La tensión en el aire era casi tangible. El sonido de los tambores y cuernos resonaba por todo el campo, un preludio de la violencia que estaba por desatarse. De repente, un jinete enemigo con una lanza a la que había atado una bandera blanca se aproximó a sus formaciones y la clavó a pocos metros de ellos, afortunadamente evitando las estacas ocultas. Kael sabía lo que significaba esa bandera: Narrok quería una tregua temporal para una reunión entre los dos comandantes en jefe.
Kael no perdió tiempo. Seleccionó a quinientos de los legionarios de las sombras y a cincuenta de los desolladores carmesí. Montado en su enorme caballo, protegido con la barda de las monturas de los legionarios de las sombras, su armadura destacaba con grabados y ornamentos extra, indicativos de su rango como subcomandante. Recorrió las filas de sus hombres, su presencia imponente infundiendo valor y disciplina. Sus legionarios y desolladores de Thornflic, con sus armaduras oscuras y rojas, se unieron a él, listos para protegerlo en la reunión. Kael podría fácilmente haber lanzado una lluvia de flechas y saetas, pero quería ver qué tenía que decir Narrok y cuáles eran las palabras del patético y despreciable vizconde al que servía.
La luz del amanecer iluminaba el campo de batalla, y el ejército de Kael estaba en plena formación, observando atentamente al grupo que se dirigía hacia el punto de encuentro. Al llegar, Kael clavó su mirada fija en el jinete enemigo que lo había convocado. El jinete desmontó y, tras un intercambio de miradas, ambos comenzaron a caminar hacia el centro del campo neutral, rodeados por la protección de sus respectivos guardias. El silencio era abrumador, solo roto por el suave crujir de la hierba bajo sus pies y el lejano murmullo de los ejércitos esperando en tensión.
En el centro del campo, Kael se detuvo frente a Narrok. Narrok era un hombre de mediana edad, de mirada fría y con un largo cabello negro como la noche. Su piel, curtida por los campos de batalla, contrastaba con la armadura de placas completa de color púrpura que llevaba, llena de grabados de oro negro. Acompañado por su propia escolta de guerreros de élite, también estaban lo que Kael supuso eran los comandantes de las compañías mercenarias: un enorme orco con el rostro marcado por cicatrices que hablaban de innumerables batallas y vestido con una pesada y arañada armadura que le cubría todo el inmenso cuerpo; incluso su semental, un caballo casi tan grande como los caballos de tiro, empequeñecía en comparación con el orco de piel verde y su enorme rinoceronte con armadura que resoplaba. A su lado estaba un hombre lagarto, de escamas verdes y grises, con una cicatriz en forma de zarpa que le surcaba el rostro, mirándolo con cautela. Su montura era una gran lagartija de escamas rojas y una rústica armadura similar a la de su dueño. Por último, junto a Narrok estaba un alto elfo, con orejas alargadas, piel pálida y una magnífica armadura blanca y dorada. Parecía casi una criatura etérea, montado en un ciervo blanco como la nieve con una armadura igualmente magnífica.
El general enemigo era una figura imponente, con una armadura oscura y ornamentada. Sus ojos se encontraron, y por un momento, el campo de batalla quedó en suspenso.
—Qué rápido fue tu rendición, Narrok. Pensé que el "Asesino rojo" iba a ser más desafiante —dijo Kael con desprecio antes de escupir en la tierra. Sus palabras estaban cargadas de burla, y la tensión entre los dos líderes era palpable.
Narrok frunció el ceño, sus ojos brillando con furia contenida. —No he venido aquí a rendirme, Kael. He venido a ofrecerte una oportunidad para evitar una masacre innecesaria —respondió con una voz fría y calculadora.
Kael dejó escapar una carcajada sarcástica, su risa resonando en el aire tranquilo del amanecer. —¿Evitar una masacre? ¿Y por qué haría yo eso? Mis hombres están listos para luchar y aplastar a tus fuerzas. No necesito tu compasión ni tus ofertas de tregua.
Narrok se mantuvo firme, sus labios curvándose en una sonrisa sutil pero peligrosa. —No subestimes a mis hombres, Kael. Sabes tan bien como yo que esta batalla está a mi favor. Pero aún hay tiempo para resolver esto sin derramamiento de sangre innecesario. Piénsalo bien. El vizconde Edric le da una oferta a ti y al general Thornflic: ustedes y sus hombres podrán irse, no los atacaremos, no habrá batalla. Esta invasión será perdonada, obviamente con una compensación. Mi vizconde reclama que le devuelvan sus tierras ocupadas, a sus súbditos y un pago de dos millones de lingotes de platino, ocho millones de lingotes de oro, quince millones de lingotes de plata y el doble en monedas. Con esto, se evitará la destrucción y todos podrán regresar a sus hogares.
Kael soltó una risotada sin gracia y se acercó un paso más, su mirada fija en la de Narrok, levantando su gigantesca maza. —Tu señor no solo es inútil, patético y despreciable, sino que también es un gran idiota. ¿Realmente crees que vamos a aceptar semejante propuesta? Esta batalla no se evitará con promesas vacías y demandas absurdas.
Narrok mantuvo la calma, aunque un destello de ira cruzó sus ojos. —Kael, esta es tu última oportunidad. Mi señor ha sido generoso, y aún puedes evitar la muerte de tus hombres y la destrucción de tu ejército.
