El viento frío de la noche se colaba por los pliegues de la capa de Wacian, haciéndola ondear como los estandartes negro y rojos con el lobo dorado del ducado que se perdía en la oscuridad, iluminados solo por algunas chispas del fuego disperso a lo largo de las murallas. La helada brisa cortaba el aire con una crudeza inesperada para una noche de verano en el norte, una crudeza que sólo el norte conocía, donde incluso en la temporada más cálida, el clima nunca dejaba de ser implacable. Este era el norte del ducado de Zusian, donde el clima riguroso no era un obstáculo, sino parte de la vida diaria; donde las riquezas no derivaban de la tierra fértil, sino de la madera que se extraía de sus bosques profundos y la minería que desenterraba los tesoros ocultos en sus montañas.
El frío se filtraba a través de la pechera de Wacian y su cota de malla, haciéndole sentir como si el aire gélido fuera un ente viviente que intentaba penetrar hasta sus huesos. A pesar de la gruesa capa roja con el lobo dorado del ducado que lo cubría, no pudo evitar un leve estremecimiento mientras continuaba su patrulla por las murallas del pueblo. El gran yelmo cónico que llevaba al menos le permitía respirar sin sentir que cada bocanada de aire era un cristal rompiéndose dentro de sus pulmones. La frialdad era un enemigo constante, más peligroso que cualquier ladrón o bandido que pudiera intentar un ataque.
Wacian maldijo en voz baja, más por hábito que por verdadero enojo, mientras sus botas resonaban con un eco apagado sobre las piedras recién colocadas de la muralla. Las reformas que habían transformado las viejas defensas de madera en sólidas murallas de piedra eran recientes, de apenas un par de años, pero ya mostraban su fortaleza frente a las inclemencias del tiempo y las amenazas de afuera. Sin embargo, ni siquiera estas imponentes estructuras podían protegerlo del gélido viento del norte que, a veces, parecía tener vida propia, como si estuviera empeñado en penetrar hasta el último rincón de su ser.
El señor del pueblo, un hombre precavido y, algunos dirían, paranoico, había ordenado que los cinco mil Centinelas de Hierro, los guardias de las ciudades y pueblos del ducado de Zusian, doblaran sus turnos desde que los rumores sobre saqueos y asesinatos a manos de bandidos comenzaron a filtrarse desde las fronteras con el ducado de Stirba. Cada centinela había sido advertido del peligro, del riesgo constante de un ataque inesperado en medio de la noche. La tensión era palpable en cada esquina del pueblo, y los Centinelas de Hierro, hombres curtidos en la disciplina y el deber, empezaban a sentir el peso de la incertidumbre sobre sus hombros.
Wacian gruñó entre dientes, maldiciendo a los bandidos que lo habían alejado de la calidez de su hogar. Pensó en su nueva esposa, una mujer joven y de gran belleza que apenas había tenido tiempo de conocer debido a sus interminables deberes como centinela. Se casaron hacía apenas unos meses, pero el tiempo juntos había sido escaso. En lugar de disfrutar de las primeras semanas de matrimonio, se veía obligado a caminar sin descanso, escudriñando los oscuros bosques y las colinas que rodeaban el pueblo, buscando cualquier señal de peligro. Cada sombra parecía ocultar un posible enemigo, y cada sonido nocturno, un preludio de un ataque. No podía evitar pensar en lo injusto que era estar aquí, vigilando la noche fría y solitaria, cuando podría estar en casa, junto a ella, sintiendo la calidez de su cuerpo junto al suyo, compartiendo risas y palabras susurradas en la oscuridad.
Con un suspiro resignado, Wacian dirigió sus pasos hacia un grupo de centinelas que se habían congregado alrededor de uno de los fuegos que iluminaban las murallas. El calor de las llamas era un alivio bienvenido, aunque solo fuera temporal, y la visión de sus camaradas le ofrecía un breve respiro de la soledad que la patrulla nocturna le imponía. Las chispas danzaban en el aire, elevándose hacia el cielo estrellado como diminutas almas buscando refugio en las alturas. Los hombres intercambiaban palabras en voz baja, compartiendo historias y quejas en un intento de mantener el ánimo alto. La camaradería entre ellos era lo único que aliviaba la monotonía y el frío de la noche.
La muralla en la que se apoyaban, erigida con las mismas piedras que ahora sostenían sus cansados cuerpos, era una obra de orgullo para el pueblo. No hacía mucho, estas defensas no eran más que frágiles troncos, una protección rudimentaria contra un mundo salvaje. Pero las reformas recientes, impulsadas por la necesidad de proteger el norte de las crecientes amenazas, habían transformado lo que una vez fue un simple asentamiento en una fortaleza formidable. Cada piedra, colocada con meticulosa precisión, contaba la historia de un pueblo decidido a resistir cualquier adversidad. Sin embargo, a pesar de su robustez, la muralla no podía detener el viento, ni podía mitigar el desasosiego que crecía en el corazón de Wacian.
El fuego crepitaba suavemente mientras los hombres se acurrucaban alrededor, sus caras iluminadas por la luz anaranjada que proyectaba sombras danzantes sobre las piedras. Uno de los centinelas, un veterano con más canas que cabello oscuro, ofreció a Wacian un cuenco de caldo humeante. Wacian aceptó con un asentimiento agradecido, sintiendo el calor del líquido recorrer su garganta y aliviar el frío que se había asentado en sus huesos. Aun así, ni el calor del fuego ni el calor del caldo podían disipar por completo el peso en su pecho, una mezcla de fatiga, añoranza y preocupación que lo mantenía en constante alerta.
—¿Algo nuevo en tu ronda? —preguntó el veterano, sus ojos escudriñando a Wacian con la calma de alguien que ha visto muchas noches como esta, alguien que entiende que la rutina puede ser tan peligrosa como el peligro mismo.
—Nada, solo el maldito viento —respondió Wacian, con una sonrisa amarga—. A veces me pregunto si estos bandidos son reales o solo un invento para mantenernos aquí arriba, congelándonos mientras el pueblo duerme tranquilo.
El veterano soltó una risa seca, sacudiendo la cabeza con una sabiduría que solo los años y las cicatrices podían otorgar.
—Créeme, muchacho, son reales. He visto lo que queda cuando pasan por un pueblo. No te gustaría estar allí cuando lleguen.
Las palabras del veterano eran una advertencia, pero también una realidad que todos compartían. Los rumores sobre los bandidos que saqueaban y mataban en las fronteras eran más que historias para asustar a los niños. Eran una amenaza constante, una sombra que se cernía sobre cada centinela y sobre cada habitante del pueblo. Wacian se quedó en silencio por un momento, contemplando las llamas y dejando que las palabras del veterano se asentaran en su mente.
Wacian asintió lentamente, sus ojos perdiéndose en la oscuridad más allá de las murallas. Sabía que el veterano tenía razón, pero no podía evitar sentir una punzada de resentimiento. No era hacia el veterano, ni hacia sus compañeros centinelas, sino hacia los malditos bandidos que habían convertido su vida en una vigilia interminable. Sin embargo, la realidad era ineludible: debía mantenerse alerta. No había espacio para el resentimiento o la duda; solo había lugar para la vigilancia, y el frío que le mordía hasta los huesos.
El silencio de la noche se rompió por la voz rasposa de uno de los hombres, un centinela de aspecto demacrado, con los ojos enrojecidos y la piel pálida, que claramente había bebido más de la cuenta para soportar el frío.
—Escuché que esos bandidos se cuentan por cientos de miles —comenzó, su voz cargada de un tono lúgubre—. Actúan como un ejército, no como una banda de ladrones. Dicen que su líder se llama Konrot, y que es un maldito prodigio en el arte de la guerra. ¿Sabían que no deja sobrevivientes varones en las aldeas que ataca? Sólo se lleva a las mujeres para sus hombres.
El silencio se hizo más denso, como si las palabras del hombre hubieran añadido una nueva capa de tensión al aire helado. Otro centinela, más viejo y curtido, con cicatrices que cruzaban su rostro como testigos mudos de viejas batallas, dejó escapar un gruñido.
—No dicen que atacaron la aldea de Drakenthorpe a solo tres días de aquí? —intervino Serak, un exsoldado de la infantería media de las Legiones de Hierro, ahora retirado y viviendo en el pueblo—. Masacraron a todos los habitantes, dicen. Incluso desollaron a las mujeres y niños sin llevarse a nadie. Serví junto a las legiones que atacaron Rivenrock bajo el mando del general Thornflic. Sus métodos eran crueles, pero eficaces. Si lo que dicen de este Konrot es cierto, parece que no le tiene nada que envidiar a la "Espada del Verdugo."
Las palabras de Serak cayeron pesadas entre los centinelas, y por un momento, el único sonido fue el silbido del viento que se colaba entre las piedras de la muralla. El fuego crepitaba, arrojando sombras temblorosas sobre los rostros preocupados de los hombres. Uno de los centinelas, un joven de rostro pálido y ojos grandes que brillaban con el reflejo de las llamas, se acercó al grupo.
—¿Qué hay de la aldea de Lindell? —preguntó, su voz temblorosa—. No ha sido atacada, aunque está justo en la frontera con el ducado de Stirba. Dicen que hay una mujer allí, una cortesana tan bella que incluso los bandidos se abstienen de atacarla. ¿No les parece extraño?
Las palabras del joven provocaron una risa nerviosa entre los centinelas, pero Wacian pudo sentir cómo la tensión subía. La idea de que incluso los despiadados bandidos pudieran estar tentados por una mujer era a la vez ridícula y perturbadora.
—Tal vez ese tal Konrot quiera ganar su favor —comentó otro hombre, con una sonrisa torcida.
La risa que siguió fue corta, y el ambiente se volvió sombrío una vez más. Era evidente que la conversación había tocado un nervio. Wacian se tomó un momento para saborear el calor del caldo, dejando que el líquido cálido disipara, aunque fuera momentáneamente, el frío que lo rodeaba. Apreciaba ese breve instante de calma, aunque sabía que pronto tendría que volver a la dura realidad de la vigilancia.
Mientras bajaba el cuenco, uno de los nuevos centinelas, un joven con cabello verde y ojos morados, se acercó al grupo. Su apariencia destacaba entre los veteranos feos o decrépitos de los centinelas.
—¿Se enteraron? —comenzó el joven, su voz llena de una mezcla de entusiasmo y curiosidad—. Dicen que el heredero vendrá con dos de esas nuevas legiones del duque para exterminar a los bandidos. Escuché de algunos comerciantes que está a solo dos días del pueblo. ¿Creen que podamos verlo o que pase por aquí?
La pregunta del joven resonó en el aire, despertando murmullos entre los centinelas que estaban reunidos alrededor del fuego. Wacian observó al joven por un momento antes de responder. Había una inocencia en su entusiasmo, una chispa de esperanza que parecía fuera de lugar en la fría y oscura realidad que los rodeaba. Sin embargo, entendía el deseo de encontrar algo a lo que aferrarse, algo que hiciera que su vigilia tuviera sentido.
—Es posible —respondió Wacian, con un tono mesurado—. Si el heredero está tan cerca, es probable que pase por el pueblo. Pero no te hagas ilusiones, muchacho. La llegada de las legiones no garantiza que nuestros problemas desaparezcan de la noche a la mañana. Estos bandidos son astutos, y no se enfrentarán a un ejército si pueden evitarlo. Si saben que el heredero viene, se esconderán en las sombras, como lo han hecho hasta ahora y los atacaran en guerrillas.
