El viento seguía soplando, llevando consigo las cenizas y los susurros de los muertos, mientras Roderic cabalgaba con calma sobre los prisioneros, su imponente figura montada en un corcel negro de ojos salvajes. La armadura de Roderic, una obra maestra de acero Monter forjado, estaba manchada con sangre seca y salpicada de cenizas, vestigios de la carnicería que había dejado a su paso. Cada pisada del caballo resonaba con un eco sombrío, aplastando la lodosa tierra manchada de rojo bajo su peso.
Los prisioneros, desarmados y encadenados, yacían en el suelo, dispuestos en una fila bajo la vigilancia impasible de la infantería de Roderic. Sus cuerpos maltrechos y temblorosos reflejaban el agotamiento y el miedo que los consumía. Algunos apenas mantenían la cabeza erguida, incapaces de soportar el peso de su destino. La mirada de Roderic, dura y sin piedad, recorría a cada uno de ellos, observando su miseria con un desdén casi palpable. Los Lobos Negros, su guardia personal, mantenían su formación alrededor de él, sus armaduras tan o más ensangrentadas que la suya, como si la sangre que las cubría fuera insignificante.
El viento, cargado con el olor metálico de la sangre y el humo de los fuegos aún ardientes en la distancia, azotaba el campo de batalla. A lo lejos, los cuerpos caídos de los Demonios de Plata yacían esparcidos como muñecos rotos, abandonados al capricho de la muerte. La victoria había sido contundente, pero en el rostro de Roderic no había júbilo, solo una calma fría, como si la batalla no hubiera sido más que un trámite necesario en un juego mucho más grande.
Roderic tiró de las riendas de su caballo, deteniéndose frente a un viejo conocido, Graham. El hombre estaba enfilado junto a los demás prisioneros, arrodillado en el barro, su cota de escamas rota y ensangrentada, su brazo colgando de manera desagradable, ya pudriéndose. Sus ojos, vacíos de toda esperanza, miraban al suelo, incapaces de enfrentar la realidad de su derrota. Roderic lo observó por un largo momento, estudiando al hombre que una vez fue un formidable general. Ahora, apenas parecía un guerrero; su semblante hablaba de una rendición interna, como si hubiera abandonado la lucha mucho antes de que la batalla terminara.
Con un movimiento lento y deliberado, Roderic desmontó de su caballo, su pesada armadura resonando con cada paso que daba sobre el suelo ensangrentado. Se acercó a Graham, sus botas salpicando barro y sangre mientras caminaba. Al detenerse frente a él, Roderic levantó su martillo de guerra, todavía goteando con la sangre de sus enemigos, y lo apoyó sobre el hombro, el gesto tan intimidante como la mirada que le dirigía.
—Años sin vernos, ¿no, Graham? —dijo Roderic, su voz profunda y resonante cortando el aire como un cuchillo. Las palabras parecieron devolverle algo de conciencia a Graham, quien levantó la mirada lentamente, sus ojos vacíos y resignados encontrándose con los de Roderic.
—Oh, ¿cómo podría olvidar esa melena negra y esos ojos azules de demonio que tienes, Roderic? —respondió Graham con un tono cargado de sarcasmo, pero su voz carecía de la fuerza que solía tener. Era una sombra de lo que fue, un intento débil de desafiar al hombre que se erguía sobre él. El sarcasmo en sus palabras era un eco distante de la agudeza que una vez había definido su carácter, ahora apenas un reflejo empañado por la derrota y el dolor.
Roderic no respondió de inmediato. Simplemente lo observó, sus ojos afilados como los filos de una guadaña, como si estuviera decidiendo el destino de un insecto que había caído en su camino. El silencio entre ellos se alargó, solo interrumpido por el susurro del viento y el crujido ocasional de las brasas que aún ardían en la distancia. Finalmente, un destello de lo que podría haber sido lástima cruzó sus ojos, pero fue tan efímero como una chispa en medio de la tormenta, desvaneciéndose antes de poder ser realmente percibido.
—Dime, Graham —No había piedad en la voz de Roderic, solo una frialdad inhumana que se filtraba en cada palabra, como el hielo que recorre la piel antes de un golpe mortal. Roderic bajó la mirada hacia el hombre que una vez fue temido en los campos de batalla durante sus años dorados, un veterano curtido en las guerras de generaciones, una carrera militar de más de ciento veinte años en combate, cuyo nombre era pronunciado con respeto y temor—. ¿Cómo un veterano de mil batallas, que ha estado en el campo de batalla desde antes de mi propio nacimiento, fue tan descuidado? ¿O es que ya te has puesto demasiado viejo para esto? ¿Quizás es por la muerte de tus hijos?
