Chapter 10 - X

Thornflic avanzaba por el angosto y escarpado sendero del Valle de las Sombras con una expresión severa en su rostro curtido por innumerables batallas. El nombre del valle le parecía ridículo, una exageración típica de aquellos que nunca habían conocido la verdadera oscuridad en el campo de batalla. A sus espaldas, la caballería se extendía como una marea de acero y músculo. Más de 135,000 jinetes pesados, divididos entre regulares y de élite, formaban la columna principal. A ellos se sumaban otros 250,000 jinetes medios, sus armaduras resonando al compás de los cascos de los caballos, que golpeaban la tierra con una fuerza tan uniforme que parecía hacer vibrar el mismísimo suelo bajo sus pies. El retumbar de los tambores de guerra y el bramido de los cuernos resonaban desde el campamento principal, donde Kael, su vicecomandante, había quedado a cargo.

Kael, un hombre astuto y eficiente, había sido entrenado en las lejanas tierras de Yuxiang, un continente con siglos de historia militar y organización. Aunque Thornflic despreciaba las maneras refinadas y ceremoniosas de aquellos "estudiosos de la guerra", no podía negar su eficacia. Sin embargo, los consideraba poco más que charlatanes, igual que los de Yamashiro, las islas del este que inspiraban temor en los idiotas de Aurolia. Si fuera por él, no dudaría en arrasar esas tierras si la duquesa le diera las legiones necesarias. Sus pensamientos se veían interrumpidos por el sonido incesante de la marcha, pero él lo disfrutaba; la proximidad de la batalla siempre le aceleraba el pulso.

Mientras continuaban avanzando, los rugidos y gritos de guerra empezaron a resonar a lo lejos. A Thornflic se le escapó una sonrisa cruel. ¡Ah, esos sonidos eran su bálsamo! No había melodía más dulce que el caos del combate. Pronto, el estrecho sendero se amplió, permitiendo que la columna de tres hombres se desplegara en una formación más amplia de hasta veinte jinetes. Los estandartes ondeaban al viento, exhibiendo el imponente lobo dorado sobre un fondo negro, adornado con finos detalles rojos y dorados que brillaban bajo la luz de la tarde. Cada insignia representaba la unidad y el rango, mientras las señales para las órdenes de batalla ondeaban en lo alto, sincronizando el avance con precisión militar.

El Valle de las Sombras, con su terreno accidentado y rocoso, les proporcionaba una ventaja estratégica vital. Era la vía perfecta para atacar por la retaguardia al ejército de Narrok. Thornflic observaba cada rincón, cada sombra que se proyectaba desde los imponentes picos que flanqueaban el valle. La oscuridad que parecía tragar su ejército solo añadía a la atmósfera de tensión y peligro inminente. Su ojo experimentado escudriñaba el paisaje, en busca de cualquier signo de emboscada. Sabía que los Rivenrock no se rendirían sin presentar batalla, pero eso solo hacía que la perspectiva de aplastarlos fuera aún más excitante. La resistencia, después de todo, hacía que la victoria fuera mucho más dulce.

Los tambores seguían su incansable ritmo, el eco de los cuernos resonaba entre los cañones de piedra. Los legionarios marchaban con una ferocidad y disciplina sin igual. Bajo su mando, esa fuerza era imparable. Sabía que su sola presencia infundía miedo, y eso le daba una profunda satisfacción. El terror que sentía el enemigo al saber que él estaba al mando era palpable incluso antes de que las primeras espadas chocaran.

Cuando finalmente llegaron a una colina más amplia, la columna se desplegó aún más, ahora con cerca de doscientos jinetes al frente. Según los informes, esta era la última barrera natural antes de la llanura donde Narrok había establecido su campamento. La masacre estaba a punto de comenzar. Sin embargo, Thornflic notó algo que no esperaba: columnas de polvo se alzaban desde la cresta de la colina que se alzaba frente a ellos. Su instinto se activó de inmediato, y con un brusco movimiento de su enorme hacha dentada, ordenó a la columna detenerse.

Desde la cima de la colina, comenzaron a aparecer figuras recortadas contra el sol. Al principio, eran indistinguibles, pero cuando empezaron a descender, Thornflic pudo reconocer los estandartes. Entre ellos, ondeaba el cuervo negro de los Rivenrock, pero lo que más captó su atención fue el símbolo de una huella escarlata en campo blanco: una compañía mercenaria. No eran cualquier compañía. Estos jinetes no se parecían a los guardias pesados regulares de los cuervos. Sus armaduras eran más elaboradas, más intimidantes, llenas de inscripciones y detalles que revelaban una experiencia en combate que iba más allá de la defensa de un simple vizcondado.

Las figuras que emergieron en la colina frente a Thornflic eran sombrías siluetas contra el brillo del sol poniente. La luz cegadora dificultaba discernir a sus enemigos, pero pronto, cuando comenzaron a descender, la verdad quedó al descubierto: no eran adversarios comunes. Aunque llevaban el cuervo negro de los Rivenrock en sus estandartes, Thornflic pudo distinguir una insignia más inquietante: la huella escarlata sobre fondo blanco, emblema de una temida compañía mercenaria. No eran la típica caballería pesada de las guardias del vizconde; sus armaduras, talladas con patrones oscuros y runas de guerra, irradiaban una amenaza tangible. Cada soldado estaba equipado con placas pesadas, elaboradas y reforzadas, no solo para intimidar, sino para resistir el fuego de cualquier embate.

Thornflic los miró con ojos entrecerrados, evaluando cada detalle con la precisión de un cazador. Estas tropas, pensó, debían pertenecer a uno de los ejércitos privados del despiadado Edric o incluso a su guardia personal. Edric, siempre el cobarde, raramente ensuciaba sus manos con la sangre del campo de batalla, prefiriendo que otros murieran por él. Pero sus hombres eran otra cosa: gigantescos hombres-osos, envueltos en armaduras de placas macizas que hacían parecer pequeños a los caballos enemigos. Montados sobre osos igualmente acorazados, cada uno de estos mercenarios era una fortaleza móvil.

Thornflic observó con atención, sus ojos de depredador fijos en esos enormes hombres-osos que descendían como sombras sobre la colina. El brillo del acero, reflejado por las armaduras, lanzaba destellos cortantes a la luz del sol, proyectando un aura de muerte inminente. No podía negar que Narrok había jugado bien su carta secreta. Estos mercenarios no eran simplemente una fuerza contratada; eran un arma letal, diseñada para arrasar todo a su paso. Thornflic frunció el ceño, evaluando la situación con la mente fría de un comandante experto, pero en el fondo de su ser, sentía una chispa de respeto y un oscuro deseo de aplastar esa arrogancia.

"Narrok ha sido más astuto de lo que pensaba", murmuró Thornflic para sí, con una sonrisa torcida, imaginando lo satisfactorio que sería destruir a esas bestias. Si Narrok hubiera nacido en Zusian, quizás lo hubiera aceptado como aprendiz. Pero aquí, en el Valle de las Sombras, no habría piedad.

El comandante apretó con fuerza el mango de su hacha, su arma personal, una gigantesca hoja dentada capaz de partir en dos a un hombre con un solo golpe. Con un gesto fluido y sin esfuerzo, se colocó el yelmo, una imponente pieza que ocultaba completamente su rostro, dándole la apariencia de una bestia infernal. Las astas decorativas del yelmo, en forma de cuernos retorcidos, se alzaban hacia el cielo como una declaración de muerte.

A su derecha, los Desolladores Carmesí esperaban ansiosos, su furia apenas contenida, mientras sus armaduras brillaban con un ominoso fulgor bajo el sol agonizante. A su izquierda, los Legionarios de las Sombras formaban filas implacables, tres líneas de guerreros con la mirada fija, sus ojos refulgiendo con la promesa de sangre. Ellos también sentían lo que él: la llamada del combate, la dulce sinfonía de la matanza que estaba a punto de comenzar.

Thornflic no necesitaba palabras para comandar. Levantó su hacha en el aire, y sus tropas respondieron de inmediato, formando la temible cuña de guerra. La cuña era su táctica predilecta, una formación diseñada para romper las líneas enemigas con brutal eficiencia. Los jinetes pesados, curtidos en cientos de batallas, comenzaron a ajustarse en la formación mientras sus estandartes ondeaban al viento, simbolizando la tempestad de acero que estaba a punto de desatarse.

Desde la colina, el enemigo imitaba su maniobra. Thornflic notó, con una chispa de diversión retorcida, que los mercenarios también adoptaban la formación de cuña. "Qué malditos ilusos", pensó, observando cómo esos brutos montados sobre bestias masivas pretendían igualar su táctica. Les esperaba una desagradable sorpresa: frente a ellos no solo estaba Thornflic y sus Desolladores Carmesí, sino cientos de miles de jinetes de élite, una ola imparable de muerte y destrucción.