Kael se acercó aún más, su maza casi chocando su pecho con el de Narrok. —Generoso, dices. Tu vizconde debería prepararse para ver cómo sus tierras arden y sus súbditos claman por piedad. Nosotros no nos retiraremos y no negociaremos. Estamos aquí para conquistar, y eso es lo que haremos. No habrá oro ni plata que pague nuestra retirada.
Narrok se mantuvo impasible, aunque su rostro mostraba una mezcla de furia y decepción. —Entonces que así sea, Kael. Pero recuerda mis palabras cuando tus hombres caigan y las tierras sean devueltas a su legítimo dueño.
Kael no respondió. Con esas palabras, se dio la vuelta, señalando a sus guardias para que se retiraran. Los legionarios de las sombras y los desolladores carmesí formaron un círculo protector a su alrededor mientras se dirigían de vuelta a sus filas. La tregua había terminado, y el campo de batalla pronto se llenaría con el sonido de acero y gritos de los combatientes. La guerra entre Kael y Narrok estaba a punto de comenzar, y el destino de muchos se decidiría en las próximas horas.
Kael escupió en el suelo, su saliva mezclada con la sangre de un corte en su lengua. Sus legionarios observaban con ojos acerados, listos para desatar su furia contenida.
—Narrok, espero que tengas una tumba preparada —gruñó Kael, antes de girarse y dirigirse a sus filas.
Los guerreros de Kael no necesitaban más órdenes. Sabían que la diplomacia había fracasado y que la brutalidad tomaría el relevo. La tregua temporal había sido solo una pausa antes del inevitable derramamiento de sangre.
Narrok, con una mirada de fría determinación, regresó a su grupo. Su orco comandante, una bestia brutal con cicatrices que atravesaban su cara y brazos, se adelantó, su aliento apestando a carne cruda.
—¿Vamos a acabar con ellos, jefe? —gruñó, con una voz como el roce de acero sobre piedra.
Narrok asintió, su mirada fija en el horizonte donde se encontraba el ejército de Kael. —Sí. Vamos a darles lo que merecen.
El hombre lagarto se relamió las fauces, sus ojos reluciendo con anticipación. —He esperado este momento. Sus gritos serán música para mis oídos.
A medida que Kael y sus hombres regresaban a sus líneas, el sol se levantaba, bañando el campo de batalla con una luz dorada que realzaba la tensión en el aire. El silencio que había prevalecido durante la tregua se rompió abruptamente cuando los tambores y cuernos de guerra comenzaron a sonar nuevamente, resonando por todo el valle y señalando el inicio de la confrontación. Las órdenes resonaban a lo largo de las filas, y los soldados ajustaban sus armaduras, afilaban sus espadas y lanzas, y preparaban sus escudos, alistándose para el inevitable choque.
Kael recorrió una vez más las filas de sus hombres, su voz resonando como un rugido. —¡Hoy, venceremos! ¡No dejaremos que un vizconde patético y sus mercenarios nos detengan! ¡Por el Ducado de Zusian, por Iván, por los Erenford! ¡Por la venganza! ¡Sangre por sangre!
Sus hombres respondieron con un rugido ensordecedor, golpeando sus escudos y armaduras, elevando sus armas hacia el cielo. La formación se ajustó y cambió, siguiendo las órdenes de Kael. Kael había aprendido una formación defensiva de los más grandes generales y estrategas de Yuxiang, el enorme continente lleno de dinastías sumidas en guerras tan sangrientas y masivas como las de la propia Aurolia. Esta formación funcionaría mejor para la táctica que planeaban usar.
Deshizo los bloques de infantería y los reformó en varios "armazones" de infantería pesada de élite, apoyados por unidades que actuaban como "uniones". Estas uniones podían rápidamente enlazar un armazón con otro, modificando la formación de manera precisa, como barras o columnas de apoyo que se apuntalan a sí mismas para sumar su fuerza. Estas uniones podían absorber y dispersar ataques, previniendo que los armazones se fracturaran. Kael también separó a la mitad de los infantes pesados para formar bloques densos de soldados que protegieran a los ballesteros comunes y de élite. Reubicó a los arqueros en la colina donde él mismo se encontraba, mientras movilizaba a los infantes ligeros, listos para lanzar una lluvia de jabalinas. Con la infantería media formó pequeños bloques para que actuaran como refuerzos y apoyo, dispuestos a entrar en combate donde fueran necesarios.
En la distancia, el ejército de Narrok también se preparaba, sus propios tambores resonando en respuesta. Los estandartes ondeaban en el viento, y el ejército enemigo marchaba en formación, avanzando lentamente hacia el campo de batalla. Los ojos de Kael se estrecharon al ver los toscos estandartes con un cuerno negro sobre un campo sangriento de los orcos, que estaban a la vanguardia. Estos avanzaban lentamente, mientras los cuernos rasgaban el cielo, anunciando su presencia con un eco aterrador.
Pronto, el sonar de las pesadas patas de los rinocerontes se hizo audible, resonando por todo el campo de batalla y rasgando la tierra debajo de sus poderosos cuerpos. Los salvajes jinetes orcos soltaban gruñidos y rugidos que se propagaban como un estruendo por el campo. Kael levantó la mano y los arqueros y ballesteros comenzaron a lanzar sus proyectiles, cada uno a su ritmo, creando una lluvia constante que no daba tiempo a los orcos para reagruparse. Las flechas y los virotes llovían desde todas las direcciones, obligando a los jinetes orcos a cubrirse y a sus monturas a retroceder en confusión.
