Las plomizas nubes de tormenta recortaban siluetas en el cielo, eclipsando el sol. El petricor henchía los pechos orgullosos de la gente que paseaba por el mercadillo, ignorando la lluvia bajo sus paraguas y contemplando los diferentes artículos que se ofertaban en los distintos tenderetes. El oleaje del mar apenas era perceptible; solo la continua inmersión de la lluvia parecía mantenerlo activo, palpitando hondas en su superficie.
Aquello suponía un alivio tanto para los dueños de los barcos que había atracados en el puerto, como para los propietarios de los tenderetes que se apelotonaban desordenadamente a lo largo del muelle, dando forma a una encrucijada de caminos laberínticos. De haber hecho un poco más de viento, o de haber llovido con más intensidad, los puestos de pescado, telas y baratijas se hubieran visto obligados a ausentarse hasta que el sol volviera a salir.
Unos ojos avellanados observaban distraídamente el desfile de colores que componían los paraguas de los transeúntes, quienes dejaban a su paso una estela de voces que se mezclaban y desaparecían en el aire. Su mirada saltaba de un rostro a otro, intentando descifrar el estado de ánimo de la gente a través de sus ojos, aunque la mayoría pasaba tan deprisa por el muelle que apenas podía seguirlos.
El cabello rubio y empapado se le pegaba a la frente y a los hombros, trazando formas doradas sobre el gris de su camisón, el cual le llegaba a los tobillos. Sus labios agrietados habían adoptado un matiz amoratado a causa del frío que la lluvia ayudaba a calarle en los huesos, y la piel maltratada de las muñecas y el cuello mostraban las huellas sanguinolentas del roce de las cadenas que lo apresaban.
Se había acostumbrado al picor de la tela del camisón, a la sensación de hambre que le atenazaba el cuerpo y a la peste a sudor y meado con la que se había visto obligado a convivir desde que lo encerraron junto a diecinueve personas más en una jaula improvisada con hierro y madera. El reducido espacio del que disponían y la frigidez que acompañaba a la lluvia los obligaban a permanecer unidos y agazapados, intentando buscar el calor corporal de sus compañeros.
Algunos de ellos alzaban la cabeza cuando sentían la mirada curiosa de un posible comprador, y la lengua que hablaban sus ojos era silenciosa pero no por ello menos intensa:
Clemencia; sácame de aquí; ayuda a mi hijo, por favor.
Sin embargo, había veces en que los clientes eran espantados por la hostilidad de unos orbes oscuros que los escrutaban desde un rincón de la jaula, ensombrecidos por un flequillo rubio y apelmazado que ocultaba parcialmente su rostro de miradas indiscretas.
Él ya había experimentado en sus carnes el trato que se les daba a los esclavos, y si sus compañeros hubieran pasado por lo mismo, ninguno de ellos estaría tan desesperado por estar al otro lado de aquellos barrotes que los separaban de una tortura y muerte aseguradas. No obstante, ya no importaba cuánto se esforzara por mantener alejados a los compradores: hacía una semana que tres hombres vestidos en impecables trajes oscuros le habían ofrecido al esclavista que los custodiaba diez millones por todos ellos. Una suma mucho más que razonable para hacerse con veinte esclavos en un estado deplorable.
Se abrazó las piernas y escondió la cabeza entre las rodillas mientras el miedo volvía a rondarlo, intentando concentrarse en cualquier cosa que no fuera la percusión de la lluvia sobre su cuerpo o el frío erizándole la piel. Sus ojos volvieron a toparse momentáneamente con aquellas cicatrices regulares, casi del tamaño de una moneda, que le atestaban los pies. Circulares, tersas y oscuras. Un pasado que lo perseguiría el resto de su vida y que ya lo había escarmentado lo suficiente como para saber que su vida dependía de la obediencia.
Sus desesperados intentos de escapar y oponer resistencia se habían visto irremediablemente aplacados por las brutales palizas que había recibido de quien había sido su anterior amo. Sin embargo, había conseguido aferrarse a la vida en el último momento, alimentado por una sed insaciable de vengar a los suyos. Aquello era quizás lo único que lo instaba a morderse la lengua cada vez que su esclavista le propinaba algún que otro puntapié a través de los barrotes.
Acabaría con todos los que habían atentado contra su orgullo. Les haría pagar tarde o temprano por haberlo sumergido en un mundo miserable donde él no tenía ni voz ni voto.
El súbito estallido que produjo el golpe de una vara contra los barrotes de la jaula lo obligó a ponerse en guardia, sobresaltado. El esclavista, un barrigudo de mediana edad que tenía el bigote castigado por el tabaco, había comenzado a azotar la jaula para llamar la atención de su mercancía.
— ¡Venga, arriba!— vociferó para hacerse oír por encima de la lluvia y el barullo de la gente—. ¡Vamos, de pie!
Él fue el primero en moverse, agradecido de poder estirar las piernas por primera vez en todo el día. Trastabilló un tanto cuando sus pies descalzos se deslizaron momentáneamente sobre el charco de agua que se había formado sobre la madera que le servía de superficie, y procuró que el cansancio no se reflejase en sus ojos. Observó al esclavista pasearse alrededor de la jaula, quien introducía de vez en cuando la vara entre los barrotes para golpear suavemente a aquellos que todavía no habían movido un músculo.
No pudo evitar extrañarse al analizar la situación: solo los obligaba a levantarse cuando algún cliente se lo pedía o a medio día, cuando el mercadillo estaba más abarrotado. Sin embargo, a pesar de que las nubes no dejaban ver la posición del sol, podía saber por su estómago que no había pasado mucho desde que había desayunado. Probablemente un par de horas.