Los tambores de guerra resonaron aún más fuerte, su ritmo acelerándose como el preludio de un cataclismo. Los gritos de batalla rompieron el aire, mientras las legiones comenzaron su avance. Al principio, a paso firme, luego al trote, y finalmente al galope. El suelo retumbaba bajo la embestida de la caballería, el estruendo era como el rugido de un titán desatado. Thornflic cabalgaba al frente, una fuerza de la naturaleza, con la mirada fija en el enemigo que descendía hacia su perdición.

El impacto fue devastador.

El primer choque entre ambas fuerzas fue como el colapso de dos mundos. Las primeras filas de ambos ejércitos se encontraron en una explosión de metal, carne y sangre. Las lanzas se quebraron al contacto, mientras los gritos de los hombres y el bramido de las bestias llenaban el aire. Thornflic, en el corazón de la cuña, era una tormenta de furia implacable. Su hacha cortaba con precisión letal, desgarrando armaduras, carne y hueso por igual. Con un solo golpe, decapitó a un soldado enemigo, su cabeza volando en un arco sangriento antes de caer al suelo. A su alrededor, los Desolladores Carmesí se lanzaban a la carnicería, aplastando a sus oponentes con una brutalidad sin igual.

La batalla se transformó rápidamente en un caos sangriento. Los Legionarios de las Sombras avanzaban como una marea oscura, abriendo un camino de muerte a través de las filas enemigas. Los cuerpos caían a su paso, sus espadas y lanzas cortando con una precisión letal. Las entrañas de los caídos teñían el suelo de rojo, convirtiéndolo en un campo de sangre y vísceras. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el clamor de las armas y los rugidos de los combatientes, creando una cacofonía que solo alimentaba el hambre de Thornflic por más destrucción.

A lo lejos, Thornflic divisó a uno de los hombres-osos. La criatura, una montaña de músculos y armadura, empuñaba una gigantesca maza que despedazaba a cualquier desafortunado lo suficientemente loco como para enfrentarlo. Sin dudarlo, Thornflic cargó hacia él, su hacha alzada en el aire. El hombre-oso vio su avance y rugió, lanzando su maza en un arco mortal. Thornflic bloqueó el golpe con su hacha, una lluvia de chispas saltando al contacto. Con un movimiento rápido, desvió la maza y, con un giro feroz, enterró su hacha profundamente en el costado del hombre-oso. La bestia rugió de dolor, tambaleándose, pero Thornflic no se detuvo. Con una fuerza sobrehumana, retiró el hacha y abrió una herida mortal en el abdomen del gigante, cuyas entrañas cayeron al suelo como un amasijo de carne ensangrentada.

A su alrededor, la batalla rugía en un frenesí implacable de muerte y caos. Los mercenarios de Narrok, aunque luchaban con valor, se encontraban rápidamente superados por la furia indomable de los Desolladores Carmesí y los Legionarios de las Sombras. Los Desolladores, armados con hachas dentadas y mazas de dos manos que dejaban un rastro de destrucción, partían en dos a cualquiera que osara acercarse. Sus armaduras, teñidas del color de la sangre que derramaban, brillaban bajo el sol, transformándolos en verdaderos demonios sobre el campo de batalla. A su izquierda, los Legionarios de las Sombras, con sus alabardas letales, cortaban el aire y la carne con precisión. Más atrás, la caballería pesada de élite aguardaba, su formación de cuña preparándose para un impacto devastador, las puntas de las alabardas reluciendo como dientes afilados.

Cada enemigo que osaba enfrentarse a ellos caía inexorablemente bajo el peso de su furia desatada. Sus gritos de guerra se desvanecían rápidamente, reemplazados por el crujir de huesos y el gorgoteo de la sangre. Thornflic avanzaba al frente, imparable, su hacha una extensión de su voluntad asesina. Su sed de sangre, lejos de saciarse, crecía con cada vida tomada. Los ojos aterrorizados de sus enemigos le daban fuerza, y la desesperación que veía en ellos era su recompensa. Esto era su propósito, su verdadera naturaleza: la destrucción absoluta de aquellos que se atrevían a oponerse a él.

Con un movimiento brutal, Thornflic partió el yelmo de un soldado enemigo, el cráneo reventando bajo la fuerza implacable de su golpe. La sangre y materia gris salpicaron su armadura, pero él no parpadeó. Cada corte de su hacha era rápido, calculado, diseñado no solo para matar, sino para infligir el máximo dolor posible antes de la muerte. A su alrededor, su guardia personal, bestias en forma humana, avanzaba sin piedad, aplastando a los enemigos bajo una tormenta de acero, sus cuerpos reducidos a una masa de carne desgarrada y huesos quebrados.

Los hombres-oso, gigantescos y aterradores, luchaban con una ferocidad igual a la de las bestias en las que montaban. Sus enormes espadas y martillos de guerra destrozaban a los soldados de Thornflic, enviándolos volando por los aires. Los osos, cubiertos de gruesas armaduras de placas, aplastaban a los desafortunados que se cruzaban en su camino, sus rugidos reverberando como truenos. Pero Thornflic no conocía el miedo. Al ver a uno de estos colosos acercarse, su sonrisa sádica se ensanchó. Sin vacilar, cargó hacia el hombre-oso, su hacha levantándose para encontrar el golpe de su escudo. El impacto resonó como un trueno, una lluvia de chispas brotando al chocar las armas. Con una maniobra ágil, Thornflic desvió el escudo de su adversario, y con una rapidez inhumana, hundió su hacha en el pecho de la bestia.

El hombre-oso rugió de agonía, pero Thornflic no le dio tregua. Con un giro brutal de su muñeca, abrió una profunda herida desde su abdomen hasta su pecho, la armadura cediendo bajo la fuerza despiadada del ataque. La sangre del coloso brotó como un río oscuro, y el gigante cayó pesadamente al suelo, su vida desvaneciéndose mientras Thornflic continuaba avanzando, su mirada ya fija en el siguiente objetivo.

Los soldados de Narrok seguían llegando en oleadas, pero ni su número ni su habilidad podían igualar la furia desatada de los Desolladores Carmesí ni la precisión letal de los Legionarios de las Sombras. Cada intento de resistencia era sofocado antes de que tuviera la oportunidad de tomar forma. Thornflic, con la brutalidad de un dios de la guerra, cortó la garganta de otro enemigo, el chorro caliente de sangre manchando su rostro en un espantoso espectáculo de muerte. La batalla era suya, y la victoria parecía inevitable.

A su alrededor, su guardia personal seguía su ejemplo, avanzando como una marea imparable. Los Legionarios, con sus alabardas, empalaban a los enemigos con eficiencia calculada, cortando carne y perforando armaduras con una facilidad aterradora. No había piedad en sus ojos, solo una fría determinación de cumplir con su deber: arrasar con cualquier cosa que se interpusiera en su camino.

Los cadáveres comenzaban a amontonarse, el suelo resbaladizo por la sangre y las entrañas derramadas. El hedor de la muerte impregnaba el aire, mezclándose con los gritos de los moribundos y el estruendo de la batalla. Thornflic, cubierto de sangre enemiga, sentía una satisfacción oscura en su interior. Esto no era solo una batalla. Era una declaración. Narrok y sus mercenarios sabrían, al final del día, que habían cometido el error fatal de enfrentarse a él.

Y Thornflic, imparable, no se detendría hasta que todos ellos hubieran sido reducidos a polvo y cenizas.

El campo de batalla era un vasto océano de caos, donde la muerte y la destrucción reinaban sin tregua. Thornflic, en el vórtice de la carnicería, disfrutaba cada momento con una intensidad brutal. Su armadura estaba completamente bañada en sangre, y los cadáveres de enemigos caídos se apilaban a sus pies, formando una grotesca montaña de carne, acero y hueso. El hedor a muerte y pólvora impregnaba el aire, mezclándose con los gritos de los moribundos y el chocar de las armas. En medio de todo, los Desolladores Carmesí y los Legionarios de las Sombras luchaban como demonios encarnados, su ferocidad no tenía parangón. Eran la encarnación de la destrucción, máquinas de matar que devastaban todo a su paso.

Más enemigos se unían al combate, pero la situación se volvía cada vez más abrumadora para ellos. Thornflic notaba cómo su avance comenzaba a estancarse, y que los refuerzos enemigos, los jinetes pesados y los colosales hombres-oso, estaban concentrando todo su esfuerzo en detener su ímpetu imparable. A pesar de la presión, Thornflic mantenía una calma calculadora. Sabía que necesitaba un cambio de táctica si quería desmoronar las defensas enemigas por completo.