A unos pocos metros de la formación, los infantes ligeros, tanto de élite como los comunes, lanzaron sus jabalinas con una precisión letal. Las armas atravesaron el aire, impactando en los cuerpos de los jinetes orcos y sus bestias, arrancando gritos de dolor y furia. Justo cuando los rinocerontes estaban a punto de chocar contra los primeros armazones de infantería pesada, un cuerno resonó en el campo de batalla. Los soldados encargados de levantar las estacas ocultas ejecutaron su tarea con una precisión mortal. Varias filas de estacas emergieron de la tierra como dientes afilados, frenando en seco a los rinocerontes y atravesándolos brutalmente. Los colosales animales emitieron rugidos desgarradores mientras eran empalados, sus jinetes orcos saliendo despedidos de sus monturas en un arco mortal. El impacto fue devastador; la fuerza de la embestida se encontró de golpe con una barrera letal.
Los rinocerontes, heridos y frenados por las estacas, se desplomaron en el suelo, aplastando a varios orcos bajo su peso con un sonido húmedo y crujiente. La tierra tembló bajo el peso de las bestias caídas, y el caos se extendió rápidamente por las filas enemigas. Los arqueros y ballesteros de Kael aprovecharon la confusión, disparando sin cesar. Proyectiles atravesaban carne y armadura, dejando un rastro de cadáveres y sangre. Las flechas y los virotes silbaban en el aire, encontrando sus marcas en los cuerpos desorganizados de los orcos, quienes caían uno tras otro en una sinfonía de muerte.
Kael hizo sonar sus tambores de guerra, su estruendo profundo y rítmico cortando a través del clamor del combate. Los bloques de infantería media, tanto comunes como de élite, comenzaron a rodear los flancos de los desorganizados orcos, encerrándolos en una jaula mortal. La infantería pesada, actuando como una muralla flexible e impenetrable, avanzaba con una firmeza inquebrantable. Las estacas, ahora empapadas de sangre, se erigían como testigos de la brutalidad de la emboscada. Los infantes medios avanzaban en formación cerrada, el cerco se apretaba con cada paso, empujando a los orcos hacia el centro donde los soldados de Kael empezaron a asesinar a los jinetes orcos con una eficiencia fría y despiadada. El suelo, ya empapado de sangre, se convertía en un pantano negro y viscoso bajo los pies de los combatientes.
La lucha cuerpo a cuerpo se volvió un espectáculo de brutalidad sin piedad. Las espadas cortaban carne y hueso, mientras los gritos de agonía llenaban el aire. Un soldado de Kael, con los ojos inyectados en sangre, hundió su espada en el cuello de un orco, su hoja entrando con un sonido húmedo y desgarrador. La sangre brotó en un chorro, cubriendo al soldado en una lluvia negra como la brea. Cerca de allí, otro de los legionarios de las levantó su hacha y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza de un enemigo, partiendo el cráneo como una sandía madura. El orco cayó al suelo con un sonido sordo, su cerebro y sesos esparciéndose en el barro.
A pesar de estar desorganizados y maltrechos, los orcos no fueron presa fácil. Luchaban con la furia de bestias acorraladas, sus gritos de guerra resonando con desesperación y odio. Sus hachas y espadas cortaban el aire, arrancando gritos de dolor de los soldados de Kael. Pero la marea de la batalla estaba claramente en contra de ellos.
Los infantes medios de Kael atacaban con una precisión letal, sus armas hundiéndose en la carne con fuerza brutal. Las cabezas de los orcos eran separadas de sus cuerpos, miembros cercenados caían al suelo, y los gritos de agonía llenaban el aire. La sangre salpicaba por todas partes, creando un paisaje infernal de destrucción y muerte.
Los cadáveres se apilaban uno sobre otro, formando montañas de cuerpos mutilados y ensangrentados. El campo de batalla se había convertido en un matadero, y el hedor de la muerte era insoportable. Las armas de los soldados de Kael brillaban al sol, cubiertas de la sangre de sus enemigos, mientras avanzaban implacables, sin mostrar piedad alguna. Pero las enormes bestias y sus salvajes jinetes luchaban con una ferocidad instintiva, lanzando rugidos de desafío mientras blandían sus pesadas armas. Los rinocerontes, aunque heridos, seguían siendo peligrosos. Enormes y salvajes, cargaban sin piedad a través del campo de batalla, sus cuernos letales empalando a cualquier desafortunado que se encontrara en su camino. Los rugidos de sus jinetes, acompañados por el sonido de carne desgarrada y huesos triturados, llenaban el aire. A pesar de estar heridos, los rinocerontes no mostraban señales de debilidad. Sus ojos, enrojecidos de furia, reflejaban la brutalidad del combate, y cada embestida enviaba a los soldados volando, sus cuerpos aplastados bajo el peso de estas bestias colosales, embistiendo y aplastando a los soldados con sus últimas fuerzas.
