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Chapter 9 - Una visita inesperada

Ya era tradición que la pequeña y vieja radio empotrada en el salpicadero del coche perdiera sintonía cuando la carretera dejaba atrás el pueblo y se adentraba en las inmediaciones de la montaña. Los amortiguadores— también pendientes de reparación— conferían al Seat 600 un estilo destartalado que ya se podía adivinar por el modelo del vehículo y por el azul turquesa ajado que aún se aferraba con insistencia a la carrocería.

Y no es que no hubiera barajado la opción de renovarse un poco. De hecho, Gonzalo había insistido varias veces en la necesidad de comprar otro coche, uno que no amenazara con desmontarse cada vez que intentara superar los 50 km/h. Sin embargo, había pocas cosas a las que Keith Soldyck les profesara un sincero aprecio, y desde que había escapado de su ciudad natal en aquella tartana de segunda mano, había decidido que moriría en ese coche.

La animada voz del interlocutor acabó dejándose eclipsar por un incesante y molesto psssttt cuando el vehículo se adentró en la oscuridad del túnel que servía de frontera urbana. Se trataba de una construcción antigua— que no por ello astrosa— que atravesaba el interior de una de las montañas que cercaban el pequeño pueblo donde Keith hacía la compra una vez a la semana. El trayecto se extendía quinientos metros, y no disponía de iluminación ni señalizaciones, así que activó las luces de cruce y desistió de intentar recuperar la emisora que lo había acompañado durante parte del itinerario.

Ahora solo eran él y el sonido del motor devorando el carburante.

Su mente volvió a echar la vista atrás, cuando todavía estaba en casa y su vida giraba alrededor del negocio familiar. Pensó en la severidad de su padre, en sus hermanos y en la manipulación de su madre. Recordó aquella extraña sensación que le asedió el pecho cuando Gonzalo Forester lo hizo reír por primera vez, la forma en la que aquel chico de ojos avellanados había conseguido tirar abajo todas sus barreras y lo había querido tal y como era. Con sus flores y sus espinas.

Recordó la promesa que se hizo así mismo cuando decidió renunciar al negocio y a la herencia familiar: que cuidaría de Gon y que lo mantendría alejado del trágico mundo donde se habían conocido. Que protegería aquella dulce y cálida sonrisa a cualquier precio.

La luz del sol que se empezaba a adivinar al final del túnel lo rescató de su ensimismamiento, obligándolo a parpadear un par de veces para que sus ojos se acostumbraran de nuevo a la claridad del día. El panorama también había cambiado: ahora ya no atravesaba extensos campos de cultivo ni dejaba atrás concentraciones de ganado apacentando, sino que frente a él se propagaban vastos bosques de altos árboles y frondoso follaje.

Había elegido aquel lugar como su escondite para compartir con Gon el resto de su vida, lejos de cualquiera que pudiera relacionarlo con los Soldyck y de la negativa influencia de su familia. Tampoco había tenido problemas para convencerlo, después de todo, Gonzalo había crecido explorando la montaña de su pueblo natal, así que la idea no le había sonado para nada disparatada.

En un tramo del trayecto, abandonó la carretera principal de doble sentido para adentrarse en un camino de tierra que estaba flanqueado por varias filas de árboles que daban la bienvenida a un sendero que, por la maleza que crecía en abundancia, se adivinaba poco transitado. No por nada el coche de Keith era el único vehículo que atravesaba aquella senda.

La cabaña donde se alojaban se encontraba en un pequeño claro al final del camino, aislada entre los delgados troncos de las coníferas. Era modesta, de una sola planta y con una encantadora terraza desde la que se podía apreciar el claro. Ocasionalmente, Gon dejaba preparado un pequeño cuenco con la carne sobrante de la noche anterior para que los zorros pudieran darse un festín, un noble gesto que a Keith le costaba una guerra con las alimañas para impedir que se colaran en casa en busca de algo más que poder llevarse a la boca.