Graham no respondió de inmediato, su mandíbula tensa mientras las palabras de Roderic se clavaban en su orgullo como estacas afiladas, destrozando lo poco que quedaba de su espíritu combativo. El peso de su derrota, de su fracaso, se hacía cada vez más insoportable. Durante unos segundos, el viejo general se limitó a observar el suelo embarrado, luchando por mantener la compostura, por no dejar que el último hilo de dignidad que le quedaba se desmoronara ante los ojos de su enemigo.
Finalmente, levantó una mano temblorosa y señaló un cadáver que yacía a poca distancia, medio sumergido en el barro, su cabeza separada en el lodo con los ojos abiertos y vacíos mirando hacia el cielo gris. Su armadura plateada, manchada de sangre y cubierta de ceniza, reflejaba el último resplandor de las brasas moribundas. Era un cuerpo que Roderic había pasado por alto, uno de los muchos que había matado sin pensar, como si fuera un peón más en su camino hacia la victoria.
—A quien mataste —dijo Graham con voz ronca, cargada de una amargura envejecida—, era uno de los hijos bastardos de mi marques. El hombre quiso darle fama a sus bastardos, así que al escuchar que Thornflic abandonó la zona y que entró en campaña contra esos cuervos de Rivenrock, pensó que sería un lugar perfecto para que se hicieran de un nombre. Pero siendo sinceros, eran más un par de idiotas con aires de grandeza que verdaderos prospectos para generales o guerreros.
El viejo guerrero dejó escapar un suspiro cansado, como si cada palabra le arrancara un pedazo de su alma. Su mirada volvió a encontrarse con la de Roderic, buscando en sus ojos alguna señal de comprensión o de humanidad, pero solo encontró la misma fría indiferencia que había sentido desde el principio.
—Mi marques les dio el mando de muchos de nuestros ejércitos —continuó Graham, su voz apenas un susurro ahora, como si la historia que estaba contando le pesara demasiado—. Traté de aconsejarlos, pero no escucharon, y aquí estamos.
Graham hizo una pausa, sus labios temblando ligeramente antes de continuar.
—Por cierto, ¿no viste al otro hijo? —preguntó Graham, aunque sabía que la respuesta no cambiaría nada, solo para romper el silencio incómodo que se cernía sobre ellos.
Roderic permaneció en silencio por un momento, su expresión impenetrable. El viento soplaba con fuerza, levantando remolinos de polvo y ceniza que giraban a su alrededor, como si el propio campo de batalla se retorciera en agonía. Finalmente, Roderic inclinó la cabeza ligeramente, un gesto que podría haber sido tanto un asentimiento como una negación, dejando a Graham en la incertidumbre.
—Algunos soldados de caballería ligera encontraron a un hombre con una prostituta —dijo Roderic con desdén, su voz áspera como el filo de una cuchilla—. Los jinetes reportaron que gritaba algo sobre ser hijo de marqués o alguna mierda así. Mis hombres solo lo mantuvieron con vida al ver su costosa armadura, así que supongo que es el que buscas.
Graham no pareció aliviado ni preocupado, solo soltó un suspiro cansado. La vida parecía haberse drenado de él, dejando solo un cuerpo envejecido y exhausto. Su rostro, ya pálido, se volvía aún más descolorido bajo la luz mortecina del crepúsculo, y su brazo, tan podrido que casi parecía parte del barro que lo rodeaba, daba testimonio de la desesperanza que lo consumía. Sus ojos, fríos y helados, mostraban una tristeza resignada, y por un breve momento, Roderic sintió una chispa de compasión por el anciano.
Roderic ajustó su postura, permitiendo que el peso de sus palabras cayera sobre Graham como una carga insoportable. La frialdad en su voz era comparable a la escarcha que se asentaba en los cadáveres esparcidos por el campo de batalla. La victoria era suya, y lo sabía. Lo que ahora estaba en juego no era simplemente la derrota de un enemigo, sino la manipulación del destino de miles de hombres.
—Sabes, hemos capturado más de diez millones de tus hombres —dijo Roderic con un tono implacable, casi como si estuviera recitando una lista de inventario—. Sus vidas ahora están en mis manos, y la tuya también, Graham.
