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Chapter 4 - Uñas y dientes

La tenue luz del sol que se filtraba por los ventanales y el débil murmullo de unas voces lo animaron a abrir los ojos, rescatándolo de sus pesadillas. No supo reconocer el techo de su nueva celda, ni tampoco su voz rota cuando un lamento involuntario escapó de sus labios al intentar incorporarse. El dolor que le atenazaba el cuerpo terminó de desvelarlo y su desorientación se esfumó cuando los recuerdos de lo sucedido la noche anterior le golpearon el orgullo con fuerza.

Aún podía sentir el tacto de aquellas enormes y pálidas manos descendiendo por su cuerpo, asediándolo e inmovilizándolo mientras lo acorralaba contra el colchón. Se sintió asquerosamente sucio y aunque trató de pensar en otra cosa, el espantoso recuerdo de aquel hombre volvió a estremecerlo cuando sus ojos se encontraron con los recientes cardenales que lucía en las muñecas y los muslos.

Sus sentidos se agudizaron un tanto cuando escuchó unas voces provenientes del otro lado de la habitación: una mujer vestida de doncella mantenía una tranquila conversación con un hombre alto y trajeado al que no supo reconocer. El tipo interrumpió su charla cuando sus ojos se cruzaron con los de Noah y su expresión se suavizó un tanto.

— Yo me encargo— le susurró a la criada, invitándola a salir de la habitación.

Ella asintió con la cabeza y el chasquido que produjo el cerrojo al cerrar la puerta puso a Noah en alerta, quien se apresuró a cubrir su desnudez con las sábanas cuando el hombre comenzó a pasearse por el dormitorio. El rubio se encogió bajo las mantas mientras observaba cada uno de sus movimientos, el temor instalándose en su pecho.

Sabía que no estaba en condiciones para un segundo forcejeo y también que su mente no soportaría que lo forzasen de nuevo. La idea de que volvieran a asaltarlo le produjo náuseas, obligándolo a estrechar las rodillas contra su pecho para sentirse más protegido de la mirada de aquel extraño que caminaba tranquilamente por la habitación.

El tipo se detuvo frente a una cómoda sobre la que descansaba un maletín, lo tomó y volvió a cruzar la sala para arrastrar una de las butacas que había junto a la puerta y sentarse frente a la cama del rubio a una distancia prudencial. Colocó el maletín con cuidado a sus pies y apoyó los codos sobre las rodillas, entrelazando las manos al tiempo que se inclinaba un poco hacia delante.

— Buenos días— comenzó el hombre con voz tranquila y una sonrisa agradable—. Siento haberte despertado tan temprano, pero quería verte antes de irme.

Mientras hablaba, sus ojos hicieron un examen físico del muchacho, reparando en los moretones de sus muñecas, las recientes marcas de sus brazos, los restos de sangre bajo las uñas, sus ojos hinchados y castigados por las lágrimas...

Noah frunció levemente el ceño y retrocedió hasta que su espalda quedó pegada al cabezal de la cama, escondiéndose de la aguda mirada de aquel hombre. Sentía cómo temblaba cada centímetro de su ser, suplicándole que huyera de la pesadilla en la que lo habían obligado a vivir, pero era consciente de que no sería capaz de dar dos pasos antes de que sus músculos engarrotados lo hicieran sollozar de dolor.

— Parece que no has pasado muy buena noche...— murmuró el tipo con un hilo de voz, un deje de preocupación asomando a sus ojos oscuros.

No era la primera vez que Leonardo Palladino, tenía que lidiar con una situación como aquella: había estado trabajando para Adam como el médico de sus esclavos durante cuatro largos años, obligándose a mantener la compostura frente a los cuerpos rotos y desencajados de todo aquel que pasaba por sus manos. Sus expresiones descompuestas y llorosas, casi implorantes, solían ser lo primero con lo que se cruzaban sus ojos al entrar en una habitación y lo último que rondaba por su mente antes de que el sueño lo venciera por las noches.

La experiencia le había enseñado que las palabras dulces y una sonrisa agradable siempre eran bienvenidas, pero hacía mucho que el cansancio mental había hecho presa de él, y ni siquiera la monotonía de su rutina podía competir contra aquello.

Desvió la mirada un instante del muchacho en un intento de dejar la mente en blanco y empezar de cero. Se pasó una mano por detrás del cuello e inspiró profundamente antes de volver a dirigirse a Noah, esta vez con una sonrisa más sincera.

