Primero, el terror se adueñó de su corazón en el puente de cristal. Luego su pie resbaló por la orilla como una condena por escapar de una existencia oscura y llena de murmullos. Caer no era propio de los celestiales. Menos si era uno atrapado en el cuarto de las voces.
Se sumergió junto a las estrellas en el basto mar llamado por la tercera generación como cielo. La niña gritó aterrada las primeras horas esperando chocar con algo. Cinco horas le bastaron para percatarse que nada detendría su escape trasformado en descenso.
Ella miró colosales planetas con dos o más anillos a su alrededor. Asteroides huecos con fosas tan grandes que una o más estrellas pasarían sin tocar alguno de los bordes. Polvo estelar de colores purpuras y naranjas formando remolinos inmensos.
Algunos cuerpos celestes desviaron su trayectoria, dando una torcedura más a su destino. Uno que inició cuando la niña miró una estrella blanca con ocho planetas girando a su alrededor. Ella también lo hizo durante algún tiempo, hasta que sus manos azules chocaron con una enorme roca espacial de la vía láctea.
Su impulso como el corazón de un atleta fue cada vez mayor con cada kilómetro que se aproximaba a la pequeña bola azul con verde. Intentó frenarse con la luna, pero la gravedad firmó su sentencia. El color de sus manos friccionó con la atmosfera. El fuego que intentó destruirla fue atacador por las líneas azules. Su imperfección, lo que la condenó al cuarto de las voces, la protegió como una cobija.
Una montaña verde recibió su caída al volverse pedazos llenos de líneas azules. Como si un enorme cincel que trabajaba los montes fue el rastro de destrucción con el que la niña inició su nueva vida.