El viejo general alzó la vista, sus ojos oscurecidos por el cansancio y la humillación, intentando encontrar en la mirada de Roderic algún indicio de piedad. Pero lo que encontró fue una fría determinación, una crueldad calculada que iba más allá de la mera victoria militar. Roderic no estaba allí solo para ganar; estaba allí para quebrar el espíritu de sus enemigos y utilizarlos como peones en su juego de poder.
—Te liberaré junto a los sobrevivientes de tu guardia personal —continuó Roderic, su voz retumbando como un tambor fúnebre—. Y podrás llevarte a ese bastardo contigo de regreso al marquesado de Thaekar. Pero no te equivoques, Graham, no lo hago por compasión ni por bondad. Lo hago porque serás mi mensajero.
Roderic hizo una pausa deliberada, permitiendo que el viento frío se llevara las palabras, cargándolas de gravedad. Las cenizas giraban a su alrededor, creando un ambiente casi místico, como si el propio campo de batalla conspirara para subrayar la brutalidad de sus intenciones.
—Dile a tu marqués que le devolveremos a cada soldado capturado a cambio de cien lingotes de oro, doscientos de plata y el triple en monedas. —La voz de Roderic se hizo más severa, sus palabras impregnadas de un tono que no admitía réplicas—. Este precio aumentará con cada día, semana, mes o año que pase, porque nos tomaremos la molestia de alimentarlos. No pienses ni por un segundo que su vida será fácil en mi dominio. Tendrán que ganarse cada migaja de pan.
Los ojos de Graham parpadearon, su semblante se endureció mientras las palabras de Roderic penetraban como dagas en su ya debilitada voluntad. Sabía que estaba ante un hombre que no conocía la clemencia, un líder que no se detendría ante nada para obtener lo que quería.
Roderic dio un paso adelante, acercándose aún más al general caído, lo suficientemente cerca como para que Graham pudiera sentir el frío gélido que emanaba de él, una frialdad que parecía provenir del abismo mismo.
—Dile también que quiero que su respuesta venga directamente de su hijo heredero. —Las palabras salieron con un tono glacial, cada sílaba cargada de amenaza—. Si no cumple, mataré y enviaré las cabezas de todos los soldados de élite que capturamos en este campamento. Y no solo eso, si sus soldados trabajan duro, les daremos su libertad... pero bajo una condición: deben generar el oro y la plata que he solicitado mientras trabajan en nuestras minas.
Roderic se inclinó ligeramente, sus ojos perforando los de Graham con una intensidad abrumadora.
—Recuerda esto, Graham —susurró Roderic, su voz apenas audible pero cargada de veneno—. Muchos de tus hombres son jóvenes. Muchos ni siquiera tienen esposas o familias que los esperen. No te sorprendas si prefieren la ciudadanía en mi ducado antes que la libertad de regresar a un marquesado que les dio la espalda.
El viejo general asintió lentamente, sus hombros encorvados por el peso de la derrota y la desesperanza. No había más lucha en él, solo una aceptación amarga de su situación. Sabía que estaba atrapado en una red tejida por un hombre que no solo era su enemigo, sino también su verdugo.
Roderic observó la rendición de Graham con una mezcla de satisfacción y desprecio. Había obtenido lo que quería: no solo la victoria en el campo de batalla, sino también la rendición total de su adversario. Giró sobre sus talones, dirigiéndose de nuevo hacia su corcel. Los Lobos Negros, su guardia personal, formaron un círculo protector a su alrededor, sus movimientos sincronizados como una máquina bien engrasada.
—Estarás desarmado, y no tendrán caballos —ordenó Roderic sin mirar atrás, su tono tan cortante como una hoja de acero—. Dos de mis guardias te escoltarán hasta el primer fuerte de Thaekar. Desde allí, serás libre de continuar tu miserable camino.
Roderic dejo atrás a Graham que solo lo veía en silencio mientras montaba su caballo, su figura imponente proyectando una sombra alargada bajo la luz tenue del atardecer. Dio las órdenes y pronto las legiones empezaron a obedecer, como dijo, dos de sus lobos negro escoltaron a Graham y compañía, mientras los legionarios comenzaron a recoger todo lo de valor en el campamento. El proceso fue meticuloso y rápido; cada arma, cada trozo de armadura, cada suministro que no se había consumido en las llamas o el dinero en los cadáveres, todo era recogido sin compasión ni respeto por los caídos. Los legionarios trabajaban en silencio, conscientes que la victoria de Roderic era total, y ahora, su única misión era maximizar y disfrutar los frutos de esa victoria.