Sus ojos recorrían el campo de batalla, donde sus jinetes pesados y la élite seguían manteniendo la línea, resistiendo con una determinación feroz. Los escudos chocaban en una sinfonía mortal, las alabardas se elevaban y descendían como guadañas en una danza macabra, y los gritos de guerra de ambos bandos resonaban por encima del estruendo de la batalla. La línea de combate era como un monstruo vivo, un remolino de acero y carne que se empujaba, cortaba y destrozaba sin descanso.

Fue entonces cuando Thornflic decidió que era el momento de utilizar su arma secreta, un recurso que Kale había dejado a su disposición para estos momentos críticos. —¡Traigan a Varkath!— rugió, su voz poderosa resonando por encima del rugido de la batalla.

Varkath, capitán de los Legionarios de las Sombras, era conocido tanto por su brutalidad como por su astucia. Bajo su mando, las sombras no solo eran un refugio, sino también un arma. Al escuchar la orden de Thornflic, Varkath avanzó con la velocidad y eficiencia que le caracterizaban. Sus hombres lo seguían de cerca, moviéndose como espectros que desataban la muerte a su paso. Los jinetes de élite pesada y los soldados pesados regulares se reorganizaron, alineándose con la precisión de titanes preparándose para el impacto final.

Thornflic giró su ensangrentado rostro hacia Varkath, una mueca de salvaje determinación pintada en su rostro. —¡Necesitamos romper su línea ahora mismo! Toma a tus hombres y a la mayoría de los élite pesados, deja que los regulares mantengan la línea. ¡Hazme un camino y flanquea a esos malditos bastardos! Vamos a aplastarlos entre una pinza.

Varkath no necesitaba más indicaciones. Con una sonrisa retorcida, asintió con satisfacción. —Como desees, general.

Con un gesto rápido y decidido, dirigió a sus hombres. Los tambores de guerra comenzaron a retumbar con una fuerza renovada, marcando el paso de la muerte que se avecinaba. Los legionarios se desplegaron con la precisión de una maquinaria mortal, formando una cuña impenetrable destinada a romper la moral y las líneas enemigas. Detrás de ellos, los jinetes de élite pesada tomaron posición, sus enormes martillos, mazas, mandobles y alabardas listas para aplastar a cualquier enemigo que se interpusiera en su camino.

Desde su posición, Thornflic observaba el despliegue con una excitación salvaje palpitando en sus venas. Su corazón latía con furia, no por el miedo, sino por la pura y violenta anticipación de la masacre que estaba por venir. El campo de batalla, antes un hervidero de desorden, ahora se transformaba en un espectáculo organizado de violencia metódica. Los movimientos rápidos y letales de Varkath y sus hombres eran un ballet de muerte: las espadas se deslizaban con gracia macabra, las lanzas atravesaban corazones, y los gritos de los moribundos llenaban el aire como una sinfonía de desesperación.

Sin perder tiempo, Thornflic se lanzó al ataque, su hacha surcando el aire con precisión mortal. Cada golpe era un estallido de sangre y vísceras, cada movimiento una danza de destrucción imparable. Uno de los gigantescos hombres-oso se interponía en su camino, su masiva armadura y su furia animal hacían retroceder a los soldados más débiles. Pero Thornflic no era cualquier guerrero. Con un rugido que hizo temblar la tierra, descargó su hacha sobre el pecho de la bestia, hundiéndola profundamente en la armadura, destrozando carne y hueso. El coloso rugió de dolor, pero no tuvo tiempo de reaccionar antes de que Thornflic, con un movimiento feroz, desgarrara su abdomen, provocando una hemorragia masiva que lo hizo caer pesadamente al suelo.

El caos aumentaba a su alrededor, pero Thornflic no flaqueaba. Los jinetes enemigos, al ver la implacable brutalidad del general y sus hombres, comenzaron a retroceder. Pero no había escape. Varkath, liderando su ataque desde el flanco, cortaba cualquier intento de retirada. Con cada movimiento de su alabarda, una vida era extinguida. Sus legionarios seguían su ejemplo, devastando las defensas enemigas sin piedad, como una tormenta imparable que destruía todo a su paso.

La línea enemiga comenzaba a desmoronarse. Las defensas se quebraban bajo la presión abrumadora del ataque coordinado. Viendo la oportunidad, Thornflic lanzó una orden que resonó por encima del fragor del combate. —¡Ahora, avancen! ¡Aplástenlos!

Sus jinetes pesados se lanzaron al ataque con una furia desatada, alabardas y martillos en alto, arremetiendo contra la masa de cuerpos desorganizados. El choque fue un brutal estallido de sangre, acero y gritos. Los cuerpos de los enemigos caían como muñecos de trapo, sus extremidades volaban, las cabezas rodaban por el suelo manchado de sangre, y el aire se llenaba con los alaridos de los heridos.

Thornflic avanzaba en el centro de la carnicería, su hacha deslizándose con facilidad a través de carne, hueso y armadura. La batalla se convertía en una masacre, una tormenta de muerte y destrucción. Los enemigos, ahora atrapados en un círculo mortal, no tenían escapatoria. La victoria no solo estaba asegurada por la estrategia, sino por el puro y despiadado poder de la brutalidad desatada por Thornflic y sus hombres.

El final de la batalla era inminente, el destino de los enemigos sellado. Thornflic avanzaba como una fuerza imparable, cada paso suyo resonaba sobre la tierra empapada de sangre. Los cadáveres se apilaban a su alrededor, formando un grotesco paisaje de carne y armaduras destrozadas. El aire estaba cargado del hedor de la muerte, mezclado con el dulce sabor de la victoria que Thornflic saboreaba en cada respiración. Su rostro estaba cubierto de sangre, pero no era suya; pertenecía a aquellos que habían osado enfrentarlo. No había piedad en sus ojos, solo una oscura satisfacción por la carnicería que desataba.

A su alrededor, Varkath y sus Legionarios de las Sombras se movían como espectros, deslizándose entre los restos de los enemigos caídos, rematando a los que aún se aferraban a sus últimos alientos. Las armas de Varkath eran como pinceles de muerte, trazando líneas de sangre y horror en el campo de batalla. Cada golpe que daba era mortal, cada enemigo que encontraba caía sin oponer resistencia. Su sonrisa cruel solo se ensanchaba a medida que la desesperación se propagaba entre los enemigos. El sonido de las espadas perforando carne, los gritos desgarradores de los moribundos, componían una sinfonía de destrucción que envolvía a Thornflic, una melodía que le aceleraba el pulso con un deleite sádico.

Mientras tanto, los jinetes de élite pesada, liderados por Thornflic, rompían las últimas defensas enemigas con una brutalidad devastadora. Sus alabardas y martillos caían como el juicio divino, aplastando armaduras, huesos y cualquier esperanza de resistencia. Los enemigos, superados en número y estrategia, intentaban huir, pero no había escapatoria. Los Legionarios de las Sombras los acorralaban por el flanco izquierdo, mientras los Desolladores Carmesí avanzaban desde el derecho, como un yunque y un martillo aplastando todo a su paso.

El suelo bajo sus pies estaba cubierto de cuerpos, un tapiz de horror tejido con los restos de aquellos que se habían atrevido a oponerse a la implacable máquina de guerra que era Thornflic. Él, en el centro de todo, se detuvo por un momento, respirando con pesadez, pero no por agotamiento, sino por la embriagadora sensación de poder que lo envolvía. Su hacha, aún goteando con la sangre de sus enemigos, reflejaba los últimos rayos del sol que se filtraban a través del humo que cubría el campo. Observó la escena con ojos llenos de una oscura satisfacción. Había cumplido su promesa: sus enemigos se ahogaban en su propia sangre.

Los hombres-oso, esos gigantes cubiertos de placas de metal, yacían muertos o agonizantes. Lo que alguna vez había sido una amenaza colosal, ahora no era más que una montaña de carne rota. Thornflic caminó entre ellos con desdén, su hacha descendiendo de vez en cuando para asegurarse de que ninguno quedara con vida. Los rugidos de dolor de aquellos seres masivos, antes imponentes, ahora se habían reducido a gemidos patéticos, eco de su impotencia ante la brutalidad de Thornflic y sus tropas.

El campo de batalla se transformaba en una escena de terror. Los enemigos que aún respiraban intentaban huir con desesperación, pero no había escapatoria. Estaban rodeados, atrapados en una trampa mortal que Thornflic había orquestado con precisión. Los Legionarios los perseguían sin descanso, abatiéndolos como bestias en una cacería salvaje. Las alabardas y espadas encontraban su objetivo con una eficiencia brutal, y el aire se llenaba de los gritos de aquellos que caían bajo el implacable avance de la caballería pesada.