El joven acostumbraba a aparcar frente a la entrada de la casa, pero aquel día los nubarrones que se empezaban a aglomerar en el este y el animado viento que mecía con insistencia el ramaje de los árboles auguraban tormenta, de modo que decidió guardar el Seat en el pequeño establo que se encontraba en la parte trasera de la cabaña.

Tal y como marcaba la costumbre de un día como aquel, Keith hubiera estacionado el vehículo en su garaje improvisado, hubiera cargado con las bolsas de la compra y hubiera entrado en casa para saludar a Gonzalo con un beso antes de dejarse caer en el mullido sofá del salón para terminar de resolver los crucigramas del periódico dominical que siempre le regalaba la amable señora que le cobraba la harina y los huevos.

Tal y como marcaba la costumbre de un día como aquel, quizás hubiera vuelto a aburrirse mirando la lluvia precipitarse a través de la ventana. No obstante, el coche que se escondía entre los árboles al otro lado de la cabaña, fue indicador de que aquel domingo sería muy distinto a cualquier otro.

Lo reconoció inmediatamente: un Audi A8 L Security, un vehículo blindado de alta gama capaz de alcanzar los 210 km/h pensado para jefes de estado, presidentes de empresas y las élites mafiosas de todo el mundo, con los cristales más gruesos y una carrocería más reforzada que la de cualquier otro coche del mercado.

Keith se había criado rodeado de monstruos como ese, bautizado en pintura negra y con el famoso escudo de los Soldyck soldado al capó: dos dagas oscuras cruzadas sobre un fondo plateado. El emblema que representaba a la familia de asesinos más famosa de todos los tiempos.

Permaneció en el coche con las pulsaciones del corazón taladrándole los oídos y la inquietante certeza de que alguien debía de estar esperándole en casa para tenderle una emboscada. De no ser así, el conductor del Audi no se hubiera tomado tantas molestias en intentar ocultar el vehículo. De lo que también estaba convencido era de que quien quiera que lo estuviera esperando, lo habría visto llegar a la casa por el sendero que conducía al claro. Así que ya no contaba con el factor sorpresa.

Decidió guardar el coche en el garaje, fingiendo no haberse dado cuenta de la intrusión de los asesinos e hizo un esfuerzo por apartar de su mente cualquier pensamiento que pudiera distraerlo, tal y como había acostumbrado a hacer unos años atrás.

Otra desventaja con la que jugaba en contra y que se sumó a su frustración: era imposible adivinar el número de asesinos que lo esperarían escondidos en casa. Le hubiera encantado jurar que no superarían las 5 plazas con las que contaba el Audi, pero tampoco podía asegurar que solo hubiera un vehículo: el bosque que se extendía más allá del claro era frondoso y un escondite idóneo para ocultarse y tender una trampa.

Estudió con minuciosidad los retrovisores del Seat en busca de algo que le pareciera sospechoso o que estuviera fuera de lugar en el garaje, convencido de que la comitiva de bienvenida lo estaría aguardando tras la puerta que conectaba el establo con el interior de la cabaña.

Bajó del coche con las bolsas de la compra, la garganta seca y la respiración acelerada, pero con la convicción de que la vida de Gonzalo estaría a salvo por el momento. Y es que los Soldyck tenían dos formas de proceder: matar al objetivo y a cualquiera que se interpusiera en su camino, o custodiar a un rehén con el que poder chantajear al objetivo.

Los Soldyck habían intentado ponerse en contacto con Keith varias veces en el último mes, y aunque el chico no conocía el motivo de la inesperada visita de los asesinos, sabía que su padre no sería tan estúpido de mandar a matar a Gon si pretendía ganarse su favor. Antes de nada, lo más probable es que intentaran dialogar con él.

No obstante, se habían atrevido a invadir la intimidad de su casa y a perturbar el oasis que aquel claro representaba para él. Los Soldyck no quedarían impunes de aquella muestra de insolencia.