El joven asintió, pero su entusiasmo no se apagó del todo. Para él, la idea de ver al heredero y a sus legiones en acción era una fuente de esperanza, un motivo para mantenerse firme en su puesto. Wacian, por otro lado, sabía que la realidad era mucho más complicada. Había visto muchas veces cómo las esperanzas se desmoronaban frente a la brutalidad de la guerra y el caos.
—¿Qué sabes de esas legiones? —preguntó otro centinela, su voz cargada de curiosidad—. Dicen que están entrenadas de una forma diferente, más disciplinadas y mejor equipadas que las antiguas.
Wacian escuchó con atención mientras el joven centinela hablaba, su mirada fija en el fuego mientras sus pensamientos se volvían hacia las reformas del ducado. Había oído sobre las convocatorias abiertas, permitiendo que soldados de todo el continente, e incluso de tierras más lejanas, se unieran a las nuevas legiones. Era un enfoque audaz y, según los rumores, había atraído a veteranos experimentados, tanto de las Legiones de Hierro originales como de los ejércitos vecinos. Además, nueve de los diez generales del ducado habían participado en el entrenamiento de estas fuerzas, lo que demostraba la seriedad con la que la duquesa había tomado el papel de regente.
—He oído lo mismo —respondió Wacian finalmente, su tono mesurado—. Pero al final del día, un soldado es un soldado. Todo se reduce a cómo se comportan en el campo de batalla. No importa cuán bien entrenados estén, si no pueden mantener la disciplina o resistir cuando la marea se vuelve en su contra, no son mejores que cualquiera de nosotros.
El viento continuaba soplando, arrastrando consigo un aire de incertidumbre. Los centinelas intercambiaron miradas, conscientes de la verdad en las palabras de Wacian. Por muy formidable que fuera un ejército, la guerra siempre encontraba la forma de desbaratar los planes más meticulosos. Y en las noches frías y solitarias como esta, esa verdad era más evidente que nunca.
Finalmente, el silencio cayó sobre el grupo mientras cada uno de los centinelas se perdía en sus propios pensamientos. La presencia de las nuevas legiones era una esperanza, pero también un recordatorio de la gravedad de la situación. Si la duquesa había decidido enviar a su heredero, significaba que la amenaza de Konrot y sus bandidos no podía tomarse a la ligera.
Wacian tomó aire profundamente, llenando sus pulmones del aire helado de la noche, sintiendo cómo el frío lo invadía. A lo lejos, el aullido de un lobo rompió la quietud, un sonido que resonó en el vacío de la noche como un oscuro presagio. La sombra del peligro acechaba en cada rincón, y la única opción que les quedaba era seguir vigilando, resistiendo el frío y la oscuridad, mientras el destino del norte pendía de un hilo.
El fuego crepitó suavemente, lanzando pequeñas chispas al aire nocturno, que parecían estrellas fugaces desapareciendo en la oscuridad. Los centinelas guardaron silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, mientras el viento helado del norte soplaba con fuerza, recordándoles que la noche no sería amable con ellos. El joven de cabello verde, que había planteado la pregunta sobre el heredero, parecía reflexionar profundamente sobre las palabras de Wacian. Aunque su entusiasmo se había atenuado, la chispa de esperanza en sus ojos no se apagó por completo, un reflejo de su juventud e inexperiencia en los rigores de la guerra.
—Supongo que solo nos queda esperar y ver —murmuró el joven, su voz apenas un susurro mientras dirigía su mirada hacia el horizonte, donde las sombras de la noche se fundían con las montañas distantes, creando un paisaje tan misterioso como amenazante—. Espero que, cuando lleguen, podamos finalmente tener un respiro de todo esto.
Wacian asintió en silencio, pero en su interior, una voz más cínica le decía que la llegada de las legiones, aunque significativa, no sería la solución definitiva a sus problemas. Los bandidos que acechaban en las tierras al norte no eran simples ladrones; eran un enemigo astuto y despiadado, liderado por un hombre cuyas tácticas habían desconcertado incluso a los comandantes de legion más experimentados. La crueldad y la precisión con la que operaban estos bandidos no eran las de un grupo desorganizado, sino las de un ejército en todo menos en nombre.
Estos pensamientos oscurecieron la mente de Wacian mientras terminaba su caldo, sintiendo cómo el líquido caliente apenas lograba disipar el frío que se había instalado en sus huesos. Se levantó, tratando de sacudirse las ideas sombrías que amenazaban con nublar su juicio. El viento seguía soplando, trayendo consigo una sensación de peligro inminente, una tensión en el aire que todos podían sentir pero que nadie se atrevía a mencionar. Algo acechaba en la oscuridad, algo que estaba esperando su momento para atacar. Wacian lo sentía en lo más profundo de su ser. Sabía que la calma en la que vivían era solo temporal, y cuando se rompiera, tendría que estar listo para enfrentar o huir lo que fuera que viniera.
Justo cuando estaba a punto de regresar a su puesto, Pol, su comandante, se acercó. Pol era un hombre endurecido por años de servicio, su rostro curtido por la intemperie y sus ojos reflejando la experiencia de alguien que había visto más batallas de las que podía recordar. Su voz, firme como el acero, no dejaba lugar para objeciones.
—Es hora de volver a la patrulla —ordenó Pol, su tono tan cortante como el filo de una espada—. No quiero que haya una sola parte de esta muralla sin vigilancia.
Los demás centinelas asintieron en silencio, cada uno se levantó y regresó a su puesto o continuó su patrulla, sus rostros reflejando una mezcla de cansancio y preocupación. Mientras Wacian retomaba su recorrido a lo largo de la muralla.
El viento seguía soplando, susurrando advertencias en la noche, mientras las estrellas, ocultas detrás de nubes espesas, se negaban a ofrecer su luz. El cielo, normalmente claro y salpicado de estrellas, ahora estaba cubierto por una capa de nubes que se movía lentamente, como una manta que ocultaba la belleza del cielo. La oscuridad era densa y pesada, llenando cada rincón con una sensación de opresión que parecía aumentar con cada hora que pasaba.
El amanecer llegó con una lentitud solemne, como si el sol mismo se resistiera a mostrar su rostro entre las nubes oscuras y grises que cubrían el cielo. Las primeras luces del día eran apenas un pálido reflejo del resplandor que normalmente acompañaba el amanecer. En su lugar, un gris melancólico se extendía por todo el horizonte, envolviendo el pueblo en una atmósfera de inquietud. El paisaje parecía estar envuelto en un velo de tristeza, y los sonidos que normalmente acompañaban al amanecer —el canto de los pájaros, el crujido de la madera en los hogares, el murmullo de los primeros aldeanos despertando— estaban extrañamente apagados, como si el mundo mismo estuviera conteniendo el aliento, esperando que algo terrible ocurriera.
Wacian, al igual que muchos de los otros centinelas, sentía el cansancio en cada fibra de su ser. Habían pasado la noche en una vigilia constante, sus cuerpos tensos y sus mentes alertas, siempre esperando el inminente ataque que nunca llegó. El frío se había colado bajo sus capas y armaduras, y aunque el fuego de las hogueras había ofrecido algo de consuelo, no había sido suficiente para calmar la sensación de inquietud que los había acompañado durante toda la noche. Sus músculos dolían por la tensión, y sus párpados pesaban como si estuvieran hechos de hierro, pero sabía que no podía permitirse el lujo de relajarse, no aún.
Mientras el día avanzaba, los centinelas comenzaron a congregarse lentamente cerca de las murallas, esperando el cambio de turno. De los cinco mil centinelas que defendían el pueblo, cuatro mil habían estado en sus puestos durante la noche, y solo mil tomarían el relevo durante la mañana. Esta decisión había sido tomada por el señor del pueblo, quien, como muchos otros, suponía que si los bandidos decidían atacar, lo harían en la oscuridad, aprovechando la cobertura de la noche. A la luz del día, con la visibilidad mejorada y las defensas en su punto más fuerte, era menos probable que se atrevieran a asaltar el pueblo.
Sin embargo, esa suposición no traía consuelo a los hombres cansados que habían pasado la noche en vela. Wacian observaba a sus compañeros, sus rostros marcados por la fatiga y la tensión. Algunos se movían con pasos pesados, frotándose los ojos para mantenerse despiertos, mientras otros permanecían en silencio, inmóviles, esperando con ansias el momento en que pudieran retirarse a descansar. Los rostros de los centinelas eran una mezcla de cansancio y preocupación, y sus movimientos lentos y pesados reflejaban la batalla interna que cada uno de ellos libraba contra el agotamiento.
El cambio de turno llegó como un alivio, pero también con una extraña sensación de desasosiego. Mientras los centinelas de la mañana tomaban sus puestos, los de la noche se retiraron lentamente, sus pensamientos llenos de la esperanza de que el día les brindara la paz que la noche les había negado. Sin embargo, esa paz parecía tan elusiva como las estrellas ocultas por las nubes. Cada paso que daban hacia sus hogares estaba cargado de una pesada incertidumbre, como si la seguridad que esperaban encontrar estuviera fuera de su alcance.
Wacian caminaba con los hombros encorvados, sintiendo el peso de la noche en sus huesos. A su alrededor, los sonidos del pueblo despertando lentamente comenzaron a llenar el aire: los primeros gallos cantando, los aldeanos encendiendo sus hogares, los niños aún adormilados siendo llamados por sus madres. Pero en el fondo de su mente, una inquietud persistente permanecía. Aunque la luz del día ofrecía una ilusión de seguridad, Wacian no podía ignorar la sensación de que algo oscuro y peligroso se estaba gestando más allá del horizonte.
Cuando finalmente llegó a su pequeña casa, lejos del centro del pueblo, Wacian soltó un suspiro de alivio. Elysia, su esposa, estaba esperando en la puerta, una expresión de preocupación cruzando su rostro al ver lo agotado que estaba. Sus lindos rizos rubios enmarcaban su rostro, y sus grandes ojos grises lo miraban con alivio, reflejando la ansiedad que había sentido durante la noche. Sin decir una palabra, ella lo condujo hacia adentro, donde el calor del hogar y promesa de la suavidad de su cama lo recibía como un bálsamo. Mientras dejaba caer su escudo y lanza, desenvainaba su espada, su daga, y su martillo, dejándolos caer con un tintineo en el suelo de piedra. Se dejó guiar por su esposa a sus aposentos y se dejó caer sobre el colchón, agradecido por la comodidad que ofrecía. Una única oración cruzó su mente, pidiendo que, al menos por un día, los bandidos permanecieran ocultos en sus guaridas y les permitieran descansar en paz.
Pero incluso mientras cerraba los ojos, la sensación de que algo oscuro y peligroso acechaba en el horizonte no lo abandonó del todo. Wacian trató de ignorar ese sentimiento mientras se sentaba en la cama y se quitaba el gran yelmo cónico, dejándolo cerca de un mueble. Elysia entró en el cuarto y lo ayudó a quitarse la capa roja y a desatar la pechera y la cota de malla.
—¿Quieres que te traiga algo de desayunar o... o prefieres que te dé un masaje para que duermas? Dime, esposo, ¿cómo puedo ayudarte? —dijo Elysia con una dulce voz, su tono lleno de preocupación y amor.
Wacian sintió cómo la tensión en sus músculos comenzaba a ceder mientras Elysia lo ayudaba a despojarse de la pesada armadura. Sus manos delicadas pero firmes desataron con cuidado los cordones de la pechera mientras se quitaba la cota de malla, cada movimiento acompañado por una suave caricia que lo reconfortaba. El peso de la noche, de las patrullas interminables y de las preocupaciones que había acumulado en su mente, comenzó a desvanecerse poco a poco, como si Elysia estuviera extrayendo cada uno de esos miedos con su toque.
