosa deslizándose por su mentón, empapando la piel pálida y sucia de su rostro, mezclándose con el polvo y la mugre de la calle como si la tierra misma intentara devorarlo.
El pavimento debajo de él era un lienzo de inmundicia y sangre, su propia sangre, que manaba en un flujo constante de su abdomen perforado. Intentó mover los dedos, pero su cuerpo no le respondía más que con un temblor casi imperceptible. En un esfuerzo patético, su voz se quebró en un murmullo ahogado por la violencia que rugía a su alrededor.
—No... por favor... —susurró con labios agrietados, apenas articulando la súplica, una súplica que sabía que no sería escuchada.
Sus ojos, cargados de lágrimas que ardían como fuego en su piel herida, se alzaron con la esperanza absurda de encontrar una mirada compasiva, pero todo lo que vio fue el reflejo de la indiferencia y la brutalidad que dominaban ese mundo. Nadie se detenía, nadie extendía una mano. Era solo un cuerpo más en las entrañas de la ciudad, otro desecho en la interminable cadena de violencia que se repetía cada noche en las sombras de los callejones olvidados.
Las luces de neón parpadeaban sobre su cuerpo agonizante, tintineando con frialdad artificial, proyectando sombras distorsionadas en las paredes ruinosas. Cada sonido se fundía en una sinfonía caótica de disparos lejanos, gritos de dolor y el murmullo incesante de la ciudad que nunca dormía. Los pasos apresurados resonaban a lo lejos, las figuras se deslizaban entre la bruma y el humo de la noche, pero nadie se detenía, nadie reparaba en él.
El acero aún estaba en su carne, un recordatorio cruel de su fragilidad, de su absoluta insignificancia en ese infierno de concreto y sangre. Sus párpados temblaron cuando una punzada de agonía recorrió su cuerpo, un dolor ardiente y despiadado que se extendía desde la herida abierta en su abdomen hasta cada nervio de su ser. Intentó respirar, pero el aire se le escapaba, cada bocanada se sentía más superficial, más desesperada, como si el propio mundo se burlara de su lucha inútil por aferrarse a la vida.
Las sombras parecían acercarse, estirándose como dedos esqueléticos listos para arrastrarlo al abismo. Un escalofrío reptó por su columna cuando la comprensión final lo golpeó con la fuerza de una tormenta. No había justicia. Nunca la hubo. Los débiles eran devorados, los inocentes eran aplastados sin misericordia. Sus esperanzas, sus sueños de un futuro mejor, se desmoronaban en un instante, desvaneciéndose como cenizas en el viento.
¿Por qué?
¿Por qué él?
Las preguntas se agolpaban en su mente, pero las respuestas jamás llegaron. Todo lo que había hecho, todo lo que había soportado, todo por lo que había luchado… no importaba. Había sido un peón insignificante en un juego despiadado, una pieza prescindible en un tablero manchado de sangre.
Su cuerpo tembló en un último espasmo de resistencia. Las sombras bailaban ante sus ojos como espectros burlones, riéndose de su miseria. Un susurro apenas audible escapó de sus labios temblorosos, un último pensamiento perdido en la inmensidad de la noche:
—No quiero morir...
Pero el universo no respondió.
El mundo no se detuvo.
Cayó al suelo, su visión nublándose, el sabor del hierro llenando su boca en un regusto metálico y amargo que se adhería a su lengua como una maldición. Su sangre fluía en un torrente carmesí, mezclándose con la mugre y la suciedad del pavimento, convirtiéndolo en un lienzo grotesco de muerte y desesperación. El frío de la noche se filtraba a través de su piel, pero el ardor lacerante de sus heridas hacía que cada respiración fuera un tormento. Su pecho subía y bajaba con dificultad, como si el aire mismo se negara a llenar sus pulmones, y cada intento de moverse era respondido con una punzada de dolor que le recordaba su fragilidad, su insignificancia ante la inmensidad cruel del destino.