Dejó la compra sobre el banco de trabajo que había junto a una de las ventanas del establo y tomó uno de los cuchillos con los que deshuesaba a los conejos que cazaban en el bosque, dispuesto a enviarle a su padre las cabezas de sus hombres en caso de ser necesario.

Le sorprendió no ser víctima de ninguna emboscada en su sigiloso trayecto hacia la cocina, la única habitación que despedía algo de iluminación. Apretó la empuñadura del cuchillo con fuerza y tomó una última bocanada de aire antes de entrar en el círculo de luz que emanaba de la lamparita que colgaba del techo. Un tipo alto y de anchos hombros lo esperaba sentado de espaldas a él en un impecable traje oscuro, las manos cuidadosamente entrelazadas sobre la mesa, paciente.

La intuición le decía que no estaba solo, pero Keith no se lo pensó más de dos veces.

— ¿Dónde está Gon?— gruñó pausadamente al tiempo que deslizaba el filo del cuchillo a la altura de su garganta, desafiante—. Tienes tres segundos para responder, o te mato.

El hombre ni siquiera se había sobresaltado al percatarse de la súbita presencia del muchacho. De hecho, si Keith lo hubiera tenido de frente, habría visto cómo una fría sonrisa de complacencia se apoderaba de los labios del intruso.

— Ha crecido, joven amo— suspiró el tipo con una tranquilidad impropia de alguien que está siendo amenazado de muerte—. Pero sigue siendo lamentablemente previsible...

— Suelte el cuchillo ahora mismo— una segunda voz se unió a la conversación poco después de que Keith sintiera el inconfundible tacto de una pistola presionándole la cabeza.

Aquel repentino giro de los acontecimientos logró que el joven Soldyck se distrajera el tiempo necesario para que el tipo lo tomara por el brazo con el que sujetaba el cuchillo y lo hiciera volar por encima de su hombro, impactando la espalda de Keith contra el rígido tablero de la mesa. El punzante dolor que se extendió a lo largo de su cuerpo lo hizo perder la respiración, y el cuchillo impactó en el suelo con un débil tintineo.

Ahora la luz de la cocina incidía directamente sobre su mirada añil, impidiéndole reconocer los rostros de sus atacantes. Y sin embargo, estaba convencido de que conocía aquellas voces.

— Como decía. Lamentablemente previsible...

...

..

.

La terraza era un buen lugar desde el que poder observar la lluvia precipitarse sobre el claro sin temor a acabar empapado. También un buen sitio en el que poder hablar tranquilamente, lejos de los curiosos oídos de Gonzalo.

Ahora lo único que podía relajar a Keith era el sonido de los truenos y la lluvia repiqueteando el tejado con insistencia. Se notaba por el incesante vaivén de la mecedora en la que se encontraba que no estaba para nada tranquilo, pero también sabía que estar cabreado no lo ayudaría a llevar la conversación de la forma más favorable.

A su lado, uno de los intrusos y quien en el pasado había sido su instructor, esperaba pacientemente a que el muchacho se animara a empezar la conversación.

— El señor Forester es un buen chico— intervino finalmente al tiempo que se ajustaba las gafas al puente de la nariz—. De haber sido otro, tendríamos que haberlo amordazado. Es un alivio encontrar a personas tan hospitalarias como él en tiempos como estos.

Keith tensó la mandíbula, molesto. Debió haber imaginado que Gon reconocería a Lufer y le acabaría invitando a un café mientras esperaban a que volviera a casa. Con ello, Lufer solo había tenido que explicarle al joven el motivo de su visita y le había pedido amablemente que permaneciera en el dormitorio solo por si las cosas se complicaban un poco.

<> le había asegurado a Keith tras reencontrarse.

— Sí, no ha cambiado nada— suspiró, haciendo referencia a su engorrosa inocencia.

Lufer sonrió con una ternura impropia de él, un gesto que a Keith le hubiera puesto los pelos de punta de haberse fijado en la expresión del asesino.