Luego, sin descanso, inició el arduo viaje de regreso a Kharagorn. Una jornada que duró un día y una noche sin tregua, como si Roderic quisiera que el cansancio y la extenuación fueran un castigo adicional para sus prisioneros. Los soldados capturados, ahora despojados de toda dignidad, eran obligados a marchar junto a sus captores, sus pies arrastrándose por la tierra polvorienta mientras sus cuerpos exhaustos clamaban por un descanso que nunca llegaba. Cada paso resonaba como un eco del fracaso, un recordatorio constante de la derrota que los perseguía como una sombra.
Al llegar a Kharagorn, Roderic no perdió el tiempo. Inmediatamente, los diez millones de soldados capturados fueron puestos a trabajar. Bajo la supervisión estricta de los capataces de las minas y la mirada severa de los centinelas de hierro, los prisioneros se integraron en las minas, donde el trabajo era duro y agotador, sin espacio para la queja o la rebelión. El aire estaba cargado de polvo y sudor, y el sonido incesante de los picos golpeando la roca resonaba en todo el valle, una sinfonía de desesperación y sometimiento. Los prisioneros, privados de toda esperanza, trabajaban en un estado casi mecánico, sus movimientos dictados por la necesidad de sobrevivir un día más.
Roderic, satisfecho con la rapidez con la que todo se había puesto en marcha, se dirigió a su cuartel general en la casa grande del poblado. Allí, fue recibido con las noticias de dos días Thornflic, había logrado una victoria aplastante sobre el vizcondado de Rivenrock. Se esperaba que, en cuestión de días, más esclavos de guerra fueran enviados desde esas tierras conquistadas para unirse a los prisioneros en las minas de Karador. La noticia trajo una leve sonrisa a los labios de Roderic, pero era una sonrisa sin alegría, una expresión de satisfacción que no alcanzaba a iluminar sus ojos.
Frío y calculador como siempre, no perdió tiempo en enviar informes detallados a su duquesa, describiendo tanto la victoria en la reciente batalla como la situación actual en Kharagorn. Roderic era meticuloso en su comunicación; cada detalle era importante, cada movimiento estratégico debía ser evaluado y aprobado por la duquesa. Aunque mantenía un respeto mutuo con ella, siempre había mantenido un ojo criticó en la mujer. La duquesa, a quien respetaba por haber concebido un heredero para el ducado, era una extranjera en su tierra. Después de todo esto era Aurolia, un lugar lleno de intrigas y política tediosa. Roderic no podía dejar de preguntarse si algún día ella podría traicionar el ducado y entregarlo a su familia, en un juego de poder que siempre estaba latente en las cortes de Aurolia.
Mientras Roderic escribía el último informe y lo sellaba con su sello personal antes de entregarlo al mensajero, su mente estaba ocupada con otros asuntos. Los caminos norte y las huestes de sangre de Stirba, cuando el mensajero se retiro miro por la ventana de su solar improvisado, Roderic contempló las montañas de Karador. Su expresión era impasible, pero su mente estaba en constante actividad, sopesando los riesgos y calculando las probabilidades. Respiró hondo y se permitió un momento de calma, un lujo raro en su vida de constante vigilancia y preparación. Sabía que si los informes eran buenos, podría permitirse un breve respiro, tal vez disfrutar de un buen vino mientras esperaba a su relevo. Pero si las noticias eran malas, tendría que volver al campo de batalla, una perspectiva que lo llenaba de tedio. Llevaba años sin una verdadera batalla que lo encendiera, una lucha que desafiara sus habilidades y lo hiciera sentir vivo nuevamente.
Roderic se sirvió un poco de aquel vino añejo, un tinto de cien años cuya fragancia inundó la habitación con notas profundas de roble y frutas oscuras. El sonido del líquido al caer en la copa de cristal fue un momento de breve tranquilidad en medio de la tormenta constante que era su vida. Se acercó a la ventana, su mirada clavada en las montañas de Karador, cuyos picos nevados parecían desafiar el cielo.
Al llevar la copa a sus labios, el vino fluyó por su garganta, cálido y reconfortante, pero no lo suficiente como para silenciar los fantasmas que lo acechaban. Roderic cerró los ojos por un momento, permitiéndose recordar a su duque Kenneth, un hombre que había sido más que un líder para él. Era un amigo en el que podía confiar, y cuya pérdida había dejado un vacío imposible de llenar. Con Kenneth, las batallas tenían un propósito, un sentido que ahora parecía perdido.