Thornflic no permitió tregua. Se giró hacia Yalet, su capitán de caballería, con una expresión de acero en su rostro.

—¡No quiero prisioneros! —rugió. Su voz, cargada de furia y autoridad, resonó por encima del estruendo de la batalla—. ¡Maten a todos! ¡Que su sangre riegue este maldito lugar!

El grito de batalla fue respondido con una renovada furia. Los Legionarios y los jinetes de élite, alimentados por la sed de sangre, se lanzaron sobre los restos del ejército enemigo con una ferocidad renovada. La tierra temblaba bajo el peso de sus embestidas, y el cielo parecía oscurecerse aún más a medida que el caos absoluto se desataba en cada rincón del campo.

En medio de la carnicería, un jinete enemigo, enloquecido por la desesperación, cargó contra Thornflic. Su grito de rabia era el de un hombre que ya no temía a la muerte.

—¡Maldito invasor! —vociferó, levantando su espada con ambas manos—. ¡Voy a destriparte!

Thornflic lo esperó con calma, su mirada fija en el pobre desgraciado. Cuando el jinete estuvo lo suficientemente cerca, Thornflic desenvainó su mandoble dentado con un movimiento fluido, bloqueando el ataque con un chasquido ensordecedor. El choque de las hojas fue brutal, pero Thornflic no se inmutó. Los ojos del jinete estaban desorbitados por la ira y la desesperación, pero Thornflic solo vio debilidad.

Con un giro de muñeca, desvió el ataque del jinete, abriendo su guardia. El hombre intentó otro golpe desesperado, pero Thornflic fue más rápido. En un parpadeo, su mandoble atravesó la pierna del jinete, cortándola limpiamente. El hombre cayó al suelo con un grito desgarrador, su sangre brotando en un chorro que empapó el suelo a su alrededor.

—Patético —murmuró Thornflic, mirándolo con desprecio—. Morirás como la escoria que eres.

El jinete, retorciéndose en el suelo, alzó la vista hacia él con ojos llenos de odio y dolor.

—¡Maldito hijo de...! —comenzó a gritar, pero sus palabras se ahogaron en un gemido de dolor mientras Thornflic levantaba su mandoble sobre él, la hoja flamígera brillando con un destello siniestro.

—Quizá mis hombres y yo enfrentemos castigo en el más allá —respondió Thornflic, su tono frío como el acero—, pero tú no estarás allí para verlo.

Con un movimiento lento y deliberado, Thornflic dejó caer su mandoble, partiendo al jinete en dos desde el hombro hasta la cadera. La sangre y las vísceras del hombre se derramaron sobre el suelo, mezclándose con el barro y los restos de la batalla.

Thornflic se quedó en silencio un momento, su respiración pesada, mientras observaba el cadáver a sus pies. Había sido solo otro peón en la interminable cadena de muerte que él había desatado.

Los gritos y los sonidos de la batalla seguían resonando a su alrededor, pero para Thornflic, este momento de muerte y destrucción era pura satisfacción. Miró a su alrededor, viendo a sus hombres continuar la matanza, persiguiendo a los enemigos restantes sin piedad. La victoria estaba asegurada, y el campo de batalla sería un monumento a su brutalidad.

Thornflic levantó su mandoble, ahora empapado de sangre, y dejó escapar un grito de victoria que resonó por todo el campo de batalla. Sus hombres, al escuchar el grito de su general, respondieron con sus propios gritos, una cacofonía de furia y triunfo que llenó el aire.

—¡Por la gloria de Zusian!— rugió Thornflic, su voz resonando por encima del estruendo.

Pero algo lo detuvo de golpe. La guerra no tiene un guión, el campo de batalla es siempre impredecible y sólo la experiencia y la astucia te sirve en esos momentos. 

La señal de Kael ya había sido enviada desde el campo principal, pero antes de que pudiera tomar a sus hombres, miró hacia la colina y vio una nueva oleada de soldados descendiendo. Estos se sentían diferentes; sus armaduras eran iguales a las de los jinetes que había matado y los hombres-oso que había masacrado, pero estos parecían más brutales, más temibles.

Bajando la colina, dirigidos por dos guerreros, uno humano y un gigantesco hombre-oso montado en un imponente oso, se preparaban para el combate. El humano llevaba una armadura negra y morada, oscura como la noche, con adornos de plata que relucían bajo la luz del sol. Su casco, decorado con cuernos, ocultaba su rostro, pero sus ojos brillaban con una ferocidad indomable.

El hombre-oso, una bestia imponente de más de dos metros y medio, tenía un pelaje oscuro y espeso. Su montura, un oso igualmente colosal, llevaba una armadura que parecía casi impenetrable. El guerrero-oso gruñó, un sonido que resonó como un trueno en el campo de batalla, mientras organizaba a sus filas para la carga.

Thornflic sabía que no había tiempo para organizarse ni para dejar a Kael solo con la infantería y la caballería ligera. Gritó órdenes rápidas a sus hombres, organizándose lo mejor que pudo en el poco tiempo que tenía.

—¡Mantengan las líneas! ¡No dejéis que nos rompan!— rugió, alzando su mandoble y señalando a los nuevos enemigos. —¡Muestren la verdadera fuerza de Zusian!

Los soldados respondieron con un grito unánime, preparándose para el choque inminente. Thornflic lideró la carga, su mandoble brillando con una luz siniestra mientras se abalanzaba hacia los nuevos enemigos.

El choque fue inmediato y brutal. Los guerreros de la colina se lanzaron contra las filas de Thornflic con una furia devastadora. El hombre-oso y su montura arremetieron contra los soldados de Thornflic, derribando a varios de un solo golpe. El guerrero humano, con una espada larga y oscura, se movía con una gracia mortal, cortando a través de los Legionarios con una precisión letal. Sus movimientos eran casi sobrenaturales, su espada era una extensión de su voluntad, cortando y perforando con una velocidad y fuerza impresionantes. Cada tajo dejaba un rastro de sangre y muerte, y sus ojos ardían con una furia inhumana.

Thornflic se enfrentó al hombre-oso, sus ojos llenos de una furia fría. Con un rugido de desafío, alzó su mandoble y hacha y cargó. El hombre-oso gruñó y lanzó un golpe con su enorme martillo, pero Thornflic esquivó con agilidad sorprendente para alguien de su tamaño, y contraatacó, su mandoble cortando a través del pelaje y la carne del hombre-oso. La sangre salpicó en todas direcciones mientras la bestia rugía de dolor, pero no retrocedía. En lugar de eso, redobló sus esfuerzos, lanzando ataques más rápidos y feroces.

La batalla entre Thornflic y el hombre-oso era feroz. Cada golpe del mandoble de Thornflic arrancaba gritos de dolor de la bestia, pero esta no retrocedía. El hombre-oso, enfurecido, lanzó un golpe devastador que Thornflic apenas pudo bloquear, el impacto resonando en sus brazos. El hombre-oso rugió y atacó con más ferocidad, su velocidad y fuerza inhumanas desafiando la lógica. Su montura, el imponente oso, intentaba morder al semental de guerra de Thornflic, pero este se protegió, alejándose con su testera.

—¡Es todo lo que tienes, bestia!— rugió Thornflic, sus ojos ardiendo con una furia asesina. La criatura rugió en respuesta, su rugido llenando el aire con un sonido casi ensordecedor. El hombre-oso atacó con una fuerza inhumana, su martillo moviéndose con una rapidez mortal. Thornflic bloqueó y esquivó con una destreza impresionante, cada movimiento calculado y preciso.

Con un grito de guerra, Thornflic lanzó un ataque brutal, su mandoble cortando profundamente en el hombro del hombre-oso. La bestia rugió de dolor, pero en lugar de retroceder, se lanzó hacia adelante con una furia renovada. Thornflic giró su hacha y la hundió en el costado de la criatura que montaba, el filo cortando a través de la carne y los huesos. La sangre brotó en un chorro, cubriendo a Thornflic y al suelo a su alrededor.

El hombre-oso, con una última explosión de fuerza, se levantó y lanzó un golpe que Thornflic apenas pudo esquivar. El impacto resonó en el suelo, creando un cráter donde había estado. Thornflic aprovechó la apertura y lanzó un golpe final, su mandoble cortando limpiamente a través del cuello de la bestia. La cabeza del hombre-oso cayó al suelo con un ruido sordo, su cuerpo desplomándose poco después.