La sangre salpicaba en todas direcciones, creando un paisaje infernal de barro y fluidos vitales. Pero aun así, los infantes medios de Kael avanzaban con una determinación feroz, sus espadas y partesanas cortando a través de la carne con una precisión despiadada. Sus armas se hundían profundamente en los cuerpos de los orcos, desgarrando músculos y quebrando huesos. Las armas brillaban al sol, bañadas en la oscura sangre enemiga. Kael observaba atentamente, sus ojos recorriendo el campo de batalla con una mirada fría y calculadora. Su estrategia estaba funcionando, pero sabía que no podía permitirse el lujo de subestimar a los orcos. Con un gesto, ordenó a sus ballesteros y arqueros en la colina que se concentraran en los puntos de resistencia más fuertes. Una lluvia de proyectiles comenzó a descender sobre los orcos, diezmando a los guerreros más peligrosos con una precisión implacable. Las flechas y virotes perforaban armaduras y carne, dejando un rastro de cadáveres a su paso. Los orcos caían con gritos de agonía, sus cuerpos atravesados por múltiples flechas y virotes, mientras la sangre brotaba en torrentes oscuros y espumosos.
Kael despachó a una parte de los legionarios de las sombras y a los desolladores carmesíes, quienes con su letal eficacia atacaban con precisión quirúrgica. Se movían como sombras, apareciendo y desapareciendo entre las filas enemigas, sus dagas y espadas eliminando a los líderes orcos y desmantelando cualquier intento de contraataque. Los líderes orcos caían bajo sus hojas afiladas, sus cuerpos ensangrentados y destrozados quedaban como testimonio de la implacable determinación de Kael. El campo de batalla se teñía de rojo y negro a medida que los cuerpos se apilaban y la resistencia orca disminuía. La sangre empapaba el suelo, creando un barro pegajoso que dificultaba el movimiento, pero los soldados de Kael mantenían su avance. Su disciplina y entrenamiento superaban con creces la fuerza bruta de los orcos. Cada movimiento estaba calculado, cada ataque era preciso. Las espadas y partesanas cortaban y destrozaban, arrancando miembros y cabezas, bañando a los soldados en una lluvia de sangre y vísceras.
La formación defensiva, inspirada en los estrategas de Yuxiang, probaba su valía mientras los infantes pesados mantenían las líneas firmes. Las unidades de apoyo aseguraban que ningún soldado quedara sin respaldo, lanzando jabalinas y proyectiles a los orcos que intentaban flanquear la formación. Los gritos de guerra se mezclaban con los gemidos de los heridos y los alaridos de los moribundos, creando una sinfonía de muerte y desesperación. Las extremidades cercenadas seguían volando por el aire, y el suelo se seguía cubriendo de cadáveres mutilados y charcos de sangre. Los desolladores carmesíes, con sus hachas y espadas manchadas de un negro líquido, arrancaban gritos de agonía de sus enemigos mientras los desmembraban con brutal eficiencia.
—¡Mantengan las líneas! ¡No se dispersen! —ordenó Kael, asegurándose de que sus tropas no cayeran en la euforia del combate. —¡Empujen más! ¡No dejen que se reagrupen! ¡Pesados de élite, mantengan sus posiciones; que ninguno entre en la melee de los infantes medios! —su voz resonaba clara y fuerte, resonando con autoridad mientras sus órdenes cortaban el caos de la batalla. Sus hombres obedecían sin vacilar, manteniendo la formación y avanzando con determinación.
El campo de batalla se teñía de la sangre negra de los orcos y la roja de los humanos a medida que los cuerpos se apilaban y la resistencia orca disminuía. Los gritos de guerra resonaban en el aire, mezclándose con el estruendo de las armas y el gemido de los heridos. Sin embargo, Kael no se permitió el lujo de relajarse. Sus ojos se estrecharon al notar que las formaciones de las Guardias del Cuervo, acompañadas por densos bloques de hombres lagarto con grotescas y enormes hachas de metal, seguramente los berserkers de los hombres lagarto, comenzaban a avanzar más rápidamente. Los gritos y rugidos de ambos bandos resonaban por el campo, intensificando la brutalidad del combate.
—¡Barrik, dirige la mitad de las tropas de proyectiles a las nuevas unidades enemigas! —ordenó Kael a uno de los comandantes de Thornflic. La mayoría de los arqueros comunes, ubicados estratégicamente en las colinas y detrás de las líneas de infantería, comenzaron a lanzar una lluvia de flechas hacia las formaciones enemigas que avanzaban. El cielo se oscureció momentáneamente con la cantidad de proyectiles lanzados, y el silbido de las flechas se convirtió en un cántico de muerte. Las flechas cayeron sobre las Guardias del Cuervo y los berserkers lagartos, causando confusión y frenando su avance. Aunque las guardias estaban bien entrenadas y equipadas, incluso ellos no podían ignorar la presión de una lluvia constante de proyectiles. Los berserkers caían más rápido, a pesar de su furia y ira descontrolada. Algunos cayeron, atravesados por las flechas, mientras otros levantaban sus escudos, ralentizando su marcha. Kael esperaba que esta táctica les diera el tiempo necesario para acabar con los orcos o, al menos, con la mayoría de ellos.
El campo de batalla era un infierno en la tierra, con cadáveres mutilados y sangre creando un pantano rojo y negro. La lucha continuaba, brutal y despiadada, mientras Kael y sus hombres luchaban por asegurar la victoria en una batalla que sería recordada por su brutalidad y derramamiento de sangre.