«Kenneth...», pensó Roderic mientras el nombre resonaba en su mente, cargado de un dolor que había aprendido a reprimir. Recordaba sus palabras, su risa ronca y su mirada severa pero justa. Kenneth había sido un estratega brillante, pero más que eso, había sido un hombre con principios, algo raro en el mundo que ambos habitaban. Era un líder que se preocupaba por su gente, no solo por su poder, y esa era una de las muchas razones por las que Roderic y los otro nueve le habían sido tan leal.
«Nunca hubo otro como tú», musitó para sí mismo, apenas un susurro que se perdió en la soledad de la habitación.
El aire en el cuartel general era denso, cargado con el aroma del vino, la madera vieja y un leve rastro de sangre que aún se aferraba a la memoria de la batalla reciente. Afuera, el viento aullaba, arrastrando consigo el polvo y la tierra suelta que se negaban a asentarse. Sus pensamientos volvieron a las montañas de Karador, cuya silueta se dibujaba contra el cielo oscurecido, tan imponentes como siempre, y sin embargo, hoy le parecían más cercanas, más amenazantes.
Pasaron las semanas, y las noticias finalmente llegaron de los pasos del norte. A pesar de que el enemigo había demostrado ser astuto y había logrado dividirse en múltiples grupos, las legiones estacionadas en esa región demostraron ser lo suficientemente fuertes e inteligentes como para repeler cada ataque. Las Huestes de Sangre, confiadas en su estrategia, no esperaban la furia de los legionarios que, en un golpe audaz, atacaron sus campamentos mientras dormían. El fuego devoró sus tiendas y provisiones, obligándolos a retirarse antes de que pudieran reagruparse o tramar una nueva emboscada.
Las noticias de esta victoria, aunque no tan resonante como las obtenidas en Karador, fueron recibidas con alivio y satisfacción. El enemigo había subestimado a las legiones de hierro, y el precio de su imprudencia había sido alto. Mientras tanto, en Kharagorn, Roderic supervisaba las operaciones mineras y militares con una eficiencia implacable, su mente siempre en marcha, anticipando el siguiente movimiento del enemigo.
Los informes también trajeron noticias de la duquesa. En reconocimiento a sus éxitos, ella le envió regalos y elogios, signos tangibles de su aprecio por la victoria en Karador. Sin embargo, el mensaje no se limitaba solo a alabanzas. La duquesa, siempre calculadora, también le pidió a Roderic que permaneciera estacionado en las montañas por un tiempo más, mientras ella reformulaba su "nuevo programa militar".
Este pedido, disfrazado de solicitud, llevaba consigo una implicación más profunda. Roderic sabía que la duquesa estaba planificando algo grande, un cambio en la estructura o estrategia que requeriría la presencia de sus mejores hombres en posiciones clave. Las montañas de Karador, ricas en recursos y estratégicamente ubicadas, serían fundamentales para cualquier campaña futura. Pero también comprendía que su estancia prolongada podría ser tanto una muestra de confianza como una prueba de su lealtad y paciencia.
Roderic tomó el pedido de la duquesa con la misma frialdad calculadora que aplicaba a todas las situaciones. Aceptó los regalos con un agradecimiento escueto y se dispuso a cumplir con su deber.
Pasaron dos semanas antes de que Roderic recibiera los pergaminos detallando las reformas militares diseñadas por la duquesa y sus asesores. Estas reformas no eran simples ajustes, sino un rediseño total del equipamiento y estructura de las legiones. La primera noticia fue sobre el rearme y la renovación de las armaduras y armas para todas las unidades, sin importar su rango.
La infantería pesada, tanto regular como de élite, mantendría su estructura básica, pero sus armaduras serían cambiadas por unas nuevas y hechas con materiales superiores, y su armamento se vería ampliado. Aparte de sus alabardas, escudos de torre, espadas largas, mazas y armas pesadas de elección, se les añadirían dos nuevas armas: el mandoble y la gran maza, que sustituirían la opción de elegir un arma según las preferencias del soldado.