— Están pasando cosas, Keith— añadió mientras se llevaba una mano al interior de la chaqueta en busca de algo—. La Familia está atravesando una crisis sin precedentes.

El muchacho tomó el pequeño sobre que le tendió Lufer y examinó su contenido con detenimiento, estudiando minuciosamente las imágenes que habían retratado varios rostros que Keith supo reconocer muy bien.

— La Mano Negra— concluyó.

Lufer, por su parte, asintió severamente con la cabeza.

— Su líder, Adam Eliot, ha ganado bastante prestigio estos últimos años. Por lo visto, se cree con el poder suficiente para enfrentar a la Familia.

— No lo entiendo. La Mano y los Soldyck sellaron un pacto hace tiempo. Mi padre mantiene un trato cordial con su líder cada vez que coinciden en algún evento. Incluso hemos sido invitados a alguna de sus fiestas benéficas.

El asesino señaló con los ojos las imágenes que el joven todavía sostenía en las manos, instándolo a seguir pasando las fotos.

— Hace un mes hubo un asesinato— continuó—. Tres hombres de la Mano aparecieron muertos en el distrito cinco. A todos les habían partido el cuello.

Keith conocía el modus operandi de su familia, y con ello entendió inmediatamente lo que aquel hecho implicaba: alguien había intentado incriminar a los Soldyck para enfrentar a las dos organizaciones con más influencia de los bajos fondos de la sociedad. No era un secreto que estaban enemistadas y que los vínculos que las unían habían sido cimentados sobre montículos de arena. Sospechaba que era cuestión de tiempo que ambas organizaciones acabaran por encararse de nuevo, pero estaba convencido de que aquel asesinato no había sido cosa de su familia.

Los Soldyck conocían bien sus límites y por encima de todo, eran lo suficientemente orgullosos como para respetar el honor de su palabra. Jamás se ensuciarían las manos de aquella forma a menos que fuera estrictamente necesario. Tampoco entendía qué ganaba su padre enfrentándose a la Mano Negra a aquellas alturas. Las contiendas territoriales habían acabado hacía mucho, y los intereses de ambas partes estaban más que salvaguardados. Aquello no tenía ningún sentido.

Alguien pretendía enfrentar a los Soldyck con la Mano.

— ¿Qué ha dicho mi padre al respecto?

— Al principio esperaba poder reunirse con el señor Eliot para aclarar lo sucedido. Pero me temo que eso no va a ocurrir.

Keith se giró hacia Lufer con una expresión interrogante en el rostro.

— El amo Cole ha sido asesinado, señor.

Keith no dijo nada. Siguió respirando pausadamente hasta que las palabras de Lufer terminaron de asentarse en alguna parte de su mente. Tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta y volvió a clavar la vista en el claro, permitiendo que su mirada se perdiera en la lluvia que seguía precipitándose sobre el bosque.

— Instalaron una bomba en el coche que recogía al joven amo del colegio. La señora Kate también iba en el vehículo— explicó—. Ambos fueron trasladados vivos inmediatamente al hospital. La señora logró sobrevivir, pero el amo Cole...

Keith se limitó a asentir con la cabeza, sus ojos zafiro perdidos en ninguna parte.

— Señor, yo...

— Estoy bien, Lufer— aseguró, insondable—. No es como si nos hubiéramos llevado bien ni nada por el estilo.

No obstante, el asesino conocía al muchacho lo suficiente como para saber que se sentía dolido. Era verdad que los vínculos que lo habían unido a su familia nunca habían sido estrechos ni deseados, pero le tenía un profundo respeto a sus parientes.

— ¿Quién ha sido el hijo de puta?— escupió finalmente, encrespado.

— No lo...

— Ni una mosca entra en la mansión sin que vosotros lo sepáis— sentenció al tiempo que señalaba a Lufer con un dedo acusador—. Es imposible que alguien haya colocado una bomba a menos que...

El hombre asintió con la cabeza a medida que el tono del joven se tornaba en un incomprensible balbuceo.