Thornflic, cubierto de sangre, levantó su mandoble y rugió en triunfo. Sus hombres, inspirados por la ferocidad de su general, redoblaron sus esfuerzos y comenzaron a ganar terreno contra los nuevos enemigos. El guerrero humano, viendo la caída del hombre-oso, lanzó un grito de furia y cargó contra Thornflic, su espada oscura brillando con una luz siniestra. Thornflic, sin inmutarse, se preparó para el choque. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, ambos supieron que solo uno saldría vivo de ese encuentro.

La batalla entre Thornflic y el guerrero humano fue un torbellino de acero y sangre. Cada golpe resonaba como un trueno, cada movimiento era una danza de muerte. Thornflic atacaba con una fuerza y precisión implacables, su mandoble y hacha cortando el aire con un silbido mortal. El guerrero humano esquiva y contraataca con una gracia casi sobrenatural, su espada moviéndose con una velocidad increíble.

Con un rugido de furia, Thornflic lanzó un ataque devastador, su mandoble cortando profundamente en el costado del guerrero humano. La sangre brotó de la herida, pero el guerrero se mantuvo firme . En lugar de eso, lanzó un contraataque, su espada oscura cortando a través de la armadura de Thornflic y dejando una herida sangrante en su hombro.

—¡Bastardo invasor!— rugió el guerrero humano, sus ojos llenos de odio. —¡Hoy conocerás el verdadero poder de los Hombres de Rivenrock!

El guerrero humano se lanzó contra Thornflic con una velocidad y furia inigualables, su espada oscura brillando con un resplandor siniestro. Thornflic respondió al ataque con un rugido de desafío, su mandoble y hacha listos para el combate. El choque entre ambos fue como el encuentro de dos fuerzas de la naturaleza, cada golpe resonando como el trueno.

La espada del guerrero humano cortaba el aire con una velocidad mortal, sus movimientos precisos y calculados. Thornflic bloquea y contraataca con una fuerza brutal, su mandoble golpeando con una potencia devastadora. La batalla era un torbellino de acero y sangre, ambos combatientes mostrando una habilidad y ferocidad extraordinarias.

—¡Venganza por la masacre de Albaclara!— gritó el guerrero humano, sus palabras llenas de furia y dolor. —¡Por los inocentes que asesinaste sin piedad!

Thornflic soltó una carcajada oscura, sus ojos llenos de desprecio. —¡Que se jodan, lo volvería hacer y lo haré en su capital!— rugió, lanzando un golpe con su mandoble que el guerrero apenas pudo bloquear. El impacto resonó en el aire, el poder del ataque haciendo que el guerrero retrocediera un paso.

El guerrero humano contraatacó con una rapidez impresionante, su espada oscura cortando hacia Thornflic con una precisión letal. Thornflic bloqueó el ataque con su hacha, desviando la hoja y lanzando un contraataque con su mandoble. El filo cortó a través del aire, dejando un rastro de sangre mientras el guerrero humano levantó el brazo y el impacto fue a sus guantelete por poco destrozando su mano.

Ambos combatientes estaban empapados en sudor y sangre, sus respiraciones pesadas y jadeantes. Cada golpe, cada movimiento, era una batalla en sí misma, una prueba de fuerza y habilidad. Thornflic lanzó un ataque devastador, su mandoble cortando hacia el guerrero con una fuerza imparable. El guerrero bloqueó con su espada, pero el impacto lo hizo tambalearse, su expresión de dolor y furia se intensifican.

—¡Por Albaclara, por el Vizcondado!— gritó el guerrero, su voz resonando con una pasión que pareció inspirar a sus tropas. Los hombres de Rivenrock, alimentados por la furia y la desesperación, luchaban como bestias, dificultando enormemente la tarea de los Legionarios. Incluso algunos jinetes medianos se unieron a la lucha, moviéndose con rapidez y atacando a los enemigos con sus gujas.

El guerrero humano lanzó un golpe con toda su fuerza, su espada oscura moviéndose con una rapidez mortal hacia el gorgal de Thornflic. El golpe fue tan potente que desgarró el metal de la armadura, tocando su piel. Thornflic apenas pudo esquivar, el filo de la espada rozando su piel y dejando un leve corte sangrante. El dolor solo alimentó su furia, su deseo de sangre.

Con un rugido de guerra, Thornflic lanzó un golpe final, su mandoble cortando limpiamente a través del torso del guerrero humano. La sangre brotó en un chorro, cubriendo a Thornflic y al suelo a su alrededor. El guerrero humano dejó escapar un grito de agonía antes de desplomarse al suelo, su vida extinguiéndose en un charco de sangre.

Thornflic, cubierto de sangre y heridas, levantó su mandoble, deteniendo varios ataques de los enemigos enloquecidos. Con su hacha, cortó las cabezas de aquellos que se acercaban demasiado. No se detuvo. Dos osos enormes intentaron partirlo con sus hachas gigantescas, pero Thornflic, con un rápido movimiento, asesinó a ambos. El primero cayó con un golpe devastador al cuello, mientras que el segundo fue desmembrado en un parpadeo.

Sus hombres, inspirados por la ferocidad de su general, redoblaron sus esfuerzos, comenzando a ganar terreno contra los nuevos enemigos, que luchaban sin miedo a la muerte. La batalla estaba reñida, a pesar de que Thornflic acababa de matar a los dos comandantes. Los hombres y los hombres-oso no se detuvieron. Thornflic podía entenderlo un poco; los hombres de Rivenrock veían esta batalla como su última oportunidad para ganar y evitar su extinción. Y los hombres-oso, bueno, eran mercenarios, podrían querer vengar a su líder muerto o en serio querían su paga.

Como fuera, Thornflic siguió su avance, acompañado de sus hombres. Trató de abrirse camino, su plan era llegar al final de ese mar de enemigos y partirlo en dos. Él tomaría una parte y los rodearía, masacrando a los sobrevivientes. La estrategia era clara: romper el espíritu de los enemigos, dejándolos sin opciones y sin esperanza.

Thornflic avanzó con furia, cada paso una danza de muerte. Su mandoble y hacha se movían con precisión letal, cortando a través de carne y hueso. Cada golpe desgarraba a sus adversarios, enviando fragmentos de armadura y sangre volando en todas direcciones. Los guerreros que intentaban detenerlo eran barridos con una facilidad brutal, sus cuerpos destrozados cayendo a su alrededor. Sus hombres, inspirados por su implacabilidad, lo seguían, cortando a los enemigos con una brutalidad sin igual. El último grito de muerte se alzaba sobre el campo de batalla, formando un coro macabro que resonaba en los corazones de los combatientes.

El campo de batalla se convirtió en un abismo de caos y destrucción, cada rincón impregnado de sangre y muerte. Thornflic lideró a sus hombres, abriendo un camino a través de las filas enemigas. Los guerreros de Rivenrock luchan con desesperación, pero la fuerza y la ferocidad de Thornflic y sus Legionarios eran inquebrantables. Los escudos se rompían bajo la presión de sus ataques, y las armas caían de las manos temblorosas de los enemigos antes de que pudieran encontrar su marca. Los cuerpos se amontonaban, creando barreras sangrientas que dificultaba aún más el avance de los defensores.

A medida que el combate continuaba, Thornflic y sus hombres lograron abrir una brecha en las filas enemigas, dividiendo a los guerreros de Rivenrock y a los hombres-oso en dos grupos aislados. Sin ningún lugar a donde escapar, los enemigos restantes se vieron rodeados y masacrados uno por uno. La resistencia fue aplastada, y el campo de batalla se llenó de los cuerpos de los caídos, un testimonio de la implacable brutalidad de Thornflic y sus Legionarios. Los Legionarios redoblaron sus esfuerzos y comenzaron a ganar terreno contra los nuevos enemigos que aún luchaban como bestias. La batalla, aunque estaba llegando a su fin, seguía siendo una carnicería, un espectáculo de destrucción que dejaría una marca indeleble en la historia de Rivenrock y Zusian. La victoria estaba asegurada, y el campo de batalla sería un monumento a la brutalidad y ferocidad de Thornflic y sus Legionarios.

El aire estaba cargado del hedor de la sangre y el sudor, y el suelo era un mar de cadáveres y restos destrozados. Pero Thornflic no se detuvo a festejar. Con un grito ensordecedor, dio su orden, consciente de que la verdadera batalla aún no había terminado.

—¡Formen columnas y síganme! ¡Levanten los estandartes, vamos por la cabeza de Narrok!— rugió Thornflic, su voz resonando por encima del estruendo.