—Gracias, Elysia —murmuró Wacian, su voz ronca por el cansancio, pero llena de gratitud.
Elysia sonrió con ternura mientras doblaba con cuidado la capa roja y la colocaba en un mueble cercano. Sus ojos grises, llenos de amor y preocupación, no se apartaban de su esposo mientras le ofrecía su apoyo de manera incondicional.
—No tienes que agradecerme, esposo —respondió ella con su voz dulce, una melodía que siempre lograba calmar su alma—. Solo quiero que te sientas mejor.
Wacian se dejó caer en la cama con un suspiro profundo, su cuerpo agradecido por la suavidad del colchón que lo recibía como un refugio después de una noche interminable de tensión y frío. Cada fibra de su ser clamaba por descanso, y por un breve instante, se permitió disfrutar de la calidez del hogar, un contraste tan marcado con el viento helado que lo había acompañado durante su patrulla. El aroma familiar de la madera quemada en la chimenea y el suave crepitar del fuego llenaban el ambiente, envolviéndolo en una sensación de seguridad que solo el amor de Elysia podía brindarle. Mientras el suave resplandor de las brasas lanzaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra, cerró los ojos por un momento, intentando dejar atrás las preocupaciones que lo habían atormentado durante toda la noche.
La tela de lino suave de las sábanas rozaba su piel, brindándole una sensación de alivio que solo aquellos que han conocido la dureza de la armadura durante largas horas pueden comprender. Su respiración, al principio pesada y entrecortada, comenzó a regularse al compás del latido tranquilo de su corazón, ahora protegido por la intimidad de su hogar. Sin embargo, la sombra de la amenaza que se cernía sobre el pueblo no abandonaba del todo su mente, como una presencia oscura que se resistía a ser expulsada.
—Creo que un masaje me vendría bien —admitió finalmente, su voz apenas un murmullo mientras abría los ojos para encontrarse con la mirada amorosa de Elysia, que permanecía a su lado como un faro en medio de la tempestad—. Solo quiero descansar un poco antes de que… —Su voz se quebró, y una nube de preocupación oscureció su semblante. Sabía que no necesitaba decir más; las palabras que no pronunciaba eran tan pesadas como las que sí lo hacían. No quería cargar a su esposa con el peso de sus temores, pero el cansancio hacía difícil esconderlos.
Elysia asintió suavemente, sus ojos grises llenos de comprensión y ternura. No necesitaba más explicaciones para entender lo que su esposo no se atrevía a verbalizar. Ella había aprendido a leer sus silencios y a entender sus miedos, esos que Wacian intentaba ocultar detrás de la su yelmo. Con un gesto delicado, se acercó a él, dejando que sus manos, cálidas y expertas, comenzaran a masajear sus hombros tensos, su toque lleno de amor y cuidado. Sus dedos se movían con la habilidad encontrando los nudos de tensión que se habían formado durante la larga noche y trabajando para deshacerlos con una mezcla perfecta de fuerza y suavidad.
Wacian sintió cómo la tensión comenzaba a deslizarse fuera de su cuerpo, como si cada movimiento de las manos de Elysia arrancara un peso invisible de sus hombros. Un suspiro de alivio escapó de sus labios, mientras se permitía cerrar los ojos una vez más, esta vez no para huir de sus pensamientos, sino para entregarse completamente a la sensación de bienestar que le proporcionaba el cuidado de su esposa. La calidez de sus manos contrarrestaba el frío que aún sentía en sus huesos, y la presión justa aplicada en los lugares correctos parecía desterrar cualquier rastro de rigidez, dejando en su lugar una placentera languidez.
Mientras Elysia continuaba trabajando en liberar la tensión acumulada en su cuello y espalda, Wacian comenzó a experimentar una calma inusual, una que solo podía surgir del toque reconfortante de alguien en quien confiaba plenamente. Era como si el mundo exterior, con todas sus amenazas y peligros, se desvaneciera momentáneamente, dejando solo la realidad de aquel pequeño cuarto, cálido y seguro, donde nada malo podía alcanzarlo. La voz de Elysia, un susurro suave y tranquilizador, lo anclaba en el presente, alejándolo de las preocupaciones que se cernían sobre el futuro.
—Descansa, amor —murmuró ella, su voz llena de una dulzura que calmaba hasta las tormentas más violentas en el corazón de Wacian—. Aquí estás a salvo. Yo estoy contigo.
Las palabras de Elysia eran como un bálsamo para el alma fatigada de Wacian, disipando las sombras que habían ensombrecido su mente durante tanto tiempo. Cada una de esas palabras, pronunciadas con amor incondicional, parecía arrancar una espina invisible que se había clavado en su espíritu, dejándolo más ligero, más libre. A medida que se sumergía en el sueño, su conciencia se aferraba a la imagen de su hogar, seguro y protegido, como un ancla en medio de una tormenta que sabía que eventualmente tendría que enfrentar. Pero en ese momento, en los brazos de Elysia, Wacian se permitió olvidar por un instante las preocupaciones que lo acechaban, encontrando en el calor de su abrazo el refugio que tanto necesitaba.
A medida que la oscuridad del sueño lo envolvía, los últimos pensamientos conscientes de Wacian no eran de preocupación ni de miedo, sino de gratitud por la paz que había encontrado, aunque fuera por un breve momento. El mundo fuera de esas paredes, con todas sus amenazas y desafíos, podía esperar. Allí, en la quietud de su hogar, en los brazos de la mujer que amaba, Wacian se permitió creer que, al menos por un día, estaban a salvo.
Wacian se permitió cerrar los ojos por un momento, dejando que el calor del cuerpo de Elysia, a su lado, lo envolviera como un manto de seguridad. Por primera vez en días, sintió que podía bajar la guardia, aunque fuera solo por un instante. El peso del agotamiento arrastraba su conciencia hacia el sueño, no un sueño lleno de imágenes y fantasías, sino un descanso profundo y vacío, donde su cuerpo cansado finalmente encontraba alivio. Sin embargo, la tranquilidad duró poco.
De repente, sintió unas manos que lo sacudían con una urgencia violenta. Su corazón, aún adormecido, se aceleró mientras sus ojos se abrían de golpe. Lo primero que vio fueron los ojos grises de Elysia, ojos que alguna vez solo reflejaban dulzura y amor, ahora llenos de un miedo desgarrador. El pánico que irradiaba de su mirada hizo que el cuerpo de Wacian se tensara al instante, preparándose para lo peor.
—Nos... nos están atacando —susurró Elysia, su voz rota por el terror, mientras lágrimas gruesas y saladas caían por sus mejillas.
El sonido de las campanas de alarma, que apenas había comenzado a registrar, resonaba ahora con una intensidad que helaba la sangre. Eran las campanas de la desesperación, de un pueblo bajo asedio. Lejos de la melodía pacífica que solía escucharse en tiempos de festividad, estas campanas tocaban el réquiem de la destrucción inminente. Los gritos angustiados de la gente llenaban el aire, mezclándose con el chisporroteo de las llamas que devoraban las casas y el choque de acero contra acero en una cacofonía que parecía surgir de los abismos del infierno.
Con un movimiento brusco, Wacian se levantó de la cama, sus sentidos ahora alertas. El suelo frío bajo sus pies descalzos lo devolvió de golpe a la realidad. El ambiente cálido y seguro de su hogar se había transformado en una trampa mortal, y la urgencia de la situación le impedía siquiera pensar con claridad. Su mano se cerró alrededor de la cota de malla que colgaba junto a la cama, sintiendo el metal frío que, por un momento, le otorgó una pizca de claridad. Pero sus manos temblorosas y torpes no ayudaban mientras luchaba por ajustar la coraza, un esfuerzo que solo aumentaba su frustración. La desesperación le apretaba el pecho mientras el caos se acercaba más y más.
—Elysia, escúchame —dijo Wacian con voz firme, aunque cada palabra parecía arrancada a la fuerza de su garganta—. Tenemos que salir de aquí. No es seguro, no sé cuántos son ni de dónde vienen, pero tenemos que encontrar un lugar seguro, lo más lejos posible del caos.
Los labios de Elysia temblaban, y aunque intentaba contener las lágrimas, la desesperación en su rostro era innegable. Su piel estaba pálida, casi translúcida bajo la luz vacilante de las llamas que se colaban por las ventanas.
—Ya... ya están en el pueblo —dijo ella con un hilo de voz, su respiración entrecortada por el miedo—. Salí un momento para alimentar la yegua de mi padre y... en solo unos segundos, todo se volvió caos. Estaban por todas partes, incendiando casas, masacrando a los que estaban en las calles... llevándose a las mujeres mientras suplicaban... ¡Dioses, Wacian, están aquí!
Cada palabra de Elysia golpeó a Wacian como un mazazo en el pecho. La imagen de su hogar, su refugio, se desmoronaba ante sus ojos. Sabía que si los atacantes ya habían entrado al pueblo, las defensas habían sido superadas, o peor aún, los habían tomado por sorpresa, dejando a todos a su merced. La idea de un escape seguro se desvanecía, reemplazada por una sola y dura verdad: estaban atrapados, y cada segundo que pasaba los acercaba más al abismo.
Sin perder más tiempo, Wacian tomó a Elysia de la mano, su agarre firme y decidido. No había espacio para el miedo, no ahora. Solo quedaba la acción desesperada, impulsada por el instinto de supervivencia.
—Vamos, tenemos que movernos —ordenó Wacian, su voz cargada de una urgencia que no admitía discusión—. Hay un camino hacia las colinas detrás del pueblo. Si logramos llegar allí, podemos ir a la ciudad a caballo. Solo son unas horas. ¡Quiero que tomes a la yegua y te vayas, yo te seguiré por detrás, ¿me entiendes?!
Elysia asintió rápidamente, sus manos temblorosas mientras intentaba mantener la calma. Lo siguió hacia la puerta, mientras Wacian, con movimientos rápidos y torpes por la urgencia, tomaba su lanza, envainaba su martillo y su espada en su cinturón, y se aseguraba de que su escudo redondo estuviera bien sujeto. Abrió la puerta con un empujón, y una ráfaga de aire caliente, cargada del olor acre del humo, carne quemada y la sangre, les golpeó el rostro como un recordatorio brutal de la realidad que los aguardaba fuera.
El pueblo que había sido su hogar estaba sumido en un infierno de caos y destrucción. Las llamas se elevaban hacia el cielo, devorando las casas que habían sido construidas con tanto esfuerzo, transformando la noche en un espectáculo macabro de luz y sombra. Las figuras de los bandidos se movían como bestias entre las calles, saqueando, violando y asesinando sin piedad. Los gritos desgarradores de los aldeanos resonaban en el aire, y el suelo bajo los pies de Wacian temblaba con el rugido del fuego y el estruendo de la batalla.
—¡Corre! —gritó Wacian mientras tiraba de la mano de Elysia, empujándola hacia donde guardaban al caballo.
El corazón de Elysia latía con fuerza mientras corría, sus pasos apresurados sobre la tierra endurecida, casi tropezando en su prisa por escapar. Pero justo cuando parecía que podrían lograrlo, una sombra emergió de entre las casas en llamas. Un bandido, su armadura al igual que su cara estaba llena de sangre y cenizas, emergió de la oscuridad con una sonrisa sádica dibujada en sus labios. Levantó su espada y se lanzó hacia ellos con la furia de un depredador hambriento.