Las luces de neón titilaban sobre él, proyectando sombras alargadas y distorsionadas que parecían reírse de su miseria. Mientras sus ojos se esforzaban en enfocar la realidad, su mente se hundía en la espiral de pensamientos fragmentados que se desmoronaban entre el pánico y la resignación. Sus labios apenas lograron articular un débil ruego, una súplica ahogada por el estruendo distante de la violencia que aún rugía en las calles.
—No... por favor… —balbuceó con voz quebrada, sintiendo cómo sus propias lágrimas se mezclaban con la sangre que corría por su rostro.
La noche no le respondió. Ni el universo ni los dioses ni los hombres parecían dispuestos a escuchar sus súplicas. El mundo continuaba girando con su cruel indiferencia, como si su existencia nunca hubiera significado nada, como si su sufrimiento fuera solo una nota disonante en una sinfonía de dolor perpetuo.
La injusticia de su destino ardía en su pecho como una llama agonizante. Había pasado su vida buscando algo que nunca encontró: un atisbo de amor, un destello de compasión, un momento de paz en medio del caos. Pero el mundo le negó todo. Y ahora, en el umbral de la muerte, solo le quedaba la amarga certeza de que no había sido más que una víctima en un juego diseñado para aplastar a los débiles.
El sonido de disparos aún resonaba en la distancia, intercalado con gritos de agonía y maldiciones que se perdían en la inmensidad de la ciudad. Nadie se acercó a ayudarlo. Nadie siquiera lo miró. La vida seguía su curso, implacable y despiadada.
Su cuerpo temblaba, no solo por el dolor, sino por la furia contenida, por la impotencia de saberse derrotado antes incluso de haber tenido una oportunidad. ¿Por qué él? ¿Por qué debía ser él quien muriera en ese callejón olvidado? Su mente se inundó de preguntas sin respuesta, de recuerdos rotos que se arremolinaban como sombras burlonas. Quiso gritar, pero su voz se ahogó en su propia sangre. Quiso moverse, pero su cuerpo ya no respondía.
Y entonces lo vio.
Una sombra se alzó ante él, oscura y ominosa, una presencia que parecía devorar la poca luz que aún se atrevía a acariciar su cuerpo moribundo. No tenía rostro, pero sus ojos eran un par de brasas ardientes en la negrura de la noche, dos esferas incandescentes que lo observaban con una intensidad que le erizó la piel.
El tiempo pareció detenerse.
El viento dejó de soplar.
El mundo entero se silenció ante la presencia de aquella entidad.
La criatura dio un paso adelante, y cada movimiento suyo parecía arrastrar consigo un susurro de condenación, un eco de muerte que vibraba en el aire. No hablaba, pero su sola existencia transmitía un mensaje claro y aterrador: había venido por él.
—No… —intentó murmurar, pero su propia voz le sonó ajena, lejana, como si ya no le perteneciera.
La sombra se inclinó sobre su cuerpo con una lentitud que solo incrementaba el horror. Sus garras, largas y afiladas, brillaban con un resplandor espectral bajo la tenue luz de la luna. No era humano. No era algo que pudiera comprenderse con la lógica. Era un ser salido de las pesadillas más profundas, una abominación que no pertenecía a este mundo.
Cuando la garra rozó su piel, el frío fue absoluto. No se parecía a nada que hubiera sentido antes. No era solo el frío de la noche o el de la muerte acercándose. Era un frío que calaba hasta los huesos, que robaba algo más que su calor, que le arrancaba su esencia misma, su ser, su existencia.
Quiso gritar, pero su garganta estaba rota.
Quiso correr, pero sus piernas ya no le respondían.