Sus hombres, exhaustos pero motivados por la presencia imponente de su general, comenzaron a reagruparse. Los estandartes de Zusian se alzaron sobre el campo de batalla, ondeando con orgullo y desafío. Los Legionarios se organizaron rápidamente, formando columnas disciplinadas bajo la dirección de Thornflic. La sangre y el sudor cubrían sus cuerpos, pero sus ojos brillaban con una determinación feroz.

Thornflic cabalgó con todo lo que tenía y comenzó a rodear la retaguardia del ejército de Narrok. La ferocidad en su corazón solo se intensificaban con cada paso. El general sabía que eliminar a Narrok sería el golpe final, el golpe que rompería la moral del enemigo y aseguraría la supremacía de Zusian y el último vestigio de resistencia de esa tierra. Con cada galope, el suelo temblaba bajo el peso de sus caballos y el estruendo de los estandartes ondeando al viento.

El campo de batalla principal se extendía ante ellos. Los cuerpos de los enemigos yacían esparcidos, y la tierra misma parecía impregnada de la brutalidad del combate. Thornflic vio a Kael, que estaba tomando su maza para atacar, los cientos de miles de infantería con él en la línea principal. Una masacre por lados iguales, los jinetes y infantes ligeros, regulares y de élite, peleando contra la fuerza principal de Narrok.

Thornflic rugió y comenzó la carga. Una densa formación de arqueros intentó detenerlos, pero sus flechas fueron ineficaces, rebotando inofensivamente contra sus escudos y armaduras. Pronto, los legionarios devastaron a esos arqueros, cortándolos en pedazos. Thornflic mantuvo su avance y pronto se encontraron cara a cara con las levas de Narrok. En el frente, vio a Kael, que había cargado con igual furia, llevando a toda la infantería junto a él. Los legionarios de las sombras y la parte de los desolladores carmesí que le prestó siguieron su ejemplo y lo acompañaron. Kael, en la vanguardia, devastaba a los enemigos con su enorme maza, aplastando cráneos y perforando corazones con cada embate. Las levas enemigas, aunque eran cientos de miles, apenas eran un obstáculo para la furia de Thornflic y sus hombres. Los caballos de Thornflic pisoteaban a los soldados caídos, aplastando huesos y carne bajo sus cascos. Su mandoble y hacha se movían con precisión letal, cortando a través de las defensas enemigas, arrancando gritos de dolor y desesperación. Los cuerpos se apilaban, y la tierra se teñía de rojo bajo sus pies.

El avance fue implacable. Thornflic se movía con la precisión de un verdugo, cada golpe dirigido para causar el máximo daño. Un soldado enemigo intentó bloquear su camino, pero Thornflic lo decapitó de un solo golpe, la cabeza volando en el aire antes de aterrizar con un sonido sordo. Un orco montado en un rinoceronte, indiferente a sus propios aliados, lanzó un rugido y se abalanzó sobre él. Thornflic esquivó el embate y hundió su hacha en el cráneo del monstruo, partiéndolo en dos, mientras la sangre y el cerebro salpicaba a los combatientes cercanos.

Los legionarios seguían su ejemplo, cortando y empalando a los enemigos sin piedad. Un legionario levantó su alabarda y empaló a dos enemigos de una vez, sus cuerpos colgando de la hoja mientras la sangre fluía en un torrente. Otro guerrero de Rivenrock trató de huir, pero fue alcanzado por un legionario que le cortó las piernas antes de rematarlo con un golpe en el corazón. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el estruendo del combate, creando una sinfonía de horror.

El campo de batalla se convirtió en un abismo de carnicería. Thornflic cortaba miembros y torsos con cada oscilación de su mandoble, mientras su hacha descuartizaba a los enemigos que se atrevían a acercarse demasiado. Un guerrero enemigo cayó de rodillas, suplicando por su vida, solo para ser decapitado con un golpe rápido y certero. Los legionarios, inspirados por la brutalidad de su líder, se sumergieron aún más en la matanza, desgarrando carne y aplastando huesos con una furia implacable.

Thornflic y sus hombres avanzaron sin descanso, sus cuerpos cubiertos de sangre y sudor. Un enemigo intentó sorprender a Thornflic por la espalda, pero fue rápidamente derribado por un legionario que le arrancó la columna vertebral con un solo movimiento de su alabarda. La tierra temblaba bajo los pies de los guerreros y las pezuñas de los caballos, el sonido de las armas chocando y los gritos de agonía resonando en el aire.

Los arqueros enemigos, desesperados, intentaron otra andanada de flechas, pero fueron rápidamente silenciados por una ráfaga de proyectiles de los legionarios, que los derribaron como trigo en la cosecha. Las levas enemigas, a pesar de su número, no pudieron resistir la furia desatada de Thornflic y sus hombres. Cada intento de resistencia fue brutalmente aplastado, cada línea defensiva quebrada y pisoteada.

Thornflic, con una sonrisa sádica en su rostro, avanzó hacia el corazón del ejército de Narrok, decidido a terminar con el enemigo de una vez por todas. Con cada golpe de su mandoble y su hacha, la esperanza del enemigo se desvanecía. La masacre era total, los cuerpos de los caídos se acumulaban, formando pilas grotescas de carne y huesos destrozados. No había escapatoria para los enemigos; cada uno de ellos encontró su final a manos de los implacables soldados de Thornflic y de Kael. Los Legionarios se movían como una marea imparable, sus armas alzándose y cayendo en un ritmo despiadado. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el estruendo del combate, creando una sinfonía de destrucción que llenaba el aire.

Thornflic, en el corazón de la carnicería, renovaba su fuerza con cada instante de muerte y destrucción. Sus ojos brillaban con una furia mientras barría con su mandoble y su hacha, cortando a través de los enemigos como si fueran meros insectos. La sangre salpicaba su rostro y su armadura, un tributo a su sed de violencia. Los cuerpos caían a su alrededor, y la tierra se empapaba de rojo bajo sus pies. Soltó un último rugido y cargó con sus últimas fuerzas, ya que había llegado a las tropas del cuartel general enemigo, jinetes e infantes de las guardias del cuervo, soldados profesionales y no simples levas. Aunque eran más formidables, resultaron igual de fáciles de masacrar para Thornflic. Sus jinetes eran un chiste; acababa de matar a sus élites en el estrecho paso sin importar cuán diestros fueran. 

Al frente, Kael avanzó con una ferocidad sin igual. Pronto se encontró en un combate encarnizado, enfrentando a un hombre lagarto montado en un enorme reptil y a un alto elfo sobre su ciervo blanco. Sus armaduras brillaban casi celestiales, pero Kael no se detuvo. A su vez, Thornflic se encontró frente a un enorme orco, evidentemente el líder de los Cuervos Negros. Sonrió, aceptando el duelo con una sed de sangre renovada.

—¡Ven aquí, monstruo!— rugió Thornflic, levantando su mandoble.

El orco, una bestia colosal con músculos como acero y ojos llenos de odio, cargó contra él en un gigantesco rinoceronte, su maza cayendo como un martillo de guerra. Thornflic bloqueó el golpe con su mandoble, el impacto resonando a través de sus huesos.

—¿Puedes hacer que valga la pena?— gritó Thornflic, desviando el siguiente golpe y contraatacando con su hacha.

El filo del hacha de Thornflic se hundió en el costado del orco, atravesando su gruesa armadura y llegando a la carne. El orco rugió de dolor, pero no retrocedió. En lugar de eso, lanzó otro golpe con su maza, apuntando a la cabeza de Thornflic. Thornflic se agachó justo a tiempo, sintiendo el viento del arma pasar por encima de su cabeza.

Thornflic, cansado pero implacable, atacó de nuevo, su mandoble cortando el aire con una precisión letal. El orco esquivó y contraatacó, su maza impactando en el hombro de Thornflic con una fuerza brutal. Thornflic gruñó de dolor, pero no cedió. Con un rugido, lanzó su hacha hacia la cara del orco, cortando profundamente en su mejilla y arrancando un torrente de sangre.

El orco retrocedió, su furia incrementándose. Con una fuerza renovada, arremetió contra Thornflic, su maza impactando en el costado del general con una fuerza que lo hizo tambalearse. Thornflic jadeó, sintiendo que sus costillas se quebraban bajo el impacto. A pesar del dolor, se mantuvo en su caballo, su mirada fija en su adversario.

—¡No me vencerás, bestia!— grito Thornflic, levantando su mandoble una vez más.

—¡Te destrozaré, humano!— rugió el orco, lanzando otro golpe con toda su furia.