Wacian, actuando por puro instinto, levantó su escudo justo a tiempo para detener el brutal ataque. El impacto fue tan fuerte que resonó en sus oídos, y el dolor reverberó por todo su brazo. Apretó los dientes y empujó con todas sus fuerzas, logrando hacer retroceder al atacante. Pero el bandido no se dio por vencido. Gruñó con frustración y volvió a cargar, su espada describiendo un arco mortal hacia el costado de Wacian.
Pero Wacian estaba preparado. Con un movimiento rápido, desvió el ataque con su escudo y lanzó un golpe con su lanza, apuntando directamente al cuello del bandido. La punta de la lanza atravesó la carne con un sonido húmedo y repugnante, perforando su garganta. El bandido soltó un desagradable gemido ahogándose con su sangre, sus ojos llenos de sorpresa y agonía, antes de desplomarse al suelo, su vida escapando rápidamente de su cuerpo mientras un charco de sangre oscura se formaba bajo él.
Sin embargo, no hubo tiempo para relajarse. No había tiempo para correr hacia el caballo. Otro bandido, atraído por el sonido de la lucha, emergió de las sombras. Este era más grande, con un hacha de guerra en sus manos, sus ojos llenos de una furia salvaje y una sed de sangre que no conocía límites. Wacian lo vio venir y, en un desesperado intento por detenerlo, lanzó su lanza con toda la fuerza que pudo reunir. Pero el hombre, movido por una fuerza casi sobrehumana, desvió el ataque con un golpe de su hacha, enviando la lanza a volar en pedazos.
El choque de la situación golpeó a Wacian como una ola fría. Estaba sin su arma principal, con un asesino implacable que se acercaba rápidamente. Sintió el sabor metálico del miedo en su boca, pero no había tiempo para rendirse. El tiempo parecía ralentizarse mientras sacaba su espada de la vaina, el peso familiar del acero en su mano siendo lo único que lo mantenía conectado a la realidad. Los pasos del bandido resonaban como tambores en su cabeza, cada uno acercándolo más al borde de la desesperación.
—¡Elysia, corre! —gritó Wacian, su voz desgarrada por el miedo, sabiendo que la muerte se acercaba como un predador implacable. El pánico mordía su conciencia, pero la urgencia de proteger a su esposa se imponía a cualquier instinto de supervivencia. La mirada de Elysia estaba inundada de terror, pero la determinación en la voz de su esposo la empujó a obedecer. Sabía que dudar significaría el final; su vida pendía de un hilo, y cada segundo que él pudiera ganar era vital.
Wacian se giró para enfrentar al bandido, un hombre que avanzaba con la lentitud deliberada de un cazador que disfruta del miedo de su presa. No había emoción en su rostro más allá de un hambre primitiva, un deseo crudo de destrucción y muerte. Wacian, consciente de su desventaja en fuerza y tamaño, no tenía otra opción más que luchar. La adrenalina le recorría el cuerpo, transformando su miedo en un impulso brutal.
Con un grito gutural, Wacian soltó las correas de cuero que sujetaban su escudo al antebrazo y lo lanzó con todas sus fuerzas. El escudo voló como un proyectil, pero el bandido, rápido y experimentado, lo desvió con un movimiento fluido de su hacha, apenas mostrando esfuerzo. Sin embargo, esa distracción momentánea fue todo lo que Wacian necesitó. Aprovechó el instante y corrió hacia el bandido, desenvainando su martillo de guerra con una mano y sosteniendo su espada en la otra.
El bandido recuperó la compostura rápidamente y contraatacó, su hacha describiendo un arco hacia la cabeza de Wacian. Wacian levantó su espada para bloquear el golpe, pero el impacto fue tan fuerte que casi lo desarmó. Sus brazos temblaron bajo la fuerza del ataque, pero no retrocedió. Empujó con todo su cuerpo hacia adelante, usando el peso de su martillo para golpear al bandido en el costado. El impacto fue sólido, pero el bandido solo gruñó, encajando el golpe como si fuera un simple rasguño.
El bandido se echó hacia atrás y arremetió de nuevo, esta vez con un salvajismo renovado. Su hacha bajó en un golpe mortal, apuntando al cráneo de Wacian. Wacian apenas logró esquivarlo, el filo del hacha cortando el aire donde su cabeza había estado un segundo antes. Se giró rápidamente, aprovechando la apertura para hundir su martillo en la rodilla del bandido. El crujido de huesos rompiéndose fue un sonido seco y grotesco, y el bandido cayó de rodillas con un grito de rabia y dolor.
Pero Wacian no tenía tiempo para detenerse ni para contemplar la herida. Sabía que el bandido no se detendría hasta que uno de los dos estuviera muerto. Con la furia de un hombre acorralado, levantó su martillo de nuevo y lo dejó caer con toda la fuerza que podía reunir, directo sobre la cabeza del bandido. El cráneo cedió bajo el peso del golpe, hundiéndose con un sonido húmedo y repugnante. La sangre, caliente y espesa, salpicó el rostro de Wacian, pero no se detuvo. Una y otra vez, dejó caer el martillo, destrozando lo que quedaba del cráneo del hombre, convertido ahora en una masa irreconocible de hueso y carne triturada.
El cuerpo del bandido se desplomó al suelo, sin vida, pero Wacian no sintió alivio, solo una especie de vacío helado. El martillo, ahora empapado en sangre, se sentía como una extensión de su brazo, pesado y letal. Respiraba con dificultad, su pecho subiendo y bajando mientras el olor a hierro llenaba sus fosas nasales.
—¡Elysia, monta ahora! —rugió Wacian, su voz rota por la desesperación mientras miraba a su esposa. Elysia, paralizada por el miedo, finalmente reaccionó. Corrió hacia la yegua, sus manos temblorosas mientras tomaba las riendas y se subía al lomo del animal. Wacian, con la adrenalina aún bombeando en sus venas, miró rápidamente a su alrededor, asegurándose de que no hubiera más amenazas inmediatas.
Pero no había tiempo para relajarse. Wacian sabía que cada segundo que pasaba los acercaba más al peligro. Miró una última vez el cuerpo destrozado del bandido y luego a su esposa, que luchaba por controlar a la yegua.
—Vete, Elysia —murmuró, su voz ronca por la mezcla de miedo y resolución—. No mires atrás.
Elysia asintió con un nudo en la garganta, sus ojos llenos de lágrimas que luchaban por derramarse. Tiró de las riendas y, con un último vistazo a su esposo, espoleó a la yegua hacia el camino que llevaba fuera del pueblo, hacia la esperanza, hacia la vida.
Wacian se quedó allí, viendo a su esposa desaparecer en la distancia, hasta que el sonido de los cascos de la yegua se desvaneció entre el estruendo del caos. Luego, se giró hacia el ruido que se acercaba, el eco de botas y armas golpeando en la oscuridad. Los bandidos estaban más cerca ahora, y no había forma de evitar lo que venía.
Pero no había tiempo para despedidas. Wacian se giró, corriendo hacia el origen del ruido que se hacía cada vez más fuerte. Podía sentir la vibración en el suelo, el eco de botas pesadas que se acercaban rápidamente. Eran más bandidos, seguramente atraídos por el sonido de la lucha. Sabía que esta vez no habría escapatoria, pero eso no importaba. Si podía darle a Elysia unos minutos más, si podía retrasar a esos hombres aunque fuera un poco, valdría la pena.
Apretó con fuerza el martillo ensangrentado en su mano, su cuerpo tenso y preparado para lo inevitable. Mientras corría hacia ellos, una oleada de determinación lo recorrió. Tal vez iba a morir esa noche, en ese lugar infernal, pero lo haría luchando, asegurándose de que su esposa tuviera una oportunidad de vivir. El miedo aún estaba allí, pero ahora se había transformado en una furia fría y calculada.
Wacian llegó al punto de encuentro con los bandidos justo cuando las primeras sombras aparecían a la vista. Eran más hombres de lo que había esperado, todos armados y listos para matar. Pero Wacian no vaciló. Con un rugido que desgarró el aire, se lanzó hacia ellos, su martillo levantado, dispuesto a enfrentar su destino con la violencia que sabía que era necesaria.
El primer bandido que alcanzó ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar antes de que el martillo de Wacian se estrellara contra su rostro, aplastando huesos y carne en un solo golpe brutal. La sangre salpicó en todas direcciones, pero Wacian no se detuvo. Giró sobre sus talones, bloqueando un ataque con su espada, y luego empujó hacia adelante con toda su fuerza, sintiendo el metal abrirse paso a través del cuerpo de su enemigo.
Otro bandido se abalanzó sobre él, esta vez blandiendo una espada larga que cortó el aire con un silbido mortal. Wacian apenas logró esquivar el golpe, sintiendo el viento del filo rozando su oreja. Sin perder tiempo, lanzó un golpe lateral con su martillo, impactando en las costillas del bandido con un crujido sordo. El hombre gritó de dolor, pero antes de que pudiera recuperarse, Wacian lo remató con un golpe directo a la cabeza, aplastándola como si fuera una fruta madura.
Los bandidos seguían llegando, una marea de violencia y muerte que parecía interminable. Wacian sabía que sus fuerzas empezaban a flaquear, pero no se permitía pensar en ello. Cada vez que uno caía, otro tomaba su lugar, y él seguía luchando, cada golpe de su martillo y cada tajo de su espada impulsado por la desesperación y la necesidad de ganar tiempo.
Finalmente, un bandido más grande que los demás lo atacó, con una maza enorme que cayó con fuerza sobre Wacian. El impacto lo envió al suelo, su cuerpo sacudido por el dolor, pero incluso entonces no se rindió. Mientras el bandido levantaba su maza para dar el golpe final, Wacian usó la poca fuerza que le quedaba para lanzar su espada hacia arriba. La hoja atravesó el estómago del hombre, y el bandido se quedó paralizado, su rostro contorsionado en una mueca de sorpresa y agonía.
Wacian se levantó con dificultad, el dolor latiendo en todo su cuerpo. Sabía que no podía seguir mucho más tiempo. Pero cuando miró hacia donde Elysia debería estar, la vio alejándose, la yegua galopando hacia las colinas. Una pequeña chispa de alivio encendió su corazón. Había logrado darle una oportunidad.
Con una última mirada hacia los bandidos que aún quedaban, Wacian apretó con fuerza su martillo. No había escapatoria para él, pero había conseguido lo que quería. Y ahora, era su oportunidad de escapar su esposa ya estaba lejos, así que reuniendo todas sus fuerzas empezó a correr lejos de los bandidos, escucho le silbar de las flechas pero su pechero lo protegió desviando los proyectiles, pero uno logró atravesar su cota de malla en el hombro haciendo que la sangre brótala. Wacian apretó los dientes y siguió corriendo, a pesar del dolor punzante que irradiaba desde su hombro herido. Sentía la sangre cálida corriendo por su brazo, pegajosa y espesa, empapando la tela de su ropa. Con cada paso, el dolor se intensificaba, pero lo ignoró. La vida de Elysia dependía de que él mantuviera el ritmo, de que no cayera al suelo y se rindiera.
El pueblo a su alrededor era un infierno en la tierra. El fuego lo consumía todo, las llamas danzaban salvajes, devorando las casas que alguna vez fueron refugio. El aire estaba cargado de humo y cenizas, y el hedor de carne quemada era insoportable. Cada respiración era una lucha, una batalla contra el veneno que se arremolinaba a su alrededor, llenando sus pulmones de muerte.
Pasó junto a los cadáveres de vecinos que había conocido toda su vida, sus cuerpos desfigurados, reducidos a poco más que carne destrozada y huesos rotos. Los gritos de las mujeres que aún no habían sido alcanzadas por la muerte resonaban en sus oídos, sus súplicas desgarradoras cayendo en el vacío, ignoradas por los bandidos que no conocían misericordia. Eran monstruos con piel de hombre, guiados solo por un deseo insaciable de destrucción.