En el centro de la batalla, los infantes medios continuaban empujando a los orcos que, desorganizados y agotados, empezaban a caer bajo la presión incesante de los soldados de Kael. Los infantes medios, actuando como un martillo, golpeaban a los orcos con precisión y fuerza, mientras la infantería pesada actuaba como un yunque. Los orcos eran destrozados entre el martillo y el yunque, sus cuerpos aplastados y destrozados en una sinfonía de huesos quebrados y carne rasgada. El suelo estaba cubierto de miembros cercenados y vísceras, creando un grotesco tapiz de muerte y desolación. Los infantes medios lanzaban gritos de guerra mientras sus armas se hundían profundamente en la carne de los orcos, arrancando trozos de carne y dejando al descubierto huesos rotos y órganos destrozados. Los orcos, por su parte, luchaban con la ferocidad de bestias acorraladas, sus gritos de furia y desesperación resonando en el campo de batalla. Pero la marea de la batalla estaba claramente en contra de ellos.
—¡Toquen el cuerno! ¡Que la infantería media deje el cerco y se reagrupe en nuestra retaguardia! ¡Que la infantería pesada cubra a los soldados en frente y que los pesados de élite frescos reemplacen a los ya desgastados! —ordenó Kael con voz atronadora, y pronto los cuernos resonaron por todo el campo de batalla. Los soldados retrocedieron de manera ordenada, dejando el cerco y a los pocos orcos allí, muriendo por las flechas y virotes que no dejaban de lanzarles. El sonido del cuerno cortó el aire, resonando como un presagio de muerte para los orcos atrapados. Los cuerpos de los orcos caían como muñecos rotos, sus miembros cercenados y sus torsos atravesados por proyectiles. La sangre salpicaba en todas direcciones, creando un paisaje infernal de destrucción y muerte. Los infantes medios, cubiertos de la sangre de sus enemigos, se retiraban con disciplina, mientras las flechas seguían lloviendo sobre los orcos rezagados, perforando sus cuerpos y arrancándoles gritos de agonía.
Mientras los últimos pesados de élite cambiaban de lugar, las unidades enemigas avanzaban sobre los cadáveres en un instante. Los berserkers y las Guardias del Cuervo, cubiertos de sangre y con los ojos llenos de furia, chocaron con una brutalidad desmedida junto a una lluvia de flechas de los elfos, de la leva y de los cuerpos de Guardias del Cuervo del ejército de Narrok, que avanzaba más cerca de sus formaciones. El impacto fue brutal, los gritos de guerra y el choque de las armas resonaron con una intensidad ensordecedora. El aire se llenó con el hedor de la sangre y el sonido de carne desgarrada. Las armas chocaban con un sonido metálico y los gritos de dolor de los orcos se mezclaban con los de los hombres de Kael. Las hojas afiladas atravesaban armaduras y carne, desgarrando todo a su paso. El suelo temblaba bajo el peso de la batalla, mientras la tierra se empapaba de sangre.
Los orcos restantes, ahora atrapados entre las fuerzas de Kael y la embestida de sus propios refuerzos, luchaban desesperadamente ya no por un bando sino por su propia supervivencia. Los soldados de Kael, manteniendo la formación, repelían el ataque con una precisión letal. Las alabardas se hundían en carne y hueso, cercenando extremidades y partiendo cráneos. Los gritos de dolor y agonía llenaban el aire mientras los soldados de Kael mantenían su implacable avance. Los cuerpos destrozados de los orcos y berserkers yacían en montones, algunos todavía moviéndose con espasmos finales de vida, los ojos vidriosos fijos en el vacío.
Finalmente, el cuerno de Narrok resonó y sus fuerzas comenzaron a retirarse, pero no sin dejar un rastro de cuerpos destrozados y mutilados. Los soldados de Kael avanzaban sobre los cadáveres, sus botas hundiéndose en la mezcla de sangre y barro, cada paso produciendo un chasquido húmedo y repugnante. La visión era la de un campo de matanza, donde la vida se extinguía con cada momento que pasaba. Kael, con ojos fríos y calculadores, observó la retirada. Ordenó que sus tropas desgastadas fueran reemplazadas rápidamente, anticipando el próximo asalto. Las levas enemigas, tratando de despejar el campo, se encontraron con la brutal embestida de la caballería media de Kael. Los caballos avanzaban con fuerza, y los jinetes blandían sus espadas, lanzas y gujas, cortando a los enemigos o haciéndolos huir despavoridos. Los cuerpos de los enemigos caían bajo el peso de las grandes hachas y gujas, sus gritos sofocados por la marea de la batalla. El campo se llenaba nuevamente de cadáveres mientras las tropas de proyectiles descansaban para la próxima oleada, sus arcos y ballestas listos para desatar otra lluvia mortal de flechas y virotes.
Narrok, reorganizando sus fuerzas, preparaba una formación letal. Las cuñas de caballería pesada, con los jinetes de ciervo elfos al frente, se movían como una serpiente, listas para desatar una embestida mortal. La tensión en el aire era palpable, y Kael, consciente del peligro, ajustaba sus propias formaciones, preparando a sus hombres para el siguiente enfrentamiento sangriento. Los jinetes de ciervo, con sus armaduras brillando bajo el sol, avanzaban con una precisión mortal, sus lanzas apuntando hacia las líneas de Kael. Los ojos de los jinetes reflejaban una mezcla de odio y determinación, y sus monturas, entrenadas para el combate, pisoteaban los cadáveres con una fuerza brutal, aplastando huesos y carne bajo sus cascos.