La sombra lo tomó con facilidad, como si su cuerpo no pesara más que una pluma, con la indiferencia de un titiritero que recoge una marioneta rota. Los dedos de aquella entidad—largos, huesudos y antinaturalmente fríos—se cerraron alrededor de su torso, apretando con una fuerza que no correspondía a su apariencia. No hubo resistencia posible. No hubo oportunidad de lucha. Lo levantó del suelo con la misma facilidad con la que un dios separaría la luz de la oscuridad, y en ese instante, el mundo dejó de tener sentido.
La realidad misma se estremeció. Las luces parpadearon y se distorsionaron como si fueran reflejos en un lago agitado. Las sombras se alargaron y se retorcieron, proyectando formas irreconocibles sobre los muros sucios del callejón. El aire se espesó, se volvió opresivo, cargado con el hedor de algo antiguo, algo podrido. Y entonces, la risa resonó en el aire. Cruel. Burlona. Despiadada. Un eco retumbante que parecía surgir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, como si el mismo universo se riera de su insignificancia.
La caída comenzó sin previo aviso.
El suelo se desmoronó bajo sus pies. O quizás nunca hubo suelo para empezar. Su cuerpo fue arrastrado por la nada, sumergiéndose en un vacío insondable. No había viento, no había sonido más allá del latido errático de su propio corazón. Su estómago se contrajo en un pánico primitivo mientras descendía a una velocidad imposible. No podía gritar. No podía moverse. Solo podía sentir cómo la oscuridad se aferraba a él, envolviéndolo como un manto de sombras líquidas que se filtraban en su piel, en sus huesos, en su misma esencia.
El abismo lo devoraba. Era como caer en el ojo de una tormenta interminable, donde no existía tiempo ni espacio, solo la agonizante certeza de que nunca alcanzaría un fondo. Y, sin embargo, cuando pensó que no podía hundirse más en aquella nada, cuando creyó que se perdería para siempre en el vacío eterno, algo cambió.
Una chispa. Un fulgor ínfimo, insignificante en comparación con la inmensidad de la sombra que lo rodeaba. Fue un parpadeo fugaz, un destello efímero de algo que no debería estar allí. Pero bastó para que la oscuridad vacilara por una fracción de segundo. El calor recorrió su cuerpo como una ola ardiente, desplazando el frío que se había incrustado en su carne. Y con ese calor llegó el dolor. No un dolor físico, sino algo más profundo, algo que lo hizo retorcerse en su propia mente. Era la sensación de ser despojado de sí mismo, desgarrado en pedazos minúsculos y reconstruido con algo que no era suyo.
Su cuerpo se contorsionó en la caída, doblándose en formas imposibles. Sus huesos crujieron y se alargaron, su piel ardió como si estuviera siendo consumida por llamas invisibles. Su carne palpitó, se expandió, se contrajo, como si una fuerza desconocida estuviera reescribiéndolo desde dentro. Gritó, pero su voz se perdió en la inmensidad de la oscuridad. No podía ver, no podía escuchar, no podía comprender lo que estaba ocurriendo, solo podía sentir la transformación desgarradora que le estaba siendo impuesta.
Entonces, el abismo se rasgó.
La luz explotó ante él. No una luz reconfortante, sino algo brutal, cegador. Una presión lo envolvió por un instante, como si el mismo universo lo expulsara de su vacío con una furia indescriptible. Su cuerpo se precipitó hacia esa luminiscencia sin poder resistirse, arrastrado por una fuerza más allá de su control. Y cuando finalmente emergió de las fauces de la oscuridad, la primera bocanada de aire que llenó sus pulmones fue una bocanada de vida. De vida nueva.
Un frío diferente le envolvió, ya no el vacío del abismo, sino la crudeza de un mundo real. Su piel temblorosa rozó algo suave, una superficie mullida y cálida que lo acogió con un alivio que no comprendía. Sintió manos. Manos humanas. Manos que lo sostenían con cuidado, como si fuera algo frágil, algo que pudiera romperse con el más leve descuido. Su visión era borrosa, sus párpados pesaban como si llevaran siglos cerrados, y sin embargo, pudo distinguir siluetas, sombras vagamente humanoides que se inclinaban sobre él.