— Me llamo Leonardo y voy a ser tu médico— explicó—. Se supone que no deberíamos vernos hasta el martes, pero me sabía mal irme sin pasar a saludar. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

Lo hacía por pura cortesía. Él ya sabía todo lo que necesitaba conocer de Noah: su nombre, su edad, quiénes habían sido sus esclavistas, su anterior amo... Todo lo que se sabía sobre el muchacho había quedado recogido en un expediente que el propio Leonardo se había encargado de archivar para hacer su estancia lo más cómoda posible.

Sin embargo, a pesar de la familiaridad con la que se dirigía hacia él, Noah no dijo nada: si algo había aprendido bajo el yugo de Sloan era que cualquier cosa que dijera podía ser utilizada en su contra, y no estaba dispuesto a confiar en nadie que no fuera él mismo.

Leonardo ya contaba con aquello y sabía que debía ser paciente y comprensivo, así que se limitó a asentir con la cabeza y volvió a fijar su atención en la forma en la que el rubio se abrazaba las piernas bajo las sábanas, observándolo con aquellos enormes ojos marrones, cargados de miedo, impotencia y reproche.

— Sé que ha sido difícil, pero tengo que asegurarme de que estás bien...— comenzó al tiempo que hacía amago de levantarse, no obstante, la reacción asustadiza de Noah lo obligó a detenerse en seco. Tomó asiento de nuevo en la butaca, despacio, mostrando ambas manos—. Vale. Tranquilo. No voy a tocarte si no quieres. Pero necesito que me eches una mano. ¿Puedes hacerlo?

Noah apretó los labios, todavía nervioso, pero acertó a asentir con la cabeza. Leonardo le ofreció una sonrisa a modo de agradecimiento.

— Voy a hacerte unas preguntas muy sencillas. Solo tienes que responder "sí" o "no". ¿De acuerdo?— esperó a que asintiera y continuó—. Tranquilo. Tómate tu tiempo. ¿Sabes qué día es?

Noah frunció levemente el ceño y desvió los ojos hacia el mar de sábanas que cubrían su cuerpo. Recordaba que la subasta había tenido lugar el primer día de septiembre, pero no sabía decir cuánto tiempo había pasado hasta que los hombres de Brown lo habían trasladado. Cruzó miradas con Leonardo y negó con la cabeza.

— Viernes cuatro de septiembre. Son las seis y media de la mañana. ¿Sabes dónde estás? — "no" —. Esta es la residencia de Adam, a las afueras de La Capital, al noreste. ¿Recuerdas cómo te llamas?— "sí". Leonardo sonrió—. ¡Bien! No todo el mundo lo hace...

Noah se relajó un tanto: el juego de Leonardo lo estaba ayudando a orientarse. Sintió que parte de su inquietud se disipaba, permitiéndole respirar con normalidad.

— Ahora voy a hacerte unas preguntas un poco más delicadas. Si me echas una mano, quizás te encuentres mejor esta tarde. ¿Estás listo?

El muchacho asintió con la cabeza y lo observó con curiosidad.

— ¿Te duele ahí abajo?

Era una obviedad, pero el azabache necesitaba asegurarse de que Noah era sincero en todo momento. De no ser así, no podría ayudarlo a partir de las preguntas que vendrían a continuación. Noah, por su parte, vaciló un instante: se sentía profundamente humillado, y sin embargo, la seriedad que inspiraba Leonardo lo animó a desviar la mirada y a asentir con la cabeza débilmente, avergonzado.

— ¿Has sangrado?— esperó a que el chico echase un vistazo rápido bajo las sábanas, y aunque no respondió, su expresión escandalizada y ligeramente abochornada lo delataron—. Es lo más natural— explicó Leonardo con calma para tranquilizarlo—: no es una zona lubricada y el tejido es especialmente sensible. Es normal que se produzcan fisuras si no se lleva cuidado...

Noah tensó la mandíbula y escondió la cabeza entre las rodillas, tembloroso: todo se reproducía en su cabeza con una nitidez palpable, casi real. Era capaz de sentir los jadeos entrecortados de aquel tipo, su respiración agitada pegándosele a la piel del cuello como un aceite pegajoso que lo había embadurnado.