Thornflic desvió el golpe con su hacha, la hoja raspando contra la armadura del orco y sacando chispas. Con un movimiento rápido, Thornflic giró sobre su caballo y asestó un golpe con su mandoble, cortando a través del muslo del orco y haciéndolo caer de su rinoceronte. El orco, herido pero no vencido, levantó su maza para un golpe final. Thornflic, jadeando y cubierto de sudor y sangre, apenas pudo levantar su mandoble para bloquear el golpe. La fuerza del impacto lo hizo caer de su caballo, su visión oscureciéndose por el dolor y el agotamiento. Jinetes pesados intentaron ayudarlo, pero el orco los mató de un solo golpe, rompiéndoles los cráneos y desgarrando sus cuerpos con una brutalidad salvaje.

El orco se acercó lentamente, su maza alzada para un golpe final. Thornflic, con sus últimas fuerzas, levantó su hacha y lanzó un grito de desafío. Cuando el orco bajó su maza, Thornflic se lanzó hacia adelante, su hacha clavándose profundamente en el cráneo de la bestia. El orco se quedó inmóvil por un momento, luego cayó hacia adelante, su peso aplastando a Thornflic contra el suelo.

Thornflic jadeó, sintiendo la oscuridad envolverlo. Con un último esfuerzo, empujó el cuerpo del orco a un lado y se levantó lentamente, tambaleándose. La batalla aún rugía a su alrededor. Uno de los jinetes se acercó a él y lo ayudó a levantarse.

—¡Maten a esa puta bestia!— ordenó Thornflic, viendo cómo el rinoceronte enloquecido embestía a todos los que podía, aplastando a los soldados con cada paso.

Dos soldados pesados obedecieron de inmediato. El primero, armado con un martillo de guerra, desorientó al rinoceronte con un golpe devastador en la cabeza, mientras el segundo, blandiendo una alabarda, atacó el cuello de la bestia, cortando profundamente y derribándolo finalmente.

—¡General, tome su caballo!— dijo el jinete que lo había ayudado a levantarse. Como pudo, Thornflic se subió a la montura, listo para ir por Narrok, su sed de sangre aún insatisfecha.

Un último ímpetu surgió dentro de Thornflic mientras lanzaba la carga final. La guardia de Narrok intentó detenerlo, pero sus Desolladores Carmesí se adelantaron, enfrentándose a los defensores con una ferocidad inhumana. Los Legionarios de las Sombras y los Pesados de Élite liberaron el camino hacia Narrok, abriendo brechas en las líneas enemigas con cada golpe.

Kael, liderando la infantería, avanzaba con una determinación implacable, arrasando con los enemigos en su camino. La infantería de Kael se movía como una marea oscura, empujando a los soldados de Narrok hacia la aniquilación, mientras los jinetes medios en los flancos actuaban como una segunda marea, un torbellino de muerte desatada. Thornflic y sus hombres se abrían paso, dejando un rastro de cadáveres y desmembrados en su estela.

Narrok, rodeado por todos lados, veía su ejército desmoronarse. Thornflic se dirigió hacia él, sus ojos brillando con una furia asesina. La guardia personal de Narrok, formada por jinetes y guerreros de élite, intentó proteger a su líder, pero fueron abatidos sin piedad. Thornflic cortaba cabezas y miembros con cada golpe, el aire resonando con los gritos de los moribundos.

Los Desolladores Carmesí, con sus armaduras empapadas en sangre, luchaban con una violencia salvaje, desgarrando carne y rompiendo huesos. Un Desollador levantó a un enemigo por el cuello, aplastando su tráquea con un apretón de su mano antes de lanzarlo a un lado como un muñeco roto. Otro cortó a través de una fila de soldados, su espada dejando un rastro de vísceras y órganos esparcidos por el suelo.

Los Legionarios de las Sombras, implacables y eficientes, se movían como sombras letales, sus armas atravesando corazones y gargantas con precisión mortal. Un legionario empaló a dos enemigos de un solo golpe y decapitó a varios jinetes que intentaron atacarlo, sus cuerpos temblando antes de caer al suelo, sus ojos abiertos en una expresión de horror eterno.

Thornflic, al frente, se abrió camino hacia Narrok. Un jinete enemigo intentó cargar contra él, pero Thornflic lo derribó de su caballo con un golpe brutal, aplastando su cráneo bajo la pata de su caballo. Con un rugido de triunfo, Thornflic levantó su mandoble y avanzó hacia Narrok, quien estaba atrapado, rodeado por sus propios hombres cayendo en desorden.

Narrok, con su espada en mano y la determinación en su mirada, intentó dar órdenes para reorganizar a sus tropas, pero era inútil. La línea de defensa se había roto, y el caos reinaba. Thornflic avanzó con pasos firmes y decididos, su mandoble cortando a través de la carne y el hueso como si fueran papel. Cada golpe era letal, cada movimiento preciso y mortal. Los soldados de Narrok caían a su paso, sus cuerpos despedazados y sus gritos ahogados por el estruendo de la batalla.

Un grupo de élites de Narrok intentó una última carga desesperada para proteger a su líder. Thornflic, imperturbable, se giró y desató una furia incontrolable. Su mandoble se movía en un arco amplio, cortando extremidades y torsos, la sangre salpicando su armadura y su rostro. Un enemigo trató de acercarse por detrás, pero Thornflic giró con una velocidad asombrosa, decapitandolo de un solo golpe.

Los Desolladores Carmesí y los Legionarios de las Sombras estaban a su lado, igualando su brutalidad. Un Desollador hundió su hacha en el cráneo de un enemigo, sacándola con un sonido húmedo y repulsivo antes de buscar a su próxima víctima. Los Legionarios se movían con una precisión letal, cortando a través de los enemigos con una eficiencia despiadada. Un Legionario de las Sombras se lanzó hacia adelante, atravesando a un jinete y luego cortando la garganta de otro con un movimiento fluido y mortal.

Finalmente, Thornflic llegó a Narrok, quien se encontraba rodeado por los cadáveres de sus propios hombres. Los ojos de Narrok se encontraron con los de Thornflic, y en ese momento, comprendió que su destino estaba sellado. Thornflic avanzó, su mandoble brillando bajo el sol mientras los restos del ejército de Narrok intentaban en vano detenerlo.

—¡Tu final ha llegado, Narrok! —rugió Thornflic, levantando su mandoble para el golpe final.

Narrok, con los ojos llenos de ira fría, levantó su espada y cargó contra él. El choque de sus armas resonó como un trueno, la fuerza de Narrok sorprendiendo a Thornflic, quien ya estaba herido y cansado. Narrok empujaba con una fuerza casi inhumana, cada golpe de su espada un intento de romper la defensa de Thornflic.

Narrok empujó con un poderoso tajo lateral que Thornflic apenas logró bloquear. El general tambaleó hacia atrás, sintiendo el peso de la fatiga y sus heridas. Narrok no dio tregua, lanzando una serie de ataques rápidos y precisos. Sus movimientos eran fluidos y letales, cada golpe dirigido con la intención de desarmar y destruir.

Thornflic bloqueó otro ataque, pero la fuerza del impacto resonó a través de su brazo, haciéndolo entumecer. Con un gruñido de dolor, intentó contraatacar, pero Narrok esquivó hábilmente, deslizando su espada por el costado de Thornflic y dejando un corte profundo. La sangre brotó, manchando su armadura y aumentando su furia.

Narrok aprovechó la apertura y lanzó un golpe descendente, apuntando a la cabeza de Thornflic. El general apenas levantó su mandoble a tiempo para bloquearlo, pero el impacto fue tan fuerte que sus rodillas casi cedieron. Narrok sonrió con una mueca de desprecio, presionando con más fuerza, tratando de quebrar la defensa de Thornflic.

—¡Eres débil, Thornflic!— gritó Narrok, sus ojos brillando con un odio feroz.

Con un esfuerzo sobrehumano, Thornflic empujó a Narrok hacia atrás, ganando un breve respiro. Su respiración era pesada y dolorosa, cada movimiento le costaba más que el anterior. Narrok avanzó de nuevo, su espada bailando en el aire con una gracia mortal. Thornflic bloqueó y esquivó como pudo, pero cada golpe de Narrok se sentía como el martillo de un dios.

Narrok lanzó una estocada directa al corazón de Thornflic, quien giró su cuerpo a un lado para evitarla, sintiendo el filo de la espada rasgar su costado. Con un gruñido de dolor, Thornflic contraatacó, lanzando su mandoble en un arco horizontal. Narrok se agachó y la hoja pasó silbando sobre su cabeza, sin alcanzar su objetivo.

Narrok aprovechó la posición vulnerable de Thornflic y lanzó un golpe ascendente, su espada rasgando el aire y encontrando carne. La hoja atravesó la pierna de Thornflic, quien cayó de rodillas con un rugido de dolor y frustración. Narrok levantó su espada para el golpe final, una sonrisa de victoria curvando sus labios.