Wacian tropezó con algo en el suelo y casi cayó, pero se obligó a mantenerse en pie, luchando contra el mareo que amenazaba con nublar su visión. Cuando miró hacia abajo, vio el cuerpo de un niño, no mayor de diez años, con la cabeza destrozada, probablemente por un golpe de maza. El horror lo atravesó como una lanza, pero no podía permitirse detenerse, no podía pensar en nada más que en seguir corriendo.
Las flechas seguían silbando a su alrededor, algunas rebotando inofensivamente en su pechera, otras impactando contra el suelo, levantando nubes de polvo y tierra. Pero una de ellas encontró su marca, atravesando su cota de malla y enterrándose en su cadera. El dolor fue inmediato, agudo, y lo hizo soltar un grito ahogado. Cayó de rodillas, su mano instintivamente presionando la herida, tratando de contener el flujo de sangre. El metal frío del proyectil estaba caliente por el roce, y el dolor lo hizo temblar.
Wacian sabía que quedarse en el suelo significaba la muerte. Se obligó a levantarse, su respiración entrecortada y dolorosa. Cada movimiento enviaba una nueva ola de agonía a través de su cuerpo, pero la imagen de Elysia, cabalgando hacia la seguridad, era lo único que necesitaba para seguir. Corrió hacia un callejón estrecho, sus piernas temblando con cada paso. Apenas podía mantenerse en pie, pero seguía adelante, una mezcla de terror, dolor y determinación empujándolo.
El galope de los caballos se acercaba, los bandidos estaban a la vuelta de la esquina, y el pánico lo golpeó con fuerza. Se arrojó hacia una pequeña alcoba entre dos casas de piedra, su pecho ardiendo mientras intentaba contener la respiración. Desde allí, vio a los bandidos pasar, gigantes con armaduras pesadas y ojos vacíos, hambrientos de violencia. Su corazón latió al verlos, bestias de carne y hueso que parecían más pesadilla que realidad.
Observó en silencio cómo uno de los centinelas del pueblo, un hombre que había conocido desde niño, fue derribado. No hubo advertencia, no hubo lucha. Solo el golpe seco de una maza que aplastó su cráneo como si fuera un huevo, su cuerpo cayendo inerte, sin vida. Wacian sintió una mezcla de impotencia y rabia hervir en su pecho, pero no hizo ningún movimiento, sabiendo que cualquier sonido podría sellar su destino.
Los bandidos continuaron, sin molestarse en mirar a su alrededor, confiados en que no había escapatoria para nadie en ese infierno. Wacian se quedó quieto, el corazón latiendo con fuerza en sus oídos, esperando a que se alejaran. Cuando el sonido de los cascos comenzó a desvanecerse, supo que era su oportunidad. Se levantó con esfuerzo, su cuerpo pesado y debilitado, y salió de su escondite, caminando de puntillas, cada paso un suplicio.
Wacian avanzaba con cautela, sus pasos pesados resonando apenas sobre el suelo cubierto de polvo y escombros. Su cuerpo protestaba con cada movimiento, la herida en su hombro y cadera ardía, y el peso del martillo en su mano le parecía insoportable. Pero tenía que seguir, no podía permitirse el lujo de caer.
Al girar una esquina, levantó el martillo instintivamente al detectar movimiento frente a él. Su corazón se aceleró, preparado para enfrentarse a lo que fuera necesario, pero se detuvo en seco cuando reconoció a las figuras frente a él. Un grupo de hombres, también agotados, heridos y cubiertos de sangre, lo miraban con ojos llenos de desconfianza. El hombre al frente, sosteniendo una lanza apuntada directamente a su cuello, era su comandante, Pol.
—Pol… —susurró Wacian, aliviado y a la vez desconcertado por ver a su superior en medio de ese caos.
El rostro de Pol estaba endurecido, cubierto de polvo y sangre, al igual que su armadura, que mostraba signos de una batalla encarnizada. Sin bajar la lanza, Pol observó a Wacian durante unos segundos que parecieron eternos antes de finalmente apartar el arma y asintir con la cabeza.
—Wacian —dijo Pol, su voz áspera, como si cada palabra le costara un gran esfuerzo—. Pensé que habías caído.
—Todavía no —respondió Wacian, tratando de ocultar el temblor en su voz. Sus ojos recorrieron el grupo de hombres que acompañaban a Pol. Eran entre cincuenta y sesenta, todos ellos centinelas de hierro, soldados que habían sobrevivido a la masacre que acababa de ocurrir.
Sus rostros eran un reflejo del infierno que acababan de vivir. El joven con el cabello verde, apenas un recluta, estaba completamente empapado de sangre, sus ojos mostraban el horror de lo que había presenciado. Wacian lo conocía, un chico lleno de esperanzas cuando se unió al grupo, ahora destruido por la brutal realidad de la guerra. Otros hombres estaban en condiciones similares, heridos, agotados, con sus armaduras rotas y sus rostros marcados por la desesperación. La camaradería que antes compartían había sido reemplazada por una sombría comprensión de que habían sido derrotados, y que ahora su única opción era sobrevivir.
—¿Y Elysia? —preguntó Pol, su tono mostrando una leve preocupación.
—Logró escapar —contestó Wacian, apretando los dientes para contener el dolor que sentía al moverse—. La envié hacia las colinas. No sé si los bandidos la seguirán, pero al menos tenía una oportunidad.
Pol asintió, sin decir más. Sabía que en momentos como ese, las palabras eran inútiles. Lo único que importaba era lo que venía después. Él, al igual que Wacian, sabía que la guerra no mostraba piedad, y que cada uno de esos hombres, si querían sobrevivir, tendría que luchar por cada aliento de vida.
El grupo permaneció en silencio durante unos momentos, todos compartiendo la misma sensación de fatiga y desesperanza. Pero dentro de esa desesperación, también había una resolución, una decisión colectiva de seguir adelante, de no dejarse vencer por la barbarie que los rodeaba.
—Nos retiraremos hacia las colinas —ordenó Pol finalmente—. Si alguno de esos malditos bandidos nos sigue, les daremos pelea. No hay otra opción. Vamos por caballos.
Los hombres asintieron, sus rostros endurecidos por la resolución de sobrevivir a pesar del agotamiento que los consumía. Wacian sostuvo su martillo con fuerza, cada músculo de su cuerpo gritaba por descanso, pero sabía que no había tiempo para eso. Tenían que moverse, y rápido.
—Vamos —dijo Pol, su voz dura y decidida—. Si pueden salvar a alguien en el camino, háganlo, pero si nos superan en número, no duden en dejarlos atrás.
Con esa orden, el grupo comenzó a moverse, marchando en silencio, dejando atrás el caos y la muerte, pero no el recuerdo de lo que habían perdido. Se dirigieron hacia las caballerías del segundo cuartel de los centinelas, sabiendo que era su única oportunidad de escapar con vida. A medida que avanzaban por las calles destrozadas del pueblo, el paisaje que los rodeaba era una visión del infierno mismo.
El aire estaba denso con el olor a humo, sangre y carne quemada. Las llamas devoraban las casas y edificios que habían sido su hogar, mientras que los gritos desgarradores de los sobrevivientes resonaban en cada esquina. Cuerpos mutilados yacían por todas partes, hombres, mujeres y niños, todos masacrados sin piedad. El horror de la escena era casi insoportable, pero los centinelas sabían que no podían detenerse, no podían permitirse el lujo de dejar que la desesperación los consumiera.
A medida que se acercaban al cuartel, encontraron a algunos aldeanos que aún luchaban por sobrevivir, sus gritos de ayuda mezclándose con el caos. Wacian vio a una madre tratando de arrastrar a su hijo herido fuera de los escombros de su hogar. Su instinto fue correr hacia ellos, pero las palabras de Pol resonaron en su mente: "Si nos superan en número, no duden en dejarlos atrás". Apretó los dientes y siguió adelante, obligándose a ignorar el dolor en su corazón.
Algunos de los centinelas hicieron lo que pudieron para ayudar a los aldeanos en su camino, pero la mayoría se enfocó en alcanzar las caballerías. Sabían que si se demoraban demasiado, los bandidos los atraparían, y entonces no habría esperanza para nadie. La prioridad era llegar a los caballos, montar y salir de allí lo más rápido posible.
Finalmente, llegaron al cuartel. Lo que encontraron allí fue una escena de caos absoluto. Las puertas estaban rotas, y varios de los caballos habían sido liberados o asesinados en el ataque. Los animales que quedaban estaban frenéticos, pateando y relinchando en pánico, sus ojos desorbitados por el miedo. Los centinelas se dispersaron rápidamente, intentando calmar a las bestias lo suficiente como para montarlas y huir.
Wacian corrió hacia uno de los caballos que aún estaba asegurado, su mano temblando mientras trataba de desatar las riendas. El caballo, un robusto corcel marrón, lo miraba con ojos salvajes, asustado por el caos que lo rodeaba. Wacian intentó calmarlo, murmurando palabras tranquilizadoras mientras luchaba por mantener la calma él mismo. Finalmente, logró soltar las riendas y, con un esfuerzo considerable, se subió al lomo del animal.
A su alrededor, los otros centinelas hacían lo mismo, luchando por controlar a sus caballos y prepararse para la huida. El joven de cabello verde que Wacian había visto antes estaba teniendo dificultades, su inexperiencia evidente mientras intentaba montar un caballo que se resistía. Pol, a pesar de su propia fatiga, se acercó a él y le ayudó a montar, sus movimientos rápidos y eficientes.
—¡Vamos, rápido! —gritó Pol, su voz resonando sobre el clamor del caos.
Los centinelas, finalmente montados, comenzaron a salir del cuartel uno por uno, sus miradas constantemente vigilando a su alrededor en busca de cualquier señal de los bandidos. Sabían que cada segundo contaba, y que su única esperanza era llegar a las colinas antes de que los alcanzaran.
Wacian, con el dolor latiendo en su hombro y cadera, su visión nublada por la fatiga, se mantuvo en silencio mientras avanzaban. La adrenalina lo mantenía en movimiento, pero sabía que no duraría mucho más. Sentía cada golpe de los cascos del caballo como un martillazo en su cuerpo, pero se obligó a continuar, a mantener su mente enfocada en Elysia y en la posibilidad de que ella estuviera a salvo.
El grupo avanzaba rápidamente por las calles en ruinas, esquivando escombros y cadáveres, mientras los gritos de los pocos sobrevivientes resonaban a su alrededor. El horror de lo que habían presenciado y dejado atrás los perseguía, pero no podían permitirse el lujo de mirar atrás.
A medida que se acercaban a las afueras del pueblo, el sonido de cascos detrás de ellos hizo que todos se tensaran. Los bandidos los habían encontrado, y estaban en su persecución. Pol giró en su montura, sus ojos enfocados en la amenaza que se aproximaba.
—¡Más rápido! —ordenó, su voz llena de urgencia.
Los centinelas azotaron a sus caballos, forzándolos a correr más rápido mientras el sonido de sus perseguidores crecía. Wacian sentía su corazón latir con fuerza en su pecho, el miedo y la desesperación mezclándose mientras corrían por sus vidas. Sabían que si los atrapaban, no habría piedad.
Finalmente, las colinas comenzaron a aparecer en el horizonte, su salvación tan cercana y aún así tan lejos. Pero los bandidos estaban ganando terreno, y el tiempo se estaba acabando. Wacian, con su fuerza casi agotada, sabía que tenían que hacer algo para detener a sus perseguidores, o nunca lograrían escapar.