— Sí, señor. Tanto su padre como yo hemos llegado a la conclusión de que alguien del personal está involucrado en el asunto.

— Un traidor— musitó Keith, incrédulo.

— Estamos interrogando a toda la mansión— añadió otra voz a sus espaldas.

El muchacho la reconoció en cuanto sus miradas se cruzaron.

— Canary— la saludó.

La chica se limitó a esbozar una leve sonrisa, tal y como solía hacer años atrás, cuando ella todavía era aprendiz de Lufer y Keith podía permitirse el lujo de llamarla amiga. Ahora ya era oficialmente miembro del personal más cercano a los Soldyck.

— Creemos que ha sido alguno de los mayordomos— continuó la joven, descansando ambas manos sobre el pomo del bastón que siempre llevaba con ella—. Aun con esas, la investigación se está complicando un poco.

— El suceso ha sido un duro golpe para la Familia— explicó Lufer—. Los mayordomos se sienten profundamente ofendidos porque los Soldyck están cuestionando su lealtad. Se han restringido todas las entradas y salidas de la mansión y la vigilancia también se ha reforzado. Algunos mayordomos sospechan entre ellos, y otros acusan abiertamente a los Soldyck de lo ocurrido.

— El amo Sira está más enfrascado en planear una venganza contra la Mano. La señora Kate aún llora la muerte de su hijo. El señor Ian está intentando investigar el caso y la aportación del amo Mikey no está siendo muy fructífera— Canary se pasó una mano por el pelo; la humedad del ambiente le estaba encrespando los rizos—. Se avecina una guerra, amo Keith.

— Y pretenden que yo vaya a lucharla— rió el chico, sardónico—. Decidle a mi padre que espere sentado.

Ambos mayordomos intercambiaron miradas.

— Señor, el amo Sira no sabe que estamos aquí— confesó Canary.

— Para ser francos, nos hemos arriesgado mucho viniendo a buscarle, joven amo— añadió Lufer—. Las cosas se están poniendo feas. Tememos que la Mano tome represalias contra todos los miembros de la Familia. Si eso fuera así, tanto usted como el señor Forester correrían serio peligro.

— No nos encontrarían— replicó Keith.

— ¿De verdad?— cuestionó Canary a la par que alzaba una ceja, mordaz.

Él chasqueó la lengua, molesto.

— Su padre ha preferido mantenerle al margen por miedo a que se involucre demasiado— continuó el asesino—. Pero en lo que a mí respecta, conozco suficiente sus habilidades como para asegurar que usted podría ayudarnos a solventar el problema.

— Hoy por hoy no podemos confiar en los mayordomos para nada. Todos son sospechosos de traición hasta que no se demuestre lo contrario. Y sin embargo, necesitamos a alguien que cuide de Amelia.

El rostro de Keith empalideció de golpe, como si le hubieran tirado encima un balde de agua helada. Lufer procedió a explicárselo:

— Tenemos motivos para pensar que la Mano planea un nuevo ataque contra los Soldyck, y tememos que Amelia sea el nuevo objetivo de la organización.

El muchacho inspiró profundamente cuando se percató de que había estado aguantando la respiración durante unos instantes. Entonces sus ojos añiles se desviaron inconscientemente hacia la puerta que permanecía cerrada tras Canary y pensó en Gonzalo. No podía ponerlo en peligro. Jamás podría perdonarse si le sucediera algo. No obstante, sabía que no descansaría tranquilo sabiendo que Amelia podía ser víctima de la Mano Negra.

<> le había confesado a Gonzalo tiempo atrás, cuando decidió abandonar sus responsabilidades familiares y exiliarse con él.

Se había prometido a sí mismo protegerlo y cuidarlo el resto de sus días, pero abandonar a Alluka, la única persona que había aportado algo de tranquilidad en medio del caótico huracán que era aquella familia, no era algo que estuviera dispuesto a permitirse.

Para cuando volvió a cruzar miradas con Lufer y Canary, Keith ya se había decidido.

— ¿Cuándo salimos?