En cuanto a la infantería media, se reemplazó la partesana por un hacha de petos, y sus escudos, anteriormente reforzados con acero, serían completamente de metal. La infantería ligera también vería cambios significativos: su lanza sería sustituida por una partesana, y se les equiparía con arcos cortos o compuestos, similares a los utilizados por los pueblos del sur en otros continentes. Sin embargo, la jabalina no se eliminó por completo; en lugar de las seis jabalinas que llevaban antes, ahora solo portarían dos.
La caballería también fue objeto de reformas. La caballería ligera y media ahora portaría arcos, y la guja de la caballería media sería reemplazada por una alabarda. En cuanto a la caballería pesada, mantendrían su icónica lanza de caballería, pero también recibirían un gran martillo de guerra como arma principal, junto con una alabarda y un hacha de petos. Además, se les dotaría de un carcaj con jabalinas, ampliando su versatilidad en combate.
Los ballesteros y arqueros también verían mejoras en sus armas, y los ballesteros recibirían un escudo pavés para una mayor defensa en combate. Sin embargo, lo más destacable de las reformas no se encontraba en el armamento, sino en la inclusión de nuevas unidades de apoyo en las legiones de hierro. Según los pergaminos, cada legión recibiría 10,000 Ingenieros de Campo, 5,000 Constructores de Artillería Pesada (encargados de operar y mantener catapultas, trebuchets, escorpiones, y otros equipos similares), 5,000 Unidades de Sanidad Militar, y 10,000 Unidades de Logística, encargadas de abastecer y mantener a las tropas en el campo. También se mencionaba la adición de Unidades de Comunicaciones, aunque el número exacto variaría según la legión.
Pero lo que más llamó la atención de Roderic fue la autorización para crear y comandar diez legiones de hierro personales, compuestas por soldados reclutados de cualquier parte, no solo del ducado. Además, las legiones de hierro existentes se expandirían de 90 a 300, sin contar las legiones personales de cada general, lo que llevaría el número total a 400 legiones de hierro que incluían a las 100 legiones personales de los generales.
Aun así, las reformas no se detenían ahí. Cada general ya no tendría un limite de su guardia personal y de echo ahora tamine se financiaría en lugar de que los generales tuvieran que pagarles a sus tropas personales. Los Legionarios de las Sombras, también recibirían autorización para reclutar hasta 500,000 nuevos soldados. Y como si esto no fuera suficiente, se ordenó a cada general que comenzara a entrenar dos legiones para una nueva entidad militar denominada "Legiones del Duque." Estas nuevas 20 legiones de élite serían significativamente más grandes que una legión de hierro y servirían como el ejército personal del duque y de la rama principal de la familia.
Cada "Legión del Duque" estaría compuesta por una impresionante cantidad de soldados, compuesta por 60,000 de infantería ligera, 45,000 de infantería media, 30,000 de infantería pesada, 45,000 ballesteros, 75,000 arqueros, 45,000 de caballería ligera, 30,000 de caballería media, 15,000 de caballería pesada, 45,000 de infantería ligera de élite, 30,000 de infantería media de élite, 15,000 de infantería pesada de élite, 30,000 ballesteros de élite, 45,000 arqueros de élite, 22,000 de caballería ligera de élite, 12,000 de caballería media de élite, y 8,000 de caballería pesada de élite, dando un total de 440,000 soldados por legión.
Si estas reformas se implementaban con éxito, el ducado pasaría de tener un ejército de más de 30 millones de legionarios a un colosal contingente de 128,200,000 soldados, incluyendo las nuevas Legiones del Duque, las legiones personales de cada general, y las nuevas legiones de hierro. Era un plan ambicioso, reflejo de la astucia de la duquesa. Ahora comprendía por qué no se había molestado cuando hizo aquel trato con el ducado de Thaekar, intercambiando un soldado del marquesado por cien lingotes de oro, doscientos de plata y el triple en monedas. La duquesa sabía lo que hacía; su inteligencia era indiscutible.
Pero, ¿por qué este drástico incremento en la fuerza militar del ducado? ¿Qué propósito tenían las Legiones del Duque? ¿Por qué se les estaba otorgando tanta libertad a los generales? Estas preguntas surgieron en la mente de Roderic, dejando tras de sí una sensación de inquietud. Exhaló un suspiro profundo. Sabía que estas respuestas solo llegarían con el tiempo, y no tenía sentido preocuparse inútilmente por lo que no podía controlar en ese momento. Su deber era seguir adelante, adaptarse y prepararse para lo que viniera, mientras las piezas del complejo juego de poder se seguían moviendo en las sombras.