Sus ojos reconocieron entonces a los tres tipos que habían estado hablando con el esclavista hacía unas semanas. El más bajo de ellos, un hombre de mandíbula pronunciada y pelo encanecido, andaba tranquilamente al amparo de un paraguas que sujetaba por él uno de sus hombres, apretando con fuerza un pequeño maletín negro en la mano.
Iban escoltados además por dos muchachos empapados y vestidos en camisetas y pantalones pesqueros. El chico los reconoció tan pronto como sus ojos analizaron sus rostros: eran los hijos del esclavista.
— Curt— saludó el tipo del maletín cuando se plantó frente a él.
— Llegáis tarde— respondió el esclavista, descansando la vara sobre su hombro izquierdo.
— Ya, bueno. No esperábamos que tus hijos tuvieran problemas para ayudarnos a preparar el transporte.
Curt clavó sus ojos oscuros en los dos muchachos, una mirada reprochante que los obligó a desviar la vista a otra parte. Chasqueó la lengua y les hizo un gesto con la cabeza para que lo ayudasen a sacar uno por uno a las veinte personas que permanecían de pie tras ellos en un silencio sepulcral. Los sujetaron por las cadenas que les colgaban del cuello, tirando de ellos hasta arrastrarlos frente a los tres hombres que esperaban pacientes bajo sus paraguas, y los colocaron en fila, azotándolos con las varas si alguno de ellos oponía resistencia.
El tipo del maletín avanzó unos pasos para examinar de cerca a los esclavos, estudiando sus rostros un tanto demacrados, las cadenas que los unían, y el estado de aquellos cuerpos débiles que apenas lograban mantenerse en pie. Caminó frente a ellos mientras los analizaba de arriba abajo con detenimiento, estimando el precio base que podría ofertar para cada uno de ellos en la subasta que tendría lugar dentro de tres meses en la capital.
Y es que Clayton Doyle tenía buen ojo para juzgar el precio de una vida. Había dedicado treinta años de la suya a la compra y venta de esclavos, surtiendo a ricachones caprichosos con su mercancía y enriqueciéndose de ofertas desproporcionadas con las que obtenía el tripe de beneficios de sus compras.
Sin embargo, el señor Doyle jamás habría imagino que encontraría su gallina de los huevos de oro entre aquella escoria abandonada y desamparada.
Detuvo sus pasos frente a él y le lanzó una mirada arrogante, casi provocativa, pero el joven no apartó los ojos. Calculó que no debía tener más de veinte años, a pesar de que su estado enflaquecido y descuidado le hacían aparentar unos cuantos más. Se fijó en que el hambre le marcaba los pómulos, y que el frío le había amoratado y agrietado los labios, pero bajo toda aquella fachada sucia y desaliñada, se mantenía viva una fuerza casi magnética que brillaba en los ojos del muchacho.
— ¿Dónde la has encontrado?— inquirió el señor Doyle, sujetándolo por el mentón para admirar más de cerca aquellos orbes marrones.
— Oh, este es un regalo de un amigo— explicó Curt, pasándose una mano por la cara para apartarse el agua de los ojos—. Lo encontró medio muerto cerca de la rivera y se ocupó de él durante cinco años. Supongo que se cansaría de él.
Doyle frunció el ceño mientras examinaba al muchacho con detenimiento, sorprendido, y es que su aspecto estaba lejos de parecerse al de un hombre. La melena rubia y lacia, los labios carnosos y el cuerpo menudo y delgado lo hacían parecer más una chica consumida por el hambre y el frío.
— Es bastante dócil...— pensó en voz alta cuando comprobó que el joven no se resistía a su tacto.
— Sí, Sloan lo educó bien— asintió el esclavista con una sonrisa de lado—. Es raro que no haga lo que se le pide. Eso sí. No abre la boca. De hecho, creía que le había cortado la lengua hasta que lo vi comer.
El señor Doyle asintió con aprobación, satisfecho con el perfil del muchacho. Definitivamente, sería capaz de venderlo por un buen precio en la subasta. Con suerte, quizás hasta podría sacarle veinte millones.
— ¿Tiene nombre?
— Noah— respondió Curt—. Ese es el nombre por el que Sloan lo llamaba y ese es el único nombre ante el que responde.
— Bueno, eso ya se verá— rió Doyle antes de soltar al chico y retroceder un par de pasos para observar al resto de la mercancía—. Bien, Curt. Hay trato.
El esclavista compuso una sonrisa bajo aquel bigote amarillento y se frotó inconscientemente las manos antes de que uno de los hombres que escoltaban a Doyle le entregase el maletín.
— El resto lo ingresaremos en tu cuenta cuando lleguemos a la capital— declaró.
Curt asintió y les hizo un gesto a sus hijos para que ayudasen a los hombres de Doyle a escoltar a los esclavos hasta el camión que los esperaba cerca de la plaza, a quince minutos a pie desde el muelle. Los condujeron en silencio y en fila, asegurándose de que las cadenas que los mantenían unidos estaban bien ajustadas y que nadie intentaría ninguna insensatez.
La piedra pavimentada del suelo era fría y resbaladiza, por lo que caminaban despacio, las miradas dirigidas hacia sus pies descalzos. El sonido tintineante de las cadenas eclipsaba el repiqueteo incesante de la lluvia, y tanto las miradas de los mercaderes como la de sus clientes se posaban indiscretamente sobre ellos.
Aquella sería la última vez que Noah escuchara los cuchicheos de la gente, y también la última vez que oliera la brisa marina. Porque aunque las lágrimas que descendían en picado por su rostro le auguraban un futuro lleno de angustia, jamás hubiera imaginado que acabaría estrictamente confinado en una habitación con vistas a un precioso jardín por el que tenía prohibido pasear.