Con la mandíbula todavía apretada, Noah pasó las manos por aquellas partes de su cuerpo donde todavía sentía a Adam Eliot, como si aquella inocente caricia pudiera borrar las huellas que había dejado en él la noche anterior. No quería seguir pensando en el tema, ni ver a nadie, y de pronto, el odio que había estado alimentando durante todos aquellos años se materializó en sus ojos, y a pesar de que descargó aquella mirada amenazante contra el médico, Leonardo no se dejó intimidar, ni siquiera cuando creyó vislumbrar un destello escarlata emanando de ellos.

Se quedó así, callado y meditativo mientras el peso de la responsabilidad, la culpa y la empatía hacían estragos en su ética. Y es que, por mucho que tratara de convencerse de que estaba salvando vidas, Leonardo era plenamente consciente de que estaba ayudando a Adam a romper la integridad y la libertad de aquellos que pasaban por sus manos.

El distante sonido del motor de un coche lo obligó a volver a la realidad, animándolo a consultar la hora en el reloj que se ceñía a su muñeca izquierda: las 07:09. Debía marcharse si pretendía llegar a casa antes del medio día.

Recogió su maletín del suelo y se puso en pie, buscó unas gafas en el interior de los bolsillos de la chaqueta de su traje y se las ajustó al puente de la nariz mientras sus pies lo conducían a la cómoda.

— Voy a dejarte unos analgésicos y pomada para los hematomas— explicó a la par que tanteaba el interior de su maletín y lo dejaba todo sobre el mueble—. No es necesario que te tomes la medicación si no quieres, pero te ayudará a sentirte mejor. Hay un timbre al lado de la mesita de noche: si te da fiebre o te sientes peor, úsalo para avisar al médico de guardia.

Se volvió de nuevo hacia el chico, quien ahora lo observaba con inquietud. Leonardo, por su parte, procuró esquivar su mirada para que su voluntad no se quebrase.

— La ducha está al final del pasillo y hay ropa limpia en aquel armario. Vendrán a traerte el desayuno a las nueve, así que puedes descansar un poco— prosiguió mientras se apresuraba a colocar la butaca en su sitio—. La sirvienta te cambiará las sábanas y te ayudará en lo que necesites. Las puertas estarán cerradas, así que pasarás el día en la habitación. El martes te haré una analítica para asegurarme de que estás bien. Hasta entonces, convendría que no hicieras ninguna tontería...

Noah sintió que el aire se volvía plomo en sus pulmones y la ansiedad que había comenzado a instalarse en su pecho lo animó a salir de aquel refugio de sábanas que él mismo había cimentado. Las mantas se pegaron a su cuerpo cuando trató de ponerse en pie, como si fueran manos frías y muertas que intentasen retenerlo.

El pánico se apoderó de él: sabía que los recuerdos lo rondarían como fantasmas si volvía a quedarse solo, que el miedo a quedarse a solas con su nuevo amo acabaría descomponiéndolo.

Leonardo acababa de introducir en la cerradura la llave que colgaba de su cuello cuando la agitada y sonora respiración de Noah lo obligaron a girarse hacia él. Estaba a los pies de la cama, las sábanas salpicadas de sangre en el suelo, como un mar de nubes que lo enaltecían.

La desnudez del muchacho y aquellos moretones que se repartían por el lienzo pálido de su piel hicieron entender a Leonardo que aquella esperanza suya de ayudarlo sería en vano. No existía salvación terrenal para aquel chico.

— Tranquilo. Él no vendrá hoy— murmuró para calmarlo.

Porque Adam Eliot se encargaría de descuartizar y afrentar cada centímetro de él.

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Para un hombre como Adam, con una exquisita debilidad por la música clásica, el ambiente reverberante, inarmónico y condensado del Ripe's lo incomodaba un tanto. Las luces de neón que decoraban el interior del local bañaban a sus clientes de tonalidades violáceas y rojas, unos colores que sabían cómo perfilar las sinuosas curvas de las mujeres que meneaban las caderas sobre las plataformas que había repartidas por el establecimiento, sujetándose a la barra alrededor de la que bailaban.

Sorteó a la gente que se conglomeraba en la habitación seguido por tres de sus hombres, procurando que sus sentidos no se vieran embotados por el olor a sudor, sexo y alcohol que parecía coagularse en la atmósfera. Sus pasos lo guiaron hasta la barra de cristal tras la que varios barman se concentraban en servir coloridos cócteles, y aunque al principio no tenía ni idea de por dónde empezar a buscar, su inquietud desapareció cuando su mirada plomiza reconoció a una de las camareras.