Pol, reconociendo la misma desesperada necesidad, levantó su espada en el aire y gritó:
—¡Deténganse y prepárense para luchar! ¡Vamos a darles todo lo que tenemos!
Los centinelas obedecieron sin dudar, girando sus caballos en un movimiento coordinado para enfrentar a los bandidos que se acercaban. Sabían que esta sería su última batalla si no lograban detenerlos aquí y ahora.
Wacian se preparó, levantando su martillo con manos temblorosas, el peso del arma casi insoportable en su estado. Pero no había otra opción. Tenían que pelear, y tenían que ganar, o todo estaría perdido. Con los bandidos acercándose rápidamente, el grupo de centinelas se preparó para el choque inevitable, sus corazones latiendo con fuerza mientras se enfrentaban a lo que podría ser su última batalla.
El grupo de centinelas, con Wacian entre ellos, espolearon a sus caballos y se lanzaron en una carga desesperada contra los bandidos que se aproximaban. El sonido de los cascos de los caballos resonaba como un trueno en el suelo, mezclándose con los gritos de guerra que salían de las gargantas de los hombres. No había espacio para la duda ni para el miedo; solo había lugar para la brutalidad que estaban a punto de desatar.
El choque entre los dos grupos fue devastador. Wacian sintió cómo su martillo se estrellaba contra el cráneo de un bandido, hundiéndose en la carne y hueso con un sonido nauseabundo, como si aplastara una fruta podrida. La sangre brotó en un chorro caliente, salpicándole la cara y nublando su visión por un momento. A su alrededor, el caos se desató en toda su crueldad.
Los centinelas y los bandidos se enfrentaban en un combate cuerpo a cuerpo que no tenía nada de heroico. Era una carnicería salvaje, donde cada hombre luchaba no solo por su vida, sino por la mera satisfacción de destruir al otro. Wacian vio cómo un centinela arrancaba un ojo de su oponente con las manos desnudas, su grito de triunfo ahogado por el rugido de la batalla. El bandido, aún vivo, gritaba como un animal herido, sujetándose la cuenca vacía mientras la sangre le corría por la cara en gruesos regueros, pero sus gritos no duraron mucho cunado la bota del centinela le aplasto el craneo.
El aire estaba cargado de gritos de agonía y el sonido de carne siendo desgarrada. Un bandido lanzó un golpe con su hacha, y Wacian apenas tuvo tiempo de desviar el ataque con su martillo. La fuerza del golpe hizo que su brazo entumecido ardiera de dolor, pero no podía detenerse. Contraatacó con furia, hundiendo su martillo en el pecho del bandido, sintiendo cómo el metal de hundia y el hueso se partía y los órganos internos se aplastaban bajo el peso de su arma. El hombre se derrumbó, tosiendo sangre y vísceras mientras su vida se extinguía.
Pol, a pocos metros de distancia, atravesaba el campo de batalla como un demonio encarnado. Hbaia lanzado su lanza y su espada cortaba en arcos anchos, cercenando extremidades y abriendo vientres con una eficiencia brutal. Wacian lo vio hundir su espada en el abdomen de un bandido, solo para girarla y arrastrar las entrañas del hombre hacia fuera, dejando un rastro de intestinos esparcidos en el suelo mientras el bandido caía de rodillas, muriendo en una miseria indescriptible.
El hedor de la sangre, el sudor y el miedo llenaba el aire, mezclándose con el olor agrio de los cuerpos que comenzaban a pudrirse bajo el sol ardiente. Wacian, cubierto de sangre y tripas, seguía golpeando a cualquier enemigo que se le acercara. Su martillo, ahora más un objeto de mutilación que un arma de guerra, estaba empapado en sangre y carne, los huesos triturados de sus víctimas aún pegados al metal.
A su alrededor, los gritos continuaban. Un centinela había sido derribado de su caballo y ahora luchaba por levantarse, solo para ser pisoteado por las monturas de los bandidos. Su cráneo se aplastó bajo los cascos, esparciendo sesos y sangre en todas direcciones, mientras su cuerpo se retorcía espasmódicamente en el suelo.
Wacian sintió una hoja cortarle el costado, un dolor agudo y abrasador que le arrancó un grito de rabia. Giró con todo el peso de su cuerpo, golpeando al bandido que lo había herido con tal fuerza que el cráneo del hombre se rompió en mil pedazos bajo su martillo. El cuerpo del bandido se desplomó como un saco de carne, su cara irreconocible, transformada en una masa de hueso, sangre y cerebro esparcidos por el suelo.
Pero no había tiempo para regodearse en la muerte que había infligido. Más enemigos llegaban, y Wacian, con su fuerza menguante, apenas lograba mantenerse en pie. Vio a Pol arrancar la mandíbula de un hombre con un solo golpe de su espada, el hueso quebrándose y el rostro del bandido transformándose en una masa informe de carne y dientes destrozados.
El joven de cabello verde, que había estado luchando a su lado, ahora yacía en el suelo, con la garganta cortada de un tajo limpio, sus manos aferrándose débilmente al tajo sangrante en un intento inútil de detener la muerte que se cernía sobre él. Sus ojos, llenos de terror, se encontraron con los de Wacian por un breve momento antes de que la vida se extinguiera en ellos.
La sangre cubría todo. No había un solo centímetro de terreno que no estuviera manchado de rojo, salpicado de restos humanos y cuerpos retorcidos en la muerte. Los caballos, aterrados y descontrolados, aplastaban a los heridos y muertos bajo sus cascos, sus relinchos resonando como un eco de la desesperación que dominaba el campo de batalla.
Wacian, sintiendo que su fuerza lo abandonaba, luchó por mantenerse en pie. Su visión se oscurecía, los sonidos se volvían borrosos, y el dolor en su cuerpo amenazaba con hacerle perder el conocimiento. Pero siguió adelante, su martillo golpeando mecánicamente a cualquiera que se acercara, cada golpe menos preciso, más desesperado.
Finalmente, con un último esfuerzo, derribó a otro bandido, aplastándole el pecho hasta que la vida se extinguió en sus ojos. Pero antes de que pudiera recuperar el aliento, sintió un golpe brutal en la espalda. Cayó del caballo y aunque trato de levantarse sus rodillas fallaron, la fuerza abandonándolo por completo.
Mientras el mundo se oscurecía a su alrededor, vio fue el cielo teñido de rojo por el fuego y la sangre, apenas consciente, sintió que el peso de su cuerpo se hacía insoportable mientras trataba de levantarse, pero el sonido gorgoteante detrás de él lo hizo levantar la cabeza con esfuerzo. Vio a su atacante, un bandido con una sonrisa sádica aún en su rostro, ahogarse en su propia sangre mientras la espada de Pol le atravesaba la garganta. La hoja emergía por la parte posterior de su cuello, recubierta de una mezcla de sangre y trozos de carne.
Pol, con su rostro cubierto de sangre y su ojo izquierdo convertido en una cuenca vacía, tiró del cadáver hacia un lado, dejando que se desplomara con un ruido sordo en la tierra. Sin decir palabra, se agachó y agarró a Wacian por debajo del brazo, levantándolo con una fuerza que no parecía humana, dadas las circunstancias. Wacian, tambaleándose, se apoyó en su compañero, apenas consciente del dolor que recorría su cuerpo como un fuego lento.
Ambos hombres, agotados y al borde del colapso, se miraron alrededor, sus respiraciones pesadas y entrecortadas. El campo de batalla, que solo momentos antes había sido un hervidero de brutalidad y muerte, ahora estaba casi en silencio. Los cuerpos de los caídos yacían por todas partes, algunos todavía convulsionándose en los últimos estertores de la muerte.
A lo lejos, Wacian vio al hombre viejo, un centinela cuyo nombre no conocía, tambalearse entre los cadáveres, su rostro marcado por la desesperanza y el cansancio extremo. Su armadura estaba desgarrada, y uno de sus brazos colgaba inútilmente a su lado, roto en varios lugares. Pero seguía de pie, con la espada aún en su mano temblorosa, mirando a su alrededor como si esperara otro ataque en cualquier momento.
Serak, estaba más cerca, con el rostro cubierto de sudor y sangre, su expresión endurecida por la batalla. A pesar de las heridas que claramente lo afectaban, su postura seguía siendo firme, sujeta a una determinación que solo el odio y la desesperación pueden mantener viva. Sostenía su martillo con ambas manos, los nudillos blancos por la fuerza del agarre, mientras su mirada escaneaba el terreno, buscando cualquier amenaza que aún pudiera quedar.
—Nos… —Wacian intentó hablar, pero su voz salió como un susurro ahogado. Carraspeó, obligándose a continuar—. Nos han diezmado.
Pol asintió lentamente, su ojo sano brillando con una furia contenida. Apretó la empuñadura de su espada con más fuerza, mirando los cuerpos destrozados de sus hombres, aquellos que habían luchado y caído bajo su mando.
El grupo se levantó con esfuerzo, cada movimiento una agonía para sus cuerpos destrozados por la batalla. Wacian sintió cómo la desesperación le daba una última chispa de energía. Pensar en Elysia, en su esposa corriendo hacia las colinas, era lo único que lo mantenía en pie. No podían quedarse más tiempo; sabían que en cualquier momento, más jinetes podrían aparecer, y entonces no habría salvación posible.
Pol lideró el camino, su voz ronca dando la orden que todos sabían era su única opción.
—Vámonos antes de que vengan más jinetes —dijo, su tono no dejando lugar a dudas.
Con pasos dolorosos, el pequeño grupo comenzó a avanzar hacia las colinas. El paisaje a su alrededor era un infierno en la tierra. El fuego seguía devorando lo que alguna vez había sido su hogar, y los gritos de los moribundos y heridos resonaban como ecos distantes, recordándoles que la muerte estaba siempre un paso detrás de ellos.
Cada paso era un esfuerzo sobrehumano. Wacian, apoyado en Pol, sentía que la sangre que manaba de su herida en el hombro comenzaba a secarse, tirando de su piel y recordándole cada segundo lo cerca que había estado de morir. Serak, con su rostro endurecido, se mantenía alerta, pero sus movimientos eran lentos, pesados por la fatiga y las heridas.
Mientras se alejaban del pueblo, el sonido de la muerte y la destrucción se desvanecía gradualmente. La quietud de la noche comenzó a envolverlos, pero no les traía paz, solo una sensación creciente de vulnerabilidad. Sabían que no estaban seguros, que los bandidos podrían seguirlos, pero también sabían que no podían detenerse.
El camino hacia las colinas era empinado y rocoso, una tarea agotadora para hombres en su estado. Pero no había alternativa. Wacian sentía que cada paso lo acercaba a Elysia, que cada metro que ganaban era un metro más lejos del infierno que habían dejado atrás.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, alcanzaron la base de las colinas. Se detuvieron por un momento, respirando pesadamente, sus cuerpos temblando por el esfuerzo. Miraron hacia la oscuridad que se extendía ante ellos, sabiendo que aún quedaba un largo camino por recorrer.
—Tenemos que seguir —murmuró Wacian, su voz apenas audible—. No podemos parar ahora.
Pol asintió, apretando los dientes. Miró a sus hombres, o lo que quedaba de ellos, y supo que no podían permitirse un descanso.
—Sigan moviéndose —ordenó, su voz cortante—. Si nos detenemos, morimos aquí.
