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Chapter 2 - Manos azules.

Los hombres de la montaña se adentraron en los pinos escarchados por la nieve. Los troncos negros parecían desvanecerse en lo profundo. Las estrellas, intrépidas, veían acomodadas en la bóveda celeste a la tercera generación aventurarse a las garras del desalmado bosque. Las luces de las lámparas abrieron paso entre el la noche. Preocupados encontraron unas huellas. Esa fue la de primera pista que desató los rumores. Un monstruo amenazaba a las ovejas. La segunda, eran unas líneas azules en los restos de lana sobrevivientes de los ataques a las reservas.

Toba sembró el miedo al grupo que se aventuró a dar cacería a la criatura. Les recordó la pequeña mano marcada en la puerta de su establo. El montañés repetía como un tic nervioso: «Es hora de llamar al hombre de las cadenas».

—No debemos ceder a matones. Sabes bien quién es ese hombre —. Respondió Hedall cuando sostenía la lámpara de su grupo.

—Apenas llevamos dos días de invierno y ya parece que los dioses nos están castigando. Así no llegaremos ni a la mitad del tercer día.

Preocupado, Hedall regresó a su casa hecha de la madera que los dioses le dieron la fortuna de cortar. El humo fue un breve bálsamo para su espíritu. La arrugada corteza el cobijo de su confianza. Su esposa lo recibió con un abrazo. El hombre bajito y pelirrojo se quitó el abrigo de lana.

—¿Qué te dijo Toba cariño?

—También su establo fue atacado.

—Ves padre, —dijo el hijo menor de Hedall, Yalep— no estaba equivocado. Yo escuché algo merodeando la casa la noche anterior.

El hijo mayor de Hedall no contuvo la risa. «Los ojos azules». Dijo al imitar la voz aguda del niño. Le recordó la vez que él estaba seguro de haber visto a un lobo con alas en el bosque.

—¡Tú también lo viste!

—Lo que vi fue a ti rodando por la ladera.

Hedall calló a los dos al subir el tono de su voz. Aseguró no importarle lo que estuviese allá afuera. «Hay que atraparlo antes de que arruine todo el rebaño». Le ordenó a Dall su hijo mayor dejar el equipaje listo para partir apenas saliera el sol. Yalep reclamó. Él quería ir. «Necesitamos a un verdadero maestro del rayo».

—Pero yo

—¡¿Lo entiendes?!

Yalep agachó la mirada. Aunque le costaba aceptarlo él apenas era un buen conductor de electricidad. No era como su hermano que con tan solo quince años ya era un relámpago y toda una maravilla según sus maestros.

Cuando los dos hijos de Hedall se alistaron para dormir Yalep le reclamó que él también podría ir a atrapar a la bestia.

—Sabes muy bien que no.

—La vi primero, ¿por qué no podría atraparla?

—Porque para atrapar a una bestia se necesita ser un maestro del rayo y tu apenas electrocutaste a la maestra Laida la semana pasada.

El niño estaba seguro de que podía hacerlo. Le dejó bien claro a su hermano que se lo demostraría.

—Adelante, hazlo. Pero no vuelvas corriendo y gritando como niñita con tu trasero congelado cuando la bestia te ataque.

Enojado, Yalep pasó la noche en vela. Sabía que en el momento que Dall estuviera dormido, sus padres también lo estarían. Se levantó. Se puso su abrigo de piel de búfalo. Atravesó el corredor que llevaba a la sala con pasos cautelosos. No quería que el crujido del piso de madera despertara a su severo padre. El chillido de la puerta abrió los ojos verdes de Hedall.

Fue al granero en búsqueda de las huellas del animal. No tuvo suerte. La tormenta de nieve tapó el rastro. Después de pensar un rato recostado en la puerta del establo de su padre tuvo una idea. Intuyó que, si la bestia atacó el granero del señor Toba y el de su familia, el animal tal vez estaba escondido en un lugar cerca de allí. Su estómago se revolvió cuando pensó lo más obvio. «De seguro está escondido en el bosque».

«Bestia» llamaba en medio del bosque mientras buscaba atraerla con un poco de lana. Sus botas eran tragadas por completo por la cobija que arrullaba al anaranjado ejército de abetos. Yalep no quería prestar atención a la negra noche que lo tenía rodeado. El viento bajando por las montañas sonaba como gigantes rodando por las laderas. Lo embistieron como una manada de ovejas huyendo de un fiero lobo. «Tonta bestia, tonto Dall. Ahora si no vuelvo con el monstruo padre me dejará peor que el pino más alto en medio de una tormenta». Dijo para sí. Su semblante blanco y sus ojos marrón eran iluminados por su única fuente de calor: la linterna de su padre. No era suficiente. Frotó sus guantes de lana y creó estática. Se electrocutó. Soltó la luz. En la oscuridad resaltaron unos ojos azules. Cruzó miradas. Pensó en huir. «No, la atraparé».

El animal huyó, Yalep lo persiguió con el corazón en su mano y el temor al límite. Él creía que la bestia llevaba algo azul brillante en sus manos. Esquivó los arbustos y saltó las raíces. Vio como el monstruo se metió a una cueva. La acorraló. No sabía cómo pelearía. «Si electrocuté a la maestra, algo tendré que hacerle» Pensó. Se quitó el guante derecho. Chasqueó los dedos para hacer una chispa. No le salía. No tuvo más remedio que frotar sus manos para encender la linterna. Quedó perplejo.

—Tú no puedes ser la bestia —. Dijo Yalep jadeando al ver a la niña de ojos azules brillantes.

—No te acerques. No tengo miedo de usar mis manos. —La niña extendió sus brazos temblorosos. Yalep vio que el brillo azul provenía de las pequeñas manos de la niña de cabello blanco. También notó que ella estaba vestida con trozos de lana llena de líneas del mismo color encontrado en los trozos sobrevivientes al robo.

Yalep escuchó la voz de su padre llamándolo. Debía acusarla. «Por favor no me delates. Tenía mucho frío. No fue mi intención matar a la oveja. Me asusté. Ayúdame por lo que más quieras». Hedall siguió el rastro de las huellas. Llegó a la cueva. Vio a su hijo paralizado. Al ver la lana se dio cuenta del lío que se había armado en la montaña.

La llevaron al establo. Weledyn la madre de Yalep le dio una manta que las líneas azules empezaron a consumir. Hedall llamó a Toba. Debían decidir qué hacer.

—Creo que no es tan difícil —. Le susurró al vecino en la entrada al establo—. Si la niña deja de atacar las reservas, los vecinos más tarde que temprano olvidarán los rumores de la bestia.

—Lo dudo —. Dijo el viejo alto y gordo—. Soylade siguió mi consejo y llamó al hombre de las cadenas.

Hedall, estaba angustiado. Si eso era cierto nada en la montaña detendría a esa fiera hasta que diera con su presa.