— Un Manhattan, por favor— pidió lo suficientemente alto para hacerse oír por encima del alboroto.

La chica asintió con una delicada sonrisa, pero su expresión cambió radicalmente cuando sus enormes ojos celestes saltaron de las botellas de licor a Adam. El impulso de golpearlo la llevó a alzar el brazo, pero él la sujetó por la muñeca antes de que tuviera tiempo de alcanzarlo.

— Creo que no será necesario esta vez, Mary— razonó, manteniendo aquella tranquilidad insondable que lo caracterizaba.

No obstante, la rabia acumulada de la chica la obligó a ignorarlo, y se zafó rápidamente de su agarre para escupirle en la cara, asqueada de él.

— ¡Que te jodan, Adam!— gruñó entre dientes mientras la sombra de una sonrisa desfilaba por su rostro, sus ojos buscando un indicio de irritación en los de él.

Adam desvió la mirada hacia sus pies a la par que trataba de reprimir una sonrisa incrédula: ya había tratado con su temperamento indomable anteriormente, pero no esperaba que hubiera podido conservarlo bajo aquel techo. Inspiró profundamente y se limpió la mejilla con un pañuelo que guardaba en los bolsillos de su traje.

— Yo también me alegro de verte— bromeó a la par que fingía distraerse al doblar la prenda de nuevo.

— ¡Eres un hijo de puta!— le espetó entre susurros, furiosa—. Me prometiste. No. Me juraste... que me sacarías de aquí.

— Y no lo he olvidado, pero tengo prioridades que atender— sentenció con neutralidad—. Estoy buscando a Ismael.

— Oh, ¿has venido a ampliar su colección de muñequitas?— trató de provocarlo, irónica, al tiempo que se cruzaba de brazos.

Adam sonrió. El encanto de Mary, incorregible y petulante, lo había atraído desde que el destino cruzó sus caminos con una precisión casi irónica. En otra vida, puede que incluso hubieran llegado a ser buenos amigos.

— ¿Puedo ayudarle en algo?

La armoniosa y exótica voz de su viejo compañero de copas lo hizo sonreír, un gesto que le torció los labios y bañó sus ojos grises de un brillo artificial que enterraba sus verdaderas intenciones. La excentricidad de Ismael Morrow siempre había llamado su atención. De hecho, si aquel hombre no fuera retorcidamente astuto, probablemente Adam se hubiera planteado añadirlo a su colección.

— Esperaba poder disfrutar de una buena copa. Tal y como en los viejos tiempos— respondió Adam, escogiendo cuidadosamente sus palabras—. ¿Es demasiado tarde para aceptar ese Martini?

La minuciosa mirada ambarina de Ismael lo observó de arriba abajo; hacía mucho que Adam se había desvinculado de cualquier cosa que lo concerniera, escondiéndose tras su séquito de matones mientras dirigía su sinfonía del terror desde las sombras. Mary era una evidencia de ello.

Por otro lado, saber que se había tomado la molestia de buscarlo en cada una de sus propiedades le otorgaba un placer que hacía tiempo que no experimentaba: nadie era lo suficientemente importante como para que Adam Eliot se arriesgara a exponerse.

— Nunca es tarde para un Martini— sonrió al tiempo que hacía un ademán con el brazo para indicarle el camino—. Estaremos más cómodos en mi despacho.

Adam hizo lo propio y le indicó a sus hombres que esperasen en la barra. A Mary solo le dedicó una mirada ladina que delataba algo más que complicidad, un gesto que no pasó desapercibido por el escrutinio de Ismael.

Durante unos minutos lo único en lo que pudieron fijarse los ojos de Adam fue en la ancha espalda del proxeneta, quien lo guiaba en silencio entre la multitud del Ripe's. Su melena pelirroja y engominada hacia atrás, la camisa blanca e impoluta y la pálida piel de su cuello que, casualmente, estaba expuesta.

Como otras tantas veces, volvió a fantasear con degollarlo, aunque de querer hacerlo procuraría que no fuera en aquel repulsivo agujero. No obstante, Adam era consciente de que la expectación que sentía por Ismael jamás le permitiría ponerle un dedo encima, no hasta que al menos hubiera saciado su curiosidad.

