Prólogo: Un sueño truncado
Mi nombre era Ernesto Díaz, y si hay algo que siempre me definió fue mi amor por el fútbol. Nací en un barrio humilde, en una familia que no podía permitirse grandes lujos, pero siempre había espacio para un balón. Desde que tengo memoria, jugar al fútbol era lo único que realmente me hacía sentir vivo. El balón era mi escape, mi mejor amigo, y cada vez que pisaba el campo, todo lo demás desaparecía.
No era el chico más popular en la escuela, ni el mejor estudiante. Pero cuando se trataba de fútbol, ahí era donde brillaba. Los entrenadores, mis compañeros, incluso los rivales reconocían que tenía algo especial. Mis movimientos, mi visión del juego y mi técnica siempre me hacían destacar. A pesar de no pertenecer a ninguna academia importante, soñaba con llegar lejos. Ese sueño me mantenía despierto en las noches, imaginando cómo sería jugar en estadios llenos de personas coreando mi nombre.
A los 16 años, llegó mi gran oportunidad. Mi equipo local se clasificó para la final de un torneo importante, y yo era el capitán. Ese partido significaba todo para mí. Era mi chance de demostrarle al mundo, o al menos a los cazatalentos que podrían estar en las graduadas, que tenía lo necesario para ser un profesional.
El día del partido estaba lleno de emoción. Recuerdo claramente el olor del césped recién cortado, el sonido de las zapatillas contra el concreto del vestuario y los gritos de ánimo de los aficionados. Todo en ese momento se sintió perfecto, como si el universo me estuviera diciendo que ese era mi día.
El juego comenzó, y con él, mi confianza creció. Cada pase que daba, cada jugada que armaba parecía, encaminarme hacia el destino que siempre soñé. Pero, en el minuto más importante, cuando me acercaba al área para definir, todo se derrumbó.
Un defensa rival, frustrado por no poder detenerme de manera limpia, decidió hacerlo de la peor forma posible. Su entrada fue brutal, directa a mi rodilla. El dolor era indescriptible. Grité, no solo por el daño físico, sino porque sabía, en lo más profundo de mí, que algo había terminado.
Después del partido, el diagnóstico confirma mis peores temores. La lesión era grave, una que no solo me apartaría del fútbol por meses, sino que acabaría con mis sueños de ser profesional. La rehabilitación no cambió nada. Mi rodilla ya no era la misma, y con ella, tampoco lo era mi vida.
El fútbol, que había sido mi todo, se convirtió en un recuerdo doloroso. Cada día era un recordatorio de lo que había perdido. Dejé de tener ambiciones, dejé de soñar. Me convertí en alguien que simplemente existía.
Y entonces, un día, mi vida terminó. De manera inesperada, la muerte llegó a buscarme