El sol, ahora en su punto máximo, iluminaba el campo de batalla, resaltando la crudeza de la contienda. Kael, desde su puesto de mando, observaba con atención cada movimiento, su mente trabajando incansablemente para anticipar los próximos pasos de Narrok. Pronto los tambores volvieron a sonar y la gran cuña de los elfos avanzó con todo lo que sus monturas podían dar. Kael ordenó que una nueva lluvia de proyectiles cayera sobre ellos, pero notó algo raro. La cuña se dirigía a uno de los pilares de su formación. Kael se dio cuenta: el cabrón de Narrok había descubierto una de las pocas debilidades de su formación.
—¡Rápido! ¡Refuercen el pilar izquierdo! —gritó Kael, su voz resonando sobre el campo de batalla. Los mensajeros corrieron para transmitir la orden, pero el tiempo era corto. La cuña de jinetes de ciervo avanzaba a toda velocidad, sus lanzas bajadas y listas para perforar cualquier cosa en su camino. Los proyectiles volaban hacia ellos, pero los elfos, con destreza increíble, evitaban la mayoría, sus monturas ágiles zigzagueando a través de la lluvia de flechas.
Los soldados de Kael en el pilar izquierdo, conscientes del peligro, se preparaban para el impacto. Los escudos se alzaron y las alabardas se clavaron en el suelo, creando una barrera defensiva. Pero los jinetes de ciervo, con una habilidad letal, rompieron la línea con una fuerza devastadora. Los escudos se astillaron y las lanzas se rompieron bajo el peso de la embestida. Los hombres de Kael cayeron, destrozados por la potencia de los ciervos y las afiladas lanzas de los elfos. La sangre brotaba de las heridas abiertas, cubriendo el suelo con un líquido espeso y oscuro. Los gritos de agonía y desesperación resonaban en el aire mientras los jinetes de ciervo atravesaban las filas de Kael con una ferocidad implacable.
Kael observaba la carnicería desde su puesto de mando, sus ojos fríos siguiendo cada movimiento de la batalla. Sabía que la victoria aún no estaba asegurada y que debía aprovechar cada oportunidad para inclinar la balanza a su favor. El suelo estaba empapado de sangre y barro, creando un lodazal traicionero bajo los pies de los combatientes. Los gritos de los heridos y moribundos llenaban el aire, creando una cacofonía infernal.
Otras cuñas atacaron a varios de sus pilares y debilitaron y derribaron parte de su formación. Los soldados de Kael, agotados y ensangrentados, luchaban por mantener sus posiciones. Los gritos de los heridos y moribundos se elevaban sobre el campo de batalla, creando un coro de agonía y desesperación.
—¡Formen vallas y prepárense para dar la señal! —ordenó Kael, consciente del peligro inminente. La caballería ligera escondida en su flanco derecho esperaba la señal para atacar. Los elfos atravesaron su formación y empezaron a avanzar rápidamente sobre los pesados de élite, sus monturas pisoteando los cadáveres y el barro, aplastando huesos y vísceras bajo sus pezuñas. Los proyectiles caían sobre ellos, pero los jinetes de ciervo avanzaban sin cesar, asesinando a los soldados de élite de Kael como si nada, solo levantando sus escudos para protegerse de los proyectiles.
Los elfos, con una habilidad casi sobrenatural, evadían los ataques y golpeaban con una precisión mortal. Las lanzas atravesaban gargantas y corazones, mientras los gritos de los soldados de Kael llenaban el aire. Los cuerpos caían en montones, la sangre manchando la tierra y creando un lodazal rojo y pegajoso. Las caras de los soldados, contorsionadas por el dolor y la desesperación, reflejaban la brutalidad del combate.
—¡Ahora! —gritó Kael, y la caballería ligera surgió de su escondite, embistiendo contra el flanco de los elfos con una fuerza devastadora. Los jinetes enemigos, tanto élficos como los jinetes pesados de Narrok que apenas entraban en la masacre, sorprendidos por el ataque, intentaron reorganizarse, pero fueron cortados y derribados sin piedad. Los caballos y las monturas caían al suelo, aplastando a sus propios jinetes en una maraña de carne y metal. La formación de Kael se ajustó rápidamente, convirtiéndose en una trampa mortal para los elfos que se habían adentrado demasiado.
Los proyectiles seguían cayendo, mientras la caballería ligera continuaba su brutal embestida, cortando cabezas, atravesando torsos y dejando un rastro de cuerpos mutilados. La sangre salpicaba a los soldados, cubriendo sus armaduras en un carmesí brillante, mientras los gritos de los moribundos llenaban el aire. Las espadas y lanzas atravesaban carne y hueso, y los cuerpos caían con un sonido húmedo, golpeando el suelo empapado de sangre. La caballería ligera, con furia implacable, masacraba a los enemigos sin mostrar piedad.
El campo de batalla se transformó en un caos absoluto. Los cuerpos se apilaban mientras la sangre corría libremente, mezclándose con el barro y formando charcos espantosos. Las extremidades cercenadas y los cadáveres desmembrados eran pisoteados por las tropas en su avance. Los gritos de dolor y los alaridos de guerra se alzaban en una cacofonía infernal. Kael, desde su puesto de mando, observaba la carnicería con una mezcla de satisfacción y vigilancia. Sabía que la batalla aún no había terminado, y que cada movimiento podía decidir el destino de sus hombres. El hedor de la muerte se mezclaba con el aire cargado de sudor y metal, creando una atmósfera opresiva.