— Podrías haberme llamado— comenzó el pelirrojo mientras servía el licor en dos copas altas.

La voz del proxeneta lo sacó de su ensimismamiento, devolviéndole a la realidad. Su despacho era amplio y acogedor, con una decoración elegante que apenas era perturbada por el remoto sonido de la música.

— Hace mucho que no hablamos— respondió a la par que se dejaba caer sobre una de las butacas que había en el centro de la sala—. No me hubiera parecido muy cortés contactarte de esa forma. Ni a ti tampoco.

Ismael sonrió con complicidad mientras tomaba asiento frente a él: la forma de pensar de Adam siempre lo había agradado. Alzó levemente la copa a salud de su reencuentro y dio un sorbo al licor.

— He oído que has invertido una millonada en un crío de rasgos afeminados...

— Está visto que no tengo secretos para nadie— comentó con una sonrisa cargada de orgullo mientras hacía bailar el Martini dentro de la copa.

— Tienes una fama que te precede— respondió Ismael—. Y por lo que parece, el muchacho también. ¿Sabes que intentó matar a Sloan?

— ¿Quién no lo haría?— rió Adam, sardónico—. Es como una manzana podrida en una cornucopia. Un fruto ponzoñoso que solo llama la atención.

La sombra de una sonrisa desfiló por el rostro pálido de Ismael, achicando sus ojos. Casi no recordaba lo grato que le resultaba escuchar la afilada lengua del azabache. Lo estudió minuciosamente, reparando en la delicadez y elegancia de sus movimientos, no obstante, hubo algo que desentonó en aquella imagen inexpugnable.

— Por las marcas de tu cuello puedo presumir que a ti tampoco te lo puso fácil...— cuestionó mientras se llevaba la copa a los labios.

Adam cruzó miradas con el proxeneta, un tanto sorprendido: pensaba que había logrado ocultar los arañazos bajo una fina capa de maquillaje, pero no le extrañaba que no hubieran pasado desapercibidos por los agudos ojos del pelirrojo.

Se acomodó en el respaldo de la butaca y los acarició distraídamente con la punta de los dedos mientras los recuerdos le arrancaban una sonrisa que a Ismael le pareció nostálgica.

— Al principio temblaba como un azogado, pero luego sacó uñas y dientes— explicó Adam, un brillo divertido en sus ojos plomizos—. Hacía mucho que no tenía un juguete tan entretenido...

— Un juguete no intenta matarte, Adam.

— Este sí— sonrió—. Pero no he venido hasta aquí para hablar de mis pasatiempos.

El semblante relajado de Ismael se alteró un tanto cuando la severidad de Adam casi se hizo palpable. Había vuelto a adoptar aquella expresión insondable, reservada y profesional que tanto lo singularizaba.

— Hace unos días encontraron muertos a tres de mis hombres en el distrito cinco— hizo una pausa durante la que estudió atentamente el rostro del pelirrojo—. Les habían partido el cuello.

Ismael frunció levemente el ceño, meditativo.

— ¿Crees que han sido ellos?

Adam tomó una bocanada de aire antes de ponerse en pie y pasearse por la habitación, las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón.

— La última vez que empecé una guerra contra los Soldyck perdí a gente importante— comenzó tras un breve silencio—. Esta vez, quisiera tener evidencias que me motivaran a encararlos.

Ismael apuró el licor de un trago y dejó la copa en una redonda mesita de caoba que había a su izquierda.

— ¿Tienes dudas?

— Hay mucha gente que está al tanto de mi enemistad con los Soldyck— explicó Adam mientras sus ojos analizaban el despacho—. Los Soldyck conocen bien nuestro convenio y saben de sobra que no deben pisar mi territorio. Esta vez no solo han entrado, sino que además han matado a mis hombres...— guardó silencio durante unos instantes, pensativo—. Me preocupa que alguien se esté esforzando por malquistarnos.

— Y quieres que lo investigue...

Adam asintió sin molestarse en devolverle la mirada.

— ¿Y qué saco yo de todo esto?— cuestionó Ismael a la par que apoyaba los antebrazos en las rodillas y entrelazaba las manos.

Adam frunció los labios y se encogió de hombros antes de cruzar sus ojos con los del proxeneta, resuelto.

— ¿Qué se te ofrece?