Con esa última orden, comenzaron a subir las colinas. El terreno se hacía más difícil a cada paso, pero sabían que al otro lado encontrarían un refugio, una posibilidad de supervivencia. Y con cada paso, Wacian sentía que se acercaba a Elysia, que la esperanza de verla viva le daba la fuerza para continuar. No había espacio para la desesperación, no había tiempo para el miedo. Solo quedaba avanzar, sin detenerse, sin mirar atrás.
Pronto llegaron a la cima de las colinas, jadeando, cada uno de ellos luchando por mantenerse en pie. Pero lo que encontraron allí les congeló la sangre en las venas. En lugar del refugio que esperaban, se encontraron con una escena de pesadilla. Los pocos sobrevivientes del pueblo, aquellos que habían logrado escapar antes que ellos, yacían muertos en el suelo, sus cuerpos brutalmente descuartizados. Los centinelas que habían intentado protegerlos estaban en pedazos, esparcidos por el suelo como si hubieran sido jugueteados por bestias.
Wacian sintió que el horror lo envolvía. Su corazón latía con fuerza, y su mente se negaba a aceptar lo que veía. Era como si el infierno los hubiera alcanzado incluso allí, en lo que debía haber sido su última esperanza de salvación. La brutalidad de la escena era indescriptible, los cuerpos destrozados, las entrañas derramadas sobre la tierra, los rostros congelados en expresiones de terror.
La desesperación comenzó a apoderarse de él. Buscó frenéticamente a Elysia entre los cuerpos, su respiración acelerada, el pánico creciente. No la veía en ninguna parte. Cada paso que daba entre los cadáveres lo hundía más en la desesperación. ¿Podría haberla perdido también? ¿Podría haber llegado tan lejos solo para encontrar que todo había sido en vano?
Entonces, un grito desgarrador lo sacudió, cortando a través del ruido sordo de su desesperación. Venía del bosque cercano. Wacian sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Reconoció esa voz, ese grito que solo podía pertenecer a una persona: Elysia.
Sin pensarlo, no les aviso a sus compañeros, solo corrió hacia el sonido, ignorando el dolor en su cuerpo, ignorando todo excepto la necesidad de encontrarla. Los árboles lo rodeaban, y con cada paso que daba, el grito se hacía más fuerte, más claro. Era un grito de terror puro, de alguien que estaba en el borde de la muerte.
Finalmente, llegó a un pequeño claro en el bosque. La escena que se desplegó ante sus ojos lo llenó de una rabia indescriptible. Bajo la luz tenue del día nublado, Wacian vio a Elysia. Estaba en el suelo, su cuerpo temblando de miedo tratando de luchar, su vestido desgarrado y cubierto de tierra. Un bandido enorme la sujetaba por el cabello, sucio y ensangrentado, su otra mano tiraba de la tela mientras intentaba violentarla. Los ojos del hombre brillaban con una satisfacción sádica, su boca torcida en una sonrisa cruel mientras disfrutaba del sufrimiento de Elysia.
Wacian sintió una furia salvaje encenderse en su interior, un fuego que lo consumía, borrando todo lo demás de su mente. No había pensamiento racional, solo un instinto primitivo que lo impulsaba a actuar. La imagen de Elysia, vulnerable bajo las manos de ese monstruo, lo llenaba de un odio que jamás había conocido. Solo podía pensar en una cosa: matar a ese hombre, salvar a Elysia, o morir intentándolo.
Con un grito que resonó en todo el bosque, un sonido gutural que salía desde lo más profundo de su ser, cargó contra el bandido. Su martillo se levantó con toda la fuerza que le quedaba, cada músculo de su cuerpo ardiendo con la determinación de destruir al hombre que se atrevía a lastimar a Elysia.
El bandido se giró al escuchar el grito, sus ojos se abrieron con sorpresa al ver a Wacian cargando hacia él, pero no fue lo suficientemente rápido. Trató de levantar su daga, pero antes de que pudiera reaccionar, el martillo de Wacian descendió con una fuerza brutal. El impacto fue directo a la cabeza del bandido, aplastando su cráneo con un crujido nauseabundo. La sangre, los huesos y fragmentos del cráneo se mezclaron en un estallido grotesco, una explosión de carne y hueso que cubrió el suelo en un charco de rojo oscuro.
El cuerpo del bandido cayó al suelo, inerte, como un muñeco roto. Pero Wacian no se detuvo. La furia, el dolor y la desesperación que había estado conteniendo durante todo ese día explotaron en un frenesí de violencia. Se lanzó sobre el cadáver, golpeando lo que quedaba de la cabeza del bandido con una fuerza ciega, una y otra vez, cada golpe deformando más lo que una vez había sido un rostro humano.
Cada impacto resonaba en el claro, el sonido húmedo de carne siendo triturada, los huesos astillándose bajo el peso del martillo. La cara del bandido pronto se convirtió en una masa informe de sangre y fragmentos de hueso, pero Wacian seguía golpeando, su respiración pesada y entrecortada, su visión nublada por las lágrimas y la ira. Era como si con cada golpe estuviera descargando toda la impotencia, el miedo y el dolor que había sentido, como si cada impacto fuera una forma de purgar la oscuridad que lo había consumido.
Finalmente, cuando el cuerpo del bandido era poco más que un amasijo de carne destrozada, Wacian se detuvo. Sus manos temblaban, cubiertas de sangre, su respiración era un jadeo irregular. Sentía como si toda la energía lo hubiera abandonado de repente, dejándolo vacío, agotado.
Wacian se giró hacia Elysia, su corazón apretándose al ver el estado en el que se encontraba. Ella yacía en el suelo, temblando, con su vestido desgarrado y su pecho expuesto, una visión que mezclaba vulnerabilidad y devastación. Sus ojos, llenos de terror y confusión, se clavaron en los de Wacian, buscando desesperadamente un refugio en la tormenta de horror que acababa de vivir.
Wacian soltó el martillo, dejándolo caer al suelo con un ruido sordo, el eco de su furia anterior disipándose en el silencio que ahora los rodeaba. Se arrodilló junto a Elysia, la tomó en sus brazos con una ternura que contrastaba brutalmente con la violencia que acababa de desatar. La abrazó con fuerza, sintiendo cómo ella se aferraba a él con desesperación, sus manos temblorosas aferrándose a su espalda, como si al hacerlo pudiera borrar lo que había sucedido.
—Ya está, amor, ya está —murmuró Wacian, su voz ronca por la emoción contenida—. Estoy aquí.
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando Elysia trató de hablar, pero su voz se quebró, transformándose en un sollozo desesperado. —Wa-Wacian, me, me int...— no pudo terminar la frase, las palabras se ahogaron en un mar de lágrimas, su cuerpo sacudido por los sollozos incontrolables mientras se aferraba a él con una fuerza que hablaba de su terror y desesperación. Wacian sintió cómo las lágrimas de Elysia se mezclaban con la sangre y la suciedad en su pechera, manchándolo aún más, pero en ese momento, nada de eso importaba.
Lo único que podía hacer era sostenerla, manteniéndola tan cerca como fuera posible, como si al hacerlo pudiera protegerla de todo el mal que los rodeaba. La realidad de lo que había pasado comenzaba a hundirse en su mente, la comprensión de que, aunque había matado al bandido, el daño ya estaba hecho. Sabía que nada de lo que dijera o hiciera podría borrar el horror que Elysia había vivido, y ese pensamiento lo desgarraba por dentro.
Mientras trataba de consolar a su esposa, tratando de encontrar las palabras adecuadas que simplemente no existían, Pol y los otros dos centinelas aparecieron en el claro, su presencia abrupta rompió el frágil capullo de seguridad que Wacian intentaba crear para Elysia. Sus rostros, marcados por la batalla, estaban llenos de urgencia. Pol tenía la mirada alerta, sus ojos escaneaban el entorno en busca de cualquier amenaza.
—Wacian, tenemos que correr, vienen más jinetes —dijo Pol, su voz cargada de cansancio, pero firme en su determinación. El comandante, sin perder tiempo, se quitó la capa que llevaba, manchada y rasgada, y se la entregó a Wacian para que cubriera a Elysia.
Wacian tomó la capa con manos temblorosas, agradecido por el gesto, y con suavidad cubrió el cuerpo de su esposa, intentando brindarle al menos un poco de dignidad y calor en medio de aquel infierno. Elysia seguía temblando, sus sollozos amortiguados contra su pecho, pero la capa que la cubría parecía darle al menos una pizca de consuelo.
Pol se acercó, sus ojos oscuros llenos de una mezcla de compasión y urgencia. —Sé que esto es difícil, Wacian, pero no tenemos tiempo. Si no nos movemos ahora, estaremos muertos todos. Tienes que llevarla.
Wacian asintió, aunque sentía que sus fuerzas lo abandonaban, sabía que no tenía otra opción. Con un esfuerzo titánico, se levantó, levantando a Elysia en sus brazos. Ella no protestó, se dejó llevar, como si estuviera demasiado rota para resistir. La sensación del cuerpo frágil de su esposa en sus brazos le dio a Wacian la energía que necesitaba para seguir adelante. No importaba lo que tuviera que hacer, no importaba el dolor o el cansancio, la única cosa que importaba ahora era poner a Elysia a salvo.
Los centinelas, cansados pero decididos, formaron una pequeña escolta alrededor de Wacian y Elysia, moviéndose rápidamente a través del bosque, cada uno de ellos consciente de que el peligro estaba a solo unos minutos de distancia. Los sonidos de la batalla, aunque lejanos, eran un recordatorio constante de que la muerte los seguía de cerca. Cada crujido de una rama, cada sombra que se movía entre los árboles, les ponía en alerta máxima, sabiendo que un solo error podría costarles la vida.
Mientras subían por las colinas, Wacian sintió que su cuerpo empezaba a fallarle. Las heridas que había ignorado hasta ahora comenzaban a hacer efecto, el dolor se extendía por cada músculo, cada articulación, pero no podía detenerse. Elysia, en sus brazos, era su razón para seguir adelante, su ancla en un mar de caos.
Finalmente, alcanzaron un punto más elevado en las colinas, un lugar donde podían ver la extensión del horror que habían dejado atrás. Desde allí, el pueblo se veía como una herida abierta en la tierra, el humo de los incendios elevándose hacia el cielo, el sonido de los gritos y el caos aún audible a la distancia.
Pol, respirando con dificultad, se giró hacia Wacian, sus palabras urgentes pero calmadas a pesar del caos que habían dejado atrás.
—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo, pero esto nos dará un respiro —dijo, mirando hacia el horizonte, donde las colinas se alzaban como una posible esperanza—. Tenemos que seguir hasta encontrar un lugar seguro, más arriba, más lejos de esos bastardos.
La imagen del pueblo destruido aún quemaba en su mente, el pensamiento de que podrían ser los próximos en caer lo impulsaba a seguir adelante, sin importar el dolor que sentía en cada paso.
Mientras recuperaban el aliento, Sarek se acercó. Su rostro estaba cubierto de sudor, su respiración era entrecortada, pero había una determinación feroz en sus ojos.
—Vamos a Santorach —dijo Sarek, mencionando el nombre de la ciudad más cercana, una fortaleza en las colinas que alguna vez había sido un baluarte contra los invasores—. Si corremos con todo lo que tenemos, podríamos llegar antes del anochecer. No sabemos si los bandidos se retirarán o intentarán llegar antes que el heredero, pero es nuestra mejor opción. Recuerden que el heredero estaba cerca, tal vez esa sea nuestra única ventaja.
La mención del heredero pareció infundir nueva vida en el grupo. Todos sabían que si podían llegar a Santorach, podrían encontrarse con las fuerzas del heredero, que eran lo suficientemente fuertes como para detener a los bandidos. Era un rayo de esperanza en medio de la oscuridad, una posibilidad de sobrevivir a la masacre que había consumido su hogar.