—¡Rompan la formación y vuelvan a los bloques de infantería densos! —ordenó Kael. —¡Infantería ligera común y de élite, avancen para apoyar a la caballería! —Mientras reorganizaba sus fuerzas, el sol brillaba intensamente, iluminando el horror de la guerra. Los soldados obedecieron rápidamente, ajustándose a la nueva disposición, sus rostros manchados de sudor y sangre, sus ojos llenos de determinación y furia.
Kael, dirigiendo a sus hombres con mano firme, no podía deshacerse de la sensación de que algo andaba mal. Mandó las señales para que Thornflin y la caballería ligera atacaran, pero solo la ligera lanzó el ataque. Vio al frente y Narrok no parecía perturbado por la llegada de la oleada de caballería ligera. Narrok solo dio una señal y su infantería de vanguardia se puso a la defensiva, levantando escudos y lanzas en una barrera impenetrable. Los jinetes ligeros chocaron contra la muralla de escudos, sus lanzas quebrándose y sus cuerpos siendo empalados en las lanzas enemigas. La infantería ligera también se lanzó contra las filas enemigas con una ferocidad implacable. Sus lanzas perforaban corazones y gargantas, mientras las espadas se hundían en la carne, desgarrando cuerpos y abriendo heridas mortales.
El enfrentamiento se convirtió en una brutal lucha cuerpo a cuerpo. Los soldados de Kael, enfrentándose a la impenetrable muralla de escudos y lanzas, luchaban con una determinación desesperada. Las armas chocaban con un sonido metálico y los gritos de dolor se mezclaban con los alaridos de guerra. La sangre fluía en torrentes, empapando el suelo y creando un campo de batalla resbaladizo y traicionero. Mientras tanto, una nueva oleada de berserkers, orcos a pie e infantería pesada de las guardias de cuervo emergía del flanco derecho y izquierdo, ignorando a la infantería y caballería ligera para arremeter contra los bloques de infantería pesada de Kael, que apenas se estaban reorganizando y cerrando las jaulas con los jinetes elfos.
Los berserkers y orcos de las guardias de cuervo chocaron con la infantería pesada de Kael en una confrontación brutal. Los orcos, con sus cuerpos musculosos y sus armas brutales, arremetían con una fuerza imparable, mientras los berserkers, en su frenesí de batalla, no sentían dolor ni miedo, lanzándose contra las filas de Kael con un fervor salvaje. La infantería pesada de Kael, disciplinada y bien entrenada, mantenía su formación con tenacidad, usando sus escudos y alabardas para repeler los embates enemigos. Las hachas y espadas chocaban contra los escudos, mientras los soldados de Kael contraatacaban con precisión letal, sus espadas atravesando la carne y el hueso de los orcos y berserkers.
La batalla se convirtió en una danza mortal de golpes y contragolpes. Los orcos rugían de rabia y dolor mientras caían bajo las espadas de los soldados de Kael, sus cuerpos aplastados por la fuerza implacable de los legionarios. Los berserkers, en su frenesí, ignoraban sus heridas, atacando con una furia que solo se apagaba con la muerte. Los soldados de Kael, luchando por sus vidas, respondían con una ferocidad igual, sus gritos de guerra resonando en el aire mientras empujaban a los enemigos hacia atrás. La sangre empapaba el suelo, y los cuerpos se amontonaban, creando una barrera macabra entre las dos fuerzas.
Kael, observando la escena, comprendió que debía actuar rápidamente para evitar que su flanco derecho fuera completamente destruido. Con un movimiento decidido, levantó su maza y gritó una orden a sus tropas:
—¡A los bloques de infantería! ¡Refuercen los flancos y mantengan la línea a toda costa!
Los soldados respondieron de inmediato, moviéndose con precisión y rapidez para reforzar el flanco amenazado. Los bloques de infantería se cerraron, creando una barrera sólida contra el avance enemigo. La lucha continuaba con una ferocidad inhumana, cada lado luchando con todo su ser por la victoria.
La sangre corría en ríos, empapando el suelo y creando un lodazal negro, rojo y morado. Los gritos de dolor y agonía llenaban el aire mientras los soldados de Kael mantenían su implacable avance. Los cuerpos destrozados de los orcos y berserkers yacían en montones, algunos todavía moviéndose con espasmos finales de vida, los ojos vidriosos fijos en el vacío. Los soldados de Kael, conscientes de que cada movimiento podría ser el último, luchaban con una furia casi animal, sus rostros contorsionados por el esfuerzo y la determinación.
Una lluvia de flechas cayó sobre la caballería e infantería ligera de Kael. Los jinetes ligeros se protegieron en su mayoría mientras se reorganizaban para lanzar una nueva carga, hasta que Narrok desplegó a los que le faltaban de sus compañías mercenarias: los jinetes lagarto en enormes reptiles y su infantería ligera de lagartos. Los enormes reptiles, con sus dientes afilados y garras poderosas, se lanzaron contra los caballos de guerra de la caballería ligera, despedazando caballos y jinetes con igual ferocidad. Los jinetes ligeros se retiraron dejando un buen marco de distancia;
Kael ordenó furioso que avanzaran y masacraran a los jinetes elfos y a los enemigos del flanco derecho que Narrok les había mandado y que aún estaban en las jaulas que habían hecho. Sus ojos destellaban con una rabia asesina mientras su ejército se desplegaba con velocidad y precisión. La infantería, furiosa y sedienta de sangre, se lanzó hacia adelante con gritos que helaban la sangre. Los soldados de Kael atacaron con una ferocidad animal, desmembrando y destruyendo sin piedad. Ordenó que la poca caballería media que tenía ayudara a los jinetes ligeros.