—Este es tu final, Thornflic— murmuró Narrok, bajando su espada con toda su fuerza.

Con sus últimas fuerzas, Thornflic levantó su mandoble, bloqueando el golpe a escasos centímetros de su rostro. La presión fue tan intensa que sintió sus huesos crujir bajo el esfuerzo. El sudor y la sangre le cegaban, pero se negó a rendirse. Con un grito de pura determinación, Thornflic empujó a Narrok hacia atrás una vez más.

Narrok retrocedió unos pasos, sorprendido por la tenacidad de Thornflic. Sin embargo, no perdió tiempo y volvió a la carga, su espada moviéndose como un rayo. Thornflic, ya casi sin fuerzas, apenas podía seguirle el ritmo. Narrok lo empujaba hacia atrás con cada golpe, sus ataques cada vez más intensos y precisos.

Un tajo descendente de Narrok hizo que Thornflic soltara su mandoble, el arma cayendo al suelo con un estruendo. Sin perder tiempo, Narrok levantó su espada para el golpe final, su mirada llena de fría determinación.

Thornflic, arrodillado y sin armas, miró a su enemigo con odio y desafío. Con un último esfuerzo, se lanzó hacia adelante, golpeando con su puño el costado de Narrok, quien gruñó de dolor pero no se detuvo. Thornflic se aferró al brazo de Narrok, tratando de desviar la espada que se acercaba a su cuello.

La fuerza de Narrok era abrumadora, y poco a poco la espada descendía hacia Thornflic. Con un grito de desafío, Thornflic soltó el brazo de Narrok y lanzó un puñetazo directo a su rostro. El impacto fue fuerte, pero no lo suficiente para detener el avance de la espada.

Narrok empujó con un poderoso tajo lateral que Thornflic apenas logró bloquear. El general tambaleó hacia atrás, sintiendo el peso de la fatiga y sus heridas. Narrok no dio tregua, lanzando una serie de ataques rápidos y precisos. Sus movimientos eran fluidos y letales, cada golpe dirigido con la intención de desarmar y destruir.

Thornflic bloqueó otro ataque, pero la fuerza del impacto resonó a través de su brazo, haciéndolo entumecer. Con un gruñido de dolor, intentó contraatacar, pero Narrok esquivó hábilmente, deslizando su espada por el costado de Thornflic y dejando un corte profundo. La sangre brotó, manchando su armadura y aumentando su furia. Thornflic apretó los dientes, sintiendo la ardiente punzada del acero que desgarraba su carne.

Narrok aprovechó la apertura y lanzó un golpe descendente, apuntando a la cabeza de Thornflic. El general apenas levantó su mandoble a tiempo para bloquearlo, pero el impacto fue tan fuerte que sus rodillas casi cedieron. Narrok sonrió con una mueca de desprecio, presionando con más fuerza, tratando de quebrar la defensa de Thornflic. Las espadas chirriaban y lanzaban chispas al aire con cada choque, el eco del combate resonando en el campo de batalla.

Con un esfuerzo sobrehumano, Thornflic empujó a Narrok hacia atrás, ganando un breve respiro. Su respiración era pesada y dolorosa, cada movimiento le costaba más que el anterior. Narrok avanzó de nuevo, su espada bailando en el aire con una gracia mortal. Thornflic bloqueó y esquivó como pudo, pero cada golpe de Narrok se sentía como el martillo de un dios. Los cortes se multiplicaban en su cuerpo, la sangre fluyendo libremente, pero su espíritu no se quebrantaba.

En ese momento, un grito de guerra resonó en el campo de batalla; era Kael, quien también se había abierto paso hasta el cuartel general. La distracción fue suficiente para Thornflic, que, con un golpe con todas sus fuerzas, golpeó a Narrok en el rostro, haciéndolo tambalearse. Narrok aflojó su agarre, y Thornflic, con un movimiento rápido y brutal, le rompió la mano con un crujido desgarrador. Narrok gritó de dolor, su espada cayendo de su mano herida. Thornflic aprovechó la oportunidad y lo tomó del cuello, levantándolo en el aire. Apretó su agarre, sus dedos como tenazas de hierro.

—¡Este es tu fin, Narrok!— rugió Thornflic, su voz llena de furia y odio.

Narrok, incapaz de liberarse, pateaba y golpeaba a Thornflic con desesperación, pero sus esfuerzos eran en vano. Thornflic apretó más fuerte, sus ojos brillando con una ira sádica. La cara de Narrok se volvía púrpura, sus ojos desorbitados y su boca abierta en un intento desesperado por respirar. Thornflic no mostraba piedad. Con un rugido de pura ferocidad, apretó con todas sus fuerzas, sintiendo los huesos del cuello de Narrok crujir y romperse bajo la presión. La vida se desvaneció de los ojos de Narrok, y su cuerpo dejó de moverse. Con un último esfuerzo, Thornflic lanzó el cuerpo sin vida de Narrok al suelo, donde cayó con un sonido sordo y definitivo.

Thornflic, bañado en la sangre de su enemigo, alzó su mandoble manchado de rojo, un símbolo de su victoria sangrienta. Observó el campo de batalla, donde la carnicería había alcanzado su clímax. Los desolladores carmesíes, con una eficiencia macabra, continuaban su trabajo, desgarrando carne y aplastando huesos con cada golpe. La escena era un festín de horror: cuerpos mutilados yacen en todas direcciones, el suelo empapado de sangre y los gritos agonizantes de los moribundos resonaban en el aire.

Los legionarios de las sombras se movían como espectros en la oscuridad, atravesando las líneas enemigas con precisión mortal. Sus ataques eran implacables, cada embestida una sentencia de muerte, dejando un rastro de cadáveres ensangrentados y desmembrados. El estruendo de las armas chocando, el chirrido del metal y el lamento de los vencidos formaban una sinfonía de caos y muerte.

Kael, en el corazón del tumulto, se abría paso con una furia destructiva. Su maza, manchada de sangre y restos de armaduras destrozadas, golpeaba con una fuerza abrumadora. Los soldados de Narrok, ya desmoralizados y aterrorizados, intentaban desesperadamente huir. Pero cada intento de escape era interceptado por la muerte, sus cuerpos cayendo a los pies de los invasores. Un guerrero de Rivenrock intentó escapar en medio del desorden, solo para ser alcanzado por un desollador carmesí, que le arrancó la cabeza con un golpe brutal.

Thornflic se regocijaba en la visión del campo de batalla. Su rostro estaba una máscara de satisfacción y crueldad, reflejando el dominio absoluto que había logrado. Los cuerpos de los enemigos se acumulaban en montones grotescos, y la tierra, una vez fértil, ahora estaba teñida de un rojo intenso y ominoso. Cada centímetro del campo de batalla parecía un testimonio del poder y la brutalidad del ducado de Zusian.

Con un gesto brutal, Thornflic llamó a sus jinetes pesados. Estos avanzaron para asegurar la completa erradicación del enemigo, una tarea que se realizaba con la misma implacable eficiencia que el combate anterior. No habría prisioneros; solo una masacre final. Los pocos sobrevivientes fueron cazados con una determinación despiadada, sus gritos de pánico y dolor llenando el aire mientras eran abatidos sin piedad. La tierra se llenaba de la desesperación final de los derrotados, sus últimos alientos extinguiéndose en la fría indiferencia de la muerte.

Thornflic, con su mirada fija en el horizonte, sabía que esta victoria no solo consolidaba el poder del ejército del ducado de Zusian, sino que también aterrorizaba a sus enemigos. La campaña contra el Vizcondado de Rivenrock había sido mucho más que una victoria militar; había sido una demostración de brutalidad que quedaría grabada en la memoria de todos aquellos que se atrevieran a desafiar a los Erenford y Zusian. La derrota del Vizcondado era un mensaje claro: desafiarlos era una invitación a la conquista y a el enfrentarse a una furia sin límites.

Ya solo faltaba llegar a la capital, torturar a Edric y acabar con él. Thornflic, envuelto en la gloria de su triunfo y el caos que había sembrado, alzó nuevamente su mandoble, el arma reluciendo con una amenaza sombría. Sus tropas, hambrientas de más sangre y ansiosas por seguir la senda de la destrucción, respondieron con vítores y gritos de guerra.

—¡Adelante!— ordenó Thornflic, su voz cargada de un odio sádico. —¡Hacia la capital de Rivenrock! ¡Que Edric sufra por su osadía! ¡Que su territorio arda en llamas y que sus súbditos tiemblen ante el poder de los Erenford! ¡Que cada rincón de su tierra sea un monumento a nuestra furia!