Pol asintió, su mirada se endureció mientras evaluaba las fuerzas restantes de su pequeño grupo. Eran pocos, y todos estaban al límite de sus capacidades, pero no había otra opción. La mención de Santorach les daba un objetivo claro, algo por lo que luchar.
—Bien, nos dirigiremos a Santorach —dijo Pol con un tono firme—. Pero debemos mantenernos alertas. No podemos permitirnos ser atrapados en campo abierto. Debemos movernos rápido y en silencio.
Con esas palabras, comenzaron a moverse de nuevo, esta vez con más dirección. El camino era empinado y rocoso, y a medida que subían, el aire se hacía más frío y el suelo más resbaladizo. Wacian sentía cómo cada paso se hacía más pesado, sus piernas protestaban bajo el esfuerzo, pero el pensamiento de llevar a Elysia a un lugar seguro lo mantenía en marcha.
El silencio entre ellos era absoluto, roto solo por el crujido de las ramas bajo sus pies y el ocasional jadeo de esfuerzo. A medida que avanzaban, los recuerdos de la batalla y de lo que habían dejado atrás seguían pesando sobre ellos, pero nadie habló, cada uno perdido en sus propios pensamientos.
Después de lo que pareció una eternidad, el grupo llegó a un punto en el que el sendero se estrechaba, bordeando un precipicio que daba hacia un profundo valle. Desde allí, podían ver el pueblo en la distancia, reducido a un puñado de ruinas humeantes. Las llamas aún ardían, devorando lo poco que quedaba, y Wacian sintió una punzada de dolor en el pecho al pensar en todo lo que habían perdido.
Sarek, que iba al frente, levantó una mano, deteniendo al grupo. Todos se detuvieron, sus cuerpos tensos, y Wacian sintió cómo el corazón se le aceleraba de nuevo. Pol se acercó a Sarek, y juntos se agacharon, mirando hacia adelante, donde el sendero descendía hacia un pequeño valle antes de volver a subir hacia las colinas más altas.
—Allí —susurró Sarek, señalando con la cabeza—. Movimiento en la distancia.
Wacian, con Elysia aún en sus brazos, se agachó lo mejor que pudo, tratando de ver lo que Sarek había visto. Sus ojos se entrecerraron mientras trataba de enfocar, y finalmente vio lo que Sarek señalaba. A lo lejos, pequeñas figuras se movían entre los árboles, apenas visibles, pero suficientes para poner en alerta a los centinelas.
—¿Cuántos? —preguntó Pol, su voz apenas un murmullo.
—No lo sé. Pero son demasiados para enfrentarlos en nuestro estado —respondió Sarek, su voz cargada de preocupación.
Wacian sintió que su estómago se revolvía. No podían permitirse otra batalla, no en las condiciones en las que estaban. Miró a Elysia, que estaba medio consciente en sus brazos, y supo que tenía que encontrar una manera de mantenerla a salvo.
Pol se levantó lentamente, sus ojos recorrieron el terreno. —No tenemos elección. Tendremos que rodear el valle. Será más lento, pero si seguimos el contorno de la colina, podremos evitarlos y seguir hacia Santorach. Es nuestra única oportunidad.
Sin más palabras, el grupo comenzó a moverse de nuevo, esta vez con más cautela, rodeando el valle y manteniéndose lo más alto posible en la ladera de la colina. El sol comenzaba a descender, y la luz del día se desvanecía rápidamente, envolviendo todo en una penumbra que hacía que cada sombra pareciera un enemigo al acecho.
La fatiga comenzaba a pasar factura. Cada paso era un esfuerzo monumental, y los centinelas sabían que estaban al borde de sus fuerzas. Pero el pensamiento de Santorach, con sus murallas seguras y la posibilidad de encontrar al heredero, les daba la energía necesaria para seguir adelante.
Finalmente, cuando la oscuridad era casi total, alcanzaron un punto elevado desde donde podían ver las luces de Santorach en la distancia. Las antorchas que marcaban las murallas de la ciudad eran un faro de esperanza, una señal de que su pesadilla podría estar llegando a su fin.
Wacian sintió que sus rodillas casi cedían al ver las luces, pero se obligó a seguir adelante. Pol se giró hacia el grupo, y aunque estaba agotado, había una chispa de esperanza en sus ojos.
—Casi lo logramos —dijo, su voz llena de alivio—. Solo un poco más, y estaremos a salvo.
El grupo se movió con renovada determinación, sabiendo que su salvación estaba cerca. Mientras descendían la última colina, Wacian sintió que Elysia se aferraba a él con un poco más de fuerza, y supo que ella también había visto las luces de Santorach.
No importaba lo que viniera después, lo único que importaba era que estaban cerca de la seguridad. Y mientras las luces de Santorach se hacían más brillantes con cada paso, Wacian supo que, al menos por esa noche, tendrían un respiro del infierno que habían vivido.
Pronto, el sonido de cascos resonando en el sendero anunció la llegada de varios jinetes. Wacian levantó la vista, sus sentidos aún en alerta, pero pronto reconoció los emblemas en sus armaduras: eran centinelas de hierro, como ellos. Los jinetes frenaron al ver al pequeño grupo de supervivientes, y uno de ellos, un hombre de rostro severo y cicatrices profundas, desmontó rápidamente.
—¡Por los dioses, pensábamos que nadie más había sobrevivido! —exclamó el líder de los jinetes, su voz cargada de asombro al verlos en pie.
Pol, que estaba al borde del colapso, dio un paso al frente, sus hombros relajándose ligeramente al ver a sus camaradas.
—Necesitamos ayuda, tenemos heridos y estamos al límite de nuestras fuerzas —dijo Pol, su voz firme a pesar del cansancio evidente.
Los centinelas de hierro no dudaron en ayudarlos. Dos jinetes descendieron rápidamente y tomaron a Elysia de los brazos de Wacian, levantándola con cuidado para colocarla sobre uno de los caballos. Wacian sintió una mezcla de alivio y agotamiento al soltar el peso de su esposa, pero no se permitió descansar aún.
Mientras se acomodaban para la marcha hacia la ciudad, Elysia, apoyada contra el jinete que la sostenía, miró a Wacian con sus grandes ojos grises. Había alivio en su mirada, pero también una profunda tristeza y culpa que la hacían temblar.
—Perdóname, Wacian —susurró, su voz temblorosa mientras las lágrimas comenzaban a correr por sus mejillas—. Me dijiste que corriera, pero... —su voz se quebró y miró hacia abajo, avergonzada—. Quería esperarte... me quedé en las colinas junto a los otros sobrevivientes del pueblo. Perdóname, casi... casi me...
Las palabras se le atoraron en la garganta, incapaz de decir lo que había estado a punto de suceder. Wacian sintió un nudo en su propio pecho, una mezcla de ira, miedo, y un profundo amor por la mujer que había estado a punto de perder. Se acercó a ella, tomando su mano entre las suyas, las cuales estaban manchadas de sangre y tierra.
—No tienes que disculparte, Elysia —dijo Wacian con una voz suave pero firme, tratando de calmarla—. Lo importante es que estás aquí, conmigo, viva. Eso es todo lo que importa ahora.
Elysia asintió débilmente, aunque las lágrimas continuaban cayendo. Miro al jinetes y este asintio, se bajo del caballo y dejo que Wacian se subiera al caballo junto a ella, permitiéndole rodearla con sus brazos, asegurándose de que se sintiera protegida.
—Vamos a estar bien, mi amor —susurró en su oído, mientras los centinelas comenzaban a moverse hacia Santorach—. Estás a salvo ahora. No dejaré que te alejen de mí.
Con esas palabras, Elysia se apoyó contra él, sus sollozos empezaron a disminuir mientras el cansancio y el alivio la invadían. A medida que se acercaban a las puertas de Santorach, el grupo de supervivientes se permitió, por primera vez en mucho tiempo, sentir un atisbo de esperanza.
Las altas murallas de la ciudad los recibieron, sus antorchas iluminando el camino hacia la seguridad. Los centinelas que custodiaban la entrada abrieron las puertas rápidamente al ver a sus camaradas heridos y al grupo de civiles que los acompañaba. Dentro, el bullicio de la ciudad era un contraste bienvenido al silencio y la muerte que habían dejado atrás.
Una vez dentro, Wacian sintió que todo su cuerpo cedía al agotamiento. La adrenalina que lo había mantenido en pie durante tanto tiempo comenzaba a desaparecer, y solo la necesidad de estar junto a Elysia lo mantenía consciente. Fueron conducidos a una pequeña posada cerca de la plaza principal, donde un grupo de curanderos ya estaba preparado para atender a los heridos.
Mientras Elysia era llevada a una habitación para ser tratada, Wacian se quedó fuera, apoyado contra una pared, observando las luces y escuchando los murmullos de la ciudad. Sentía una mezcla de alivio y desolación, sabiendo que habían sobrevivido, pero a un costo terrible.
Pol se acercó a Wacian, su rostro endurecido por las cicatrices de la batalla, pero su ojo reflejaba la misma mezcla de agotamiento y emociones encontradas que todos sentían.
—Deberías descansar y que te traten esas heridas, Wacian —dijo con una voz baja, casi paternal—. Hemos llegado tan lejos... lo mereces.
Wacian asintió, aunque sus pensamientos aún estaban con Elysia. Su hombre y cadera no le importaban en este momento, el dolor de sus heridas era un eco lejano comparado con la angustia que había sentido al pensar que podría perderla.
Pol, con una mirada que mostraba tanto cansancio como determinación, continuó.
—Escuché que el heredero vendrá mañana —dijo, su voz cargada de un rencor contenido—. Espero que los haga sufrir por lo que hicieron al pueblo, por lo que hicieron a nuestra gente.
Wacian apretó los puños, sintiendo cómo la ira hervía nuevamente en su interior. No había justicia suficiente para compensar la brutalidad que habían presenciado, pero la idea de que el heredero pudiera traer algún tipo de retribución le daba una pequeña esperanza.
—Sí... —murmuró Wacian, con la voz cargada de dolor y deseo de venganza—. Que paguen por cada vida que tomaron, por cada grito que causaron. Que anhelen la muerte pero que se las niegen
Pol asintió en silencio, sabiendo que compartían el mismo deseo. Ambos sabían que la batalla no había terminado, que lo que les quedaba por enfrentar no era solo la reconstrucción de sus cuerpos y almas, sino también la justicia por los horrores que habían sufrido.
—Descansa, Wacian —repitió Pol, más firme esta vez—. Mañana será un día largo. Necesitamos estar listos para lo que venga.
Wacian, finalmente, asintió. Sabía que Pol tenía razón, pero no podía apartar la vista de la puerta tras la cual Elysia estaba siendo atendida. Necesitaba verla, asegurarse de que estaba a salvo. Solo entonces podría permitirse descansar, aunque fuera por un breve momento.
—Después de ver a Elysia —respondió Wacian, su voz apenas un susurro.
Pol no discutió. Simplemente le dio una palmada en el hombro, un gesto de camaradería y entendimiento, antes de alejarse para hablar con los otros dos centinelas.
Wacian se quedó allí, su mente llena de imágenes de la masacre, de los cuerpos destrozados y las vidas perdidas. Pero también pensaba en la promesa que se había hecho a sí mismo: proteger a Elysia, cueste lo que cueste.
Con un último suspiro, se encaminó hacia la puerta, decidido a estar al lado de su esposa. Mañana traerá nuevos desafíos, pero por ahora, lo único que importaba era que ambos estaban vivos y juntos.