Intentó gritar, pero solo un débil gemido escapó de sus labios.
El miedo se aferró a su pecho como garras invisibles. Se sacudió, su cuerpo actuando por puro instinto, tratando de apartarse de esas manos desconocidas, pero no tenía fuerza. Su propia carne le traicionaba, su cuerpo entero se sentía torpe, extraño. Nada respondía como debería. No entendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era que esas manos lo sujetaban, lo tocaban, y su mente gritaba que huyera.
Una voz. Una voz de mujer, suave pero firme, lo envolvió como un manto de terciopelo.
—Es hermoso, mi lady.
No entendía las palabras, pero su tono le transmitió algo que no había sentido desde que había sido arrastrado por la oscuridad: calidez. No era una calidez física, sino algo más profundo, algo que tocó un rincón de su ser que creía perdido. Entonces, sintió que lo envolvían con algo tibio y reconfortante. Un paño, una manta quizás, algo que lo protegía de la crudeza del aire.
—Quiero verlo —dijo otra voz, más suave, más débil, pero impregnada de una emoción palpable.
Había algo en esa voz que hizo que su cuerpo se relajara, como si una parte de él reconociera su dueño incluso en medio de la confusión y el miedo. Sintió movimiento. Lo alzaron con cuidado, y pronto, la sensación del agua tibia cubrió su piel. Un baño. Lo limpiaban, lo frotaban con una ternura que le resultaba desconcertante.
Un murmullo de aprobación se elevó de las sombras. Unas manos diferentes lo envolvieron con telas limpias y perfumadas antes de devolverlo a los brazos que lo esperaban. Y entonces, cuando finalmente abrió los ojos lo suficiente para vislumbrar la figura que lo sostenía, su mente, aún embotada por la transición entre la nada y la existencia, se aferró a un solo pensamiento.
Había renacido.
—Bienvenido a nuestra familia, Iván. Iván Erenford... me gusta. Perdón, sé que solo somos tú y yo, pero estoy feliz de tenerte, mi precioso bebé.
La voz de la mujer era un susurro suave y melódico, como el murmullo de un arroyo en una tarde tranquila. Cada palabra escapaba de sus labios con una ternura insondable, acariciando el aire con dulzura, envolviendo la habitación en una sensación de calidez reconfortante. Sus manos, temblorosas pero firmes, lo sostenían con un cuidado absoluto, como si temiera que una fuerza invisible intentara arrebatarle a la criatura que acunaba contra su pecho. Sus dedos, largos y delicados, rozaban con devoción la piel pálida y tersa del recién nacido, grabando en su mente y en su corazón cada mínimo detalle de su existencia.
El niño, apenas consciente del mundo que lo rodeaba, sintió el calor de aquel abrazo, el ritmo apacible de un corazón que latía solo para él. Su diminuto cuerpo, envuelto en mantas de algodón bordadas con hilos dorados, parecía una pequeña llama titilante en medio de la inmensidad de la noche. Su respiración era leve, su piel suave como el pétalo de una flor recién florecida. Entre los pliegues de la tela, apenas si asomaban unos dedos diminutos, moviéndose de forma inconsciente, como si su cuerpo aún estuviera acostumbrándose a la vida fuera del vientre materno.
La luz de las velas parpadeaba en la habitación, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de piedra pulida. Las cortinas de gasa ondeaban levemente, agitadas por una brisa nocturna cargada con la fragancia embriagadora de rosas y lavanda, el perfume de la mujer que lo sostenía. Su cabello, suelto y desordenado por el esfuerzo del parto, caía en cascadas de medianoche alrededor de su rostro bañado en lágrimas. Lágrimas de felicidad, de alivio, de amor puro y sincero.