La caballería media de Kael, aunque pequeña en número, sería mejor para enfrentar las tropas más pesadas. Los jinetes ligeros, apoyados por esta caballería, aprovechaban cualquier abertura, arremetiendo con una ferocidad renovada. No sabía qué tenía planeado el bastardo, así que lo atacaría directamente, y rezaba a los dioses que Thornflic se encargara de cualquier obstáculo que tuviera para que lanzara su ataque de rodeo con sus tropas de caballería pesada y pesada de élite. Las órdenes fueron dadas con una urgencia feroz, y los soldados de Kael se lanzaron a la acción con una determinación implacable.
Kael observó cómo su caballería media se unía a la ligera, atacando a los jinetes lagarto y su infantería con renovada fuerza. Las lanzas y espadas atravesaban la carne reptiliana, mientras los lagartos respondían con sus propias armas, desgarrando la carne humana y triturando huesos con brutalidad. La batalla se intensificaba, los gritos de los moribundos y el rugir de las bestias creando una cacofonía de muerte y dolor. Los jinetes lagarto, con sus monturas enormes y salvajes, desgarraban la carne de los caballos y los jinetes de Kael, sus garras y dientes atravesando armaduras y cuerpos como si fueran de papel. La sangre salpicaba en todas direcciones, los rugidos de las bestias y los gritos de los hombres se mezclaban en una sinfonía de muerte y dolor.
La infantería ligera de lagartos, armada con lanzas parecidas a arpones y escudos, avanzaba sin disciplina, sus ojos llenos de una crueldad reptiliana. Pero los soldados de Kael, en respuesta, desataron su furia con un salvajismo igual. Espadas y hachas se hundían en la carne escamosa, cercenando extremidades y partiendo cráneos. Los lagartos caían con gritos agudos, sus cuerpos retorciéndose en agonía mientras la sangre morada brotaba de sus heridas. Los infantes pesados, con sus armaduras empapadas de sangre y lodo, luchaban en una confrontación titánica contra los berserkers y orcos. Los choques de las armas resonaban como truenos, y cada golpe de espada o hacha resultaba en un alarido de dolor o un rugido de victoria. Los cuerpos se amontonaban, creando una barrera macabra entre las fuerzas enfrentadas.
Kael vio cómo su caballería ligera se abalanzaba sobre los lagartos montados, sus lanzas perforando la carne reptiliana con un chasquido seco. Los lagartos respondían con sus propias armas grotescas, desgarrando la carne humana y triturando huesos con una brutalidad espeluznante. La sangre seguía salpicando en todas direcciones, y más cuerpos se amontonaban en montones grotescos. El choque entre los jinetes y los lagartos fue una visión de pesadilla. Los hombres caían, sus cuerpos destrozados, mientras las criaturas reptilianas rugían y desgarraban carne con dientes afilados como cuchillas. Los jinetes ligeros de Kael atravesaban a los lagartos con sus lanzas, pero muchos eran despedazados en el proceso. El suelo se volvía un lodazal de sangre y las entrañas de los caídos, creando una escena de horror indescriptible.
Kael, desde su posición elevada, veía cómo la batalla se desarrollaba con una ferocidad desmedida. La caballería ligera, a pesar de su valentía, estaba siendo diezmada por los lagartos. Kael sabía que debía actuar rápido. Ordenó a la infantería de su ejército principal que se preparara para un contraataque decisivo. Los soldados, endurecidos por años de combate, se agruparon en formaciones compactas, listos para avanzar. Los jinetes elfos y la caballería pesada de Narrok intentaron flanquear a la caballería ligera de Kael, pero fueron recibidos con una resistencia feroz. Los choques eran constantes, los cuerpos caían en una danza macabra de muerte y los gritos de agonía resonaban en el aire mientras los hombres luchaban por sus vidas, cada golpe de espada y cada estocada de lanza desgarrando carne y huesos.
Antes de que él, junto a su ejército principal, llegara a la carnicería, el ejército de Narrok ya había llegado, desmoronando muchas líneas de su caballería e infantería ligera y mermando en gran medida a su caballería media. Mientras avanzaban, vio a los hombres y bestias caer por igual, convertidos en una masa de carne triturada y huesos rotos. Los gritos de los moribundos llenaban el aire, mezclándose con los rugidos de los lagartos y los bramidos de los caballos de guerra. Kael, viendo el devastador impacto en sus filas, apretó los dientes con furia y tomó una decisión. Antes de que Kael se pusiera el yelmo y tomara su gran maza para entrar a tratar de nivelar esa masacre junto a los legionarios de las sombras, los carniceros carmesíes y toda la infantería pesada y media, se escuchó un gran cuerno que desgarró el aire, imponiendo un silencio tenso en el campo de batalla. Kael, con el corazón acelerado, se volvió hacia el sonido, buscando su fuente.
En ese momento, vio con alivio y una chispa de esperanza cómo miles de estandartes negros y rojos, adornados con el lobo dorado, ondeaban majestuosamente en la distancia. Las pisadas de caballos retumbaban como un trueno en la retaguardia enemiga. A lo lejos, se destacaba la imponente figura de Thornflic, manchado de restos de sangre y huesos, liderando una vasta horda de jinetes pesados comunes, de élite, y la otra mitad de los legionarios de las sombras, junto con sus temidos carniceros carmesíes, todos tan bañados de sangre como Thornflic.