—Eres hermoso —susurró, inclinándose para dejar un beso delicado sobre la frente del bebé, un roce de labios tan suave como el aliento de un ángel.
El niño gimió levemente, con un sonido casi imperceptible, y la mujer rió suavemente, como si aquel gesto fuera la señal que había estado esperando. Sus ojos brillaban con un amor inconmensurable mientras lo sostenía con más fuerza, protegiéndolo del mundo, del frío, de cualquier amenaza que pudiera acechar más allá de la seguridad de aquellas paredes.
El crujido de la madera interrumpió el momento. Una mujer mayor, vestida con un delantal blanco manchado de sangre, avanzó con cautela hacia la cama. Sus arrugas contaban historias de incontables nacimientos, de vidas traídas al mundo con esfuerzo y dolor. Observó a la madre con una mezcla de respeto y cariño antes de inclinar la cabeza en señal de reverencia.
—Mi lady, debe descansar —murmuró la mujer con voz firme pero afectuosa—. El parto ha sido difícil.
La madre asintió lentamente, aunque su mirada no se apartó ni por un instante del rostro del niño. Acarició la mejilla del bebé con la yema de los dedos, como si intentara memorizar cada curva, cada pequeño detalle de su existencia.
—Quiero verlo un poco más —susurró con un tono suplicante.
La partera dudó por un momento, pero finalmente cedió, dedicándole una sonrisa comprensiva antes de volverse hacia las demás mujeres que esperaban en silencio al otro lado de la habitación. Algunas de ellas, vestidas con sencillos ropajes de lino, mantenían la cabeza gacha, como si el solo hecho de presenciar aquel momento fuera un privilegio que no se atrevían a reclamar.
—Asegúrense de que primero se dé un buen baño y se le vista con ropa limpia —ordenó la partera, y con un gesto de su mano, las doncellas se apresuraron a cumplir su tarea.
El niño fue retirado con cuidado de los brazos de su madre, y aunque ella dudó en soltarlo, finalmente lo dejó ir con un suspiro entrecortado. Los pasos apresurados de las mujeres resonaron en la piedra fría del suelo mientras se llevaban al recién nacido hacia una mesa de madera donde aguardaba un pequeño balde de agua tibia.
El agua, clara y cristalina, reflejaba el titilar de las velas como si contuviera estrellas atrapadas en su superficie. Con movimientos medidos y precisos, las doncellas despojaron al niño de su manta y lo sumergieron con extrema delicadeza en el líquido templado. El contacto con el agua lo hizo estremecerse levemente, pero no lloró. Simplemente abrió los ojos, grandes y profundos, observando el mundo con una intensidad desconcertante para un recién nacido.
—Mírenlo —susurró una de las doncellas con un deje de asombro—. Es tan… diferente.
Las demás asintieron en silencio. Había algo en él, algo indescriptible, algo que las palabras no podían captar del todo. No era solo su belleza, que ya de por sí era extraordinaria para un recién nacido. Era la forma en que sus ojos los observaban, como si entendieran más de lo que deberían, como si tras aquel pequeño y frágil cuerpo se ocultara algo insondable.
—Rápido, vistámoslo antes de que tome frío —dijo otra de las mujeres, rompiendo el hechizo momentáneo que las había atrapado.
Con manos hábiles, secaron su piel con paños suaves y envolvieron su diminuto cuerpo en telas bordadas con hilos de oro y plata. Lo alzaron con cuidado, y una vez que estuvo listo, lo llevaron de vuelta a los brazos de su madre, quien lo recibió con la misma devoción con la que un peregrino recibiría la bendición de un dios.
El niño respiró hondo y se acurrucó contra su pecho, sintiendo el latido constante de su corazón. La madre cerró los ojos y apoyó la mejilla contra la cabeza de su hijo, permitiéndose por fin un momento de paz.
El mundo podía esperar.
Por ahora, solo existían ellos dos.